Filosofía en español 
Filosofía en español


José Ferrater Mora

La Filosofía en la sociedad contemporánea

La historia como filosofía

No pocos historiadores de la filosofía vienen en pensar que su disciplina es harto insociable. Infatigablemente producen vastas «Historias de la filosofía» en las cuales las ideas filosóficas se despliegan majestuosamente sin jamás contaminarse con factores no filosóficos con acontecimientos políticos, creencias religiosas, descubrimientos científicos, revoluciones sociales. Los sistemas filosóficos se engendran al parecer uno al otro dentro de una atmósfera tan enrarecida como sublime: Sócrates engendra a Platón y Platón engendra a Aristóteles; Descartes engendra a Malebranche y Malebranche engendra a Leibniz; Locke engendra a Berkeley y Berkeley engendra a Hume; Kant engendra a Fichte y Fichte engendra a Hegel; Husserl engendra a Scheler y Scheler engendra a Heidegger. Cuando el historiador no alcanza a confeccionar tales esquemas genealógicos, se las ingenia de todos modos para mantener el pensamiento filosófico debidamente incorrupto. Por ejemplo, describe ciertas filosofías como si fuesen reacciones intelectuales frente a otras filosofías o ciertos sistemas como si emergieran de una colusión casi mecánica con otros sistemas. Así, expone la filosofía de Parménides como una reacción frente a la filosofía de Heráclito (o acaso viceversa); el pensamiento de Kant, como consecuencia del choque dialéctico entre las filosofías de Hume y de Leibniz (o de Wolff); la doctrina de Marx, como resultado de una compleja trama en la que se mezclan las meditaciones de Hegel, Feuerbach, Adam Smith y tal vez Fourier y Saint-Simon.

Pero, ¿no nos precipitamos? Porque es un hecho que cuando se pide a tan asépticos historiadores de la filosofía que aclaren su punto de vista sobre su disciplina, lo primero que hacen es rechazar con energía acusaciones como las antes formuladas. «Nuestro modo de tratar la historia del pensamiento filosófico arguyen está dictado sólo por motivos de conveniencia. Después de todo, obras que acarrean tan formidables títulos como Historia de la filosofía, Historia de la filosofía antigua, Historia de la filosofía moderna y otros similares deben mantenerse dentro de razonables límites. En ningún instante se nos ocurre olvidar el hecho innegable de que los sistemas filosóficos de todos los tiempos han estado íntimamente relacionados con diversos factores cuya naturaleza extrafilosófica se halla fuera de toda duda.» En vista de tan excelentes declaraciones, tentados estamos de pensar que nuestros cargos contra tales historiadores se fundaban sólo en un malévolo olvido de sus intenciones verdaderas. Éstas son ahora transparentes: consisten en reconocer que hay de hecho relación entre los sistemas filosóficos y los factores extrafilosóficos, pero que tal relación es mantenida en suspenso [14] a mayor honra y gloria de la claridad de sus descripciones. Pero preguntémosles ahora: «Ya que admiten tal relación de hecho entre el pensamiento filosófico y lo demás –digamos, entre la filosofía y la historia humana o, para simplificar, entre la filosofía y la sociedad–, ¿cómo explicarían la relación si por acaso tuviesen tiempo, oportunidad, o siquiera humor, para tan ingrata tarea?»

Lejos de despejar definitivamente nuestras aprensiones, la respuesta que entonces obtenemos no hace sino exasperarlas. Pues la relación que tales historiadores establecen es la más sorprendente que cabe imaginar: la filosofía es presentada como el hilo conductor de la historia humana. Esto quiere decir que los hechos históricos y sociales son interpretados desde un ángulo filosófico, esto es, en términos de las teorías filosóficas en cada caso predominantes. Así, el proceso usualmente resumido bajo el nombre «el final del mundo antiguo» es interpretado a la luz de la historia de escuelas filosóficas tales como la estoica, la escéptica, la neoplatónica; el tránsito del «otoño de la Edad Media» a la época moderna es explicado mediante una descripción de las filosofías renacentistas; el desarrollo de la época moderna, cuando menos en la Europa continental, es dilucidado como «la época del cartesianismo» sucedida por «la época de la Ilustración»; la revolución soviética y sus secuelas son descritas como reflejos de las vicisitudes de la filosofía marxista, et caetera. Como Karl Joël lo ha expresado en un título relevador, estos historiadores consideran «la historia de la filosofía como filosofía de la historia».

Las singulares propensiones de nuestros hipotéticos historiadores suelen ser apoyadas por una de las dos convicciones siguientes –y a veces por ambas a un tiempo–. Por un lado, suponen que las filosofías son, en el fondo, «concepciones del mundo», y que las «concepciones del mundo» constituyen los factores dominantes en el torbellino (y el laberinto) de las creencias y de los actos humanos. Por otro lado, suponen que el hombre puede ser definido como un «animal filosófico». La primera de estas suposiciones ha alcanzado singular favor entre los pensadores para quienes es indudable que cada una de las sociedades humanas –cada una de las «grandes civilizaciones»– se caracteriza por abrazar una amplia concepción del universo que suele cristalizar en un gran sistema filosófico. La segunda de ellas ha sido fomentada por una larga serie de distinguidos pensadores, desde Platón hasta Schopenhauer. Apenas el hombre nace, barruntaba Platón, acontece el filosofar. El hombre, cavilaba Schopenhauer, es una «criatura metafísica». Ambos han creído que el hombre filosofa tan naturalmente como respira –en rigor, más «naturalmente» todavía si se cree que la actividad filosófica es la esencia del ser humano. Pues aunque algunos hombres no viven una vida filosófica, ello es sólo porque no viven una vida humana –cuando menos, una vida humana «auténtica».

