Filosofía en español 
Filosofía en español


Julián Marías

La situación actual de la inteligencia en España

Trazar un cuadro a la vez veraz y comprensible de la situación presente de la inteligencia en España tiene muchas dificultades. Primero, por su complejidad; segundo, porque ha experimentado variaciones profundas en pocos decenios; tercero, porque su función en la vida española y sus contenidos objetivos difieren bastante de los equivalentes en otros países europeos o en los Estados Unidos. Es menester, pues, hacer constantes referencias a los cambios acontecidos desde fines del siglo XIX y a ciertos caracteres propios de la vida española contemporánea. Por una parte, conviene tratar separadamente la situación político-social de las minorías intelectuales dentro de la vida del país y, por otra parte, los resultados a que han llegado: sus creaciones más importantes, su fisonomía, sus posibilidades y riesgos presentes.

I

El año 1898 señala una fecha decisiva para la historia contemporánea de España. Fue el año de la guerra con los Estados Unidos y la pérdida de los restos del Imperio ultramarino español: Cuba, Puerto Rico, las Islas Filipinas; fue además el momento en que España advierte la falsedad e insuficiencia de los principios en que estaba fundada su vida desde la Restauración: lo que se llamaba entonces «el desastre nacional». Pero esa misma fecha significó el comienzo de un resurgimiento intelectual que dio su nombre a la «generación del 98» y de donde data lo que se ha llamado «medio siglo de oro» de la cultura española. Esta generación –Unamuno, Ganivet, Baroja, Azorín, Valle-Inclán, Benavente, Machado, Maeztu, Menéndez Pidal– cancela el desnivel de unos quince años que arrastraba la vida intelectual española respecto de la europea –y respecto a la realidad histórica del país– desde comienzos del siglo XIX, y vuelve a ponerla «a la altura del tiempo». Esto, y la altísima calidad de su obra, sólo se consiguió mediante una autenticidad de la vocación intelectual, característica de esos escritores, que los hace ejercer su función con una dedicación, una entrega y una íntima necesidad que no se habían dado en largo tiempo y que no ha sido frecuentes en otros países. El impulso que movía a estos hombres era la necesidad de ponerse en claro sobre su país, la preocupación de España y la convicción de que sólo un enérgico esfuerzo creador podría esclarecer sus destinos e integrar a España, con toda su personalidad original, en Europa. Fueron sobre todo grandes escritores, una generación de literatos, se ha dicho. Creo que España había perdido el sentido vivo de la teoría como tal, se le había enajenado, y sólo era posible que se lo reapropiara, que lo [68] hiciera renacer, auténtica y no miméticamente, desde un temple literario. Y éste ha sido uno de los caracteres más notables del pensamiento español contemporáneo, quizá el primero en descubrir los requisitos literarios de la verdadera teoría y el valor cognoscitivo de ciertas formas literarias.

Poco después de 1898, España atraviesa una fase de relativa bonanza. La vida política española hace posible la convivencia de intelectuales de distintas tendencias y matices. Hasta 1917, por lo menos, el cuerpo intelectual permanece, si no unido, por lo menos en presencia y no disociado. El intelectual, que había gozado de escasa influencia, empieza a adquirir prestigio y una creciente popularidad, derivada en parte del hecho de que los mayores escritores publican normalmente artículos en los diarios. Los libros tenían entonces menor circulación, pero algunas editoriales –Renacimiento, las publicaciones de la Residencia de Estudiantes, luego Espasa-Calpe, desde 1923, sobre todo la Revista de Occidente– ponen en circulación entre minorías que van creciendo una serie de libros muy escogidos de autores españoles, junto con traducciones de obras extranjeras de gran calidad. En veinte o veinticinco años pasa España de una posición excéntrica y aislada a ser uno de los países menos «provincianos» de Europa.

