Cristiandad. Al Reino de Cristo por la devoción
a los Sagrados Corazones de Jesús y María
año XIII, nº 283, páginas 10-12
Barcelona, 1 de enero de 1956

Martirián Brunsó

Otrosí sobre Ortega y Gasset

Nos ha costado su tantico escribir estas reflexiones que nos sugirieron unos Recuerdos personales sobre el doctor Ortega y Gasset, del conocido profesor de la Universidad de Barcelona, doctor Pedro Font y Puig.{1}

Lo reciente del duelo, y las circunstancias que lo acompañaban, aun cuando no nos impedían una oración y el vivísimo deseo cristiano y español, y sacerdotal, que expresamos con el santa gloria haya, imponíanos profundo respeto y silencio. Claro que esto a lo sumo podía justificar un retraso en la publicación, y acabamos de decir que nuestra pluma notaba cierta resistencia. Creemos que las trabas provenían de cierto temor, como el de aquellos que quieren meterse en mies ajena. Porque a decir verdad los ministerios sacerdotales no nos han dado tiempo para dedicarnos a leer sus Obras completas, y cuando recorríamos los cursos de nuestra formación sacerdotal no eran aquéllas las más recomendables, si exceptuamos la lectura de trozos selectos en alguna Antología. Por otra parte, para juzgar cabalmente, nos parecía, en este caso, que uno ha de estar muy bien impuesto y capacitado en muchas materias. No extrañen, pues, que nos sonriamos –que no divierten ni causan gozo– viendo tanto artículo y tanta firma que a todas luces carece del certificado de capacitación. Y como no quieras para ti lo que no quieras para los demás, de aquí nuestra zozobra y perplejidad.

Pero, verán ustedes por qué al fin nos hemos atrevido a hacer públicas estas consideraciones, que brindamos de un modo especial a las generaciones de nuestros días, y a los admiradores de Ortega y Gasset que fueron, han sido y serán, principalmente en el extranjero y sobre todo a los de Hispanoamérica.

Escribe así el doctor Font y Puig: «Ortega y Gasset conocía la Filosofía griega hasta Plotino (suponemos que querría decir Plotino, un lapsus de imprenta), inclusive a San Agustín, y todo el pensamiento filosófico que va desde Leonardo de Vinci hasta la última hora de nuestros días, con extensión, profundidad e ilación singulares. En su cultura había, un extenso vacío: desde el siglo V hasta el XV; y lo más sensible es que en ocasiones emitía juicio o pretendía informar acerca del pensamiento y de los grandes maestros de aquellos diez siglos».

No pierdan, por favor, el hilo de nuestros subrayados, porque nos ahorrarán unas cuantas palabras. Darán coloreados ya los frutos de nuestra meditación y servirán además para que cada uno de nuestros cultos lectores logre madurarlos en lo secreto de sus arcas, de sus inteligencias.

Resulta, pues, que en la cultura del doctor Ortega y Gasset había un extenso vacío, precisamente de aquellos siglos en que España empieza a descollar con luz propia y en que la Iglesia desempeña un papel más que extraordinario en la cultura universal. Tomen –lo rogamos– cualquier texto de Historia de España y de Historia de la Iglesia un poquitín documentados, den una hojeada, y: ¿Es posible que todo un doctor Ortega y Gasset, siquiera por amor a España, consintiera no recoger tan gran acervo cultural? Y puestos ya a preguntar, podríamos formular otros interrogantes: ¿Se hizo consciente o inconscientemente? Si inconsciente, ¿cómo era posible en un hombre de tanto talento y de tanto amor propio profesional? Si consciente, ¿podrían sus discípulos más allegados darnos las razones? Porque es de suponer que algún motivo tendría. Aquí no caben los subterfugios de una especialización, pues él quería pasar por el Magister dixit, y le gustaba poder guisar frases como ésta: «Lo que es preciso es que el Catolicismo, en vez de ser una fuerza contra la cultura, sea una fuerza de cultura». ¿No hubiera sido más consecuente con esta su manera de pensar dedicarse a hacer ver, a enseñar, a desentrañar esta fuerza de cultura que el Catolicismo lleva y llevará en sus largos años de existencia? Entonces, claro está, se hubiera visto impulsado a llenar ese extenso vacío que ahora, ¡ay!, dígase lo que se quiera, será siempre un baldón en su biografía. En este supuesto tal vez no habría podido escribir el doctor Font y Puig estos dos incisos: «Maestro sin igual para los que fuimos discípulos suyos, por la estructuración mental que nos dio y por estimulador del pensar propio, aunque con daño para quienes, sin formación, doctrinal previa, asimilaban no sólo la formal de su magisterio, sino también el contenido... fue tan maestro de corazón que con los discípulos se desprendía del orgullo intelectual que mostraba frente a los colegas que de algún modo u otro no se inclinasen ante él como maestro. Pero este orgullo, que explica mucho de su posición y actitud en capitales materias, ofrecía una singularidad que no he advertido en nadie más de modo tan acentuado (dejando aparte algunos intelectuales «conversos»): iba acompañado de repulsa enérgica de posiciones doctrinales suyas anteriores, que no vacilaba en calificar de disparates

