Filosofía en español 
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Jorge Mañach

El drama de Cuba

Desde hace seis años, Cuba es una de las llagas de América. No una herida solamente: una llaga –con todo lo que de pertinaz, quemante y sórdido tienen esos estragos en carne viva, así sea la carne de un pueblo. Ha corrido mucho la sangre en la hermosa isla antillana. De tiempo en tiempo, ha parecido estancarse, tomando entonces la herida un cariz de recuperación, pero en realidad todavía purulento. Luego, la sangre otra vez, en incesantes alternativas de encono siniestro y de coraje desesperado –hasta de épica gallardía.

El mundo se ha enterado sólo vagamente de esa tragedia. Por lo menos en la prensa europea, cuyos lectores la miran como uno de tantos episodios del largo aprendizaje de la gobernación y de la libertad en la América hispana. Pero los periódicos de esas tierras más próximas han seguido la tragedia de Cuba con el interés solidario de los destinos afines, a menos que otra solidaridad, la torva de las dictaduras, no haya vedado las noticias. En los Estados Unidos, por lo general tan distraídos de las «convulsiones» del resto meridional del hemisferio, el largo conflicto de la isla vecina ha tenido intensa resonancia, sobre todo desde que figura destacadamente en él la figura juvenil y audaz de Fidel Castro, que ha captado la imaginación de los reporteros norteamericanos y aún las simpatías de algunos órganos de opinión tan importantes como el New York Times.

No hay que decir que los comentarios editoriales suelen verse matizados por el ambiente político del país en que se publican. Así, para unos, el general Batista, que ejerce la presidencia de Cuba desde seis años, se perfila antipáticamente como un espadón latinoamericano más. Para otros medios, de ambiente autoritario ellos mismos, es el «hombre fuerte» que las pobres y «podridas» democracias necesitan para no caer de lleno en el libertinaje y en el comunismo. La historia ajena, aún más que la propia, se presta a todo género de acomodos.

¿Cuál es la verdad acerca de Cuba?

Quien esto escribe, cubano, cree conocerla. Hubiera preferido no divulgarla, porque se encuentra desde hace más de un año en Europa, y siempre ha tenido el pudor de abstenerse de lavar ropa doméstica fuera de casa. Pero ya los trapos de su tierra traen demasiada sangre. Y hay tanta desfiguración intencionada cundiendo por ahí, tanta mentira de comunicados oficiales y diplomáticos, tanto disimulo bien pagado de corresponsales mercenarios, que el sentido de la verdad acaba por sublevarse. Europa y los países hispánicos en que Cuadernos circula tienen el derecho de que alguien les diga serenamente, con independencia de todo sectarismo, aunque sí con pasión humana, qué es lo que verdaderamente está pasando en Cuba.

Lo que está pasando es en buena medida consecuencia de lo que pasó. Si algo conviene subrayar de entrada es que en este drama cubano, como en todo drama verdadero, [64] las motivaciones más hondas no tienen nada de arbitrario o gratuito. No todo puede o debe imputarse, por ejemplo, al simple juego de las ambiciones humanas, aunque éstas tengan o hayan tenido su parte muy principal en ello. Incluso las ambiciones necesitan caldo de cultivo y ambiente que las haga prosperar.

Antecedentes

A lo largo de sus cincuenta y tantos años de república, Cuba nunca ha sido una democracia contenta de sí misma. Exponer por qué nos llevaría demasiado lejos. Baste decir que, por limitaciones heredadas de experiencia y de temperamento, por morosidad de la educación cívica, por peculiaridades de la composición demográfica, por insuficiencias económicas y por absentismo de los mejores elementos de la ciudadanía, la política de Cuba cayó desde muy temprano en manos que frustraron los más puros ideales de la lucha por la independencia. El gran mal de Cuba fue, en el orden público, la corrupción electoral y administrativa. Contra la una o la otra, y casi siempre contra ambas, se alzó una y otra vez la irritación de los partidos frente al poder, o la del pueblo frente a los partidos. Tales movimientos de repulsa generaron a veces revoluciones menores; otras, gobiernos de soborno o gobiernos dictatoriales. Uno de éstos, el del general Machado, cayó en 1933 bajo una fuerte oleada revolucionaria que un estado de crisis económica ayudó.

Se creyó entonces nacer a una nueva era. En cierto modo se nació. De momento al menos, quedó desbaratada la vieja oligarquía de políticos tradicionales, en su mayor parte corruptos o incompetentes, que alternaban en el secuestro de la voluntad popular, o en la perversión de ella. Se iniciaron reformas económicas encaminadas a superar el «colonialismo» superviviente: reformas sociales a la altura de los tiempos: reformas políticas calculadas para prevenir falsías electorales y abusos de poder.

El período postrevolucionario fue largo y agitado. Dos hombres sobresalieron en él. Uno de ellos, civil, el médico Ramón Grau San Martín, vocero de las nuevas promociones políticas y líder del llamado «Autenticismo» revolucionario. Otro, militar, el sargento Fulgencio Batista, que con un golpe de cuarteles derribó el primer gobierno provisional sucesor de Machado, el 4 de septiembre de 1933. Batista se acreditó como garante del «orden» frente a la impaciencia revolucionaria, subió meteóricamente de sargento a coronel-jefe del Ejército, a general más tarde; andando los años, después de proclamarse la Constitución de 1940, llegaría por vía electoral a la presidencia de la República.

Esa Constitución logró, a pesar de las alternativas del proceso post-revolucionario, recoger y plasmar las intenciones renovadoras que lo habían animado. La larga convulsión de una década no había sido inútil. Sin embargo, en la práctica de los gobiernos posteriores, los dos males tradicionales que antes señalamos sobrevivieron por desgracia, y aún se agudizaron bajo nuevas formas y con nuevos elementos: la corrupción electoral y la administrativa. Todavía fueron los gobiernos fruto de la demagogia unos o de las maquinaciones y sobornos del electorado otros; todavía la gestión de ellos se vio cundida de escandalosa venalidad.