A la generación siguiente, que se incorpora a ese resurgimiento, pertenecen Ortega y Gasset, Marañón, Eugenio d'Ors, Gabriel Miró, Pérez de Ayala, Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna, Picasso, Solana. La influencia social de los intelectuales aumenta; ya no son sólo o primariamente «escritores», sino también hombres de doctrina, en ocasiones profesores universitarios. Se va constituyendo una «minoría intelectual» que, aunque todavía con un «poder social» incomparablemente inferior al del écrivain u homme de lettres en Francia o del Gelehrte en Alemania, empieza a pesar en la vida del país. Las Universidades, que desde el siglo XVII habían entrado en decadencia y tenían a principios de siglo un nivel bajo y poco creador, conquistan en unos cuantos decenios una estimación que responde a un progreso considerable. En 1936 era la Universidad española, tomada en su conjunto, inferior a la de los grandes países europeos; pero ciertas porciones de ella, por ejemplo la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid, habían alcanzado un nivel que en algunos puntos igualaba a los más altos de cualquier país, y las perspectivas eran extraordinariamente esperanzadoras. Nombres como los de Ortega, Morente, Zubiri, Menéndez Pidal, Américo Castro, Montesinos, Salinas, Navarro Tomás, Gómez Moreno, Obermaier, Asín Palacios, Sánchez Albornoz, Lapesa, Lafuente, Zulueta, bastan para probarlo.

Pero al mismo tiempo se había producido una progresiva politización de la vida española. Se inicia, si no me equivoco, hacia 1917, coincidiendo con la división producida por la Primera Guerra Mundial. Los intelectuales españoles eran, salvo excepciones muy contadas, hombres políticamente muy moderados, y en general de escasa actividad política; pero, menos alguno que otro, inequívocamente liberales, convencidos de que el hombre tiene el deber y la responsabilidad de orientar su vida y de que tiene algo que decir en los destinos de su país. La dictadura de Primo de Rivera (1923-30) y su intervención en todos los aspectos de la vida nacional hizo que las minorías intelectuales –sobre todo universitarias– tomasen una actitud de oposición, que se tradujo en el deseo de que se afrontase el problema de la reconstitución del Estado y el mejoramiento de las condiciones sociales. Al establecerse la República en 1931, la acogieron con esperanza y entusiasmo, y en principio gozaron de alguna influencia; hay que decir, sin embargo, que su participación en el Poder fue mínima, y que esa influencia se volatilizó casi inmediatamente, sustituída por la de otras fuerzas –alternativamente más extremistas y más reaccionarias–, netamente políticas y en general hostiles a la clase intelectual.

Julián Marías (Dibujo de Balagueró)
Julián Marías
(Dibujo de Balagueró)

La guerra civil de 1936-39 significó el quebranto más hondo experimentado por España, por lo menos desde la invasión napoleónica en 1808-14, y trajo consigo la rotura de ese frágil mundo intelectual. En los años de la guerra e inmediatamente después de acabada ésta, las instituciones culturales quedaron suspendidas o destruídas, el espíritu de beligerancia lo invadió todo, la libertad de expresión se anuló, y los intelectuales en cuanto tales y mientras quisieran permanecer fieles a su condición, no como simples ciudadanos, tenían muy poco que hacer. Es sabido que se produjo una emigración de parte muy considerable del cuerpo intelectual. Conviene, sin embargo, precisar las cosas: se suele dar por supuesto que la emigración intelectual se produce al final [69] de la guerra civil; ahora bien, es un hecho que muchos de los escritores, profesores, artistas, &c., salen de España al comienzo de la guerra, en vista, pues, de la situación dominante en el país, previamente a su desenlace. Fueron muchos los que desde 1936 tuvieron la impresión de que el mundo por el cual se habían esforzado había desaparecido ya en todo caso, fuera cual fuera el resultado de la guerra. Esta actitud fundamental ha sido borrada después en alguna medida por todo género de intereses: algunos intelectuales que decidieron permanecer en la emigración trataron de olvidar que ésta se había iniciado años antes del término de la lucha; otros, que volvieron a España, han preferido subrayar su residencia en ella, más que su primer apartamiento, como los anteriores, de ambas zonas beligerantes. En unos predominó la solidaridad retrospectiva con los principios de una política que habían considerado ya muerta en 1936, o con los compañeros emigrados en 1932; en otros, la decisión de vivir en España, de compartir la suerte de los que habían querido en todo caso quedarse con los treinta millones de españoles que por supuesto no habían de emigrar.

En lo específicamente intelectual, durante unos cinco años, de 1936 a 1940, aproximadamente, no hay sino dispersión y silencio –lo que se oía no podía llamarse intelectual, sino más bien el resultado de sus diversas suplantaciones–. Después empiezan, lenta y penosamente, los esfuerzos hacia una reconstrucción. Aunque aquí no voy a hablar de los que han permanecido en la emigración, pues me refiero sólo a la situación en España, tengo que decir una palabra que se refiere a esa situación: los intelectuales emigrados que justifican ese nombre, quiero decir, que no son meramente políticos, están hace mucho tiempo en perfecta fraternidad con los que residen en España, se leen, conocen y estiman mutuamente; y no sólo con los que aquí se pueden considerar como disidentes, sino también con muchos que, aun habiendo tomado inequívocamente el otro partido, han conservado su condición de hombres de letras o pensamiento. Podría decirse que, entre los intelectuales, la guerra civil ha sido superada.

