Cristiandad
Revista quincenal
año III, nº 48, páginas 120-123
Barcelona-Madrid, 15 de marzo de 1946

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La búsqueda de un fundamento ideológico sólido
para la civilización moderna

Francisco Hernanz Minguez

Aspecto polémico del renacimiento escolástico-tomista

Diferentes sistemas con los mismos principios

En el siglo pasado un autor de los que vamos a citar más a menudo en este artículo escribía:

«Una insólita tendencia de los espíritus hacia la especulación filosófica se manifiesta universalmente, y todos claman por el perfeccionamiento de esa ciencia que entre las naturales tiene la categoría de suprema. A esto se añade la persuasión, producida hasta en los más pertinaces, de la gran eficacia que tienen las ideas sobre el giro de la noción. Ya que si ésta ha derivado hacia una corrupción moral desenfrenada en los últimos tiempos hasta el punto de desear el derrumbamiento de las columnas mismas del orden político y religioso, no hay que culpar sino a las perversas doctrinas especulativas que se han divulgado impunemente por medio de la palabra y de la imprenta. De aquí viene el que la especulación abstracta negligida y escarnecida por muchos ha venido a ser honrada nuevamente, de modo que el moverse en las sublimes regiones de la metafísica no está ya considerado como ocupación estéril y de ociosos»{1}.

Parece, pues, que en todas las épocas –también en la nuestra– se ha subestimado la importancia y la trascendencia que la meditación de un hombre puede tener en el curso de la vida de los demás.

Pero esas personas complicadas y extravagantes que son los filósofos han marcado indeleblemente la historia de la Humanidad con chispazos de genio brotando de su mente en la soledad de una meditación profunda. Cualquiera podría rastrear hoy las huellas de esos chispazos –digamos ideas– en la carne viva de los individuos y de la sociedad. La manera de expresarse de un intelectual en su tertulia y la del hombre de la calle quizá tienen algo que ver.

Si se conviene en que las épocas, las generaciones, tienen un modo de ser, este ser de ellas les viene dado sin duda por un grupo de pensadores que han impuesto irremisiblemente sus ideas a los demás. Dentro de lo confusas que a veces resultan las cosas se percibe la estela clara de aquéllas abriéndose camino a través de éstas, confiriéndolas un sentido.

Cuando un hombre genial se ha dedicado a pensar, la Humanidad entera ha acusado la presencia de este pensamiento. De esos hombres han sacado los políticos sus teorías, los economistas sus doctrinas, y el nombre de la calle sus pequeñas o grandes convicciones. Y el hombre vive de sus convicciones, es decir, de sus ideas, que en la mayoría de los casos no son suyas sino en cuanto están adscritas a él y en tanto que él las actúa poniéndolas en práctica.

Y si la vida del hombre puede malograrse y diluirse en una «moral desenfrenada» gracias al patrimonio de ideas que han venido a aprisionar y a serle usuales a su espíritu, es claro que ha de tenerse cuidado con los gobernantes intelectuales del mundo.

La condición de la Filosofía en los albores del siglo XIX

En el siglo XIX se habían extraído sus últimas consecuencias al sistema racionalista de Descartes. El filósofo francés, encerrado en la torre de marfil de su propio pensar, limpio de polvo y paja podríamos decir, había querido construir un sólido edificio metafísico desde allí, pero viéndose abocado a un desenlace para el cual su conciencia sin duda no estaba todavía preparada, hubo de evadirse de aquel callejón sin salida como mejor pudo.

Los discípulos fueron más consecuentes que el maestro; así suele siempre suceder. Malebranche imaginó una solución fantástica para salvar lo que se pudiera de aquellos principios, pero Spinoza que no tenía ni quería salvar nada, siguió con rigor la senda trazada, y de una definición, «more geométrico», extrajo un sistema: el panteísmo.

