Filosofía en español 
Filosofía en español


José Solas García

El Papa y la unidad europea

II y último

La “Unión o Federación” europea pretendida por el Congreso de La Haya se había de lograr «transfiriendo y poniendo en común una parte de la soberanía nacional». Al crearse el Consejo de Europa, los Gobiernos, con un lenguaje diplomático más precavido, le asignaron como finalidad «realizar una unión más estrecha entre los países de Europa» (artículo 1° del Estatuto). Fue la Asamblea Consultiva, ya en su primera reunión de Estrasburgo en septiembre de 1949, quien concretó el fin perseguido en la «creación de una autoridad política europea dotada de funciones limitadas, pero de poderes reales, y que englobaría a todas las naciones democráticas».

En estos tres años, hasta la última reunión de septiembre de 1952, la tarea de la Asamblea Consultiva del Consejo de Europa con relación al problema típicamente político de la Unión Europea ha sido buscar la manera de dar vida a esa autoridad política común.

La discusión planteada desde el principio es muy precisa. Algunos países, la Gran Bretaña y los Estados nórdicos fundamentalmente, han considerado que dicha fórmula de Unión Europea no implicaba más que una cooperación intergubernamental sin mengua de los derechos soberanos de los Estados. Los países continentales entendían, sin embargo, que entrañaba una cesión de soberanía, y que, por tanto, hablando en términos tradicionales, la finalidad perseguida era una Federación o Confederación Europea.

En mayo de 1950 la Asamblea Consultiva creyó haber logrado conciliar ambas actitudes al recomendar al comité de Ministros las líneas generales de la política de unificación europea que después se ha seguido. Dos métodos señaló como fundamentales: la creación de autoridades especializadas, es decir, limitadas a una determinada función pública; la elaboración de acuerdos parciales, es decir, reducidos a ciertos países.

Esta política tenía en cuenta, sobre todo, que la Unidad Europea había de ser total, y, por ello, que no era concebible sin la Gran Bretaña. Pero aceptaba que para llegar a ella, puesto que no se renunciaba, era necesario promover una evolución más lenta de lo al principio prevista, que tendría como consecuencia natural el establecimiento de la autoridad política común.

Pronto pudo apreciarse que el concepto de autoridad especializada envolvía también una auténtica cesión de soberanía, aunque fuera en una determinada función pública, y encontró igual disconformidad de parte de la Gran Bretaña y de los demás países no federalistas.

Alemania, Bélgica, Francia, Holanda, Italia y Luxemburgo, aceptando íntegramente la política definida por el Consejo de Europa, aunque por fuera de él, por la vía diplomática, negociaron los primeros tratados de autoridades especializadas supranacionales: el del plan Schuman y el del Ejército europeo.

Sin embargo, en ningún momento estos seis países encontraron la oposición, sino, por el contrario, la asistencia moral de los miembros del Consejo de Estrasburgo, el cual siempre quedaba así como reserva de la superior unidad de toda Europa.

En estos años de reflexión de los políticos sobre la manera de llegar a la unidad supranacional de Europa, en los discursos pontificios puede encontrarse el desarrollo de toda una doctrina moral del federalismo.

Cuando el 11 de noviembre de 1948 habló el Papa a los Federalistas Europeos; señaló ya el espíritu con que debían concurrir los pueblos a crear la Unión Europea.

«Nadie duda que el restablecimiento de una Unión Europea ofrece serias dificultades. Para hacerla psicológicamente llevadera a todos los pueblos de Europa, en primer lugar, se debería hacer una especie de retirada que aleje de ellos el recuerdo de los sucesos de la última guerra, y, sin embargo, no hay tiempo que perder. Los efectos de la guerra, todavía dolorosamente sentidos, deben ser precisamente para estos pueblos de Europa un estímulo a deponer sus preocupaciones egoístamente nacionales.»

En segundo lugar, «hay un punto sobre el que no insistiríamos bastante: el abuso de una superioridad política de posguerra para eliminar una concurrencia económica. Nada conseguiría mejor envenenar irremediablemente la obra de aproximación y de mutua inteligencia».