La reconstitución de una vida intelectual ha tropezado con grandes dificultades. Intentaré enumerar brevemente algunas. La primera, consecuencia del enorme traumatismo moral de la guerra civil –mucho más por lo que tuvo de civil, de disociación y quebranto de la moral y la convivencia, que por lo que tuvo de guerra, de combate–, fue lo que llamarían la «dimisión» de buena parte de los intelectuales, su renuncia a los requisitos de su función, el abandono de sus derechos, su entrega a las presiones. Esto me parece haber sido lo más importante, lo que ha permitido que esas presiones, aun sin ser muy fuertes, aun cuando dejaron de ser muy fuertes, hayan sido amplísimas, porque han sido, salvo por muy pocos, rara vez resistidas. Lo cual, por otro lado, las ha hecho menos intensas, y ha permitido que, una vez aceptado el supuesto de la general presión, haya sido posible un margen considerable de acción intelectual de facto y siempre que ésta no pretenda reivindicar formalmente sus derechos. Sólo esto explica [70] la aparente contradicción de que, teniendo el Estado absoluto control de la enseñanza pública y privada en todos sus grados, de todas las publicaciones –libros, revistas y periódicos– mediante una censura previa e inapelable, de la provisión de cátedras y todo género de puestos docentes, a pesar de ello se haya producido en los últimos veinte años una actividad intelectual de considerable volumen, de calidad en parte muy alta, y en muchos casos libre e independiente. Hasta tal punto es esto así, que estoy persuadido de que el día que se haga un recuento imparcial e inteligente de la producción intelectual española de los dos decenios más recientes se hallará, con sorpresa, que no es, en conjunto, inferior a la de un período equivalente de antes de la guerra civil.

Otra cosa habría que decir si se tratase de sus efectos. Porque la segunda dificultad para la reconstitución de la vida intelectual ha consistido –consiste hoy– en la anormalidad de la comunicación de los intelectuales con el público. Es difícil darse cuenta de cuál es la situación real: la censura es universal, omnipotente y sin normas públicas a las que deba ajustarse; es decir, el escritor no tiene ningún derecho, no puede contar con la posibilidad de publicar nada; esto produce automáticamente en muchos una «censura interna» que va con frecuencia más allá de la estatal, de modo que el autor o el director de periódico ni siquiera «intentan» decir. Pero, a la inversa, el escritor que de verdad intenta y está dispuesto a afrontar algunos inconvenientes, encuentra que de hecho puede decir innumerables cosas, que a priori parecerían imposibles. Claro está que, como no se puede contar con la publicidad, esas cosas rara vez se recogen, comentan, prolongan, no se articulan en una acción intelectual coherente, y quedan aisladas y como «excepciones», aunque sean incontables, aunque compongan casi el conjunto de los escritos de algunos autores.

Por esto existe en España un prestigio individual y restringido, que recae sobre ciertos intelectuales de los que se sabe que dicen lo que piensan y no lo que se supone que deberían pensar. Son aquellos cuyos libros de pensamiento agotan muchas ediciones, que tienen públicos de quinientas o a veces mil personas en una conferencia ideológica, incluso en ciudades provinciales. En cambio, los «falsos prestigios», lanzados con recursos poderosísimos por el poder público, por organizaciones políticas o de apariencia religiosa, &c., a pesar de disponer de todas las facilidades, no han logrado imponerse, ni por excepción, a la estimación nacional.