La filosofía como historia

Insatisfechos (o acaso defraudados) por ese modo de enfrentarse con la filosofía, algunos otros historiadores (filósofos o no) lo han vuelto del revés sin contemplaciones. «La filosofía –claman esos historiadores– es sólo una entre muchas otras posibles actividades humanas. Por lo pronto, es una actividad relativamente reciente. El hombre ha abrazado creencias religiosas de toda suerte durante milenios, ha expresado sus sentimientos en obras artísticas durante decenas de milenios, ha vivido probablemente desde siempre dentro de alguna forma de organización social y económica, y desde siempre ha poseído, por cruda que fuese, alguna forma de tecnología. Recién arribada a la historia humana, la filosofía ha soportado la influencia de creencias religiosas, de concepciones artísticas y, sobre todo, de las formas de relación humana. En rigor, la filosofía es un producto secundario de la civilización. Pretender explicarla por sí misma –y no digamos pretender explicar lo demás por la filosofía– es un caso clásico de tomar el rábano por las hojas.»

¿Se dirá asimismo que nos precipitamos? Así lo parece al advertir que los historiadores afectos a la segunda concepción bosquejada tienen buen cuidado de no llevarla a sus últimas consecuencias. [15] «Reconocemos –dicen– que explicar cómo se arma un sistema filosófico no es lo mismo que entender lo que enuncian las proposiciones contenidas en tal sistema y menos aún determinar si lo que enuncian es verdadero o falso. Una cosa es el hecho de la existencia de ciertas ideas filosóficas en determinados períodos de la historia humana; otra, la naturaleza y presunta validez de las mismas ideas filosóficas.» Nuestra interpretación de la actitud adoptada por tales historiadores parece, pues, totalmente infundada. Y, sin embargo, cuando empiezan a escribir sus libros, esos historiadores desbaratan sus propias cautelas. Sin cesar tienden a ligar estrechamente la cuestión del significado de las teorías filosóficas con la cuestión del origen concreto de semejantes teorías. Como consecuencia de ello, pretenden mostrar que la explicación de una teoría filosófica es adecuada sólo cuando puede ponerse de relieve que refleja la estructura de la sociedad humana dentro de la cual ha brotado.

Ensayo de reconciliación

«La teoría filosófica de la sociedad» y «la teoría social de la filosofía» –que así bautizaremos respectivamente las doctrinas antes dilucidadas– fallan cuando pretenden excluirse mutuamente. Aciertan, en cambio, cuando cada una de ellas atiende a sus propios quehaceres.

Puede, en efecto, esclarecerse no poco la naturaleza y la estructura de una sociedad humana cuando se manifiestan sus creencias filosóficas y las formas de argumentación por ella preferidas. Pero puede asimismo entenderse bastante a fondo la índole de una teoría filosófica cuando se exhiben las condiciones políticas, sociales y económicas que la flanquean. La adopción del primer método es recomendable cuando se pretende saber hasta qué punto ha sido racionalizada la conducta humana y en qué proporción semejante racionalización influye (o refluye) sobre esta conducta. La adopción del segundo método es loable cuando se desea saber por qué ciertos problemas filosóficos avanzan en determinado momento hacia el proscenio en tanto que otros problemas permanecen entre bastidores, sin que haya razones ideológicas –o por lo menos razones ideológicas suficientes– que den cuenta de semejante hecho. Podemos, así, adoptar uno cualquiera de los dos métodos con tal que lo apliquemos dentro de un contexto determinado y en virtud de condiciones cuidadosamente especificadas. Lo único que conviene evitar es sucumbir a la tentación de pensar que si uno de los métodos cosecha óptimos frutos en determinada circunstancia, ha de seguirlos cosechando en todas las circunstancias. «Ocuparse de su propio negocio», como diría Gilbert Ryle, es la primera divisa que un método de esta naturaleza debe adoptar.

El «negocio» que va a ocuparme es relativamente simple. La pregunta: «¿Qué papel desempeña la filosofía en la sociedad actual?» tiene sentido dentro de un contexto de tal índole que sólo la «teoría social de la filosofía» puede resultar en él fecunda. Reconociendo, sin embargo, que hay otras preguntas posibles relativas a la relación entre la estructura social y las teorías filosóficas para cuyo tratamiento la «teoría filosófica de la sociedad» resultaría más apropiada, me resisto a caer en la trampa de imaginar que la teoría social de la filosofía puede dar cuenta de todas las relaciones posibles existentes entre la estructura de una sociedad humana y las ideas filosóficas en ella predominantes. No me dejaré prender, pues, por el fácil sofisma reduccionista consistente en creer que puesto que podemos usar conceptos sociológicos con el fin de discurrir sobre teorías filosóficas, las últimas se reducen necesariamente a los primeros. La teoría social de la filosofía sólo necesita un supuesto harto razonable: el de que, además de ser acontecimientos intelectuales, las filosofías son asimismo, y a veces de modo prominente, fenómenos sociales.

Los rasgos de la sociedad contemporánea

Preguntar por el papel que la filosofía desempeña en la sociedad contemporánea a la luz de la versión moderada de la teoría social de la filosofía que acabo de proponer, supone averiguar ante todo la [16] estructura de tal sociedad. Se trata, por supuesto, de una magna quaestio. El primer problema que se suscita al respecto es el de si tiene sentido plantearlo.

¿No se halla hoy, en efecto, «la sociedad» escindida en muchos grupos cada uno de los cuales mantiene creencias filosóficas muy diversas y reacciona congruentemente de muy distintas maneras frente a la filosofía? ¿No he puesto ya en claro{1} que parece haber cuando menos tres diferentes «sociedades contemporáneas», cultivadoras cada una de un tipo peculiar de filosofía y, por lo tanto, poseedora cada una de una distinta concepción acerca del papel que la filosofía tiene que desempeñar, o puede desempeñar, en una comunidad humana? O para referirnos al caso más obvio: ¿es pertinente echar en el mismo saco la sociedad tal como funciona en los Estados Unidos de Norteamérica, y la sociedad tal como existe en la Unión Soviética? ¿No será menester especificar con sumo cuidado a qué tipo de sociedad contemporánea nos estamos refiriendo en cada caso?