Por último, «las grandes naciones del continente... hay que esperar que sepan hacer abstracción de su grandeza de antaño para acoplarse en una unión política y económica superior».

El 14 de julio de 1950, al hablar al Comité internacional de Derecho Privado, después de insistir que la empresa unificadora es oportuna y urgente, constata la posibilidad actual histórica, favorecedora de la innata tendencia del hombre a la asociación:

«¿Habrían las generaciones precedentes creído realizable jamás, habrían simplemente podido soñar con este progreso técnico de las comunicaciones que en tan poco tiempo ha aproximado a los hombres hasta el punto de hacer verdad al pie de la letra de la expresión familiar de que «el mundo es un pañuelo»? El mundo resulta pequeño, y resultará cada vez más.»

El 6 de abril de 1951 expusoel Padre Santo, de manera amplia y profunda, la posición de la Iglesia ante la fórmula federal. Uno de los problemas morales más trascendentes de este tiempo es el de la ilegitimidad de la guerra, y una de las soluciones más acariciada por los moralistas es la de la creación de una autoridad supranacional que la haga imposible.

A esta cuestión se refiere primeramente el Papa en este discurso, dirigido al Congreso del Movimiento Universal para una Confederación Mundial.

«La Iglesia desea la paz, y por ello se aplica a promover cuanto dentro de los cuadros del orden divino, natural o sobrenatural, contribuye a asegurar la paz. Vuestro Movimiento, señores, trata de realizar una organización política eficaz en el mundo. Nada hay más conforme a la doctrina tradicional de la Iglesia ni más ajustado a su doctrina sobre la guerra legítima o ilegítima, sobre todo en las circunstancias presentes. Es necesario, por tanto, llegar a una organización de esta naturaleza, aun cuando no fuera más que para terminar con una carrera de armamentos en la que, hace ya muchas décadas, los pueblos se arruinan y se agotan en pura pérdida.»

Después establece el principio moral básico del federalismo. El perfeccionamiento natural humano se alcanza en distintas comunidades de vida, que, por tanto, son naturales y deben ser respetadas al integrarse en la sociedad política suprema. Dice el Padre Santo:

«Os parece a vosotros que, para ser eficaz, la organización política mundial debe adoptar la forma federalista. Si con ello entendéis que esta organización debe librarse del engranaje de un unitarismo mecánico, en esto aun estáis vosotros de acuerdo con los principios de la vida social y política enunciados firmemente y sostenidos por la Iglesia. De hecho, ninguna organización del mundo podrá ser viable si no armoniza, con el conjunto de lazos naturales, con el orden normal y orgánico que rige las relaciones particulares de los hombres y las de los diversos pueblos...; no gozará de una autoridad efectiva sino en la medida en que salvaguarde y favorezca por todas partes la vida propia de una sana comunidad humana, de una sociedad cuyos miembros concurran conjuntamente al bien de la humanidad entera.»

* * *

El 10 de agosto de 1952 se celebró en Luxemburgo la ceremonia de constitución de la AltaAutoridad de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero. En este acto, su presidente, el señor Jean Monnet, dijo lo siguiente:

«Por primera vez, las relaciones tradicionales entre los estados se han transformado. Según los antiguos métodos, aunque los Estados europeos estuviesen convencidos de la necesidad de una acción común, cuando ellos creaban una organización internacional se reservaban siempre su plena soberanía. [12]
Hoy, por el contrario, seis parlamentos han decidido, después de madura deliberación y con una aprobación masiva, crear la primera comunidad europea que fusiona una parte de las soberanías nacionales y las somete al interés común.
La Alta Autoridad es responsable no ante los Estados, sino ante una Asamblea europea. Esta Asamblea ha sido elegida por los parlamentos nacionales, y está ya previsto que pueda serlo directamente por los pueblos.»