Diez años después de la Constitución del 40 había razones, sin embargo, para esperar que, bajo la presión de una opinión pública cada vez más exigente y alerta, también esos males acabarían por superarse en la medida asequible a una república todavía en formación. En demanda de esas rectificaciones había surgido, frente al segundo gobierno del «Autenticismo», presidido por Carlos Prío, un movimiento derivado de ese partido bajo el nombre de «Ortodoxo» y, más tarde, de Partido del Pueblo Cubano. Lo capitaneó Eduardo Chibás, cuya flagelante oratoria batalló especialmente contra el latrocinio oficial y el pandillismo político que había quedado como resaca de la revolución contra Machado. Presionado por esa campaña, el gobierno de Carlos Prío ya había hecho mucho, en la segunda mitad de su período, por sanear esas lacras, a la vez que había emprendido reformas institucionales importantes, como la creación del Tribunal de Cuentas y la del Banco Nacional. Por lo demás, había unas elecciones en puertas, señaladas para el 1 de junio de 1952. Tanto el candidato [65] de los partidos en el poder como el del más vigoroso de la oposición, el Ortodoxo, representaban sendas promesas de gobierno limpio y responsable.

El pecado original

Pero he aquí que, ochenta días antes de esas elecciones, el Mayor-general retirado y senador por el Partido Liberal Fulgencio Batista, ex-presidente de la República y de nuevo candidato presidencial sin mayores posibilidades de triunfo en aquella anunciada contienda, sorprendió al país con un fulminante golpe militar. En connivencia con sus viejos conmilitones del Ejército, penetró de madrugada el 10 de marzo en el campamento de Columbia, en La Habana, y asistido por una junta militar de efímeros destinos, depuso al presidente Prío y asumió el poder en nombre de una supuesta intención revolucionaria.

La razón inicial que dió para ello fue que el propio gobierno de Prío proyectaba un golpe de Estado para frustrar las elecciones y el triunfo de la Ortodoxia en ellas. Como esta alegación no resultó nada convincente –entre otras razones porque se conocía la impaciencia de Prío por cesar en sus responsabilidades y disfrutar sosegadamente de su fortuna–, los sublevados del 10 de marzo adujeron otras «justificaciones» menos inverosímiles: la corrupción del gobierno depuesto, su falta de autoridad, &c. Pero era obvio que todo eso estaba ya, cuando menos, a punto de remediarse con las elecciones del mes de junio; de modo que el golpe militar «marcista» quedó sin fundamentación seria alguna. En rigor, había sobradas razones para pensar que se debió pura y simplemente a que era el único modo que Batista tenía de volver a disfrutar de un poder político que había ejercido de un modo indirecto, como jefe omnímodo del Ejército, desde 1933 hasta 1940, y que ya había ocupado, bajo formas constitucionales, de 1940 a 1944.

Más al desnudo quedó aún la intención político-sectaria del golpe militar con las medidas que enseguida Batista dictó. Si sus propósitos hubieran sido solamente conjurar el supuesto designio antielectoral de Prío y ordenar la cosa pública para unos comicios prontos y genuinos, se habría limitado, cuando más, a remover a Prío y convocar enseguida a elecciones bajo la respetada Constitución de 1940. Lejos de ello, derogó esa Carta fundamental, fruto de todo un largo y doloroso proceso histórico, sustituyéndola por un Estatuto Constitucional a su gusto; disolvió el Congreso, reemplazándolo por un «Consejo Consultivo» de amigos suyos; removió gobernadores y alcaldes, designando también a sus secuaces para ocupar los puestos legalmente de mandato popular.

Por de pronto, el golpe militar había, pues, anulado la Ley básica del país, cancelado sus instituciones representativas, interrumpido el ritmo formal de mutación en el mando público, que tan difícil había sido recobrar tras la convulsión revolucionaria del 33… Quedaba por ver si la asonada podía al menos justificarse como preludio de una obra fundamental de gobierno que extirpase de Cuba los males aún por curar, señaladamente la politiquería inepta y la venalidad de los gobernantes.

La opinión ante el 10 de marzo

La opinión pública quedó atónita ante el golpe militar que había frustrado las elecciones para las cuales ya los partidos y la ciudadanía se hallaban movilizados. Una sensación como de momentánea parálisis invadió a la nación. El gobierno usurpador la interpretó como beneplácito. Se vio reforzado en ese optimismo por el pronto reconocimiento de los Estados Unidos, dictado por el pragmatismo diplomático de que luego hablaremos. Batista llegó incluso a concebir la ilusión, típica en él, de que podría tramitar más o menos democráticamente una rápida provisionalidad como gobernante de facto, aprovechándola para montar un aparato de partidos y un régimen electoral ad hoc que le permitiesen, en fecha próxima, convalidar su gobierno en las urnas.

Pero no tardaría mucho en descubrir que las zonas más briosas de la opinión cívica y política se resistían a esos intentos. Los estudiantes de la Universidad de La Habana se situaron a la vanguardia de una lucha a la cual se sentían obligados por su tradición revolucionaria desde la época colonial. [66] El Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo), sin la jefatura ya del malogrado Eduardo Chibás –que se había quitado la vida con motivo de un episodio polémico unos meses antes del 10 de marzo– tomó una actitud de resistencia pasiva, demandando la renuncia de Batista y su sustitución por medio de comicios inmediatos presididos por un gobierno «inequívocamente neutral». La fracción priísta del Autenticismo –con su jefe ya en el destierro– adoptó una actitud semejante, sin perjuicio de iniciar actividades de tipo conspirativo. En cambio la fracción dirigida por el ex-presidente Grau San Martín se declaró dispuesta a ir a una consulta electoral, sin más condiciones que la de que no se modificase esencialmente el sistema de votación antaño establecido y que se diesen garantías en cuanto a la limpieza de los escrutinios.