Es indudable que hay entre las sociedades contemporáneas diferencias –y diferencias fundamentales–. Pero insistir demasiado en éstas correría un velo sobre uno de los hechos más trascendentales en la época presente –y probablemente uno de los hechos más trascendentales en la historia entera–: el hecho de que, cualquiera que sea la forma de sociedad elegida para nuestro propósito –la europea occidental, la norteamericana, la soviética, la india; las sociedades altamente desarrolladas o las escasamente civilizadas; las pequeñas potencias o las superpotencias– revelará, a poco de ser escrutada, ciertos rasgos básicos comunes a todas las sociedades contemporáneas. Como es probable que la tendencia a la posesión de tales rasgos se intensifique en los años venideros, estimo que el tipo de relación hoy día existente entre la filosofía y la sociedad persistirá a fortiori en el futuro previsible.

Los rasgos comunes básicos en cuestión son los siguientes: primero, y ante todo, la tendencia a la unificación (con su secuela, la tendencia a la universalización); segundo, la tendencia a la masificación; tercero, la tendencia a la tecnificación. A continuación examinaré cada uno de estos rasgos, pero sin olvidar un solo instante que los tres se hallan de hecho íntimamente enlazados.

La unificación

La tendencia a la unificación se revela en el hecho de que aun cuando las sociedades humanas (naciones y supernaciones) se debaten hoy en frecuentes conflictos, no hay ninguna sociedad, ni siquiera las que parecen dormitar aletargadas o discurrir lejos del cauce de la «historia universal», que en algún respecto fundamental no dependa de las otras y que, por consiguiente, en algún respecto fundamental no se halle efectivamente vinculada a las otras. Esta vinculación y dependencia no son en modo alguno fenómenos unilaterales; las propias sociedades «insignificantes» son actualmente lo suficientemente «poderosas» para hacer sentir su peso sobre el resto del planeta. Entre los centenares de noticias que la prensa, la radio y la televisión incesantemente emiten, elegiré una que puede poner en claro el sentido de la unificación apuntada. Es ésta: «El aumento del precio del cacao pone en peligro la barra de cinco centavos.» Una versión más detallada de la misma noticia reza como sigue: «Las aspiraciones de los africanos a la independencia provocan un aumento en el precio del cacao y amenazan con alterar el precio de la barra de chocolate de cinco centavos.» La explicación del caso es conmovedoramente simple: «Las aspiraciones de los nativos de las colonias del África Occidental a la independencia de la Corona británica han reducido el tamaño de las barras de chocolate norteamericanas y pueden dar definitivamente al traste con la barra de cinco centavos.» He extraído esta noticia de la edición de The New York Times del 23 de enero de 1954. No sería difícil alegar muchas otras noticias de cariz semejante –algunas de ellas, por lo demás, considerablemente más inquietantes–. Pero el ejemplo anterior, no obstante su insignificancia (o tal vez a causa de ella) muestra que la actual interdependencia de [17] las sociedades humanas no se reduce a la firma de imponentes pactos políticos, militares y económicos entre grandes potencias o al ensayo de los todavía más imponentes cohetes balísticos intercontinentales.

No tengo inconveniente en admitir que pasan hoy muchas cosas cuya influencia queda confinada a un modesto rincón del globo. Pero el hecho de que cada una de las comunidades humanas se sienta dependiente de otras y capaz de ejercer alguna influencia sobre otras, constituye una prueba suficiente de que el mundo va siendo hoy, en alguna medida, «un mundo», y de que los mencionados procesos de la unificación y de la universalización constituyen dos de sus más salientes características. Y aunque muchas gentes puedan no quedar materialmente afectadas por lo que sucede en otro lugar, lo cierto es que reciben constantemente información –correcta o deformada– acerca de lo que sucede en cualquier lugar. Las distintas porciones humanas de que se compone el globo no están unidas solamente por medio de aviones, barcos de cargo y misiones diplomáticas; lo están asimismo por medio de los hilos de los telégrafos, las ondas de las radios y las antenas de los televisores. La comunicación es, pues, causa, y a la vez efecto, de la unificación.

Por su alcance y aun por su naturaleza, esta tendencia a la unificación es incomparablemente más vigorosa de lo que fue en cualesquiera otros momentos de la historia. Desde la decadencia de Roma hasta el final de la Edad Media, la Europa occidental estuvo mucho menos aislada del resto del planeta de lo que parece a primera vista. La Europa medieval recibió no sólo el contragolpe de los acontecimientos que tuvieron lugar coetáneamente en el Imperio bizantino, en el Próximo Oriente y en el África del Norte, sino también el de los acontecimientos que transcurrieron en China y en Mongolia –cuando menos en tanto que los últimos fueron causa de vastas y violentas migraciones de pueblos. Sin embargo, aun dando por sentado que la Europa occidental estaba vinculada al resto del mundo, subsistiría una diferencia de naturaleza entre los procesos de unificación que acontecieron en aquella época y los procesos aparentemente similares de que somos hoy testigos. Esta diferencia radica primariamente en el hecho de que en aquella sazón no había prácticamente nadie que poseyese una clara conciencia de la unidad del planeta. Por otro lado, aun cuando algunas sutiles mentes romanas, en particular algunas mentes romanas de confesión estoica, se lanzaron decididamente por la vía del cosmopolitismo y, por consiguiente, se dieron cuenta de que vivían en «un mundo», hay una diferencia capital en el radio alcanzado por el proceso de unificación romana y el nuestro: consiste en que las distintas porciones del globo no eran entonces de hecho interdependientes. Cabe concluir, por lo tanto, que solamente ahora la sociedad humana se ha universalizado –o poco menos–, y ello no obstante la existencia de pactos regionales incansablemente forjados contra otros pactos regionales, de nacionalismos en agrio conflicto con otros nacionalismos y de provincianismos sañudamente impermeables a otros provincianismos.

