Filosofía en español 
Filosofía en español


[ Francisco Carmona Nenclares ]

Estampa nocturna

Aquella noche nos había tocado encararnos con la música. Cruzábamos en aquel momento por una plaza desierta. Alrededor nuestro todo estaba silencioso, y de todo se desprendía una sensación de temor. Sonaron las campanadas de una hora, y, como unos pájaros de bronce, echaron a volar hacia los límites dormidos de la ciudad. En el cielo, desvelado por las estrellas, el corazón adivinaba algo como un mandato eterno: rema, corazón, rema en la vida.

Al pasar el viento, los árboles sacudían el sueño. Silvestre Rey caminaba a mi lado. Íbamos en silencio, gozando lentamente de nuestra compañía. La vida entera sabía entonces a juventud. En el quieto ambiente nocturno soñaba un profundo aroma otoñal, que era para nosotros como un inmóvil trapecio donde descansaba el fatal aburrimiento de todas las horas... De pronto oímos a nuestra espalda un siseo penetrante, tenaz, como si quisiera hendir el corazón de la noche. Presentimos la señal de un amigo acercado a nuestros pasos por la casualidad.

El nos llevó hasta el ámbito donde la música esperaba. Nos había reconocido por nuestro silencio. Después de los saludos inesquivables nos invitó a visitar su domicilio. «Habrá música», dijo, y quedó en silencio, satisfecho de haber esgrimido ágilmente el argumento favorito, porque él nos sabía amantes de ese arte que pone sobre cada inquietud una interrogación infinita. Frente a nosotros descansaba en la noche un edificio alto y solo. Parecía un dado gigantesco. El rectángulo amarillo de un balcón –ojo insomne en la obscuridad– mostraba la altura de la promesa filarmónica. Lanzándonos con cierta solapada desesperación hacia la negrura de la escalera, subimos hasta allí. Había una joven morena frente al piano. Estaba esperándonos. Encarnaba en su gesto sencillo el alma melancólica de los retratos familiares que adornaban la estancia.

Yo me senté en un diván. Silvestre Rey vino a mi lado –conocíamos ya, de larga amistad, la secreta simpatía de esos muebles perezosos–. Entonces nos dispusimos a escuchar.

*

En aquel momento recordé, de una manera que parecía vengarse del pasado, ciertas confidencias de Silvestre Rey.

—Amo la música –me dijo una vez– por sencilla razón de claridad. Sabe hacer surgir de cualquier inquietud voluptuosidad de horizontes. Pone junto a lo pequeño un lecho de ensueño, y al lado de todo lo grande, un aire de eternidad. Acerca a un primer término diáfano todo lo que hay lejos en nuestro espíritu, amenazador en su lejanía. Despierta rara angustia; pero con ella algo desgarrador y dulce que es alegre...

La joven morena puso entonces una partitura sobre el atril. Alejé a la memoria. Saludó en la portada un nombre –Albéniz–, que encierra siempre el sortilegio de una eterna promesa. Después de Albéniz fue Beethoven quien se acercó a nosotros. Luego Borodin, Mozart, Debussy, Schubert... Todos, al despertar entre los dedos juveniles de la pianista, nos dirigían una pequeña reverencia amical.

*

El piano –pensé luego– hace una música morbosa, pálida. Suena siempre a otoño. El violín es célico. Posee una llave de plata para abrir la fuente de los secretos. Y se sabe implacable, lo mismo en la alegría que en el dolor.

Salimos a la calle. Comenzamos de nuevo a andar lentamente. Íbamos también en silencio; pero entonces en un silencio que recorrían de la mano cortejos alegres de amor antiguo hacia las cosas. Al final de una rúa hallamos frente a nosotros el mar. Entonces Silvestre Rey dijo, como si hablara a las nubes desde las lontananzas do una vida lejana:

—La música de Beethoven fluye como un ancho río. Es callada, lenta, profunda. Su norma está en la angustia. Mozart nos depara la música que se persigue a sí misma. En ella se inclina hacia nosotros un cortesano que, sin perder jamás su aire galante, lleva dentro un león. Borodin es la música que salta. Todo Asia, con su pereza, su estío y su cielo está en él. Debussy es la música que huye. Y en Schubert hay siempre la sombra delicada de un amor desgraciado.

Carmona Nenclares