Realmente, quien quiera abrir los ojos, se explicará en seguida su desafortunada y perniciosa posición política en los tiempos del advenimiento de la República, así como su lamentable actitud religiosa –digamos acatólica– hasta poco antes de entregar su alma a Dios. Acatolicismo, que en un hombre educado y bautizado en el seno de la Iglesia católica, apostólica, romana como él recalcaba, no puede caber. Qui non est mecum, contra me est.

Quizá va a completar la explicación de ésta su postura para con el Catolicismo otro párrafo: «Mucho más filósofo que historiador de la filosofía, le preocupó siempre muy poco investigar lo que realmente pensaba Platón o Descartes; lo que le interesaba era inferir, a través de sus obras, lo que pensarían hoy. Ex-alumno suyo de su clase de Metafísica, puedo hoy asegurar que el Platón y Descartes que nos presentaba mientras bajo su dirección [11] magistral los leíamos, no los hubieran reconocido apenas los discípulos que los dos tuvieron en vida, pero un profesor de la escuela de Marburgo los hubiera admirado como los más profundos y más sugestivos de sus colegas.»

¿Cómo, de consiguiente, había de mostrarse sumiso a la inmutabilidad de nuestros dogmas, al magisterio infalible de la Iglesia, si su manera de filosofar implicaba moldear a su talante lo revelado por Dios? Además, si le importaba un comino cambiar de posición doctrinal (no olvidemos el parrafito: «Su doctrina no fue coherente ni constante. Doctrinas profesadas por él, las tenía no ya por erróneas, sitio por «disparates» (sic) al cabo de pocos años»), se le tenía que hacer muy duro ser discípulo de la Verdad Inmutable.

Por contra, pensamos que, de haber discurrido Ortega y Gasset por los cauces y normas del Magisterio eclesiástico, hubiera sido un gran teólogo, porque a la luz de la Revelación, que quiere decir de la inteligencia infinita, podía haber ayudado con sus preciosas cualidades a quitar la bruma en muchas discusiones que no acaban en el misterio, pero que dan pábulo a los teólogos para hacer evolucionar el dogma en lo que tiene de evolucionable. Entonces, a nuestro juicio, se hubiera hecho acreedor a una gloria inmarcesible en los fastos de la ciencia hispana y eclesiástica. Porque, aparte de lo mucho y bueno que nos hubiera legado, podemos fundadamente suponer que de entre la legión de oyentes que tuvo se hubieran despertado vocaciones de estudiosos de las letras sagradas, cuya falta en nuestra Patria es desgraciadamente un vacío demasiado manifiesto entre nuestros seglares de alta cultura; y aun con los pocos que tenemos, salvas contadísimas excepciones, que nos causan verdadera admiración, uno tiene que andar con pies de plomo en la lectura, porque cuando menos se piensa, aquel discurrir intelectual no es más que una audacia que hace piruetas en el alambre fronterizo entre la verdad y el error. Y hemos notado que algunos de éstos, por su manera de hablar, parecen discípulos o cuando menos asiduos lectores u oyentes del doctor Ortega y Gasset.

De tal palo, tal astilla. Serán los alumnos u oyentes de que nos habla el doctor Font y Puig: «Para los alumnos que ya íbamos a sus clases con formación sólida, aunque elemental, fue maestro de utilidad insuperada como estimulador de pensamiento; no podemos decir lo mismo respecto de los que en él creyeron encontrar el adoctrinamiento capital

Y así no ha de extrañarnos que oigamos de los discípulos el eco de ciertas palabras del maestro. Por ejemplo, «De Menéndez y Pelayo decía: ¿Qué se puede esperar de un país donde se ha considerado como un sabio a Menéndez y Pelayo?» «El poco aprecio llegaba a su grado más agudo cuando se trataba de Cataluña: Llorens Barba y Balmes, tenidos en tal alto concepto de filósofos por los hermanos Giner de los Ríos, no merecían en modo alguno para Ortega y Gasset el nombre de filósofos; éste era uno de los pocos puntos en que coincidía con Unamuno.»