La historia de una cierta comunidad humana –de la vieja China, del antiguo Egipto, de la Grecia clásica, de la Roma imperial, de la Europa moderna– ha sido con frecuencia considerada por los miembros de tal comunidad como «la historia universal». Hegel intentó justificar las pretensiones de unas cuantas comunidades de representar la historia universal mostrando que, en la medida en que cada una de ellas había personificado el Weltgeist, el «espíritu del mundo», su historia había sido, en verdad, historia universal. A estas alturas no necesitamos dejarnos llevar por las ilusiones de los primeros ni arrastrar por las sutilezas especulativas del segundo; podemos declarar sin ambages que la historia de todas las comunidades humanas en la actualidad es, en mayor o menor grado, historia universal.

La masificación

El vocablo «masificación» me parece poco atractivo; es un vocablo pomposo, feo y bárbaro. Pero no se me ocurre otro mejor para resumir la situación engendrada por la creciente incorporación de vastas masas de seres humanos a posiciones que durante [18] innumerables centurias habían sido reservadas a unos pocos –a los poderosos, a los pudientes, a los ilustrados–. Este proceso de «nivelación» se inició en algunos países altamente industrializados y científicamente desarrollados, pero el «movimiento» comenzó pronto a ganar aceleración y empuje en la mayor parte de los países «atrasados» o «escasamente desarrollados» –países que habían tenido por acaso un gran pasado, pero que parecían no tener ningún futuro, o países que no habían tenido ningún glorioso pasado y no parecían tener siquiera un futuro. Incontables revoluciones –burguesa, proletaria, colonial, y otras de menos fácil descripción o clasificación– dan fe del vigor con el que las masas antaño indigentes, desposeídas o carentes de influencia han emergido a la vida y a la responsabilidad públicas. Sin duda que las «masas anónimas» han contribuido siempre a esa «lenta formación de la vida cotidiana» que, según Samuel Giedion, «tiene tanta importancia como las explosiones de la historia». Pero jamás alcanzaron el grado de poder e influencia de que hoy gozan. La historia no puede ser escrita ya, según soñaba Carlyle, como si fuese la historia de unos cuantos héroes; el heroísmo –y la cobardía– de los muchos cuenta hoy por lo menos tanto como el heroísmo y la cobardía de los pocos.

Tal poder e influencia se manifiestan por lo común de dos maneras. Por un lado, considerable número de personas intervienen hoy directamente en la dirección de los negocios públicos. Por otro lado, enormes masas de gentes ejercen presión por medio de la llamada «opinión pública». Lo primero es la consecuencia inevitable de la creciente complejidad de la sociedad contemporánea. Semejante sociedad no puede funcionar de modo adecuado si no dispone de gran cantidad de personas calificadas para desempeñar un número creciente de funciones especializadas. Y como la interrupción, siquiera parcial, de estas funciones desbarata fácilmente la compleja maquinaria social, el resultado es que cada vez más gente va adquiriendo más aguda conciencia del hecho de que las funciones que desempeñan son realmente indispensables. La propia existencia de la sociedad se basa hoy en la profesionalización y en la especialización; el incesante clamor por «más ingenieros», «más médicos», «más trabajadores especializados» y, a la larga, «más ciudadanos educados», confirma que la sociedad contemporánea requiere ser administrada en muy diversos niveles y no en uno solo. Es, pues, comprensible que toda línea de demarcación excesivamente rígida entre los gobernantes y los gobernados tienda a desdibujarse: los gobernantes siguen gobernando –y a menudo sin piedad–, pero no tienen más remedio que tener en cuenta la existencia y las actividades de los muchos que de un modo o de otro les permiten gobernar efectivamente.

La voz de la opinión pública es tal vez un factor menos importante y decisivo que el antes descrito. Pero no se puede dejar de lado impunemente. Pues lo cierto es que en los mismos países totalitarios la opinión pública es cuidadosamente sopesada antes de adoptarse decisiones que afecten las vidas y el bienestar de millones de hombres. Aun cuando la opinión pública sea moldeada de innumerables sutiles maneras, hasta el punto de que, según algunos, lo que llamamos «opinión pública» es, a la postre, la opinión de unos pocos lo bastante poderosos, o mañosos, para poner la opinión de los muchos a su personal servicio, hay que admitir que aun esos pocos necesitan moldear la opinión de aquéllos y, por lo tanto, no pueden escapar por entero a su influencia. Los tiempos en que las minorías –grandes o pequeñas– podían por sí solas, y entre ellas, «hacer historia» son definitivamente cosa del pasado.

La tecnificación

La tendencia de la sociedad contemporánea a la tecnificación es tan obvia, que algunos historiadores y críticos de la cultura han llegado a la conclusión de que nuestra época es primariamente «una época técnica». La técnica es hoy ubicua –algunos dicen que es, además, abrumadora–. Cierto que la técnica ha ejercido siempre influencia sobre el hombre y sobre la sociedad humana. La definición del hombre como homo faber es demasiado angosta –tan angosta por lo menos como la [19] definición del hombre como homo sapiens–, pero no hay duda de que la invención, la producción y el uso de instrumentos han constituido tres de los más destacados rasgos de la actividad humana –tres de los rasgos que han contribuido a hacer del hombre lo que es efectivamente. Ahora bien, sólo en el curso de los últimos ciento cincuenta años, y en particular en el curso de las tres postreras décadas; la mecanización ha tomado, como ha dicho Fiedion, «las riendas del mando». Se trata de una mecanización a fondo, y no sólo de una mezcla de técnica y artesanía; ha sido aplicada dondequiera, y no sólo en la producción en serie; se ha difundido, o va en camino de difundirse, por todo el globo, y no sólo por algunos países industrialmente desarrollados.

