Filosofía en español 
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[ Ramiro de Maeztu ]

El cirio de la Hispanidad

Ramiro de Maeztu, periodista galano y enjundioso y embajador hasta hace poco de España en la Argentina, reanuda con el presente artículo su colaboración en Caras y Caretas.

Ha vuelto a arder en la Real Capilla de Granada el cirio grande de los Reyes Católicos. Está junto al magnífico sepulcro, que labró en mármol de Carrara maese Doménico Alejandro Florentín, con las estatuas yacentes de los Reyes, cuyos pies descansan en dos leones, esculturas de los cuatro Doctores de la Iglesia en los ángulos, cuatro esfinges en los de la urna, y nichos y medallones para los doce apóstoles, San Jorge, Santiago, el Bautismo y la Resurrección. Los restos de los Reyes no están en el sepulcro, sino en otro lugar de la Capilla, junto a la tierra misma de Granada, por voluntad expresa de los muertos. Pero acaso sea ésta la única cláusula de su mandato que al pie de la letra se haya ejecutado.

En la Cédula de fundación de la Capilla, fechada el 13 de septiembre de 1505, se disponía que: “Ha de estar en la dicha capilla el Sacramento... delante del cual ha de arder perpetuamente para siempre jamás, de día y de noche, un cirio de cera de seis libras y dos lámparas de aceite”. También se ordenaba en otro lugar de dicho documento que: “Otro sí mandamos que demás de dicho cirio y lámparas, que han de arder delante del Sacramento, ardan en todo tiempo que se dijesen las Horas dos cirios de cada tres libras y dos onzas, y al tiempo que alzaren el Sacramento enciendan más a las misas cantadas dos cirios y a las misas rezadas uno del peso susodicho, los cuales estén en sus candeleros ardiendo hasta que sea consumido el Sacramento, y non amaten antes los dichos cirios”.

Esta voluntad no ha sido ejecutada sino a medias. En la Capilla ha ardido siempre una lámpara de aceite y en el altar mayor, durante la misa y el oficio divino, velas pequeñas, de las que prescribe la liturgia para las iglesias pobres –y pobre es la capilla–. “Como la dotación que para el culto le tiene asignado el Gobierno”, aquí habla el Arzobispado, “no alcanza a cubrir la mitad de los imprescindibles gastos que ocasiona aquél, esta Real Capilla ni puede ni debe juzgarse obligada a sostener ardiendo la segunda lámpara, de día y de noche, ni los cirios para las misas y el oficio divino en la forma preceptuada por los Fundadores, ni mucho menos el famoso e histórico cirio de seis libras de cera que perpetuamente, para siempre jamás, por voluntad de aquéllos y para dar testimonio de su acendrada fe en el augusto Sacramento del Altar, debía arder entre su sepultura y el Sagrario”.

Tan importante era esta cláusula fundacional, que Carlos V instó repetidamente a su cumplimiento, lo que prueba que ya entonces solía descuidarse. Dos siglos después Fernando VI se contentaba, pero en ello puso empeño continuado, con que el cirio ardiese mientras estuviesen abiertas las puertas del templo. Pero a principios del siglo XIX se vio privada la capilla de sus rentas, con lo que se quedó incumplido este mandato, y en los tiempos de la desamortización desapareció también el blandón de plata que sostenía el cirio. De entonces acá no ha ardido sino ocasionalmente, a veces por cuenta de una dama americana, la señora Larravide; otras, por las de un granadino que prefiere guardar el anónimo.

Otro granadino, el cronista Valladar, se ha quejado amargamente de este abandono. En su libro sobre La Real Capilla de Granada, puede leerse: “Ni los monarcas que heredaron el trono más potente y vigoroso de cuantos se han conocido, ni la nación, que al morir Fernando e Isabel recibió como ricos presentes un Nuevo Mundo, la unidad de la Patria, la extinción de todo el feudalismo y la buena semilla de las verdaderas libertades patrias, tienen voluntad ni dinero para costear una luz que borre la falta de recuerdos del pasado”.