Como botón de muestra de lo que acabamos de insinuar puede que nos sirvan unas líneas sobre el señor Aranguren, que vienen a confirmar lo escrito hace días en estas columnas por nuestro entrañable hermano en el sacerdocio Mosén José Ricart. Leemos así en Razón y Fe{2}:

«Muy familiarizado (Aranguren) con Ortega, Unamuno y otros modernos escritores españoles menos ortodoxos, y enamorado de ciertos valores culturales que, a su parecer, realizan, aun en la zona de lo religioso, por lo que atañe a Unamuno, les prodiga por doquier fervorosa simpatía.
Como, por otra parte, es mucho más parco en mencionar, y más todavía en destacar, los méritos de escritores católicos, y aun los suele rebajar sistemáticamente, da ocasión para opinar que su táctica de apóstol intelectual de la pluma no es la más acertada; y que no lo sería aun en el caso de que sus juicios sobre méritos y deméritos meramente culturales de unos y otros fueran objetivos.
Más aún, da hasta tal punto la impresión de ser hombre de esa cultura moderna, en su apreciación de valores, en su gusto de las formas y en su estilo, que llega uno a dudar si le liga o no a nuestra cultura tradicional católica, y especialmente a la de los siglos XIX y XX, otro vínculo que no sea el de las convicciones religiosas sustanciales. A la verdad, en todo este libro{3} no manifiesta entusiasmo alguno por ningún escritor católico español que no figure entre sus amigos del día, o entre los preferidos de éstos. Ni siquiera por Menéndez y Pelayo. Mucho menos por Balmes, del que Julián Marías, a tenor de un concepto de filósofo muy diferente del de Aristóteles y de los escolásticos, ha dicho repetidas veces que no es filósofo, y Aranguren dice{4} que el protestantismo comparado con el Catolicismo nada le interesa. Si se limitara a decir que desde ciertos puntos de vista no le interesa... Pero no le interesa desde ninguno, según su propia y, a la verdad, innecesaria confesión. (Es un hecho que los intelectuales 'a la moda' –frase que utiliza Aranguren–, y, en concreto, entre nosotros, los amamantados por Ortega y Unamuno, tienen escasa o mala estima de Balmes, a juzgar por la que le muestran. Después de todo, ello se explica perfectamente, aunque no se justifique).»

¿Qué queremos decir con todo esto? ¿Qué intentamos echar por la borda a maestro y discípulos con todo el bagaje de sus opiniones? De ninguna manera. Queremos repetirles que el maestro tenía en su cultura un extenso vacío, y por tanto que en estas materias su autoridad no podía ser la que corresponde a un maestro, por si no bastara la fluctuación de sus opiniones. La ciencia verdadera tiene un poco más de formalidad. No se darían los contrasentidos que observamos. Como éste: «Amó a España ardientemente; la tenía en muy poco en el orden, de la inteligencia; pero su poco aprecio no menguó jamás su amor. En sus obras se advierte fácilmente esta posición: apasionado amor con escasa estimación». ¿Cómo podía tenerla –nos preguntamos– si su vacío empieza cabalmente en donde empieza a gestarse una de las épocas más [12] fundamentales, y gloriosas de España? Lo mismo debe decirse respecto a la fuerza cultural del Catolicismo.

Ya sabemos que contestarían algunos simpatizantes de tales teorías –lo hemos leído en sus revistas– «que por lo mismo que la consideraba pobre y depauperada intelectualmente, por eso la amaba con más ardor». Muy bien, pero hay que distinguir entre amor y amor, y pobreza y pobreza. En el amor se puede pecar por exceso y por defecto, y en cuanto a la pobreza intelectual, si queremos discutir sobre ella, hay tela para rato. Ciertamente que si saltamos unos diez siglos de cultura hispano-católica, que es decir más de la mitad de la vida de la Iglesia y de España como tal, despojamos a nuestra gloriosa Madre de ricas y variadas prendas. Y si, además de ello, eliminamos otra buena partecica del remanente que nos quedase y lo tiramos a los escombros por el mero hecho de llevar el sello de la Escolástica o del Catolicismo a machamartillo, muy poca cosa va a quedarnos. Pero, amigos, no nos digan que el hijo que tal haga está ardiendo de amor por ella, por la madre Patria, si lo hace conscientemente; que si es inconsciente, un tal amor sólo podrá ser digno de conmiseración por uno que bien nos quiera..., o qué alegría por quien desee nuestra perdición. Aquí podríamos decir al maestro lo que él decía del Catolicismo: Lo que es preciso es que el Orteguianismo (valga la palabra) en vez de ser una fuerza contra la cultura hispano-católica, sea una fuerza de esta cultura. Y conste que lo decimos sin querer pecar de patriotismo o encerrarnos en la concha de nuestros libros y de nuestras instituciones. Si la importación de ideas extranjeras sirven para mejorarnos de cara a la Verdad absoluta, bienvenidas sean. Si las aceptáramos para andar de espalda a ella –al margen no puede ser–, iríamos contra propia naturaleza. Desestimar a ultranza cualidades innegables de nuestra Patria para poder decir después que es por eso por lo que se la ama más ardientemente, a nuestro humilde parecer sería una aberración del amor. En cambio, creemos que no está reñido con el verdadero amor valorarlas serena y justamente, lo cual, en buena lógica, implicará en inteligencias privilegiadas portadoras de nuestra cultura no tener un no vacío tan extenso como el que encierra más de la mitad de nuestra fuerza cultural, el que va desde el siglo V al XV.