El impulso a la tecnificación no se limita, por lo demás, a la mecanización de la industria y de la agricultura, al desarrollo de los sistemas de comunicación y a la producción incesante de toda suerte de artificios mecánicos y electrónicos. El desarrollo técnico se aplica asimismo al hombre o, para ser más precisos, a la organización de la sociedad humana. Proporcionar a todos los hombres un nivel de vida aceptable es problema harto espinoso; organizar una sociedad que funcione sin trabas en una época en la cual la sociedad constituye una organización aterradoramente compleja, parece un problema insoluble. Con el fin de atacarlo ya no es recomendable atenerse al buen sentido; una dosis bastante crecida de «ingeniería humana», de «planificación social» resulta inexcusable. Los problemas suscitados por la organización de la sociedad humana son, así, en proporción notable, «problemas técnicos», de modo que la tendencia a la tecnificación, tan obvia en la sociedad contemporánea y en toda la superficie del planeta, es más cardinal de lo que solemos creer cuando restringimos erróneamente el significado del término «tecnología» al significado de las expresiones «ciencia aplicada» y «ciencia industrial aplicada».

Objeciones y respuestas

Me doy perfecta cuenta de que esta descripción de la sociedad contemporánea tropieza con muchas objeciones. Antes de seguir adelante, es asunto de honestidad intelectual mencionar las más obvias. La primera objeción posible consiste en advertir que lo que he dicho es falso; la segunda, que lo que he dicho es cierto, pero banal; la última, que lo que he dicho es cierto, pero deplorable.

No es difícil responder a la primera objeción. Basta poner de relieve que aunque los rasgos mencionados no son los únicos existentes, son los más generales. Las creencias religiosas, las ideologías políticas, los tipos psicológicos, las tradiciones históricas y otros factores similares pesan decisivamente en el mundo contemporáneo. Pero no son los mismos en todas las comunidades humanas. En rigor, constituyen lo que hace a estas comunidades distintas entre sí. Mas como lo que quería subrayar es lo que las hace similares, estoy dispuesto a conceder que mi descripción era incompleta, no que era errónea.

La segunda objeción tiene mayor consistencia, pero no es imposible descubrirle algunos puntos flacos. Quienes la formulan advierten que aunque la unificación, la masificación y la tecnificación son rasgos patentes de la sociedad contemporánea, son rasgos externos y superficiales. Más primordiales que ellos son –se alega con frecuencia– ciertos factores que constituyen la raíz de la condición humana en ciertas épocas convulsas. Algunos de estos factores son de naturaleza individual y personal –así, por ejemplo, el desarraigo, la angustia, la voluntad de poder, el espíritu de rebeldía (o de sumisión), el deseo de conquistar la libertad (o de destruirla), la aspiración a un Absoluto–. Otros factores son de índole social y colectiva –como, por ejemplo, los diversos mitos políticos y sociales que se afanan por invadir los estratos «profundos» del espíritu humano, los incesantes desvaríos de la conciencia colectiva, los inquietantes enmascaramientos ideológicos. Ciertos fenómenos destacados de la historia contemporánea –el autoritarismo en la política, el surrealismo en el arte, el irracionalismo en la filosofía– parecen confirmar la pretensión de que con el fin de entender la esencia de la civilización actual deben traerse a colación rasgos «profundos» y no «superficiales». [20] Ahora bien, aunque no me opongo por entero a quienes estiman tales rasgos «profundos» como realmente importantes, hasta el punto de que he destacado en otro lugar el papel fundamental que desempeña en la época contemporánea «la aspiración a un Absoluto», sigo manteniendo que los mismos no son típicos de nuestra época en el sentido en que lo son las tendencias a la unificación, a la masificación y a la tecnificación. En cuanto al alegato de que se trata de rasgos superficiales, tengo fuertes sospechas de que el adjetivo «superficial» no puede ser usado como objeción suficiente contra mis descripciones. El impulso hacia el desarrollo tecnológico puede haber sido poco importante, y por consiguiente superficial, en algunas épocas del pasado, cuando la técnica fue estimada a lo sumo como uno de los «artes inferiores». No es ya superficial en un momento en que la existencia misma de la sociedad humana está vinculada al desarrollo técnico, que a su vez sólo resulta posible mediante descubrimientos básicos en la ciencia. La masificación no puede ser descartada como algo baladí en una época en la cual las cantidades no designan simplemente números, sino que revelan formas de vida. Y la unificación no debe ser desdeñada como un rasgo accidental desde el momento en que cobramos conciencia de que nuestras ideas y nuestra conducta se hallan fuertemente influidas por el hecho de la constante interdependencia e intercomunicación de todos los seres humanos.

La tercera objeción es harto más substancial que cualquiera de las otras dos, pues pone el dedo en la llaga de muy evidentes miserias de la vida contemporánea. Se alega a menudo que las tendencias descritas desembocan en la degradación, en el envilecimiento, en la falsificación, en la alteración, en la falta de libertad interna, de responsabilidad y de autenticidad –en suma, en la muy discutida «nada». Lo peor de todo es que los hombres acaban por enfrentarse con esa nada como si fuese la plenitud del ser: la incesante distracción y una especie de talante a la deriva sustituyen por doquier la reflexión y el temple de ánimo heroico. Algunas de esas consecuencias habían sido ya anticipadas por los grandes pesimistas del siglo XIX, por pensadores que, como Schopenhauer y Eduard von Hartmann, terminaron por concebir la historia entera de la humanidad como la historia de una ilusión –de una ilusión que sólo podía ser despejada mediante la profunda intuición metafísica de la inanidad que alienta en el fondo de todas las cosas humanas y, en última instancia, del universo. Las mismas consecuencias fueron dramáticamente vaticinadas en varios escritos cuya profundidad ha sido sondeada sólo posteriormente: en la Leyenda del Gran Inquisidor, de Dostoievski, y en las denuncias de Nietzsche contra la «ola de nihilismo» que comenzaba a la sazón a invadir Europa –y el mundo entero–. Han sido asimismo tema constante de análisis por parte de Kafka y de algunos de los principales filósofos y novelistas de corte existencialista. Ciertos escritores han proclamado que las características que he descrito como efectivamente pertenecientes a la sociedad contemporánea son, en rigor, una mera pantalla verbal que oculta la degradación de la condición humana en la época presente. Así, Heidegger ha escrito: «Esa Europa, miserablemente engañada, siempre a punto de apuñalarse a sí misma, yace hoy entre las grandes tenazas de Rusia por un lado y de América por el otro. Rusia y América son, desde el punto de vista metafísico, exactamente lo mismo: el mismo desolado frenesí de la técnica desencadenada y de la organización sin raíces del Hombre Medio. Cuando el más remoto rincón del globo ha sido técnicamente conquistado y económicamente explotado; cuando cualquier acontecimiento en cualquier lugar y en cualquier momento es accesible a cualquier velocidad; cuando podemos «experimentar» simultáneamente un atentado contra la vida de un rey en Francia y un concierto sinfónico en Toquío; cuando el tiempo es sólo velocidad, momentaneidad y simultaneidad, y el tiempo como historia ha desaparecido de toda la existencia de todos los pueblos; cuando el boxeador pasa como un gran hombre cuando se considera un triunfo el que se alcancen cifras de millones en las reuniones de masas –entonces resuena, como un fantasma, a través de estas sombras, la pregunta: ¿para qué? –¿hacia dónde?– ¿y luego, qué?». [21]