A Valladar pudiera contestarse que la historia del cirio granadino es en compendio la de España: que si Carlos V tiene que recordar la voluntad de los Reyes Católicos fue acaso porque con sus ambiciones alemanas la había olvidado; que si Fernando VI se contentaba con que ardiese de día es porque su gobierno estaba ya dejando de ser la Monarquía Católica más que para las grandes ceremonias, y que si el cirio dejó de arder desde principios del siglo XIX es porque la España que sobrevivió a las hambres y desastres de la ocupación napoleónica era uno de los pueblos más pobres de la tierra, tan pobre que muchos de sus ayuntamientos quemaban los archivos los inviernos para que sus vecinos pudieran calentarse con sus estanterías y papeles.

Pero si Valladar, en vez de granadino fuera asiático, rechazaría con indignación estas excusas. En casi toda el Asia se cree que al morirse el hombre o la mujer queda su espíritu vigilando los intereses de la familia a que ha pertenecido. En China y el Japón ésta es la religión predominante. Los supervivientes están interesados en propiciarse la buena voluntad de las ánimas ancestrales y de cuando en cuando les ofrecen no sólo oraciones sino hasta alimentos y dinero. Todavía en el Japón de hoy día no hay fiesta tan solemne como la de los muertos o Bon-Matsuri, en cuyo día se supone que parte de su espíritu baja a la tierra para visitar su hogar antiguo. Parte del espíritu, porque la otra parte está en continuo acecho en la casa familiar. Y pocas creencias podrán concebirse más estremecedoras que la de suponer que nuestro padre y nuestra madre y nuestros abuelos están presentes en cada uno de nuestros actos, en cada uno de nuestros pensamientos. Un hombre de credo asiático estaría convencido de que las desgracias que España ha padecido fueron las venganzas de los Reyes Católicos por no haberse cumplido su voluntad en lo del cirio.

Y no necesitaría ser asiático. Nuestros antepasados europeos, griegos, romanos y arios, en general, creyeron también que al morir un hombre se convertía en dios. “Dad lo que es debido a los dioses manes”, decía Cicerón, “son hombres que han abandonado la vida; tenedlos por seres divinos”. Cuando los muertos eran propicios se les llamaba lares, penates o genios; cuando hostiles, larvas. En cada casa había un altar consagrado a los muertos, y lo más precioso del altar, lo que Eneas cuidaba más que las niñas de sus ojos, era el fuego. El fuego del hogar, que se identificaba con el alma de los muertos, era el más respetado de los antiguos dioses. Dejarlo apagarse no era sólo sacrílego, sino la seguridad de la catástrofe.

Las creencias han cambiado. Ya no pensamos que los muertos son dioses. Se cree ahora que algunos, los santos, pueden protegernos; que a otros, las ánimas benditas, tenemos que ayudarlas, y que otros, los perversos, nos hacen daño desde muertos con sus obras y con las consecuencias de sus obras y es posible que también directamente, de alma a alma, como malos espíritus. Mas lo que está fuera de duda, porque nos lo dicen la historia universal y el buen sentido, es que todas las sociedades humanas, lo mismo los imperios y las repúblicas que las órdenes religiosas, los periódicos y las casas de comercio, han sido la obra de sus fundadores, que es la razón de que honren la memoria, en la medida de sus méritos y según la importancia de cada institución; y cuando se deja de honrarles o no se cumplen sus voluntades últimas es que no se tiene gran respeto a la memoria de los fundadores o que su fundación no inspira gran cariño.

Esta vez se trata, sin embargo, de los Reyes Católicos, los mejores monarcas que España ha tenido. Lo que fundaron es la Hispanidad, que definiré otro día más despacio, pero cuya esencia ya se indica al decir que es aquello que el lector y yo tenemos en común. Y como la Hispanidad no podía ser indiferente, a la Unión Iberoamericana, creyó esta sociedad –ello ha pasado mientras yo me encontraba en Buenos Aires– que no estaba bien dejara de cumplirse la orden de los Reyes Católicos respecto del cirio, y pensó al principio tomar la iniciativa para crear por subscripción un capital que lo costease, desechó la idea ante el espanto de ir por el mundo en busca de dinero y prefirió pagar el cirio por su cuenta, y la otra lámpara y las velas de las misas, en tanto pueda hacerlo.

El cirio está encendido, día y noche, entre el sepulcro y el Sagrario, que es como decir entre la muerte y la vida perdurable. A su luz alumbraremos en estos artículos algunos valores de la Hispanidad, unos olvidados, otros desconocidos, otros mal conocidos, aunque sean ellos los que han hecho posible el levantamiento de los pueblos caídos y la hermandad de los hombres sobre el haz de la Tierra.

Ramiro de Maeztu.