La primera autoridad europea especializada había nacido. Y además, con el carácter previsto en el plan político de unificación de Estrasburgo. En el preámbulo del tratado, los seis países del plan Schuman declararon su resolución de «sustituir sus rivalidades seculares por la fusión de sus intereses esenciales, echar, por la instauración de una unidad económica, los primeros cimientos de una comunidad más amplia y más profunda entre pueblos largo tiempo opuestos por divisiones sangrientas y crear las bases de instituciones capaces de orientar un destino compartido ya para el futuro». Una afirmación semejante está contenida en el preámbulo del tratado de la Comunidad Europea de Defensa: «Conscientes de franquear así una nueva etapa esencial en el camino de la formación de una Europa unida.» La Federación Europea de los seis países había dado su primer paso.

Incluso se previeron las etapas inmediatas. El artículo 38 del tratado del Ejército europeo ordena que a los seis meses de su entrada en vigor, su Asamblea deberá estudiar «una estructura federal o confederal interior, fundada sobre el principio de la separación de poderes y comportando en particular un sistema representativo bicameral».

El tratado de la Comunidad Europea de Defensa fue firmado en París el 27 de mayo de 1952 por los seis países citados. No es una alianza de ejércitos; se crea por él un Ejército europeo común, con prohibición de sostener fuerzas armadas nacionales (artículos 9 y 10). Una decisión tan definitiva en la historia nacional de cada uno de estos países encuentra para su ratificación obstáculos muy superiores a los de la Comunidad del Carbón y del Acero. Para lograr la real fusión de los ejércitos nacionales en uno solo europeo se considera como complemento indispensable y simultáneo la creación de una autoridad política común.

Sea de ello lo que fuere, al reunirse los seis ministros de Asuntos Exteriores en Luxemburgo en julio de 1952 estimaron la urgencia de su constitución y acordaron encomendar ya a la Asamblea de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero el estudio de esta autoridad.

El canciller Adenauer lo comunicó así a la Asamblea en su reunión del día 11 de septiembre en Estrasburgo:

«Considerando que el objetivo final de los seis Gobiernos ha sido y permanece siendo el de llegar a la constitución de una Comunidad política europea tan amplia coma sea posible, conscientes de que la constitución de una comunidad política europea de estructura federal o confederal es exigida al establecerse bases comunes de desarrollo económico y fusionarse intereses esenciales de los Estados miembros, son invitados los miembros de la Asamblea carbón-acero a elaborar un proyecto de tratado instituyendo una comunidad política europea, debiendo inspirarse en los principios del artículo 38 del tratado de la Comunidad Europea de Defensa y sin perjuicio de las disposiciones del mismo.»

En la sesión del 13 de septiembre la Asamblea decidió «aceptar la invitación que se le había hecho de acometer con urgencia la gran tarea confiada, se felicitó de la iniciativa tomada por los ministros y constató que ella era conforme a las resoluciones adoptadas por la Asamblea Consultiva del Consejo de Europa con amplísima mayoría».

Precisamente, este día 13 de septiembre se dirigió el Papa a los miembros del Congreso Internacional Pax Christi con estas palabras:

«Si hoy algunas personalidades políticas conscientes de sus responsabilidades, si algunos hombres de Estado trabajan por la unificación de Europa, por su paz y la paz del mundo, ciertamente la Iglesia no permanece indiferente a sus esfuerzos. Más bien los sostiene con toda la fuerza de sus sacrificios y de sus oraciones.»

Dos días después, el lunes 15 de septiembre, con una ligera variante en su composición, la Asamblea carbón-acero se constituyó en Asamblea Constitucional de Europa. En el plazo de seis meses habrá de someter su proyecto de Constitución europea a los seis ministros. Antes, en estos días de enero de 1953, dictaminará sobre el anteproyecto de la Comisión formada al efecto.

Aquella misma tarde se reunió la Asamblea Consultiva del Consejo de Europa y escuchó al ministro británico Anthony Eden su plan para conciliar la «creación de la comunidad supranacional de los seis países continentales con la necesidad de mantener la unidad total de Europa». «Nuestra tarea –dijo– es encontrar una base de acción común, llegar a la unidad política y económica sin atentar a la diversidad de nuestros rasgos nacionales y de nuestras instituciones privativas.»