Los profetas de la decadencia no habían tenido nunca tantas oportunidades de hacer plausibles sus predicciones. Pues sus predicciones son, en efecto, plausibles. Pero los profetas de la decadencia parecen ignorar que todos los grandes fenómenos humanos son ambivalentes. No hay duda de que la unificación del mundo puede engendrar un cosmopolitismo anodino que haga indistinguibles entre sí todas las comunidades humanas. Pero la unificación puede también forjar la llave que abra las puertas de la fraternidad humana. La masificación puede vaciar al individuo de su substancia espiritual; puede producir un Hombre Medio (o un Hombre-Masa) dispuesto a apisonar a quienquiera pretenda emerger del nivel ordinario. Pero la masificación puede asimismo conferir a cada individuo una igualdad auténtica. La tecnificación puede limitarse a la producción y al consumo en masa de aparatos de televisión y de automóviles profusamente cromados. Pero puede también contribuir a elevar el nivel de vida de las masas desposeídas. El desarrollo de la técnica puede intensificar hasta tal punto el deseo de comodidad, que los hombres terminen por perder toda facultad de resistencia y de sacrificio. Pero puede asimismo fomentar el espíritu de empresa –un espíritu dispuesto a la conquista de mundos nuevos, el mismo espíritu, de hecho, que en el pasado incitó al hombre a la exploración del globo, y que en el futuro puede incitarlo a la exploración del universo.

La filosofía en la sociedad contemporánea

En una sociedad como la descrita, la filosofía parece poder desempeñar un papel harto modesto –si es que puede desempeñar alguno. No es, pues, sorprendente que algunos filósofos contemporáneos –los más alerta a la situación histórica, los menos resignados a conformarse (o a rebelarse) sin una causa– se hayan engolfado a menudo en melancólicas comparaciones entre el prestigio de que la filosofía disfrutó en el pasado y la falta de prestigio de que sufre en el presente. Han observado, por ejemplo, que mientras la filosofía fue antaño el coronamiento de la educación humana, se halla ahora confinada a una sección de Facultad –y no demasiado concurrida– dentro de la organización universitaria. Han advertido también que pasaron los tiempos en que la filosofía fue estimada por muchos como una especie de arsenal intelectual listo para proveer armas en defensa de credos religiosos, teorías científicas, convicciones artísticas e ideologías políticas. Cierto que todavía se usa –y a ratos se abusa– de ideas filosóficas, pero sólo unos pocos consienten en reconocer que tales ideas constituyen el bastidor espiritual del pensamiento no filosófico.

Hay, por supuesto, algo de verdad en esas lamentaciones. Y, con todo, sería impropio sacar de ellas la conclusión de que en el pasado –si se quiere, en el pasado de Occidente– el pensamiento filosófico ha impregnado la sociedad entera, en tanto que en el presente ejerce únicamente influencia sobre una porción cada vez más exigua de la sociedad. El problema de la relación entre filosofía y sociedad contemporáneas no puede plantearse en tan simples términos. Con el fin de entender lo que tal problema presupone es menester considerar atentamente dos hechos.

El primero es que el pensamiento filosófico –y hasta el conocimiento como tal– ha sido siempre prerrogativa de parvos grupos humanos. En ciertas ocasiones estos grupos han aumentado en número –e influencia–, pero han seguido siendo minoritarios. Desde este ángulo no puede registrarse diferencia substancial entre el lugar que la filosofía ha ocupado en la sociedad durante el pasado y el lugar que ocupa en ella durante el presente.

El segundo hecho es que la expresión «el papel que la filosofía desempeña en la sociedad» cambia de significado de acuerdo con el tipo de sociedad considerada. Para las sociedades del pasado –esas que, en palabras de David Riesman, estaban orientadas en la tradición o que eran «introvertidas»– el significado de la expresión «el papel que la filosofía desempeña en la sociedad» era más o menos equivalente al significado de la expresión «el papel que la filosofía desempeña dentro de la minoría dirigente intelectual de la sociedad». Los filósofos no se preocupaban [22] demasiadamente de los problemas suscitados por la comunicación de ideas filosóficas a gentes escasamente preparadas para la especulación teórica; daban por sentado que el destino de la filosofía estaba ligado al de la «clase intelectual» o al de los grupos sociales directamente relacionados con las actividades de tal clase. Aun cuando los filósofos pensaron a menudo que su obra trascendía toda limitación social, y que, por lo tanto, no se dirigía a una minoría, sino a la humanidad entera, entendieron por lo común esta noción en términos harto abstractos. La verdad filosófica, pensaron, es una verdad universal. Pero «la humanidad entera» no designaba una agrupación concreta de seres humanos; designaba al hombre como animal racional –una entidad sumamente abstracta con la que no había modo de toparse en el trato cotidiano.