Pero esto no es más que una pequeña parte de lo que pudiera decirse. El cartesianismo fluye principalmente por dos corrientes: la inglesa y la continental. La primera, alimentada por las afluyentes doctrinas de Bacon y de Hobbes, que a su vez manan de nominalismo medieval, forma caudal al recoger las teorías de Locke, de Berkeley y sobre todo de Hume, desde el cual vuelve a Europa para entroncar con la corriente continental en Voltaire y en Kant y seguir, ya una, desbordando el cauce, hasta el océano del idealismo hegeliano.

Las reacciones fueron débiles{2}, pero esto no fue lo más grave. Se intentó desviar la corriente, sin pensar en buscar un nuevo manantial; y entonces todavía fue peor.

«Tal era la condición de la filosofía en los primeros años del presente siglo (s. XIX), y tales sus diversas formas, cuando unos hombres perspicaces y celosos llamaron la atención sobre la necesidad de una restauración radical de esta nobilísima disciplina entre las ciencias naturales. Pero era natural que ellos en el intento de ayudar a tal necesidad se agrupasen en uno de los dos partidos siguientes. O bien ellos, considerando substancialmente vicioso el movimiento moderno, echaban la culpa no a los filósofos que abusaban de la razón, sino a la razón misma considerada en su propia naturaleza; o bien continuaban admitiendo como bueno aquel movimiento, pero lo creían desviado, sin embargo, en algún sitio por imperfección del método y la debilidad de los principios. En el primer caso debía buscarse, para la reforma filosófica, otro elemento distinto de la luz racional que resplandece en la mente de los individuos; en el segundo esta luz había de ser reconfortada, mejorando los [121] procedimientos científicos y buscando en la misma facultad natural del hombre un medio que le permitiese una posesión más segura de la Verdad. Se escogió uno y otro camino y vimos surgir alternativamente cuatro sistemas: dos de los cuales repudiando la razón y rompiendo todo vínculo con la filosofía propiamente dicha, establecieron como el único principio del conocimiento o bien la autoridad del género humano, o bien la palabra tradicional; los otros dos continuaron confiando en el poder de la razón, y buscando en la especulación moderna un punto de apoyo para la edificación de sus nuevas teorías, establecieron como fuente primera de todo conocimiento la visión innata, ora del ente real, ora del ente ideal.
A estos cuatro sistemas, como a un centro común, se refieren todas las doctrinas que en estos últimos tiempos, bajo diversos nombres y distintas formas, asumieron el cargo de reparar los daños de una filosofía degenerada»{3}.

Peligros que encerraba la Restauración filosófica intentada

Las causas de esta persistencia en la aceptación de unos principios que ya se había visto donde conducían, no vamos a analizarlas aquí. Pero digamos de pasada que un sistema que hubiera intentado sustentarse en los pilares de la filosofía escolástica hubiera sido tachado de anticuado{4}, porque estos pilares hacía ya mucho tiempo que habían sido utilizados y más tarde abandonados por la moderna filosofía, cuya existencia parecía estar vinculada a la existencia de Descartes. Pero no nos alejemos de nuestro objetivo.

Tan peligrosos fueron aquellos cuatro sistemas para la integridad de la fe como lo habían sido los otros. En el fondo latían los mismos principios cartesianos. Y no sólo teorías no tuvieron cabida en el seno de la Iglesia, sino que los racionalistas se levantaron con nuevos bríos y acusaron a los filósofos y teólogos católicos de detractores de la razón humana y de adversarios de todo progreso de la ciencias{5}.

Además había otra cosa: los filósofos que intentaron la mencionada restauración pretendían ampararse y fundamentar sus doctrinas en las obras de Santo Tomás, y como se les acusase de no ser esto verdad y todo el mundo apreciase que, en efecto, sus doctrinas distaban mucho de tener la menor semejanza con la del Doctor Angélico, acudieron al tópico diciendo que interpretaban a Santo Tomás no a la letra sino según el espíritu de toda su obra{6}.

