Filosofía en español 
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Mariano Picón-Salas

¿Cuál es el futuro de la Unesco?


El 13 de diciembre de 1962 a las ocho y media de la noche en un París demasiado ventoso, pluvioso y casi nevoso, se clausuraba después de más de cinco semanas de sesiones matinales, vespertinas y hasta nocturnas –que fueron precedidas por otras tantas semanas y sesiones del Consejo Ejecutivo– la última Conferencia General de la UNESCO. Los representantes de 113 Estados miembros, a veces con los vestidos característicos de sus respectivas regiones asiáticas y africanas, numerosos turbantes musulmanes y los últimos cuellos duros del Reino Unido, entremezclados con algunos «saris» de las damas hindúes, asistían al poblado coloquio. Y fuera de las lenguas oficiales de la Organización –el francés, el inglés, el español y el ruso– que recogían en sus actas y traducciones simultáneas las secretarias e intérpretes, en los vastos corredores de la Casa se cruzaban en cantata de muchas voces, todos los otros idiomas del mundo. Esto puede ser Babel o concordia ecuménica, decían algunos de legados.

En un discurso conmovedor una profesora de Mongolia, al celebrar la circunstancia de estar por primera vez en Francia, después de un largo viaje por las estepas y por la inmensidad rusa, habló de los valores de la cultura francesa que ella asociaba a dos nombres: Víctor Hugo y Julio Verne. Y esa expedición retrospectiva al siglo XIX –porque a Mongolia no parecen llegar todavía los libros modernos de Francia– fue una de las notas más amables e ingenuas, quizás más refrescantes, en el tedio abrumador, de las larguísimas sesiones. De este complicado y tenso mundo de 1962, habíamos retrocedido cien años, y nos parecía estar en 1860.

Como si temieran la proliferante babelización que puede adquirir la Unesco, los delegados tuvieron el tino de elegir un nuevo Director general en propiedad, y se fijaron en un humanista, profesor de filosofía y antiguo «normalien», con grande experiencia en los organismos internacionales, como el señor René Maheu. Por su formación intelectual y su cultura, porque combina muy francesamente el «espíritu geométrico» y el «espíritu de fineza», la elección de Maheu parece venir en tiempo oportuno, ya que nunca como ahora la Unesco necesitó más «ideas claras y distintas» y someter a un poco de orden el posible laberinto. Laberinto de papeles, de planes, de proyectos que no acaban de madurar, de discursos, de pequeños conflictos políticos. Si los delegados pudieran leer todo el fárrago de documentos, con numeración algebraica y escritos a veces en una lengua «básica», en traducciones de traducciones, que se acumulan en las mesas de trabajo, terminarían seguramente en un hospital psiquiátrico. Y es un poco difícil que los funcionarios con severo título de expertos que trabajan desde sus escritorios de París, legislen y recomienden para todo el Universo. O esa orientación de la cultura mundial, el enorme esfuerzo debe hacerse para salvar los grandes desniveles educativos entre las naciones, no se cumplirá solamente como «diktat» de expertos o peritos que legislan intemporalmente y deben llenar a plazo fijo el papel de sus documentos, porque necesita recoger, oír y ver en el terreno mismo, cuál es el auténtico reclamo de cada pueblo.

A los diecisiete años de fundada la Unesco, vale la pena pensar cómo ha crecido y de qué manera se mantienen o cambian los ideales que se le señalaron en 1945. Inmediatamente después de la segunda guerra mundial, los grandes espíritus que concurrieron a Londres a firmar el Acta constitutiva, querían que por medio de este organismo internacional dedicado a la ciencia, la educación y la cultura, se «hiciese la paz en la mente de los hombres» y se lograse la mayor cooperación y asistencia intelectual entre las naciones. La Unesco no sólo debería servir para hacer el balance y comunicación de todas las culturas, sino señalar los caminos de las nuevas conquistas y aventuras espirituales del hombre con los medios que permite el desarrollo científico y el instrumental tecnológico de la época. En un ideal de humanidad indivisible que superase todos los agresivos y aisladores nacionalismos, no sólo debería llevar el alfabeto, la ciencia y las más varias creaciones de la cultura a tantos pueblos humillados y miserables que no pueden disfrutarlos, sino acercarlos y hacerles partícipes, en una empresa de espíritu solidario. En el designio de las personas de alta categoría intelectual que fundaron la Unesco, los hombres de ciencia, los pensadores y filósofos, los grandes educadores del mundo, debían encontrarse en frecuentes coloquios que sirvieran para examinar continuamente las modalidades de esa orientación educativa. Era, contra los temores de una humanidad que salía de la segunda gran guerra con más nuevas y potentes armas de destrucción, la pacífica sociedad de los espíritus que soñara Paul Valéry. Por otra parte, las grandes naciones imperialistas que afirmaron su riqueza y poderío con el botín de lejanos continentes, por una especie de saludable complejo de culpa o de enmienda ofrecían resarcir en asistencia educativa, económica y técnica, la deuda de anteriores despojos. Para esa tarea de solidaridad humana, muchas naciones como las de América Latina que no tenían culpas internacionales que pagar, se adhirieron decididamente y nunca preguntaron, cuando en los últimos años se trató de asistir de modo especial al África, si sus cuotas se sumaban a la reparación por descalabros, ignorancia, pobreza y estrechez con que despertaban en el alba de su independencia y autodeterminación algunos pueblos africanos. Era un hermoso ejemplo moral el prospecto de una nueva historia que todos ayudaran a todos. Que haya en la Organización 113 Estados miembros de todas las zonas del mundo es la mayor esperanza de la Unesco.