En cambio, para la sociedad del presente –esa sociedad que, en términos de Riesman, es «extrovertida»– el significado de la expresión «el papel que la filosofía desempeña en la sociedad» es equivalente al de la expresión «el papel que la filosofía puede desempeñar (si puede desempeñar alguno) en el conjunto de la sociedad». Las razones que explican este nuevo significado radican en la propia estructura de la sociedad contemporánea. Como esta sociedad es, o tiende a ser, de tal índole, que las minorías intelectuales van perdiendo en ella su confianza tradicional en el carácter (relativamente) independiente y (relativamente) autónomo de su labor, la cuestión de cómo pueden comunicarse los resultados del trabajo filosófico y, en general, intelectual, a grupos no filosóficos y no intelectuales adquiere un imperio y gravedad antes insospechados. Los filósofos barruntan que deben esforzarse por descubrir un medio de comunicarse con el público (y hasta con «las masas»); saben, o debieran saber, que a menos de hallar un lugar dentro de su sociedad, pueden terminar por no encontrar ningún lugar en ninguna sociedad.

Una paradoja

Si consideramos ahora cómo le va a la filosofía en una sociedad como la actual, tropezaremos con una desconcertante paradoja. Por un lado, parece como si nunca hubiese habido tantas gentes que hubiesen recibido alguna forma de instrucción filosófica. Por otro lado, parece como si la actividad filosófica no hubiese recibido nunca atención tan desganada.

Que muchas gentes han recibido, están recibiendo, o recibirán a su debido tiempo, alguna manera de instrucción filosófica, me parece un hecho innegable. Que todavía más gentes han tomado, toman, o tomarán a su debido tiempo, algún contacto con la filosofía o con alguna disciplina filosófica mediante lecturas fortuitas de artículos o libros de índole más o menos filosófica, o mediante conferencias sobre temas que rozan la filosofía, me parece un hecho todavía menos dudoso. Así, la filosofía es algo con que los hombres se topan hoy de una forma o de otra, y normalmente en forma de actividades intelectuales llevadas a cabo en el seno de alguna institución educativa o paraeducativa. Según Ortega ha puesto de relieve, la filosofía posee inclusive «atributos materiales». Hay edificios en los cuales se profesan enseñanzas filosóficas; hay puestos que permiten a los filósofos ganarse el sustento con la filosofía; hay libros filosóficos que se producen industrialmente y que se venden en el comercio. Esta «realidad pública» de la filosofía no es cosa que deba causar gran sorpresa. Lo sorprendente sería que las cosas fueran de otro modo. Sospecho que muchas gentes que se han ocupado poco, o nada, de filosofía, o que inclusive miran las cosas filosóficas con mal disimulada repugnancia, considerarían una aberración que de súbito se comenzara a despedir a los profesores de tal rama y que las editoriales decidieran no imprimir ya más libros filosóficos. Como Ortega lo ha indicado, la filosofía parece ser hoy «una necesidad colectiva». Por qué hay necesidad de filosofía, he aquí algo que, por supuesto, pocos estarían inclinados a escudriñar –y que sólo algunos filósofos, con su bien conocida propensión irónica a denunciar la filosofía como inútil lujo, estarían dispuestos a estudiar a fondo. En suma, la filosofía es algo que se da por descontado y que lejos de correr el peligro de desvanecerse por entero parece marchar viento en popa con más empuje y decisión que en ninguna otra época. [23] Períodos hubo en que la filosofía gozó de la protección de un emperador, de una reina, de la nobleza, o de la burguesía. Ningún período ha habido en que, como hoy, la filosofía goce de la protección «oficial» de la sociedad, en que, como hoy, la sociedad haya decidido honrar la filosofía accediendo a que sea declarada, por así decirlo, «una necesidad pública».

Conviene hacer constar que los honores que la filosofía recibe hoy en el campo educativo son más significativos que los que recibió antaño, cuando constituía una propedéutica para el estudio de la tecnología, o cuando era un nombre que pretendía designar todas las disciplinas no estrictamente profesionales. Proclamar que la filosofía es indispensable para la buena marcha de los estudios teológicos equivale a decir que es excelente para cierto propósito, pero no necesariamente excelente por sí misma –podría, de hecho, ser reemplazada por otro instrumento intelectual que se manifestara igualmente adecuado. Incluir el estudio de la matemática, de la física y de la biología en una «Facultad filosófica» general es dar a la matemática, a la física y a la biología un nombre general cómodo, pero no necesariamente reconocer que estas disciplinas son, propiamente hablando, filosóficas. El hecho de que la filosofía se haya convertido en una determinada rama del saber dentro del cuadro de la enseñanza superior prueba cuando menos que la filosofía puede subsistir por sí misma. Así, la filosofía es honrada hoy de doble manera: como un tema adecuado de estudio, independiente de otros, y como un prerrequisito apropiado (algunos dirían inclusive: indispensable) para la instrucción de todos los seres humanos decorosamente criados.

Puesto que la filosofía se halla hoy tan bien diseminada –por supuesto, dentro de limites razonables– puede argüirse que no se suscita el menor problema respecto a la comunicación filosófica. El mundo –dijimos– es, o va en camino de ser, «un mundo»; la educación, incluyendo la filosófica, es objeto de recomendaciones insistentes: el progreso técnico facilita la creciente producción y distribución de libros, entre los que figuran los libros de filosofía. ¿Puede, pues, mantenerse en serio que en un mundo donde la filosofía disfruta de tales privilegios carece, en el fondo, de influencia? Las frecuentes quejas de los filósofos acerca de su aislamiento intelectual, y hasta humano, ¿no serán sino otra manifestación de su esnobismo incurable?