La discusión del plan Eden permitió llegar a definir algunas ideas nuevas en la política internacional. La más importante es la de asociación. Por medio de ella, los Estados europeos que actualmente no se federen entre sí conocerán el desarrollo de las instituciones federales y coordinarán su política interior con la de estos Estados en favor de la Unidad Europea. No se desiste de la Unidad Europea total, pero se reconoce en el fin y en el camino para llegar a ella la existencia de diferencias entre los países y, por tanto, la necesidad de alcanzarla gradualmente e incluso, tal vez, dentro de comunidades supranacionales más amplias que la Europa misma.

Con la aceptación del plan Eden quedó definitivamente perfilada la misión del Consejo de Europa como instrumento de colaboración de todos los países europeos para la superior unidad de toda Europa.

El Padre Santo, que ante el Sacro Colegio Cardenalicio, el día de San Eugenio de 1948, cuando la idea de la Unidad Europea acababa de ser lanzada en La Haya, justificó la presencia de un delegado suyo «para llevar una palabra suya de estímulo» en el mismo momento en que nacían las instituciones de la Unidad Europea, quiso también que Estrasburgo sintiera la presencia de su eminencia el Cardenal Tisserant, decano del Sacro Colegio Cardenalicio.

En la misma mañana del 15 de septiembre, cuando se reunía por primera vez la Asamblea Constitucional de Europa [13] el Cardenal Tisserant fue recibido por las autoridades de los organismos europeos en el palacio del Consejo de Europa.

Y veinte minutos después de terminar su sesión la Asamblea Constitucional de Europa, pronunció una alocución por los micrófonos de Radio Estrasburgo, de la cual son los siguientes párrafos:

«El Consejo de Europa tiene objetivos limitados, pero sus sesiones interesan al mundo entero porque los países que están en él representados son aquellos donde se ha desarrollado nuestra civilización, llamada justamente tanto civilización occidental como civilización cristiana. Civilización occidental, que se ha formado en las países limítrofes del mar hasta donde llegaron las grandes emigraciones; civilización cristiana, porque el cristianismo ha venido a completar y perfeccionar el edificio cultural al cual Grecia y Roma habían aportado los primeros elementos.
Si el Soberano Pontífice acaba de manifestar el interés que él toma por esta nueva sesión del Consejo de Europa es porque el tiempo urge. Es necesario que Europa se haga, que comprenda la importancia de esta hora. Sin una cohesión más estrecha, los esfuerzos de los estados europeos tienen el peligro de quedar estériles. Unidos pueden todavía significar algo; no es de ayer el que la unión hace la fuerza. Sin embargo, no se trata solamente de una unión material. Europa se hizo bajo el signo del cristianismo, cuando la fe religiosa ejercía una fuerte influencia sobre los individuos y sobre todas sus organizaciones, estados, universidades, corporaciones. La fe religiosa es la que mejor puede asegurar la conservación de los principios de justicia, en los cuales deben basarse las relaciones de los pueblos como las de los hombres. Es una circunstancia reconfortante que muchos de los hombres políticos de quienes depende la suerte de Europa son cristianos y no temen el manifestarse como tales.
Yo hago votos por los trabajos de la Presente sesión del Consejo de Europa. Que ellos contribuyan a llevar la paz a los espíritus inquietos, a fin de que el Rhin, a cuyas orillas se reúne, cumpla cada vez mejor y más eficazmente su papel de lazo de unión entre los pueblos de la Europa occidental, cada vez más estrechamente federados.»

* * *

La primera federación europea, la de Alemania, Bélgica, Francia, Holanda, Italia y Luxemburgo, y la unidad total de Europa están en marcha. Ante estos hechos, el Padre Santo, en los discursos del 23 de julio, dos días antes de entrar en vigor el plan Schuman, y del 13 de septiembre de 1952, el día de la reunión de Estrasburgo, ha señalado a los católicos cuál debe ser su conducta.