Batista cedió en ambos extremos, así como en el restablecimiento de la Constitución de 1940, objeto principal de la pública demanda. Pronto se hizo evidente, sin embargo, que en el orden gubernativo no se disponía a despejar la situación. Lejos de darse garantías adecuadas para la expresión y la movilización políticas indispensables a todo acto electoral, se le impuso al país, a través del Consejo Consultivo, la ley draconiana llamada de Orden Público. Las protestas estudiantiles comenzaron a verse sofocadas con extrema violencia policíaca.

En estas circunstancias, sin el más elemental ambiente eleccionario, se llevó al país a los «comicios» de noviembre de 1953. Sólo el partido de Grau concurrió a ellos frente a la coalición batistiana. Pero la víspera de las elecciones era ya tan denso el ambiente de violencia y coacción creado por la fuerza pública, que Grau no pudo menos que retirarse de la contienda. Sólo algunos de sus candidatos al Congreso –políticos profesionales los más– quedaron frente a las huestes políticas de Batista. Prácticamente fue, pues, una elección unilateral. Así y todo, la bastardía de sus procedimientos y escrutinios –hechos en los cuarteles para inflar la votación a favor de Batista y para asegurar el «triunfo» de sus favoritos– fue tan escandalosa, que incluso candidatos del propio Gobierno, preteridos en sus aspiraciones, denunciaron la farsa. Pero Batista protestó que la retirada de Grau no era sino una evasión. Y se declaró «elegido» presidente.

Crescendo oposicionista

El burdo simulacro electoral encendió aún más los ánimos contra el poder que acababa de añadir la falsedad a la usurpación. El país se sintió burlado por la pretensa restitución del Congreso a base de elementos improvisados, muchos de ellos innominados, sin más respaldo que el favoritismo dictatorial. La parte de la prensa menos comprometida con los intereses oficiales arreció en sus campañas, o abrió sus páginas a la denuncia pública. Crecía la agitación a ojos vistas, y la represión en pareja medida. Los partidos adversos al Gobierno no tenían libertad para reunirse o manifestarse. En el pseudo-Congreso, las voces tímida o convencionalmente discrepantes se veían ahogadas por una sarcástica mayoría gubernamental. Hervía el descontento en las calles. Un aparato policíaco sin escrúpulos crecía desmesuradamente, asistiéndose de todo género de violencias y de latitudes draconianas de la Ley de Orden Público. Las cárceles se iban llenando de presos políticos. Grupos de esbirros en traje civil extremaban la opresión del gobierno que a sí mismo se había dado como lema «Trabajo, Paz y Progreso», pero que había tenido siquiera el pudor de no mencionar la libertad. Instituciones de cultura como la Universidad de La Habana y la Universidad del Aire se vieron allanadas, asaltados y vejados sus docentes. La primera de esas instituciones era un foco de rebeldía estudiantil, que en vano las autoridades universitarias se esforzaban por contener en cuanto a la acción, aunque sin ahogarle su generoso ánimo cívico. Cuando los estudiantes se desbordaban de la colina que el plantel ocupa en el centro de la ciudad, eran apaleados sin contemplaciones por la policía. En una de esas refriegas murió la primera de la que iba a ser una larga serie de víctimas estudiantiles.

Desgraciadamente, los partidos de oposición no lograron, frente a la grave emergencia nacional, superar sus desavenencias más o menos doctrinales o tácticas y unirse en una común orientación positiva de orden político. Sólo la hostilidad a Batista los unía. [67] El que entonces parecía aún contar con más respaldo popular, el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo), muy minado ya de discordias desde la muerte de su fundador, se había dividido en tres fracciones. Dos de ellas se inclinaban a la orientación política como vía de solución del problema nacional; la tercera insistía en una resistencia pasiva virtualmente inane.

Inconforme con una y otra tendencias, se separó de ese partido el joven líder juvenil Fidel Castro, antiguo militante en las turbias luchas intra-universitarias que siguieron a la revolución de 1933 y candidato a la Cámara por la Ortodoxia en las elecciones frustradas de 1952. Un buen día, en el mes de julio de 1953, corrió por La Habana como un reguero de pólvora la noticia de que el cuartel Moncada, baluarte del Ejército en Santiago de Cuba, había sido asaltado por elementos civiles uniformados. Pronto se supo que habían estado a punto de ganar el cuartel. Tras una sangrienta refriega, tuvieron que retirarse después de haber muerto o herido numerosos soldados de la guarnición y haber sufrido no pocas bajas ellos mismos. Los prisioneros fueron diezmados sin misericordia, y algunos brutalmente torturados. Los demás supervivientes se refugiaron en casas de la ciudad o escaparon al campo. Al cabo de varios días de intensa búsqueda, fue descubierto Fidel Castro. La intervención del Arzobispo de Santiago de Cuba le salvó la vida. Castro y algunos de sus compañeros, sorprendidos con él, fueron reducidos a prisión.

El episodio del Moncada sacudió a la opinión pública. Sin duda Castro había confiado en que su audacia fuera la señal para levantamientos análogos en otros lugares de la Isla. Esta esperanza no se logró; pero el coraje mostrado en el intento enardeció los ánimos, sobre todo entre la juventud, ávida de rebasar un oposicionismo hasta entonces disperso y en buena medida verbal. En silencio, Castro había ido reclutando para su aventura armas y hombres procedentes de toda la Isla. A medida que se difundieron los detalles de la cruenta represión que en Santiago, en Bayamo y en otros lugares de Oriente siguió a lo del Moncada, se agudizó el encono en las filas oposicionistas. En el proceso que oportunamente se les siguió a los asaltantes, Fidel Castro –que tenía título de abogado– se defendió a sí mismo. Sus declaraciones en el juicio oral fueron una catilinaria de encendida elocuencia que le ganó las simpatías incluso de algunos de los magistrados encargados de juzgarle. Condenado a reclusión en el presidio de Isla de Pinos, organizó allí a sus compañeros en un grupo de estudio de los problemas cubanos. Es probable que ya desde allí emprendiera clandestinamente la organización del Movimiento que, en recuerdo del episodio del Moncada, había de llamarse «26 de julio».

