crónicas
Jean Ziegler
Santo Domingo, feudo de Trujillo
Para cualquier extranjero trasladarse hoy a Santo Domingo constituye una auténtica aventura. Pero aquel cuyo pasaporte lleve, además, bajo el epígrafe «profesión», la palabra vilipendiada de periodista tiene pocas posibilidades de franquear sin dificultades el primer cordón de policía. Desde que en julio de 1959 el corresponsal del New York Times, Tad Szule, tuvo que salir apresuradamente de la isla (había escrito un artículo demasiado veraz sobre la muerte misteriosa del ministro de Trabajo, Ramón Marrero Aristy, sospechoso de tendencias liberales), sólo quedan en Ciudad Trujillo dos corresponsales de prensa, uno de los cuales, por una feliz casualidad, resulta ser sobrino-biznieto del dictador.
Quien desee visitar esta extraña isla de Santo Domingo deberá esforzarse en pasar por ingenuo y en fingir respeto a la autoridad e indiferencia por la política. Pero ni siquiera bajo la máscara del turista cándido hay quien escape al «hospitalario» procedimiento de que me habló el empleado de la Pan-American en San Juan (a pesar de su evidente interés por llenar tres veces por semana su avión, generalmente vacío).
Al pie de la pasarela, dos inspectores de paisano –y en mangas de camisa– me cachearon para asegurarse de que no llevaba armas; después me condujeron bajo escolta a la estación del aeródromo, muy moderna, pero también muy mugrienta, donde empezaron por examinar mis papeles. Mientras el señor sentado al otro lado de la reja de la ventanilla examinaba escrupulosamente, con el respeto religioso de todos los analfabetos del mundo, mi pasaporte suizo tantas veces estampillado, se me rogó que leyese la deslumbrante proclama fijada bajo la ventanilla. En este momento en que el visitante extranjero se inclina para poder leer mejor, se le fotografía, una vez de perfil y otra de frente, gracias a dos aparatos perfectamente disimulados. (Dos horas y media más tarde, el jefe de protocolo, César Rubirosa, me habló con orgullo del impecable funcionamiento de tal dispositivo.) Tras esto, dos negros que hacían de mozos de equipaje –siempre bajo la mirada de los varios inspectores que vigilaban en la estación, con aire mustio y la camisa de nylon manchada de sudor– se apoderaron de mis dos maletas, cuyo contenido fue vertido –¡plof!– sobre una mugrienta mesa. A la maleta misma se la examinó con los rayos X. Todo lo que sea impreso queda confiscado, por prescripción de no sé qué ley cuyo texto me leyeron con voz ininteligible. Es cierto que al día siguiente me devolvieron al hotel unos cuantos folletos turísticos en lengua española, pero mi documentación francesa, inglesa y alemana no la volví a ver.
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Después de tres horas de un control agotador, que además se ejerció en medio de un casi total silencio, pude por fin llegar a la puerta de cristal que conducía a la ciudad. Pero he aquí ante mí un cartel chillón fijado en la pared anunciándome –reconfortante evidencia– que acababa de llegar al «Estado en que reinan soberanamente la libertad, la belleza y la justicia, a la Nueva Patria del Generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, Benefactor de la Nación»...
La primera reacción tras semejante acogida es una sonrisa irónica. Todas las efigies chillonas y pomposas del «Benefactor» vestido con su soberbio uniforme –«Benefactor» es el título oficial que el dictador se ha dado a sí mismo–, los rótulos de cobre colgados sobre las puertas (incluso sobre las de los consulados extranjeros) en los que se proclama que «Trujillo es el jefe de la casa», los coches provistos de altavoces que recorren continuamente las calurosas calles (¿para qué sirven esos altavoces?: evidentemente, para pregonar las virtudes y los méritos del «Padre de la Nueva Patria»)..., todas estas son cosas que hacen pensar en una opereta de gusto discutible.