A este respecto y resumiendo lo dicho hasta aquí citaremos las palabras de un profesor de filosofía alemán –el Doctor Clemens–{7}:

«La filosofía moderna desde que ha abandonado los principios de nuestros antepasados y ha seguido un nuevo método, y ha intentado un nuevo camino, ha venido alejándose de la fe, hasta llegar a ser abiertamente enemiga de la verdad cristiana, de manera que los hombres de entendimiento sano la han tenido como execrable, o por lo menos en desprecio... Que los filósofos modernos, apartándose de los antiguos, se han alejado del juicio recto, es cosa que me parece clara como la luz del sol. Ahora bien, quienquiera que se extravíe no puede nunca alcanzar la meta, si no vuelve hasta aquel lugar de su camino donde comenzó a extraviarse. Un regreso tal es condición indispensable para todo verdadero progreso. Yo estimaría vanos todos los esfuerzos y estudios de aquellos que espantados de las consecuencias de esta o aquella doctrina moderna, abandonasen los pasos de estas doctrinas, pero, no viendo la falsedad de los principios a partir de los cuales habían avanzado, intentasen construir sobre los mismos fundamentos un nuevo edificio filosófico».

Como hemos visto esto es lo que aconteció. Nuestro propósito en este momento no es otro que el de examinar brevemente en qué consistieron los mencionados cuatro sistemas, y en qué medida eran «vanos intentos» fracasados ya desde el momento de nacer en la mente del filósofo que aspirase a lograr con tales principios una verdadera restauración de la filosofía en el seno del Catolicismo.

Porque, en efecto, se quiso hacer lo que Santo Tomás había hecho con la filosofía aristotélica: cristianizarla. Pero existía una radical diferencia entre el esfuerzo del gran Doctor de la Iglesia y el de estos filósofos: «La filosofía pagana podía ser purificada por las aguas bautismales, y lo fue, pero no es posible bautizar una ciencia que ha nacido del repudio de la idea cristiana»{8}.

Expondremos, esquematizados, los sistemas a que hemos hecho referencia: el Lamenismo, el Ontologismo, el Tradicionalismo y el sistema de Rosmini.

El lamenismo

«La filosofía de Lamennais es una mezcla en primer lugar de panteísmo y de ideas cristianas, con otros elementos sacados del neoplatonismo y del tradicionalismo.» Así la califica el ilustre historiador de la Filosofía, Zeferino González.

En el siglo diecinueve el filósofo se revuelve hacia todos los lados en busca de un asidero que no encuentra por ningún sitio. Analiza los sistemas filosóficos que han imperado desde la iniciación de la época moderna y no encuentra ninguno satisfactorio. La búsqueda urgente de un criterio parece ser lo que mueve ansiosamente a Lamennais a través de algunas de las páginas de su obra Essai sur l'indifferénce en matière de Religion.

Y por fin se hace al luz en la mente: «Está claro que en la necesidad en que nos encontramos de creer o de admitir por verdadero lo que aparece tal a la razón humana, sea la que sea, el juicio uniforme de muchas razones iguales, ofrece mucha más seguridad que el juicio único de una razón sola». Y luego añade: «La razón de todos es a la vez de la misma naturaleza que la nuestra y superior a ella. O nada es verdadero ni falso a nuestra consideración, o lo falso consiste en lo que se opone y lo verdadero en lo que está de acuerdo con la razón universal, con el sentido común. Es necesario, pues, reconocer al sentido común por juez supremo de la verdad, o de lo contrario renunciar a toda verdad, a toda razón»{9}.

El criterio de certeza ha sido hallado; consiste en la autoridad del género humano. De aquí se deduce que la existencia de Dios no puede demostrarse. Se trata de una verdad primitiva de la cual se puede dudar menos que de nuestra propia existencia porque posee testimonios más numerosos{10}. «Dios existe por que todos los pueblos atestiguan que existe; Dios existe porque incluso no es posible al hombre decir que no existe, puesto que rehusando a creer según el testimonio universal no tiene derecho a afirmar nada»{11}.

La fe está en el principio de todo; si se quita la fe todo desaparece: «Si no se empezase por decir creo, jamás podría decirse soy»{12}.