La reacción oficial a aquel suceso fue una intensificación aún mayor en toda la Isla de la actividad represiva. Los hombres de uniforme habían dejado correr la amenaza de que serían implacables si la acción oposicionista se dirigía contra ellos, y esto justamente fue lo que en el Moncada se hizo. Difundido por radio el discurso que el general Batista pronunció en el campamento de Columbia pocos días después, explicando y condenando los hechos, fue coreado de audibles exhortaciones a la «leña» por los oficiales y soldados que le rodeaban. El régimen tomó un cariz más militarizado que nunca. Suspendidas las garantías, censurada la prensa, las detenciones y registros se multiplicaron. Las cárceles estaban llenas.

Pero el ejemplo del Moncada no tardó mucho en verse imitado. También el cuartel del Ejército en Matanzas fue asaltado algunos meses después por civiles jóvenes, movilizados en camiones. La guarnición estaba al parecer sobre aviso y los recibió a tiros. Otro montón de cadáveres de jóvenes ciudadanos –esta vez no pereció ningún soldado– fue el saldo terrible de la nueva intentona, organizada, según se dijo, por elementos adictos al ex-presidente Prío.

Vanos intentos de normalización

Era evidente que el sesgo de las circunstancias no podía sino conducir a una cerrazón absoluta de la dictadura, semejante a la de Trujillo en Santo Domingo o a la de Somoza en Nicaragua y Rojas Pinilla en Colombia. Ahora bien: Batista no se inclina [68] a extremar situaciones más que cuando se ve forzado a ello. Ya se ha dicho que su gusto hubiera sido lograr una aceptación democrática para su usurpación del poder. Hombre de origen humilde, ha vivido siempre ávido de una popularidad que le ha sido negada por las circunstancias políticas en que se ha visto envuelto, por lo insaciable de su propia ambición de dinero y poder y por los procedimientos de que ha solido valerse para satisfacerla. De ahí las alternativas de rigor y deferencia al juicio público, de legalidad y de arbitrariedad que han caracterizado siempre su obra de gobierno, distinguiéndole del cínico y sólido despotismo de otros dictadores hispanoamericanos.

La resaca de los sucesos del Moncada y de Matanzas trajo a la larga una demanda pública de paz y de normalidad. Insistentemente se pidió el restablecimiento de las garantías y la amnistía política. Batista cedió, en la esperanza de poder terminar con algún sosiego su espurio «mandato». Pero sus compromisos políticos y los intereses y actitudes formados al amparo de la situación de fuerza por él mismo creada le impidieron abrir demasiado la mano. Por otra parte, el encono ya acumulado en el país era muy hondo: en Cuba todo se le perdona a un gobernante menos el derramamiento de sangre.

Para aliviar la tensión y procurar la solidaridad de las oposiciones todavía divididas, surgió la gestión de la Sociedad de Amigos de la República, entidad cívica que quien esto escribe había fundado en tiempos de Prío. Presidíala ahora uno de los próceres que aún quedaban como reliquias de la lucha por la Independencia, el ex-coronel del Ejército Libertador y repúblico ilustre Dr. Cosme de la Torriente. La Sociedad de Amigos de la República –o la S.A.R., como por sus siglas se la llegó a designar corrientemente– logró concertar a los grupos de la Oposición por lo menos para presentar al régimen un cuerpo común de demandas encaminadas a despejar perspectivas electorales. El Gobierno accedió a entablar con las delegaciones de la S.A.R. y de los partidos lo que se llamó el «diálogo cívico». Pero las discusiones apenas pasaron de un encuentro oratorio inicial. La Oposición demandaba, como paso ineludible para la pacificación y la consulta electoral, la renuncia de Batista y la constitución de un gobierno «neutral» que convocase a elecciones más o menos inmediatas. Batista y los partidos de gobierno se negaron. La noble gestión de la S.A.R. fracasó, no obstante ser evidente que sólo una drástica rectificación como la propuesta por ella podía devolverle la paz al país.

El Gobierno y la opinión

Ante ese fracaso, se renovaron los brotes de violencia y de actividad conspirativa. Frustrados también algunos intentos de coordinación revolucionaria hechos en México, a los cuales se habían unido representantes del estudiantado universitario habanero, la conspiración en el exterior contra Batista pasó notoriamente a manos del ex-presidente Prío, establecido ahora en Miami. Apartado de esos núcleos, Fidel Castro daba señales de llevar adelante por su cuenta nuevos propósitos insurreccionales organizados en México, adonde se había trasladado a raíz de la amnistía. En Cuba, buena parte de la juventud había engrosado sus huestes clandestinas. Siguiéronse descubriendo en la Isla depósitos de armas. Tales descubrimientos eran a veces producto de filtraciones e indiscreciones otras, de la delación bien pagada: las más, de confesiones extraídas por la tortura policíaca. La desesperación de los grupos revolucionarios era cada vez mayor.

Excitábala aún más la apatía de ciertas zonas de la opinión pública. En las capas populares no políticas, la repudiación del régimen era visible, pero inerte, desconfiada de unas oposiciones que no acaban de concertarse. Otro tanto podía decirse de la clase media inferior, intensamente burocratizada o dependiente, por modo más o menos indirecto, de los poderes públicos y de las esferas próximas a ellos. La masa obrera, aunque emocionalmente hostil al Gobierno, no podía o no hallaba incentivos para darle a ese sentimiento una polarización política. Los sindicatos habían caído desde hacía tiempo bajo la férula de un ex-partidario de Prío, ex-catalán, ex-obrero y ex-trotskista, que a raíz del 10 de marzo se había pasado con armas y bagajes al nuevo régimen, garantizándole a Batista la «disciplina» [69] de los trabajadores organizados, a cambio de no pocos privilegios clasistas, algunos de ellos contrarios al interés de la producción nacional. En fin: la clase profesional y otras minorías afines, si bien condenaban manifiestamente el 10 de marzo y sus consecuencias, se mantenían en su tradicional y lamentable absentismo respecto de la cosa pública, mientras los grupos más mercenarios de la clase llamada superior apoyaban, como suelen, al Poder constituido, so pretexto de hacer valer el «principio de autoridad», tan fácil de confundir, desde ciertos puntos de vista, con la fuente de medro y aprovechamiento.