Unos días más tarde, la curiosidad burlona deja paso a una incredulidad mezclada de espanto. Como es natural, en Santo Domingo la gente responde a las preguntas de un extranjero con un silencio total, que resulta muy sorprendente tratándose de habitantes del Caribe. De todos modos, después de tres o cuatro días de paseos acompañados por la capital –encantadora desde el punto de vista arquitectónico–, de jiras por el interior del país sin que le sometan a uno a vigilancia y de conversaciones, tras las ventanas cerradas, con diplomáticos y con los pocos comerciantes extranjeros que existen en el país, no tarda uno mucho en comprender lo que es el universo de Trujillo. El término «universo» es el que mejor conviene aquí, pues los 47.000 kilómetros cuadrados del territorio dominicano (es decir la parte oriental de la antigua isla Española, cuya parte occidental corresponde a la República de Haití) se hallan totalmente aislados del resto del mundo. Unos 2.900.000 seres humanos –de los que el 15% son blancos y el 75% mulatos, mezcla de negros y de indios– viven desde hace treinta años en cuarentena. Para salir del país se necesita un visado que actualmente sólo se concede a ciertos privilegiados, favoritos del régimen.
Sólo pueden comprarse periódicos extranjeros en los dos hoteles de lujo, el «Embajador» y el «Jaragua», y para eso no todos los días se encuentran. El diario grandilocuente de Trujillo, El Caribe, lo redacta más o menos totalmente un pariente próximo del «Benefactor» y resulta prácticamente ilegible. Sus artículos aduladores, plagados de epítetos grandiosos, podrían incluso hacer seria competencia al Osservatore Romano, que hasta ahora venía batiendo todos los records en materia de periodismo pomposo. No, no cabe duda: aquel a quien le guste leer una prensa digna de tal nombre no la encontrará en Santo Domingo.
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Pero no es en esto donde radica el nudo del problema. En última instancia se puede soportar el carecer de una prensa decente y de informaciones objetivas. Es también posible que los dominicanos, que habitan en una de las islas más bellas y abigarradas del mundo, puedan resignarse a este amurallamiento hermético que les separa del resto del planeta. Lo que en el reino de Trujillo resulta intolerable es otra cosa: la policía. Es imposible imaginar la atmósfera de terror en que vive la República dominicana. Casi todas las noches, hombres, mujeres y hasta en ocasiones adolescentes desaparecen en el palacio blanco de la Seguridad de Ciudad Trujillo. En materia de derecho, reina la inseguridad total. A la corrupción de los funcionarios se añade la corrupción total de la justicia. Y esta corrupción es unilateral, quiero decir que se ejerce únicamente en provecho del «Benefactor» y de sus partidarios. Si en un litigio cualquiera está metido uno de los miembros de la familia Trujillo, la parte adversa no podrá forjarse ilusión alguna en cuanto a la sentencia que vaya a dictar el tribunal. La realidad es que prácticamente nadie se atreve a querellarse con un pariente, por lejano que sea, del dictador, o con uno de sus amigos. En cambio, si ninguna de las partes litigantes tiene relación con el régimen, el juez se revelará incorruptible (cosa asombrosa en América del Sur). Y es que el Generalísimo no se siente sólo obligado a esquilmar a su país, sino que en virtud de su extraña dualidad moral (que podría servir de base para interesantes estudios psiquiátricos), se las da también de «defensor de la moral», de modo que un juez corrompido correría el peligro de una muerte rápida.
Pero volvamos a la policía. No es una afición a lo horrible lo que me induce a proseguir con este tema; la razón de mi insistencia es que sólo se puede comprender la situación actual en Santo Domingo examinando detenidamente las actividades y la influencia política de esa institución. Prácticamente, la Seguridad constituye la policía secreta privada del dictador. Dispone de los medios de investigación más modernos y de un equipo militar muy perfeccionado. Los cinco mil miembros que aproximadamente la integran y cuya identidad es sólo conocida del pequeño grupo que dirige la institución, operan con la mayor destreza.
La Seguridad realiza diversas funciones dentro del Estado. La investigación en torno a un crimen de derecho común, el atestado en relación con un accidente de circulación, el simple trabajo administrativo de la policía rural, la seguridad personal de la familia reinante: todas estas son tareas que entran dentro de su competencia. De todos modos, la función esencial de esta auténtica guardia pretoriana consiste en «salvaguardar la paz interior», según me explicó sin rodeos el ministro del Interior. ¿Y qué clase de paz es ésta? Según un clisé ya bastante gastado, esta pregunta tendría una respuesta quizá trivial, pero que en este verano de 1960 no ha perdido nada de su actualidad: es la paz de los sepulcros. Apoyada por un ejército profesional compuesto por 25.000 hombres bien retribuidos, la Seguridad hace reinar en el país un terror inaudito. Terror que tiene dos dimensiones: la primera es de orden político, la segunda de orden personal.