Después de haber demostrado la existencia de Dios preséntase a la consideración del filósofo todas las otras verdades que encuentran su fundamento y su razón en el Ser supremo. La Creación es el lazo que une lo finito con lo infinito. Y al explicar esta relación es cuando Lamennais bordea el panteísmo, si es que no cae en él. Porque afirma que crear algo de la nada es imposible; la Creación consiste en una manifestación progresiva de Dios, en un sacar Dios las cosas de su misma substancia, aunque luego aquéllas constituyan entidades finitas distintas de Él, debido a que la materia limita. O sea que la distinción entre Dios y las criaturas estriba en la limitación de éstas.

* * *

El que está inmerso –como decíamos al principio– en las ideas de una época o de una generación corre el riesgo de no poderse librar de las ataduras espirituales que le unen a ella. A pesar del esfuerzo visible que Lamennais hace por apartarse de la ruta imantada cartesiana, algo irresistible le arrastra hacia el centro del torbellino. Sin duda su sistema parece oponerse a los principios de Descartes: en efecto rechaza el valor de la razón individual. Pero ¿qué adelanta con destronar al individuo si a continuación entroniza al género humano? ¿Qué obtiene con negar la validez del razonamiento yo existo, luego Dios existe, si le substituye con este otro Dios existe porque todos los pueblos atestiguan que existe?

«El panteísmo de Fichte radicaba en el individualismo de Descartes, pero había necesitado, sin embargo, un siglo y medio y el desarrollo del kantismo para germinar y fructificar. En el lamenismo no hay necesidad de todo esto. Cae bruscamente en el panteísmo humano»{13}.

Todo esto sin contar con la proximidad que tiene con la teoría averroísta del entendimiento único: «La razón de cada hombre no es más que la razón universal individualizada en él».{14}

El ontologismo

Sabemos en qué consiste el Ontologismo. Gioberti, nos lo dice cuando lo proclama como la verdadera filosofía, oponiéndolo al Psicologismo. Así como este último sistema deduce lo sensible de lo inteligible y la ontología de la psicología, el Ontologismo por el contrario se basa en la aprehensión directa del ser absoluto, en la intuición de Dios.

También Gioberti, como Lamennais, se esfuerza en una lucha intelectual contra Descartes. La filosofía tradicional hasta la aparición del filósofo racionalista por antonomasia había sido ontologista –dice Gioberti–, pero aquél la hizo cambiar de rumbo. Gioberti en el siglo XIX quiere «restaurar» la «filosofía tradicional» siguiendo los principios de los sistemas Pitagórico, Eleático, Platónico, de los Padres y de los Escolásticos realistas.

Detengamos un momento la atención sobre la doctrina que intentaba tal restauración.

El objeto primario y principal de la filosofía es la idea, término inmediato de la intuición mental». A este objeto primario se le puede llamar Ente. El Ente, que es Dios, y sobre la intuición del cual (visión ideal) descansa toda certeza filosófica, viene a ser el primum philosophicum, es decir, el principio de las ideas, la primera idea (primum psicologicum) y el principio de las cosas, la primera cosa (primum ontologicum). Con esto está dicho casi todo. El Ente contiene además un juicio, a saber: Yo soy necesariamente. De él proceden todas las otras cosas. La filosofía consiste radicalmente en repetir este juicio por medio de la palabra. Por la palabra el hombre pasa de la intuición a la reflexión. Ella le capacita también para repetir a los demás aquel juicio.

En Dios se contemplan, pues, intuitivamente todas las ideas, pero para conocer los conceptos de las criaturas es necesaria una luz divina que ilumine estas existencias creadas y distintas de Dios. A través de esa luz las vemos nosotros en el acto mismo de la creación. «La causa primera como inteligible hace que los efectos sean conocidos».

* * *

No se necesita gran esfuerzo para ver la filiación de esta doctrina. Si se considera a Malebranche como el padre del Ontologismo moderno bien puede decirse que esta dirección filosófica arranca del mismo Descartes. Melebranche –bien sabido es– quiso ser un consecuente discípulo cartesiano{15}.