Pero algunas cosas han pasado que a veces complican los fines que se propusieron los fundadores en 1945. Más que hombres de ciencia, educadores y pensadores la Organización se ve asediada por un escuadrón, cada vez más creciente, de funcionarios. El funcionario adquiere su rutina, se enclava en ella y como se diría en lenguaje masónico, la «mantiene a cubierto de la indiscreción de los profanos». He visto delegados muy inteligentes y con la mejor intención, que venían deseosos de trabajo a las Conferencias Generales de la Unesco y se sentían perplejos ante la masa de papeles que se les entregaban para aceptar o rechazar, pero en los que ya no era posible que se incorporase una idea nueva. La complicación reglamentista a veces nos obliga a aprobar resoluciones en las que no es solamente discutible el contenido sino la forma: que se nos entregaban en una gramática inexperta. Algunos funcionarios suponen que la Unesco es un super-Estado y que desde las oficinas parisienses pueden fijarse leyes y reglamentos para todo el planeta. Antes de convencer, se quieren imponer decisiones. No es tanto poderío, sino convencimiento lo que pedimos a la Unesco.

Muchas ideas generosas quedan perdidas en las actas de las Conferencias generales o se trasladan de una a otra, porque antes de propagarlas bien con todos los medios de difusión posibles, hay el intento de cristalizarlas en precoces convenios y protocolos, a veces tan irreales y utópicos que sólo reciben la aceptación y sanción de pocos Estados. Pesan así sobre la Unesco los cadáveres jurídicos de una serie de protocolos, asfixiados antes de vivir. Y en lugar de llamar a los mejores espíritus para que sigan enseñando y convenciendo sobre lo monstruoso que es la discriminación racial, religiosa o ideológica, algún jurista ingenuo prevé, por ejemplo, una especie de tribunal donde cualquier grupo, nación o persona puede acusar a otra de delito discriminatorio, lo que convertiría a la Unesco, que es centro de orientación y asistencia más que tribunal de justicia, en palenque demasiado propicio para la guerra fría. Gentes que vienen con todo el ardor político de los debates de las Naciones Unidas quieren trasladarlo a las sesiones, y hay ciertas palabras, simples sustantivos o nombres de países cargados de polémicas que comenzadas en el mediodía se prolongan hasta la noche, y en vano resuena sobre las cabezas el martillo del director de debates. Contagia aún a los más prudentes, la fiebre de la discordia ideológica.

Como si los servicios de la Unesco fueran sólo un óbolo que se concede a los países «subdesarrollados», tampoco las grandes potencias, que son las mayores contribuyentes, mandan a sus hombres mejores como lo hacían en 1945, y más que a traer ideas renovadoras, a informarnos de las nuevas perspectivas de la Educación y la Ciencia, delegan interventores del presupuesto. Cuidar cuánto se gasta y cómo se gasta es actividad muy necesaria y loable, si ella no hace olvidar los otros fines de la organización en provecho de la cultura humana. En algunas delegaciones de grandes países vienen ahora menos hombres de ciencia, educadores y filósofos, pero muchos más «contabilistas».

Se le ha entregado a la inteligencia clara y sistemática de René Maheu una máquina demasiado compleja, azotada por muchas tensiones y corrientes, que necesita algunos reajustes para hacerla más dinámica y veloz. Obra de muchos pueblos, y hay que decirlo francamente, tutelada de modo especial por los grandes países como Estados Unidos, Inglaterra y el bloque anglosajón, Rusia Soviética, y Francia que le sirve de sede, diríase que la Unesco requiere conciliar varias filosofías. El racionalismo que se supone en los funcionarios franceses tiene que compartirse con el típico empirismo anglosajón, con un temor muy norteamericano a las «ideas generales», y con el designio soviético de imponer también, desde aquí, un mesianismo marxista ya bastante esclerosado. Después de alfabetizar todo el mundo –lo que es completamente necesario y uno de los mejores fines unesquianos–, los soviéticos entregarían al resto del planeta su pequeño catecismo para que en todas las lenguas (sobre todo en las lenguas extraeuropeas), se repitan las consignas. De la comunicación con la luna y las estrellas ya se encargarán los sabios rusos. En cuanto a otros grupos –asiáticos, africanos y latinoamericanos– algunos expertos de la Unesco acaso piensen que están todavía en la edad de recibir más que de ofrecer cultura. Quizás piensan que el subdesarrollo del «tercer mundo», afecta también, e implacablemente, a todas las almas.