Veamos en primer lugar el terror político. A cualquier persona que en un círculo privado o en público exprese opiniones distintas de las del «Benefactor» se le detiene inmediatamente y desaparece pura y simplemente. Las torturas, las ejecuciones y las pruebas de cargo completamente fabricadas constituyen la tarea cotidiana de las gentes de la Seguridad. No se trata de una simplificación de los hechos ni de la impresión superficial de un periodista que sólo ha hecho en Santo Domingo una breve estancia. El terror que reina en la isla corresponde con toda exactitud a la breve descripción que de él acabo de hacer.
La segunda dimensión del terror en Santo Domingo es de orden personal; desde hace treinta años Trujillo utiliza su máquina policíaca para acumular riquezas. El dictador disfruta en su país de una situación financiera privilegiada. Para conservarla ordena a su policía que «liquide» sin escrúpulos a algunos de sus concurrentes comerciales y emplea el chantaje contra los demás; según el testimonio de policías que han huido del país, el «Benefactor» ha intentado también en numerosos casos expoliar pura y simplemente a algunos de sus compatriotas, obligándoles por medio de la tortura a indicar el lugar donde habían ocultado su dinero y sus joyas.
El terror político y personal ha hecho unas 20.000 víctimas en el curso de estos últimos treinta años. Paralelamente a la Seguridad y totalmente independiente de ella, trabaja el Servicio secreto militar. A su vez, este último ignora todo lo que se refiere a la «Organización especial de información», que funciona bajo la dirección del secretario de la Presidencia. Mencionemos finalmente a una cuarta autoridad que también tiene su importancia: el ejército del Aire. A las órdenes del hijo mayor del dictador, teniente general Ramphis Trujillo Martínez, el ejército del Aire dominicano es una institución especial, semiautónoma, que dispone no sólo de doscientos aviones de reacción proporcionados por los Estados Unidos y de un estado mayor de pilotos de caza admirablemente entrenados en San Antonio por los norteamericanos, sino también de sus propios carros de combate, de unidades de infantería y, sobre todo, de un servicio secreto autónomo. El «Benefactor» maniobra hábilmente con todas estas diversas fuerzas, impidiendo así que un Beria eventual se acerque demasiado al tablero de mandos.
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Pero ¿quién es este Rafael Leónidas Trujillo Molina, que desde hace treinta años reina impunemente como dueño absoluto sobre un pueblo inteligente y evolucionado de 2.900.000 seres humanos? (Sólo en la capital se cuentan 1.887 monumentos erigidos en su honor.) Este hombre –que gusta de encerrar su corpulencia en un uniforme verde y emballenado de general y que lleva en sus botas plantillas de tacón para contrarrestar su escasa estatura (1 m. 65)– tiene hoy sesenta y ocho años y tomó el poder el 19 de junio de 1930, mediante un golpe de Estado.
Desde el 1.º de mayo de 1865, fecha en que la sublevación de los indígenas puso un término definitivo a la dominación de los colonos españoles, la situación de la isla era tan caótica que en 1870 el Senado norteamericano rechazó una solicitud de anexión dirigida por Santo Domingo a los Estados Unidos. Los norteamericanos ocuparon en 1916 la capital de Santo Domingo –hoy Ciudad Trujillo– con el fin de poner término a una serie de pronunciamientos. Durante el período de ocupación (1916-1924) formaron una casta de oficiales indígenas, a los que finalmente entregaron el poder. Modesto hijo de un pequeño burgués español de San Cristóbal, Trujillo pasó por la escuela norteamericana.