Pero el peligro no sólo no ha pasado, sino que por el contrario aumenta. La tercera gran dificultad para la inteligencia española es lo que yo llamaría el «como si», es decir, las falsas actividades intelectuales, que no son enteramente falsas. Las instituciones oficiales –Universidades, centros de investigación, premios literarios o científicos estatales, &c.–, sometidas a presiones constantes y enérgicas, operan con frecuencia «en hueco» y de un modo ficticio. Pero, por otra parte, son contados los intelectuales que se niegan a participar en ellas, y muchos de los más valiosos y personalmente independientes aparecen vinculados y de hecho proyectan su prestigio sobre instituciones que no están realmente en sus manos y que no responden a sus propios criterios. Esta mezcla produce una peligrosa confusión, sobre todo cuando se ven las cosas desde el extranjero: el observador se fija en unos cuantos nombres ilustres y estimables, que son los que conoce, y supone que el resto es análogo, aunque la mercancía efectiva sea bien distinta del pabellón que la cubre. Muchas razones –principalmente económicas, también el deseo de una «cotización» oficial, que por cierto repercute asimismo fuera de las fronteras nacionales, incluso en medios donde no sería de esperar– explican, si no justifican, esa participación. Pero la consecuencia es doble: en primer lugar, en tiempos difíciles el intelectual tiene que mantener cierta rectitud insobornable, si quiere evitar una serie de claudicaciones «en cadena»: la menor arrastra automáticamente otras, y a última hora encuentra que ciertas complacencias «inocentes» lo han llevado adonde no quisiera haber ido. En segundo lugar, esto engendra confusión en el público, que empieza a no saber a qué atenerse. Todavía los mayores de cuarenta años, que saben «quién es quién» y han hecho la experiencia de otra situación, pueden orientarse y hacer los descuentos oportunos; las generaciones jóvenes empiezan a no saber distinguir; aunque en su mayoría sean «inconformes» y hasta de tendencia a veces extremista, están impregnadas por las ideas y las consignas vigentes durante toda su vida histórica, que las han afectado profundamente, y [71] ésa es precisamente la explicación de su frecuente y mecánico «extremismo».

Es decir, que la vida intelectual española, a pesar de riesgos sin cuento, y a costa de esfuerzos que van desde el ascetismo hasta el heroísmo, se ha salvado en su capacidad creadora, pero ahora es cuando comienza el peligro más grave, el que puede comprometer su porvenir en los veinte años próximos. ¿Cuál puede ser el remedio? Sin duda, el único eficaz sería una transformación profunda y saludable, mesurada e inteligente, de las condiciones de la vida española. Sería también una ayuda inestimable que los intelectuales españoles encontrasen asistencia inteligente y bien orientada por parte de sus cofrades de otros países de Europa y América. Pero nada de esto está en las manos de los escritores, pensadores, profesores de España; lo que ellos podrían hacer es extremar su rigor, su exigencia para consigo mismos, y afirmar su solidaridad; constituir un espíritu «corporativo», estar dispuestos a hacer valer en la medida en que sea posible –no más, pero tampoco menos– los derechos de la inteligencia.

II

Ahora tenemos que preguntarnos cuáles son los caracteres internos de esa vida intelectual española; cuáles son sus formas, sus principales creaciones, sus problemas; cuál es, por último, su valor efectivo, y en qué medida responde a su estimación.

La cultura española en el siglo XX ha alcanzado un nivel que no había conocido desde el Siglo de Oro, desde mediados del siglo XVII. A partir de esta fecha, España había quedado segregada de la creación intelectual europea, desde luego en el campo de la filosofía y las ciencias, y aun su literatura perdió la función innovadora que había tenido entre La Celestina y Calderón. Los esfuerzos de los mejores, en los siglos siguientes, se dedicaron a «europeizar» a España, a reincorporarla al nivel del tiempo. Sin embargo, cuando se compara a los «ilustrados» del XVIII con los hombres de la generación del 98 y la siguiente, se comete un error: los primeros intentaron europeizar a España desde la recepción, traduciendo y adaptando lo que entonces se hacía en Francia, Inglaterra, Italia o Alemania; los segundos lo realizaron efectivamente, porque lo hicieron desde la creación, haciendo ellos mismos originalmente filosofía, literatura o arte innovadores.

Hay que añadir que las formas de esta obra intelectual fueron a un tiempo populares y dignas. El pensamiento español más riguroso ha sabido revestirse de una forma literaria capaz de asegurar su comunicación, su impacto enérgico sobre la vida del país. Sólo esto explica que sea más fácil publicar un libro ideológico en España que en casi todos los demás países, que el intelectual alcance notoriedad y estimación social, que exista una amplia minoría familiarizada con los temas del pensamiento y profundamente interesada en ellos.