En este sentido creemos que los que se dicen herederos Intelectuales del maestro –al que le importaba poco no ser constante en sus opiniones– harían un gran bien si, rectificando su actitud, procuraran llenar este vacío. Un gran bien a la Patria y al Catolicismo, y tal vez a los intelectuales de fuera.

Poca cosa podemos ofrecerles por experiencia. Ya lo hemos dicho: los ministerios a que nos ha destinado la Superioridad nos han absorbido el tiempo que, hasta allí donde llegan nuestras posibilidades –muy por debajo de nuestras aficiones–, hubiéramos podido dedicar a ello. Sin embargo, podemos ofrecer dos datos –dos gotitas del mar de nuestra cultura– que adquirimos en nuestros fugaces estudios universitarios y en nuestros escarceos de investigación: la lectura de algunas obras de San Isidoro (Etimologías y De viris ilustribus, para no mentar otras) y la fuerza cultural del Colegio de traductores de Toledo, instituidos y protegidos por el Arzobispo de Toledo y Canciller de Castilla, Raimundo.

Y como estamos escribiendo en días en que la Estrella navideña aparece en el firmamento litúrgico, preferimos rubricar estas consideraciones de otrora con palabras que no sean nuestras. Serán de una de nuestras plumas más castizas. La de nuestro clásico dominico Fray Alonso de Cabrera en una de sus meditaciones de Navidad, en la Introducción a la primera. Dice así:

«Aristóteles, príncipe de los filósofos, en el principio de la Metafísica, dice que todos los hombres naturalmente desean, saber. Esta inclinación es natural, pues en todos se halla, y más en los que se guían por naturaleza, como son los niños. Y así, luego que fueron nuestros padres formados, reconociendo en ellos Satanás esta propiedad, les armó, para cazarles, con este cebo: Eritis sicut dii, scientes bonum et malum.» {5}

«Pero moderado y corregido, este apetito es tan digno del hombre, que aquél se podrá llamar en la vida presente bienaventurado que en sí hubiere cumplido este deseo... Hay quien se da a los estudios de letras, leyes seglares y eclesiásticas; Filosofía, Teología, noticia de Escritura Sagrada. A todos habla San Agustín, y por todos al Señor: Infeliz, en verdad, del hombre que sabiendo illa omnia te ignora a ti, y feliz, en cambio, quien te conoce, aunque ignore illa. En cuanto a aquel que te conoce a ti y a ellas, no es más feliz por causa de éstas, sino únicamente es feliz por ti, si 'conociéndote, te glorifica como a tal y te da gracias y no se envanece en sus pensamientos.»{6}

Este pasaje agustino se halla en el libro V, capítulo IV, de las Confesiones. De buena gana copiaríamos otros párrafos, principalmente los del capítulo IV del libro IV, en donde el Santo nos cuenta la saludable lección que el Señor le proporcionó con la muerte de un joven que, abierta «por primera vez cátedra en su ciudad natal» había adquirido como amigo y a quien amó con exceso, tanto –confiesa contrito el Doctor de Hipona– que «hasta había logrado apartarle de su verdadera fe, no muy bien hermanada y arraigada todavía en su adolescencia, inclinándole hacia aquellas supersticiosas y perjudiciales fábulas, por las que me lloraba mi madre. Conmigo erraba ya aquel hombre en espíritu, sin que pudiera mi alma, vivir sin él». Nos hemos de contentar, será suficiente, esta referencia.

Discúlpennos –lo rogamos vivamente, y se lo agradeceremos– los admiradores del maestro por si no nos hubiéramos expresado bien en este «Otrosí sobre el doctor Ortega y Gasset».

Martirián Brunsó, Presbítero

Notas

{1} «Diario Barcelona», 21 de octubre y 5 de noviembre de 1955, pp. 5-6 y 5.

{2} Diciembre, 1955.

{3} Catolicismo, día tras día.

{4} Pág. 226.

{5} Gen., 3.

{6} Rom., 1.22.


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Cristiandad
José Ortega y Gasset
1950-1959
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