El usurpador, cuyo fondo ideal lo forma hoy únicamente un vago militarismo, ha trasformado un país que aún vivía en la Edad Media. Hizo construir carreteras, puentes y hospitales, roturó la selva virgen y sobre todo devolvió la paz y el orden a un Estado que vivía presa de la anarquía. Según las últimas estadísticas –proporcionadas por una misión de la O.N.U. en 1958– la renta nacional se eleva actualmente a un promedio de 150 millones de dólares. La riqueza del país la constituyen las plantaciones de café, cacao, caña de azúcar, arroz y tabaco. El 14% del suelo es hoy cultivable; el resto lo cubre la selva virgen. Según una estadística de 1958 por la F.A.O., 900.000 cabezas de ganado pacen hoy en las praderas del país. En 1956 la renta per capita se elevaba a 185 dólares. En Haití, nación vecina que posee un suelo y un clima análogos y que ha pasado por una evolución histórica bastante parecida, la renta per capita es sólo de 65 dólares. En cambio, es de más de 220 dólares en Méjico, de 370 en Cuba y de más de 2.091 en los Estados Unidos. Durante sus treinta años de dictadura, Trujillo ha reducido de 87 a 55% el número de analfabetos, la mayoría de los cuales se encuentran en el campo. La agricultura ocupa al 69,7% de la población activa; la industria (sobre todo las refinerías azucareras) el 10,8% y los servicios públicos el 17,5%. El desarrollo económico conseguido por el dictador merece elogios.
Pero veamos ahora el reverso de la medalla: según fuentes dignas de crédito, la familia Trujillo posee hoy el 35% del territorio cultivable. La fortuna personal del «Benefactor» se calcula en unos 800 millones de dólares. Es propietario de doce de las dieciséis refinerías dominicanas –el 60 % de la producción anual de azúcar pasa, pues, por sus fábricas–. Trujillo debe su notable sentido comercial a ciertas instituciones típicamente dominicanas. Por cada expediente de obras públicas, el dictador se queda con una comisión neta del 20 sobre el precio de adjudicación. Además, con ayuda de sus testaferros, ha creado una cadena de compañías de exportación que son las únicas legalmente autorizadas para exportar ciertos productos, a precios fijados por la misma compañía. Doña María, ministro de Asistencia pública y esposa bienamada del dictador, controla la totalidad de las importaciones de piezas de automóvil, aparatos eléctricos y máquinas-herramientas. Germán Ornes, antiguo jefe de la prensa de Santo Domingo y hoy exiliado en Puerto Rico, hizo pública la lista de sesenta y una compañías comerciales que trabajan directamente para Trujillo. Y si a la voracidad de la familia de este jefe-tiburón que es Trujillo se añade la de los peces de menor cuantía –y se cuentan por centenares–, podremos formarnos una idea aproximada del «sistema económico» actual del país.
Todo esto revela un rasgo esencial del carácter de Trujillo; este hombre pertenece a una raza de déspotas totalmente desconocida en Europa. Los dictadores del tipo de un Strössner, un Somoza, un Pérez Jiménez, un Magloire o un Batista –Perón fue una excepción–, sólo tienen de común con sus colegas europeos (Hitler, Mussolini, Stalin, Franco) la ausencia de escrúpulos morales. Lo que más les caracteriza es que carecen de un programa político de conjunto. Cuando se habla con Trujillo, resulta imposible descubrir, ni aun poniendo la mejor voluntad del mundo y mostrando la mayor comprensión para con un carácter tan complejo como el suyo, en qué consiste la doctrina de su régimen. La misma sorprendente experiencia llevé a cabo con Batista, Magloire y Pérez Jiménez. A primera vista podría concluirse que lo que en ellos domina es un maquiavelismo muy aventajado. Durante años creí equivocadamente que en Trujillo la ausencia de ideología concreta era una forma de cinismo llevado al extremo, con el fin de poder justificar a posteriori una medida tomada por su gobierno, según las exigencias de la situación. Pero al estudiar más detenidamente su mentalidad, se me hizo evidente que a este hombre le importan un comino las doctrinas políticas e incluso los principios morales. Trujillo considera al Estado dominicano como su dominio particular, dentro del cual puede obrar a su guisa; se siente feliz pudiendo poseer doce automóviles de lujo y dos yates; gobierna según su capricho, como un señor feudal, y no se toma la menor molestia por disimular su cinismo político. En resumen, Rafael Leónidas Trujillo no es un político y menos aún un estadista, sino simplemente un levantino astuto. Un diplomático francés le caracterizó en mi presencia con esta frase lapidaria, en la que se mezclan la admiración y la ironía: «¡Trujillo... es un gran tendero!»