Bajo el nuevo gobierno del general Batista, esa fuente no resultaba menos próvida que bajo otros gobiernos anteriores. La venalidad administrativa se mostraba tan rampante como siempre. Incalculables fortunas se hacían al amparo del Poder. Facilitaba todavía más ese aprovechamiento una ola de prosperidad extraordinaria, determinada por el precio del azúcar. Batista la aprovechaba –y la sigue aprovechando, pues todo lo expuesto representa condiciones que aún perduran– para impulsar no sin gajes suculentos, un programa espectacular de obras públicas. A su servicio puso el Banco Nacional las reservas acumuladas de oro y divisas, bajo la tesis de que las inversiones reproductivas de esas reservas compensarían a la larga la utilización del crédito público.

Lo malo es que las obras casi nunca han sido de carácter reproductivo. A cambio de algunas de indudable utilidad general –carreteras, fomento de nuevas industrias viables– se han multiplicado las de mera ornamentación, características de todas las dictaduras latinoamericanas (que alguien llamó «de cemento armado») y también las de simple favor a contratistas e industriales influyentes. No pocos de esos caudales públicos se han invertido en el financiamiento total o parcial de hoteles, como parte de una campaña de atracción del turismo que ha incluido concesiones de juego en gran escala –con tahures importados de la mejor ley «gangsteril» americana–, todo ello muy consonante con la indulgencia que el juego y otros vicios afines han disfrutado últimamente, en las demás zonas de la sociedad cubana, por modo más escandaloso que nunca.

Por lo demás, ninguno de los problemas básicos que la nación tenía pendientes ha sido resuelto. No lo ha sido el educativo, el de la insuficiencia de caminos, hospitales y suministros de agua a las poblaciones del interior, el de la estabilidad burocrática, el agrario en sus varios aspectos, el de modulación demográfica por la inmigración, el del nomadismo y desempleo de trabajadores, &c. En cambio, ha prosperado la cloaca de la Lotería oficial, y la corrupción administrativa nunca fue mayor. El militarismo, creado por el primer golpe de Batista en 1933, resurgió ominosamente el 10 de marzo. Batista no ha logrado, pues, justificar tampoco con su obra de gobierno los enormes quebrantos políticos que con su segundo golpe ha ocasionado al país. Sin respaldo popular alguno de índole espontánea, sin más beneplácito que el de su clientela político-burocrática y la minoría mercenaria de capitalistas y líderes obreros sindicales, el régimen ha sido y sigue siendo esencialmente castrense. Su fuerza es puramente física y descansa en las bayonetas.

Frente a la indiferencia conformista de los sectores beneficiados y la apatía de las zonas de suyo tímidas o desilusionadas de la opinión pública, el resentimiento por toda la sangre vertida y por la que se continuaba vertiendo con la represión creciente, siguió haciendo su obra. En las grandes mayorías populares más o menos adscritas a los partidos de oposición y en los planos de la clase media más sensibilizada para las cuestiones públicas, la aversión al régimen se hacía cada vez más densa y ardiente.

Este sentimiento se puso muy de manifiesto cuando el general Batista, en una nueva maniobra de normalización superficial, consintió en el regreso del ex-presidente Prío a Cuba. Un mitin de las oposiciones unidas en la plaza habanera de los Desamparados (nombre que las circunstancias hacían tan irónico) constituyó una apoteosis. Ello alertó a los sustentadores de la dictadura; pero lejos de inducirlos a una liberalización gubernativa y política del ambiente, como preludio a un encauzamiento de sentido electoral, se tomó pretexto de alegadas actividades conspirativas de [70] Prío sobre el terreno para expulsarlo de nuevo del país. Era el trágico vaivén entre una Oposición que no se prestaba a simulacros y unos gobernantes que ya habían puesto su mira en la mayor duración posible, seguida de un continuismo más o menos directo. Ni el Gobierno se resolvía a confiar en las oposiciones, hondamente trabajadas por el encono y cuyas intenciones a menudo tenían aire ominoso de futuras revanchas, ni la Oposición a aceptar promesas electorales que demasiado a las claras traducían la voluntad continuista y la intangibilidad de los privilegios creados por el régimen, particularmente en el orden militar.

Actitud de las fuerzas armadas

Esto nos trae a la explicación de la adhesión de tales institutos a Batista. Esa explicación no se ha de simplificar demasiado. En buena parte, el apoyo de las fuerzas armadas al General responde, desde luego, a motivos usuales: el espíritu de casta, más o menos larvado siempre en los ejércitos pagados; la prevención de todos los cuerpos militares a favor del orden a todo trance; el soborno directo o indirecto de los altos jefes. Pero en el caso de Cuba, y en el de Batista en particular, operan además otros coeficientes.