La Unesco puede ser una orientadora y catalizadora de la Cultura y de la Educación del mundo si atrae cada día más educadores y pensadores, si produce documentos más breves, más estimulantes y eficaces que la abrumadora masa de proyectos y papeles que ahora se acumulan en la mesa de los delegados; o un superorganismo ahíto de reglamentos e inflación burocrática. Es la alternativa que se planteaba y advertía con demasiada claridad en la última Conferencia. A veces una idea inteligente o una exposición valiosa había que rescatarla después de cuatro o seis horas de rutina y bostezos. Era el pez que cayó en la red demasiado tarde. Quizás antes de traer a París cada dos años los centenares de personas que representan a 113 países, para discutir sobre un programa ya fijado y hecho y en el que es difícil agregar una nueva palabra o un nuevo planteamiento, las Comisiones Nacionales pudieran hacer el examen, balance y crítica continua de dicho programa, y pedir a la Secretaría que sintetice estos comentarios en ordenada prosa, para el análisis del Consejo Ejecutivo y de la Conferencia. El inmenso volumen de los documentos se reduciría sólo a los asimilables y  necesarios. Ahora se le pide simultáneamente a cada delegado que opine sobre cosas tan distintas como las condiciones de un gran empréstito bancario que se proyectaba para salvar los monumentos de Nubia, los programas de Educación y Ciencia para Asia, África y América Latina, las relaciones con el Fondo Internacional y las Juntas de Asistencia Técnica, o los planes para un cuarto edificio subterráneo donde se establecerán nuevos servicios. No se logra así una racionalización del trabajo, y forzados a hablar –para que sus respectivos gobiernos consideren que son muy activos y acuciosos– los centenares de delegados pronuncian todo un milenio de discursos. Como apenas lograron echar una mirada superficial a la montaña de papeles, el tedio y el lugar común dominan durante largas horas. Asimismo las sesiones del Consejo Ejecutivo donde ahora están representados más Estados miembros, obligan a madrugar y trasnochar. La Unesco amenaza producir en quienes la sirven, el pesado empacho unesquianо.

De más rigurosa síntesis, claridad y precisión de proyectos y formas está requerida la Unesco. Quizás convenga reafirmar lo que tan noblemente soñó el Acta Constitutiva de Londres hace diecisiete años. Entonces la orientaban hombres de visión universalista como Julián Huxley, Jacques Maritain o Gaston Berger. De los Estados Unidos venía Archibald Mc. Leish y de la América Latina Torres Bodet o Paulo Carneiro. La calidad se prefería a la desordenada abundancia. Si la época afirma postulados tan necesarios como el de que no se educa al hombre por simple adorno o presunción individualista, sino que todo desenvolvimiento educativo debe integrarse o preparar, también, el progreso económico y social, la Educación a diferencia de la producción económica afirma, sobre todo, valores cualitativos. El perfeccionamiento humano debe equilibrar, armoniosamente, colectivización y personalización: masas e individuos. Es necesario enseñar el alfabeto a las multitudes que todavía lo ignoran, pero la Cultura es precisamente lo que sigue más allá del alfabeto. El complejo de culpa o el propósito de enmienda de algunas grandes potencias, ahora se absuelve tratando de ayudar a que conquisten el abecedario las poblaciones más atrasadas y pobres de nuestro desequilibrado planeta, pero otro complejo de soberbia les hace pensar que acaso la Ciencia y la alta Cultura, deben mantenerse durante largo tiempo como un misterioso secreto fáustico o europeo. Ya que el siglo está «descolonizando», hay que descolonizar radicalmente, no por el odio, sino por la esperanza de que todo pueblo puede merecer el íntegro legado de la cultura humana. La Unesco, institución útil, provechosa invención de nuestra época, no puede quedarse en el «statu quo» o en el aprendizaje ya establecido; el tiempo anda demasiado veloz y necesita también ese arte de adelantarse al futuro, de calcularlo y preverlo que Gaston Berger llamaba «la prospectiva». Quizás será un problema para un hombre tan inteligente como René Maheu comprender que no bastan los cumplidos funcionarios, porque se reclama, asimismo, el estímulo de los creadores. Ojalá que vengan muchos y de todos los rincones del mundo, a hacer más dinámica, clara y despierta, su acción e iniciativa. Fue el voto que expresamos a René Maheu cuando la mayoría de los Estados miembros le eligió Director General en el mes de noviembre último. La Unesco cumple diecisiete años, conflictiva hora de adolescencia en que se definen y orientan más los impulsos que acaban de configurar la persona. Como lo decía la sabrosa expresión española, se acerca para la joven Unesco «la edad de tomar estado».



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→ Daniel Cossío Villegas, “¿Cuál es el futuro de la Unesco?” (nº 71:83-85)