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¿Cuánto tiempo puede aún durar en Santo Domingo esta tiranía verdaderamente medieval? Hoy, en este verano de 1960, hay que tener en cuenta tres elementos nuevos:
1) El 30 de julio las dos Cámaras del Parlamento decidieron declarar «el estado de urgencia por tiempo ilimitado». Provocó esta decisión un informe confidencial comunicado al Parlamento, según el cual es inminente una invasión venezolana. Este «estado de urgencia nacional» significa que los 20.000 hombres del ejército regular, los 5.000 hombres de la Legión Extranjera, todo el cuerpo de policía, el armamento especial y 600.000 reservistas, están en pie de guerra. Las garantías constitucionales –que por lo demás no existen– quedan legalmente suspendidas. ¿Una tempestad en un vaso de agua? Esta vez no, puesto que exactamente tres semanas después Trujillo adoptó una medida auténticamente excepcional; convocar elecciones el 15 de diciembre para designar los gobernadores de las provincias y las autoridades municipales, invitando a tomar parte en ellas a «todos los grupos y partidos políticos sin excepción».
2) La situación militar del país ha empeorado notablemente durante el verano. Hasta ahora lo único que Trujillo podía temer era una invasión cubana (y en junio de 1959 aniquiló cerca de Constanza dos expediciones de rebeldes barbudos); en cambio, hoy puede tener que enfrentarse con un ataque activamente apoyado por Venezuela.
3) El tercer factor es el más importante: Washington está tomando sus distancias frente a los dominicanos, aliados suyos desde hace tanto tiempo.
A principios de año la Seguridad descubrió un pretendido complot, y detuvo a unas 2.000 personas pertenecientes en su mayoría a la clase media. A los interrogatorios practicados según los procedimientos habituales sucedieron numerosas ejecuciones. El 31 de enero, seis obispos dominicanos rompieron un silencio de diez años y los sacerdotes leyeron en el púlpito una carta pastoral en la que se denunciaba en términos claros «la violación constante de los derechos humanos más elementales» por parte del régimen. Recordando que una carta pastoral del mismo género precedió a la caída del régimen peronista y a la expulsión del general Pérez Jiménez de Venezuela, Trujillo despachó apresuradamente a su ministro de Asuntos exteriores, Porfirio Herrera Báez, al Papa Juan XXIII. Pero Roma no retiró su declaración de guerra. Y cuando unas semanas más tarde la Comisión de paz interamericana (que representa a la Organización interamericana) atacó violentamente al régimen de Trujillo, el Departamento de Estado norteamericano acabó por comprender que era preferible renunciar al amigo Rafael. Debido al fracaso total de las discretas gestiones realizadas durante la primavera y el verano por el embajador Farland en Ciudad Trujillo, los norteamericanos dieron un paso más. Washington se ocupa hoy activamente en organizar la sucesión.
Puesto en guardia por el desarrollo radical de la revolución cubana, el Departamento de Estado se esfuerza actualmente por hacer que su influencia penetre entre los intelectuales liberales que, en San Juan, en Florida, en Méjico y en Caracas, constituyen el grueso de los exiliados dominicanos; la finalidad de esta maniobra es poder establecer ulteriormente en Santo Domingo una república fiel a Occidente y anticomunista. La probable liquidación de la base de Guantánamo en Cuba aumenta la importancia de Santo Domingo en el dispositivo de defensa del Caribe previsto por el Pentágono. Hoy apenas si existen en las montañas de Constanza algunos guerrilleros hostiles a Trujillo, y dado el régimen de terror que domina al país, es poco factible que se produzca una sublevación popular. La solución del problema dominicano consistiría, pues, probablemente en una «Operación Guatemala», es decir, en una invasión de la isla hábilmente apoyada por el dinero, las armas y la diplomacia de los Estados Unidos y realizada por el ejército de los exiliados, lo que en un próximo futuro pondría seguramente fin a una de las tiranías más abominables que haya conocido el hemisferio occidental, para dar nacimiento a una República dominicana fiel a los ideales democráticos.
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Jean Ziegler, periodista suizo, ha recorrido en diversas ocasiones los países del Caribe, cuyos problemas conoce muy bien. Su crónica sobre Santo Domingo fue escrita antes del acuerdo tomado recientemente por la OEA respecto a dicho país.