El Ejército cubano, ejército pagado, recluta mayormente su tropa entre el campesinado. Los soldados no comparten la sensibilidad cívica de las ciudades, sino la suspicacia y el cerrado espíritu conservador de los campos. Los servicios internos castrenses apenas logran superar la ignorancia –ni, en todo caso, la escasa preparación cívica– de los reclutas. Por otra parte, si hasta la época de Machado inclusive, los oficiales por lo general procedían de las clases señoriles cubanas, cuando no, los más viejos, del Ejército Libertador, y a los soldados mal instalados por lo común, se les trataba sin mayores contemplaciones, tras su primer golpe militar en 1933 Batista cambió radicalmente esas condiciones castrenses. La oficialidad, en su mayor parte, fue improvisada desde el nivel sargenteril, al cual el propio Batista pertenecía. Aunque más tarde funcionaron de nuevo las escuelas de cadetes, quedó imbuida en los soldados la confianza de que se podía ascender de las filas a los grados más altos. Batista admira a Napoleón, a cuya bibliografía tiene dedicada buena parte de su biblioteca; en principio al menos, también sus soldados llevan en la mochila el bastón de mariscal. Con el episodio septembrino, cambió el modo de vida de la tropa, que se vio rodeada de comodidades y halagos y dotada de espléndidas instalaciones. En Batista ven, pues, los soldados no sólo al jefe que por su esfuerzo se elevó de las filas, sino también al que –para usar la frase de él mismo– «hizo del soldado un hombre». Más que admirar al general, las tropas le profesan una adhesión fanática.

Añádase que el jefe a quien sus políticos civiles no tienen empacho en llamar «líder natural» del Ejército –como ,si fuese «natural» que una institución semejante tenga líderes tales– sabe también hablar el lenguaje del patriotismo primario. El golpe del 10 de marzo, como antes el del 4 de septiembre, no se hizo sólo con arengas clásicas –aunque las promesas de ese tipo abundaran, acompañadas de aumentos de pago– sino también con invocaciones de «ideales revolucionarios» y «necesidades de la salud pública». Después del 4 de septiembre de 1933, uno de sus principales fautores, el ex-sargento y luego comandante Pablo Rodríguez, se separó del movimiento que consideró traicionado. Después del 10 de marzo, uno de los oficiales que más contribuyeron al golpe –García Tuñón– adoptó igual actitud por las mismas razones. Huelga decir que ambos cayeron en desgracia.

A otros oficiales de sensibilidad y cultura tampoco ha logrado la dialéctica batistiana ocultarles los aprovechamientos a que el régimen da lugar, ni los gravísimos trastornos que ha ocasionado a la nación. Así se explica la conspiración militar que, dirigida por uno de los mejores oficiales de carrera del Ejército, el coronel Barquín, estuvo a punto de resolver en 1956, la situación creada el 10 de marzo. Debelada la conjura, Barquín y un numero considerable de oficiales que le secundaron fueron juzgados sumariamente y reducidos a prisión, donde todavía se hallan.

Anticipando nuestro relato añadamos que a mediados del pasado año otra conspiración, [71] esta vez de origen civil «auténtico», pero con fuertes estribaciones en los institutos armados, particularmente en la Marina de Guerra, abortó en el sangriento episodio de Cienfuegos, donde la guarnición de la base naval se sublevó, asistida desde fuera por elementos civiles. La sublevación era parte de un movimiento que había de abarcar otras guarniciones en el resto de la Isla. Un cambio de consignas a última hora, cambio que no llegó a tiempo al conocimiento de los conjurados de Cienfuegos, frustró el movimiento y determinó un verdadero holocausto en aquella población de la costa meridional cubana. Tomada ya la población por los rebeldes, tropas de La Habana y de otras guarniciones más próximas la invadieron, a la vez que era bombardeada por aviones enviados desde la capital. Dícese que algunos de los aviadores dejaron caer sus bombas en aguas de la bahía. Aún no se sabe a ciencia cierta cuántos marinos, soldados, civiles murieron en la sangrienta jornada. La investigación posterior puso al descubierto la participación de algunos altos jefes de la Marina, hoy en prisión.

Estos episodios revelaron hasta qué punto existían grietas profundas en las fuerzas armadas, de cuya «unión monolítica» Batista se jactaba. Las purgas subsiguientes deben de haber remediado mucho esa situación para el régimen: pero no es dudoso que todavía queden en los institutos armados elementos sensibles al dolor y la opresión que, por medio de la fuerza pública, se le está infligiendo al pueblo de Cuba. La experiencia de los dos golpes militares de Batista ha difundido mucho la convicción –significativamente compartida por las juventudes cubanas hoy en lucha– de que las libertades del país no estarán seguras mientras no se sustituya total o parcialmente el Ejército profesional –que le cuesta millones anuales a la nación, a cambio de muy escasos servicios– por un ejército a base de servicio militar obligatorio. Tal es, por cierto, una de las demandas del movimiento «26 de Julio».

Terrorismo y guerra civil

De la desesperación, por un lado, ante las actitudes civiles de apatía a que antes nos referimos, y, por otro, ante esos fracasos de los intentos de rectificación por los propios militares, se ha alimentado mucho el terrorismo civil como medio de lucha, al igual que ocurrió bajo la tiranía de Machado, muchos de cuyos más destacados sustentadores están hoy de nuevo en el Poder.

El jefe militar de un organismo represivo cayó una noche abatido a balazos en un cabaret de La Habana. A esa agresión contestó la fuerza pública con aún más torpe violencia. Un pelotón de policías asaltó la Legación de Haití, donde dijeron haber obtenido asilo los autores de aquel atentado. Recibidos los primeros a balazos, cayó muerto el jefe de la policía de La Habana, que mandaba las fuerzas. Estas allanaron la Legación y mataron a los ocho jóvenes cubanos refugiados en ella, quienes, según se afirma, nada habían tenido que ver con el atentado inicial. El grave incidente tuvo las naturales repercusiones diplomáticas, pronto acalladas por la irregularidad misma del asilo concedido a hombres armados. Meses más tarde, un líder estudiantil y dos compañeros de lucha a quienes se perseguía por el mismo atentado, fueron sorprendidos y muertos por la policía en una casa de La Habana.