No me parece, por lo pronto, que los filósofos debieran quejarse. Pero si desean hacerlo, tienen para ello razones suficientes. Pues no obstante el número de cátedras filosóficas todavía existentes –y probablemente en aumento–, y no obstante el número de libros filosóficos publicados y en curso de publicación, la presencia de la filosofía en el mundo contemporáneo es apenas perceptible. Y como en tal mundo la filosofía y, en general, toda actividad intelectual creadora, no puede contentarse, según ocurría en el pasado, con ser exclusivamente asunto de una minoría, aun cuando siga siendo producida sólo por minorías, la necesidad de hallar una salida a esta situación constituye uno de los desvelos constantes de los filósofos. Estos han terminado por comprender que si quieren escapar a la suerte que aguarda a todos los que pretenden ignorar que el mundo es cual es, el saber filosófico debe ser compartido por muchos, y en alguna medida por todos.

La comunicación de la filosofía

La comunicación del saber filosófico en el cuadro de la sociedad actual es, pues, un problema arduo e intrincado. No puede resolverse a la ligera, pero no puede dejarse tampoco sin solución, siquiera sea transitoria.

No puede resolverse, ante todo, intentando hacer «popular» la filosofía. Manufacturar libros titulados «La filosofía al alcance de todos» es una cosa; pensar filosóficamente en términos que puedan interesar por igual a las minorías exquisitas y a las vastas mayorías ineducadas es otra cosa. Con el fin de convertir a la filosofía en una viva fuente de inspiración para la época actual, el filósofo debe, pues, evitar dos riesgos: el de degradar la filosofía tratando a toda costa de colocarla al alcance del público, y el de asfixiarla manteniéndola confinada en tantas torres de marfil como cabezas de filósofos haya en el planeta. [24] El primer riesgo es tan obvio que muchos dan en creer que sólo él debe ser arrostrado. Pero el segundo riesgo es tan alevoso que pocos han pensado en desafiarlo. Refiriéndose al arte, y más especialmente al arte de la novela, Dwight Macdonald ha escrito que «nuestro gusto puede haber sido corrompido no sólo por la cultura de masas, sino también por su opuesto». Creo que este saludable aviso podría aplicarse con idéntica propiedad a la filosofía.

En lo que toca a la comunicación del saber filosófico, fácil es ver que estoy pensando en la filosofía para la época presente en términos similares a como ha podido pensarse en las grandes creaciones artísticas para todas las épocas: como algo capaz de ser entendido en muy diferentes niveles. Cual sucede con muchas obras de arte, sería deseable que el pensamiento filosófico fuese elaborado, y sobre todo expuesto, de tal modo que muy diferentes clases de gentes pudieran sentirse cautivados por él, cada uno a su propio modo y de acuerdo con sus propias capacidades. Los tesoros de la filosofía no necesitan ser compartidos de un modo igual; pueden, y deben, ser compartidos de modos muy distintos. La filosofía no debe necesariamente huir de la plaza pública. Pero no debe tampoco necesariamente rebajarse para penetrar en ella. Debe permanecer fiel a sí misma, y ello significa en gran medida permanecer fiel a la época en la cual, y para la cual, existe.

Cierto que el hombre medio de nuestro tiempo no se halla enteramente libre de reproches por su escaso interés hacia la filosofía; este hombre se ha acostumbrado demasiado a pensar que puede prescindir del pensamiento. Pero en lo que hace a la ausencia de suficiente comunicación filosófica, prefiero echar la culpa a los filósofos; después de todo, el llamado «hombre medio» se halla demasiado agobiado por sus propios cuidados para que tenga gran urgencia, o siquiera tiempo, para habérselas con problemas que han de parecerle un tanto remotos. En cambio, los filósofos no tienen excusa; su faena consiste no sólo en pensar, sino también en descubrir los mejores medios de comunicar a los demás, filósofos o no, su pensamiento. Ahora bien, conjeturo que a menudo no consiguen lo último, porque se empeñan en caminar por uno de los dos siguientes callejones sin salida: o el que consiste en ocuparse exclusivamente de cuestiones de procedimiento filosófico, con lo cual la filosofía se convierte en una disciplina esotérica; o el que consiste en embarcarse únicamente en cuestiones de índole demasiado general, con lo cual la filosofía suele trocarse en algo no filosófico. O dicho de otra suerte: cuando los filósofos deciden hacer en serio filosofía tienden a ocuparse de cuestiones de escasa monta, mientras que cuando se ocupan de cuestiones de monta tienden a hacerlo de manera poco filosófica. Como consecuencia de ello, la filosofía se ha convertido en ciertos distritos en un ejercicio altamente alambicado que gira perpetuamente en torno a sí mismo, y en ciertos otros distritos en una serie de consignas destinadas a fortificar apresuradamente cualquier baluarte ideológico.

Averiguar si la filosofía puede desempeñar un papel en la sociedad contemporánea no equivale todavía a determinar exactamente qué papel podría desempeñar. ¿Debe proporcionar una justificación de los modos de conducta humana? ¿Debe forjar un armazón capaz de sostener todo pensamiento justo, firme y riguroso? ¿Debe convertirse en un ágora intelectual aun cuando sea al mismo tiempo una palestra espiritual? Sospecho que cualquiera de estos quehaceres convendría a la filosofía; sospecho, además, que llevar a cabo algunos de ellos sería cosa altamente deseable. No creo, sin embargo, que deberíamos formular ahora detallados requisitos para la labor filosófica: bregar por desentrañar verdades racionales que sean accesibles, en diversos grados de comprensión, a todos los hombres, es para el filósofo de hoy un requisito suficiente. El tiempo que los filósofos pasen atendiendo a este quehacer será fecundo no sólo filosófica, sino también socialmente. Será más fecundo, en verdad, que el tiempo que algunos filósofos suelen pasar echando denuestos contra «nuestra civilización decadente», o que el tiempo que otros filósofos pasan averiguando, entre otras encantadoras sutilezas, qué ocurre, por ejemplo, cuando una distracción hace que alguien olvide su dolor de cabeza –si esto detiene el dolor de su cabeza o pura y simplemente la sensación de que su cabeza le duele.

José Ferrater Mora

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{1} Véase «Las tres filosofías», Cuadernos, nº 25. Julio-Agosto, 1957, p. 23.