La labor unificadora, considerada por muchos como lenta, ha llevado de hecho un ritmo superior a la evolución de los pueblos que todavía no viven este ambiente de unificación internacional. Ello preocupa al Papa:

«Cuando seguimos los esfuerzos de estos hombres de estado, no podemos evitar un sentimiento de angustia: bajo la presión de la necesidad que exige la unificación de Europa, ellos persiguen y comienzan a realizar fines políticos que presuponen un nuevo modo de enfocar las relaciones de pueblo a pueblo. Esta presuposición, desgraciadamente, no se verifica o no se verifica suficientemente. No existe todavía la atmósfera sin la cual estas nuevas instituciones políticas no pueden a la larga mantenerse. Y si parece audaz querer salvaguardar la reorganización de Europa en medio de las dificultades del estadio de transición entre la concepción antigua, demasiado unilateralmente nacional, y la nueva concepción, al menos debe alzarse ante los ojos de todos como un imperativo de esta hora la obligación de suscitar lo antes posible esta atmósfera.» (Discurso del 13 de septiembre.)

Los católicos, por el hecho de serlo, pueden y deben colaborar en la creación de esa atmósfera:

«Un sobrenaturalismo que se alejara y, sobre todo, alejará a la religión de las necesidades y de los deberes económicos y políticos, como si estos no concerniesen al cristiano y al católico, es cosa malsana, extraña al pensamiento de la Iglesia.» (Discurso del 13 de septiembre.)

Si el Papa aprecia vivamente el carácter sobrenatural y natural a la vez de Pax Christi, es porque quiere utilizar la fuerza del catolicismo «para procurar la atmósfera necesaria a las tendencias que se inclinan a la unificación económica y política, primero de Europa y más tarde, tal vez, de los territorios fuera de ella.» (Discurso del 13 de septiembre.)

«Los católicos de todo el mundo deben propiamente vivir siempre en esta atmósfera. Ellos mismos están unidos por toda la riqueza de su fe y consiguientemente por todo aquello que hay de más elevado para el hombre, de más íntimo y dominante, así como por la irradiación de su fe en la vida social y cultural. Los católicos están, por otra parte, educados desde su niñez en la consideración de todos los hombres, de cualquier región, nación y color, como criaturas e imágenes de Dios, como redimidos por Cristo, llamados a los eternos destinos para rogar por ellos y amarlos. No hay ningún otro grupo humano que presente tan favorables presupuestos, en anchura y profundidad, para el entendimiento internacional.
Por esto mismo gravita naturalmente también sobre les católicos una gran responsabilidad, a saber: deben, ante todo, sentirse llamados a superar y vencer todas las estrecheces nacionales y a buscar un verdadero y fraternal encuentro entre nación y nación.» (Discurso del 23 de julio.)

El Soberano Pontífice ha concretado además, en el discurso del 13 de septiembre, en qué debe consistir la actuación de los católicos para crear esta atmósfera:

«Justicia. Que de una parte y de otra aplique una medida igual. Lo que una nación, un estado reivindique para sí, por un sentimiento elemental de derecho, eso a lo que él no renunciaría jamás, debe también concederlo sin condiciones a la otra nación, al otro estado.
Estima recíproca. En un doble sentido: nada de desprecios de una nación porque, por ejemplo, aparezca menos dotada que la nación propia.
Confianza. Se concede confianza a aquellos que pertenecen al propio pueblo, en tanto en cuanto no se hayan hecho positivamente indignos de ella. Se los trata como hermano y como hermana. Es exactamente la misma actitud que es preciso tener hacia los hermanos de otras naciones. Tampoco aquí debe haber dos pesos y dos medidas.
El amor a la patria no significa jamás desprecio a otras naciones, desconfianza o enemistad hacia ellas.
En fin: sentirse unidos; es aquí, ya lo hemos dicho, donde las fuerzas católicas adquieren su máximo de eficacia.»

* * *

La solicitud demostrada por la Santa Sede hacia los trabajos unificadores de Europa y el hecho de que los seis ministros de Asuntos Exteriores de los países que han decidido federarse sean católicos, han sido utilizados por algunos y en polémicas de prensa, para calificar de «Europa Vaticana» a la primera federación europea proyectada.