Incontables sucesos de este tipo mantuvieron en vilo el ánimo público. Menudeaban las bombas, a veces con resultados crudelísimos para víctimas inocentes. La persecución de los terroristas –invariablemente acusados de «pistoleros» o de «comunistas», para consumo de la opinión doméstica y la extranjera– se desenlazaba casi siempre con nuevas muertes y torturas. Las «ejecuciones» sobre el terreno, a manos de la fuerza pública o de los sicarios especiales del régimen, impidieron que rebosaran las cárceles. Con frecuencia los cadáveres aparecían en la vía pública acompañados de bombas u otras armas. Las embajadas y legaciones estaban llenas de refugiados. Lo que virtualmente existía ya en Cuba era un estado de guerra civil espasmódica.

Entretanto, la provincia de Oriente, y en particular la ciudad de Santiago de Cuba, libraba su propia lucha aún más intensa que la de La Habana, en cuyo cosmopolitismo todo se diluye un poco. [72] Mucha sangre de estudiantes y de gente humilde se había derramado ya en la ciudad que había sido escenario del episodio del Moncada. Al amparo de la mayor distancia de los grandes centros de información y de observación, un jefe militar y un jefe de policía implacables tenían a la población bajo el terror. Conmilitones suyos en otras poblaciones orientales los emulaban. Por añadidura, los aprovechamientos lucrativos de todo género, accesorios a esos abusos de poder, resultaban no menos escandalosos. Cuando elementos «neutrales» de las clases más representativas de Santiago de Cuba demandaron la remoción de alguno de esos jefes, de notoria brutalidad y sadismo, Batista lo sustituyó por otro más benigno, partidario de los procedimientos «diplomáticos» hacia la juventud estudiantil en rebeldía. El nuevo jefe, sin embargo, duró poco en el cargo, y su predecesor no tardaría en verse repuesto.

Las circunstancias en aquella provincia se agravaron. En diciembre de 1956, Fidel Castro, que desde México había venido dejando entender su propósito de invadir la Isla, desembarcó, en efecto, por la costa meridional de aquel extremo de Cuba, con ochenta compañeros del movimiento «26 de julio» por él fundado. Alertadas casualmente las fuerzas costeras de vigilancia, casi destruyeron la pequeña expedición del «Gramma» a punto ya de tocar tierra. Muchos de los expedicionarios murieron bombardeados o ahogados. Castro, sin embargo, logró internarse con un puñado de sus hombres en las fragosas alturas de la Sierra Maestra.

Acrecentadas allí poco a poco sus fuerzas con voluntarios de toda la Isla, que se las arreglaban para burlar misteriosamente la vigilancia del Ejército, pronto las guerrillas de Castro se hicieron sentir atacando puestos militares y librando refriegas con destacamentos aislados. La renovada audacia del «Héroe del Moncada» reverdeció su popularidad, ganando para su empeño extraordinaria resonancia pública. El cerco de Batista no logró impedir que se le siguiesen sumando a Castro elementos jóvenes, ni que –más tarde, cuando la resonancia se extendió también al extranjero– reporteros americanos (alguno de ellos de tanta ejecutoria como Herbert Matthews, del New York Times) le entrevistasen en la misma Sierra. El Gobierno, por supuesto, denunció la entrevista como una falsedad, sólo para verse enseguida desmentido hasta con fotografías por el gran diario neoyorquino. Ante lo cual optó por declarar a Castro y los suyos «comunistas» y fugitivos de la justicia común.

Entretanto, el «autenticismo» revolucionario se movía desde Miami y operaba en La Habana. A mediados de 1957, un suceso sensacional repercutía por el mundo entero. Casi a cuerpo limpio, un grupo de hombres había asaltado en pleno día la mansión presidencial, sorprendiendo y diezmando a la guardia de ella. De milagro –el milagro de unas granadas de mano que no estallaron–, pudo Batista salvar la vida. En medio de un intenso fuego que se extendió a las cercanías, casi todos los asaltantes, incluyendo a su jefe, el abogado Menelao Mora, quedaron sobre el terreno. Rara vez, en la turbulenta historia de las revoluciones latinoamericanas, se había registrado un acto de valor y de temeridad semejante. Al mismo tiempo que se producía el asalto, un grupo de estudiantes universitarios ocupaba una estación de radio y anunciaba la muerte de Batista y la caída del régimen. Al salir de esa proclamación prematura, cayó muerto por la fuerza pública el presidente de la Federación Estudiantil Universitaria José Antonio Echevarría.

La revancha del Gobierno fue terrible. Esa noche, fuerzas policíacas buscaron afanosamente a los líderes más sobresalientes de la Oposición que aún se hallaban en Cuba. Ni los más pacifistas de ellos se libraron de registros domiciliarios implacables. De la suerte que hubieran corrido de haber sido hallados, dio idea el hecho de que al día siguiente apareció golpeado y muerto, en un parque suburbano de la capital, el Dr. Pelayo Cuervo, presidente a la sazón del Partido del Pueblo Cubano, ex-ministro y ex-senador de la República y una de las figuras más vigorosas frente al régimen. Otras represalias de menor significación, pero no menos salvajes, siguieron. Para cohonestarse a sí mismo con un simulacro de adhesión y de protesta pública. Batista se organizó un desfile palaciego de personas de relieve, pertenecientes las más a las llamadas [73] «fuerzas vivas», y en su mayoría coaccionadas al efecto. Ni que decir tiene que las garantías volvieron a suspenderse.

Ante el cuadro pavoroso del país, el llamado Bloque de Prensa primero, y las instituciones cívicas y religiosas concertadas más tarde, se movilizaron para pedir un alto en aquella orgía de sangre. El primero representaba, desde luego, a casi todos los periódicos importantes de Cuba, amordazados una y otra vez por la censura, pero respaldados siempre en alguna medida por la Asociación Interamericana de Prensa, que tan laudables campañas ha librado contra el torvo oscurantismo de las dictaduras hispanoamericanas. Las «instituciones cívicas» eran organizaciones de ciudadanos ajenos a la política, pero interesados en el fomento de sus respectivas localidades por toda la Isla. A la demanda que alzaron ante el Gobierno se unieron las más prestigiosas instituciones de cultura y algunas de acción religiosa laica. Estos esfuerzos resultaron totalmente inútiles.