En primer lugar Descartes coloca como cuestión previa a todo avance en el camino del conocimiento una verdad; esta piedra angular de todo el edificio es la existencia de Dios. Y habiendo acudido Descartes, como todos los filósofos idealistas posteriores, al argumento ontológico de San Anselmo, ligeramente modificado por él, para probar dicha existencia, puso en marcha el motor que después había de llevar a Malebranche al Ontologismo. Según Descartes hay tal distancia entre el pensamiento y las cosas, que sólo puede salvarse esta distancia con la ayuda de Dios. Dios no nos puede engañar; sólo por esta razón hemos de confiar en nuestros conocimientos.

Sobre el pavoroso problema que Descartes había dejado planteado se afanó Malebranche en ingeniar una solución. El abismo insondable abierto entre las dos substancias, la res cogitans y la res extensa, lo salvó por medio de la visión en Dios. Partiendo de los principios cartesianos ambas substancias son del todo punto incomunicables: el sujeto no puede conocer el mundo que le rodea, ni actuar sobre él. Pues bien, Malebranche aceptó esta incomunicabilidad y sostuvo que Dios es el lugar de los espíritus, es decir, que vemos las ideas de las cosas en Dios y sólo de este modo podemos conocerlas. En cuanto a la actuación sobre ellas tampoco somos nosotros los agentes, sino Dios mismo, que ejecuta lo que nosotros queremos ejecutar con ocasión de nuestra volición.

El tradicionalismo

Desarrollado en Francia, este movimiento filosófico agrupó a unos cuantos filósofos que, aun divergiendo en algunos puntos, venían todos a aceptar y convenir en este principio: toda verdad suprasensible está fuera del alcance de la inteligencia humana si ésta no es ayudada por la palabra transmitida y contenida en la tradición.

El pensamiento no puede actuar sin el lenguaje; y el problema de averiguar cuál sea el origen de éste, difícil problema que Rousseau había dejado, según su propio testimonio, para que lo resolviesen otros, fue acometido por De Bonald.

De Bonald piensa que el lenguaje ha de tener forzosamente un origen divino. Y puesto que la palabra expresa ideas, Dios al proporcionar al hombre la palabra hubo de revelarle una serie de verdades que se han ido transmitiendo luego por la sociedad.

Liberatore señala tres formas principales de tradicionalismo. La primera corresponde al sistema de De Bonald, la segunda al de Bonnelty y la tercera al de Ventura.

La primera, que fue la forma originaria del Tradicionalismo, consiste en vincular al individuo sólo las verdades particulares, es decir, los hechos físicos y sensibles. Según esto toda noción abstracta y general adviene a él por el magisterio externo.

La segunda atenúa un poco el rigor de la primera y únicamente admite la necesidad del magisterio externo para las verdades morales y religiosas.

La tercera forma del Tradicionalismo pretende apoyarse [123] en las doctrinas de Santo Tomás. Concede que el hombre pueda tener ideas, incluso sobre el orden suprasensible y moral, pero niega que pueda tener propiamente conocimiento, es decir, conceptos y juicios determinados sobre estas verdades sin la ayuda de la Revelación del lenguaje.

El Tradicionalismo, por consiguiente, no concede ningún valor a la razón humana y cae en el extremo opuesto que los racionalistas. Bien queda de manifiesto que se trata de una doctrina nacida del deseo de humillar a la razón, que los sistemas filosóficos habían llegado hasta el extremo de colocar en trono divino.

Pero el Tradicionalismo tampoco obtuvo el éxito que podía esperarse de la buena voluntad de sus defensores. El parentesco con la filosofía de Lamennais es evidente. Más aún, el tradicionalismo encuentra en éste su expresión lógica y consecuente.

Por otra parte el Tradicionalismo a fin de cuentas viene a parar al mismo sitio que el Racionalismo. Ambos niegan implícitamente toda diferencia esencial entre el orden natural y el sobrenatural. El Racionalismo convierte toda verdad revelada en verdad racional, pero el Tradicionalismo cae en un exclusivismo parecido cuando hace de toda verdad racional una verdad revelada.