La frase es original del secretario general de la S. F. I. O., M. Guy Mollet. Su alcance puede apreciarse en el artículo «Le problème de l’Europe», publicado el 31 de octubre de 1952 en «Le Populaire», de París:

«Me apresuro a precisar que yo no creo en la existencia de una coalición compacta y [14] unida, dispuesta a sostener lo que se podría llamar una «política vaticana.» Pero séame, sin embargo, permitido llamar la atención de todos sobre la falta grave que podría cometerse contra la idea europea si se facilitara la división de Europa en dos grupos, de la cual uno correspondería a la zona de influencia del protestantismo y el otro a la del catolicismo.»

Ante esta afirmación debe recordarse que la decisión de comenzar la Unidad Europea por la federación de estos seis países no ha sido basada en razones de carácter confesional. El impulso definitivo fue la declaración de Washington, firmada por los ministros de Asuntos Exteriores de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia. Precisamente por la aceptación de la Gran Bretaña del plan continental, los seis países decidieron iniciar su unificación considerada necesaria por razones de orden económico y social, pero también, y muy importante en este momento, por razones de orden militar.

La declaración de Washington decía así:

«Los tres ministros de Asuntos Exteriores declaran que sus gobiernos buscan la inclusión de la Alemania democrática en una comunidad continental europea en un pie de igualdad. Esta comunidad formará parte de una comunidad atlántica que se irá desarrollando continuamente.
Los tres ministros reconocen que la iniciativa tomada por el Gobierno francés de crear una Comunidad Europea del Carbón y del Acero y una Comunidad Europea de Defensa constituye una gran etapa hacía la unidad europea. Acogen con satisfacción el plan Schuman como medio de reforzar la economía de la Europa occidental y desean su pronta realización. Acogen igualmente con satisfacción el plan de París (Ejército europeo) como importantísima contribución a la defensa eficaz de Europa, incluyendo en ella a Alemania.»

El temor del señor Guy Mollet es, sin embargo, que la coincidencia de formación católica de los políticos de los seis países facilite la cohesión de esta primera federación hasta tal punto que pueda perjudicar, sin embargo, a la superior unidad de Europa.

A este temor, el semanario católico inglés «The Tablet», en su número de 4 de octubre de 1952, ha dicho lo siguiente:

«Ningún Pontífice podría ser menos fácilmente acusado de tener una visión estrecha y puramente europea de la Iglesia universal. Por otra parte, quienes entre los católicos tienen el hábito de reflexionar sobre la historia de la Iglesia y, por ejemplo, sobre el daño inapreciable sufrido por la Iglesia cuando en el siglo XVI se vio privada de la aportación característica que el pueblo inglés podría haberle proporcionado para equilibrar la influencia exclusiva de cualidades muy diferentes de los pueblos mediterráneos; los católicos, decimos, serían los primeros en rechazar la cristalización de una unión política europea de la cual no tomara parte la Gran Bretaña.»

«L'Osservatore Romano», en su artículo editorial de 13 de mayo de 1948, al comentar el Congreso de La Haya, tenía en cuenta que hoy «tenemos una Europa católica, una protestante, una ortodoxa y además una anticristiana o pagana. Realidad histórica de la cual no se puede prescindir en cualquier iniciativa de unión europea, de reconstrucción de Europa. Si las más recientes empresas en este sentido han fracasado, es porque no pudieron salvar este obstáculo por el afán de prescindir de toda concesión y premisa moral, con la subsiguiente mortificación del espíritu; sin embargo, en La Haya el obstáculo fue afrontado en nombre del derecho y de las virtudes espirituales, considerados como elementos imprescindibles para tal fin.»

El Padre Santo dio todo su apoyo moral ya en mayo de 1948, cuando la unificación europea no estaba todavía perfilada y significaba, por consiguiente, la integración de todos los pueblos de Europa. En su discurso de 11 de noviembre de 1948 a los Federalistas Europeos recogió el hecho de la pérdida de la unidad cristiana europea y pidió por ello el reconocimiento, al menos, del derecho natural del hombre, para hacer posible la unificación.