Pero en sesenta años, y con las dificultades antes mencionadas, no se puede esperar que la vida intelectual española haya alcanzado un nivel homogéneo y disponga de cuadros suficientes. Sigue siendo muy minoritaria, carece de equipos suficientes, la bibliografía sobre muchas cuestiones es pobre o nula, las ideas más originales y fecundas quedan con frecuencia sin explotar y aprovechar. Las cimas del pensamiento, la literatura o el arte se pueden comparar con las de cualquier país, pero el conjunto del «relieve» intelectual español es decididamente insuficiente. Además, hay un manifiesto desequilibrio entre los diversos campos: la literatura de este medio siglo es espléndida; la poesía, sobre todo la de los primeros treinta años, de un nivel altísimo; las disciplinas teóricas de humanidades presentan creaciones geniales, aunque fragmentarias: la filología y los estudios literarios, en manos de la escuela de Menéndez Pidal; el arabismo, con Asín Palacios y sus discípulos; los estudios de arte, con Gómez Moreno a la cabeza; la filosofía, sobre todo, que ha creado, con el estímulo de Ortega y Gasset, lo que se llama «la Escuela de Madrid». A esto hay que agregar «islas» de ciencia en el campo de la biología o la física, suscitadas por el magisterio de Ramón y Cajal, Cabrera, Marañón y algunos más, promesa de un movimiento científico que resulta todavía insuficiente y que hoy florece más en los hombres de ciencia españoles que trabajan en los centros de investigación de los Estados Unidos y de algunos países europeos, cuyo símbolo podría ser Severo Ochoa, Premio Nóbel de Medicina en 1959.

Un carácter original y decisivo de toda esta labor de la inteligencia española es que su centro organizador, por decirlo así, es la filosofía. [72] Entiéndaseme bien: la filosofía auténtica se cultiva hoy en España con intensidad y originalidad, pero en volumen muy pequeño (si no se cuenta lo que, en medio de la indiferencia general, se presenta hoy oficialmente como «filosofía»). Lo interesante es que los filósofos han llevado su punto de vista y su método al estudio de otros temas –sociológicos, históricos, literarios, artísticos, científicos–, y al cabo de unos años ha resultado que los cultivadores de estas últimas disciplinas han utilizado constantemente las perspectivas y los métodos de la filosofía –y sobre todo de la filosofía española de hoy– dentro de sus propios campos. Creo que este fenómeno es único en España –en algún grado se ha extendido a Hispanoamérica–, y puede tener mucho alcance para la renovación de las disciplinas de humanidades e incluso de las ciencias de la naturaleza.

Y una consecuencia inesperada de este carácter «central» de la filosofía es que se ha convertido en España en excepcional tema de interés: pocas cosas apasionan más que ella, sobre ninguna otra esfera de la vida intelectual se han ejercido más presiones y se ha acumulado mayor hostilidad, en ninguna ha habido mayores intentos de «simulación», ninguna ha suscitado tanto entusiasmo.

La situación actual de la inteligencia española podría resumirse así: hay una espléndida tradición de sesenta años de creación ininterrumpida, aunque fragmentaria y no consolidada, que representa una formidable posibilidad si se estabiliza y se aprovechan intensamente sus ideas originales, pero que es combatida desde muchos frentes y corre el peligro de volatilizarse y perderse. Es urgente la constitución de equipos entrenados en el trabajo riguroso. Es menester también asegurar la comunicación libre de los creadores entre sí y con el público, el restablecimiento de una crítica que hoy no existe y con ella la afirmación de las jerarquías justas y justificadas. Nada de esto es fácil si faltan los estímulos para los intelectuales jóvenes dotados de vocación, si las presiones políticas o económicas estorban la continuidad de la labor, si falta el contacto con el exterior y la repercusión internacional. La «cotización» general de la inteligencia española está hoy muy por debajo de su valor efectivo. Las razones son claras: durante mucho tiempo, más de dos siglos, las producciones españolas de alto valor de creación habían sido muy escasas; a comienzos de este siglo se hacen increíblemente frecuentes, pero esto tarda en ser notorio y, sobre todo, en trascender a otros países; cuando esto empezaba a ocurrir, las dificultades españolas, la desfiguración intencionada de la realidad nacional, la creencia por parte de muchos de que «todo había acabado», la simulación de falsos valores y la consiguiente decepción, todo ello ha determinado que ese reconocimiento apenas iniciado, no sólo no se haya cumplido, sino que se haya desvanecido. La inteligencia española, salvo excepciones venturosas o entre círculos muy limitados de buenos conocedores, es hoy o ignorada o confundida.

Esto puede ser doloroso y peligroso para ella. Creo que es también inconveniente para el destino intelectual de Occidente, porque, si no me engañan mis deseos –y creo que no soy muy inclinado al wishful thinking–, la aportación española al pensamiento de nuestro siglo es una pieza esencial que valdría la pena no perder.

Julián Marías

Publicado con autorización de Daedalus (Summer 1960, p. 622-631).
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