El sistema del ente ideal

La figura de Antonio Rosmini Serbati excede en magnitud a la mayoría de los filósofos cristianos del siglo. Sus doctrinas encierran alguna grave desviación de la teoría católica, pero Rosmini supo someterse al juicio de la Iglesia, condenatorio en algunas de sus obras, lo que no hizo Gioberti.

La teoría del conocimiento constituye el punto central del sistema rosminiano. Según ella hay dos clases de conocimientos: el de intuición y el de afirmación. El primero consiste en la captación de las ideas o esencias como posibles; el segundo viene a ser la afirmación de la existencia o no existencia fuera de la mente de aquellas esencias posibles conocidas de antemano por intuición.

Hay que notar que las ideas son, según Rosmini, id quod cognoscimus (aquello que conocernos) y no id quo cognoscimus (aquello en lo cual conocemos), lo que está en oposición a la teoría tomista que considera las ideas como representaciones o especies inteligibles de las cosas.

Ambos conocimientos, el de intuición y el de afirmación, están vinculados al entendimiento y no a los sentidos. Ahora bien, ¿dónde se originan las ideas que la intuición capta? De sus propiedades o caracteres –universalidad, necesariedad, eternidad e infinidad– resulta que no pueden originarse más que en Dios. Son como «pertenencias de Dios».

La primera idea es la de ser. Esta es connatural a la intuición, es innata en el hombre y constituye la luz de la razón, es decir, la forma de la inteligencia. Las demás ideas no son otra cosa que limitaciones de la idea innata del ser indeterminado, y en este sentido pueden llamarse adquiridas.

Ni la intuición del ser ideal indeterminado, ni el conocimiento de las cosas subsistentes (cuerpos externos al sujeto) por los sentidos constituyen el conocimiento humano propiamente dicho. Este se realiza por la síntesis de ambos elementos (de la forma y de la materia), y la facultad intermedia que la realiza es la razón.

Sin duda, la universalización de las ideas es un punto capital en la sistemática rosminiana. Veamos brevemente el proceso del conocimiento. Hay primero una sensación, la cual, unida a la idea innata del Ente, ocasiona un juicio de la mente en el que se afirma la existencia de ese objeto concreto que está delante de nuestros ojos. Sin embargo, puede prescindirse de la existencia actual de aquella cosa, considerando únicamente su idea como posible y capaz de ser participada por otras cosas: en este prescindir de la existencia actual consiste la universalización. Por lo que se refiere a la abstracción es un paso más: tiene lugar cuando se contempla a la idea pura y aislada, sin ninguna relación con aquel objeto del cual es idea.

* * *

La filosofía de Rosmini, muy a pesar de él mismo, no está de acuerdo con la de Santo Tomás. En efecto, se separan en el punto principal, en lo que constituye la clave del sistema rosminiano: en la idea del ente. Para Santo Tomás es adquirida; para Rosmini es innata.

Rosmini, que se esforzó siempre en luchar contra el sensismo y también con el extremo opuesto con las teorías de Leibnitz y Kant, no puede ocultar una intensa influencia kantiana. Lo que él viene a reprochar al filósofo de Koenigsberg es que pusiese tantos elementos innatos en el entendimiento humano. A este respecto son luminosas las siguientes palabras de Liberatore:

«El error capital de este sistema (del rosminiano) radica en haber invertido el orden de las operaciones de nuestro espíritu, estableciendo como primera la síntesis en vez del análisis. Por eso se vio obligado a suponer innata en el alma una idea actual, de la cual brotasen todos los conocimientos, sin preocuparse poco ni mucho del laberinto a que conducía semejante doctrina. Si se busca dónde está la raíz de tal error, se encontrará en el haber creído buen método seguir las huellas del criticismo, que se apoya en aquella misma inversión. Este es el error de toda la filosofía desde Kant: creer que nuestra mente no debe recibir el conocimiento, sino fabricárselo. De aquí viene la necesidad de establecer en ella formas a priori. Así la ciencia filosófica abandonando el objetivismo escolástico y ateniéndose al subjetivismo cartesiano, desembocó finalmente en la identidad de los trascendestalistas alemanes»{16}.

* * *

Hemos seguido, muy rápidamente por fuerza, el proceso filosófico de los que en el siglo XIX intentaron una restauración de la filosofía en el seno de la Iglesia católica. Empresa era ésta –la de tal restauración–, muy delicada y no pudo obtener el éxito deseado, pero tuvo la virtud de poner en guardia a unos cuantos pensadores que conscientes de la gravedad, del influjo y de la trascendencia que las ideas pueden tener y efectivamente tienen sobre la vida y destino de los hombres se levantaron de sus cátedras y enarbolando una bandera –la del tomismo– dedicaron todos sus afanes a combatir aquellas ideas, en lo que tenían de consecuencias de unos principios secularmente combatidos por la Iglesia.

En esto consistió, considerado en su aspecto polémico, el Renacimiento escolástico-tomista, que si tuvo mucho de reacción contra aquellos «vanos esfuerzos», no tuvo menos de la síntesis filosófica contenida en el tomismo,

Alguien ha dicho que lo que hoy se dice en la cátedra, mañana se repetirá en la plazuela. Si esto es verdad ha de procurarse que la labor de cátedra sea intensa. El Renacimiento escolástico del siglo pasado ha proporcionado una pauta.

Francisco Hernanz

Notas

{1} Liberatore, «Della conoscenza intellettuale», Parte prima, Region e dell'opera, pág X, Roma, 1857.

{2} «Intentósela en Inglaterra, o mejor dicho, en Edimburgo, siendo Tomás Reid el más ilustre capitán de aquella empresa». José Prisco Elementos de Filosofía especulativa. Traducción de Gavino Tejado, Madrid, 1866.

{3} Liberatore, obra citada, Introduzione, pág. 4.

{4} «Era usual y frecuente, en las exposiciones de historia de la filosofía del siglo XIX, omitir por completo la filosofía católica o despacharla con unas breves observaciones, declarándola anticuada». Augusto Messer, «Historia de la Filosofía, La Filosofía actual». pág. 11, Revista de Occidente, Madrid.

{5} «Factum est, ut Rationalistae, primis Damironus, Jouffroyus, Saissetus, ac Simonius non modo maiores vires resumpserint, sed etiam cunctis Philosophis, Theologisque catholicis, quibus illorum francorum Catholicorum opinionem tribuunt, veluti rationis humanne detractoribus, omnisque scientiarum progressus adversanis insultaverint», Caietano Sanseverino, Elementa seu Institutionis Philosophiae Christianae, Napoli 1873-4, vol. 1, Introducción, pág. XXX.

{6} Dice Liberatore que los que emprendieron el Renacimiento escolástico-tomista no tenían ningún sistema preconcebido que defender ni apoyar en las obras de Santo Tomás, sino el deseo de explicar la filosofía tomista ateniéndose rigurosamente a la letra, ya que el sentido, en una obra destinada a la enseñanza de los escolares como era la «Summa», había de aflorar a la superficie, aunque la doctrina en ella contenida tuviese toda la profundidad que tiene la verdad.

{7} «De Scholasticorum sententia: Philosophiam esse Theologiae ancillam Commentatio, pág. 81, citado por Liberatore.

{8} Liberatore, obra citada. Parte seconda. Introduzione, pág. IX.

{9} «Essai sur l'indifferénce en matíere de Religion», Paris, Garnier 1859. Tome deuxième. págs. 85 y 86.

{10} Obra citada, pág. 106.

{11} Obra citada, pág. 133.

{12} Obra citada pág. 147.

{13} Liberatore, obra citada. Parte primera, pág. 12.

{14} Lamennais, «Des doctrines philosophiques sur la certitude», &c., pág. 67. Citado por Liberatore.

{15} «Malebranche est, avec Spinoza, le plus grand disciple de Descartes. Comme lui il a tiré des principes de leur comu maître les consequences que ces principes renfermainent». Cousin, Fragments philosoph., t. III, pág. 167. Citado por Liberatore.

{16} Liberatore, obra citada, pág. 422.


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