No es de extrañar que semejantes actitudes oficiales acuciaran nuevos esfuerzos de la Oposición insurreccional. Una expedición, al parecer de elementos priístas, desembarcada el año pasado en la costa norte de la provincia oriental, fue sorprendida y diezmada, habiendo perecido algunos de los supervivientes después de haberse entregado bajo promesa de que se les respetaría la vida. En Holguín, el jefe del distrito militar colgó o fusiló a una veintena de hombres en una sola noche. Meses después, sorprendido él mismo, pagó con su vida. Acusados de ser autores de este atentado, numerosos prisioneros fueron víctimas en los últimos meses de la aplicación de la infame «ley de fugas». Mientras Fidel Castro y sus seguidores –que se hacen ascender a un millar de hombres– campean en las montañas, bajando de vez en cuando a batirse con el Ejército en las poblaciones y a realizar actos de sabotaje, Santiago de Cuba es un hervidero de resistencia cívica, a la que se dice no ser ajenos muchos de los elementos más respetados de aquella sociedad.

Por la naturaleza misma de las cosas, el movimiento «26 de julio», que Castro capitanea, tiene inevitablemente mucho de indefinido en el orden ideológico. Tácticamente, se sumó hace unos meses a una integración de los sectores insurreccionales efectuada en Miami y de la cual después se ha apartado, planteando sus propias demandas de carácter político. Estas incluyen, desde luego, la renuncia de Batista y la celebración de prontas elecciones bajo la presidencia provisional del ex-magistrado Manuel Urrutia, que presidió antaño el juicio por los hechos del Moncada. En su pensamiento doctrinal, Castro dista mucho de ser «comunista», como afirma sistemáticamente el Gobierno. Al igual que casi todos los jóvenes de su generación, profesa un izquierdismo de signo democrático: sus manifiestos no autorizan a pensar otra cosa. Se asegura, además, que es católico, y ciertamente no le faltan simpatías de elementos de la Iglesia, uno de cuyos sacerdotes actúa de capellán en sus fuerzas. Algunas de sus tesis son de matiz socializante, como la relativa a la nacionalización de los servicios públicos. Otras, como la de la división de los latifundios y la distribución de la tierra entre quienes la cultivan, cualquiera que sea su pertinencia en relación con los intereses cubanos, representan justamente todo lo contrario del colectivismo. En rigor, el movimiento está demasiado embargado por su lucha –y tal vez demasiado limitado por la inexperiencia y la edad de quienes lo integran– para haber podido fraguar todavía un ideario. A la imputación de comunismo y a la prevención consiguiente de los elementos cubanos pertenecientes a las clases propietarias ha contribuido también el que Castro haya incluido últimamente entre sus procedimientos de lucha la quema de campos de caña, que tiene, sin embargo, un antecedente glorioso en la lucha de los «mambises» contra España. Pero todo esto alarma inevitablemente, no sólo a los aludidos elementos cubanos, sino también a ciertas zonas de la opinión norteamericana, cuya actitud recelosa contrasta muy visiblemente, no obstante, con las simpatías de que disfruta el líder cubano en la prensa y en la opinión.

La actitud de los Estados Unidos

Lo cual nos trae a considerar brevemente la actitud oficial de ese país hacia el problema de Cuba. [74]

Tradicionalmente, Washington miró siempre con poca simpatía las revoluciones antiautoritarias de Hispanoamérica, por cuanto han solido aspirar a la reivindicación de derechos populares ahogados por oligarquías económicas bienquistas del inversionismo yanqui. Particularmente se ha caracterizado por esa actitud el Partido Republicano. Frente a los gobiernos emanados de revoluciones triunfantes, la técnica diplomática de los Estados Unidos fue, por mucho tiempo, negar el reconocimiento hasta que se dieran garantías de que la mutación de autoridad no había de afectar aquellos intereses. Washington ejercía así una especie de censura de los movimientos revolucionarios hispanoamericanos y de sus gobiernos. Esa tradición fue alterada considerablemente por el Presidente Roosevelt, del Partido Demócrata. Atendiendo a reiteradas demandas hispanoamericanas y a su propia filosofía «liberal», la política llamada del Buen Vecino respetó la libre determinación de los otros pueblos del hemisferio y estableció, tras algunos tanteos, la norma del reconocimiento de todo gobierno que asumiese el poder con visos de estabilidad. A esto se le llamó la política de «no intervención».

Su bien intencionado designio ha sido muchas veces desfigurado por los hechos. El más importante de éstos es la más reciente orientación de los Estados Unidos ante la situación mundial. Washington ve en las repúblicas latinoamericanas una extensión de su retaguardia en la lucha contra el comunismo. Esta concepción ha acabado por ahogar toda política casuísta y específica hacia dichas repúblicas, por lo menos en un sentido de solidaridad con los intereses democráticos más genuinos de sus pueblos. Lo que a los Estados Unidos les interesa, por encima de todo, es asegurarse de que en esas repúblicas haya gobiernos «anticomunistas», por arbitrarios o abusivos que en otros sentidos sean. En todo caso, se piensa que si los propios pueblos no rectifican o cambian esos gobiernos, nada pueden hacer los Estados Unidos por ellos.

Ahora bien, otro hecho sobresaliente en nuestro tiempo es la facilidad con que, en los países sobre todo de escasa tradición institucional, el poder público puede ser secuestrado por quien tiene las armas, es decir, por los institutos armados. Frente a los ejércitos modernos, por pequeños que sean, organizados técnicamente y equipados de armas automáticas y aviones de bombardeo, los pueblos están prácticamente inermes e impotentes para reivindicar sus derechos cuando son conculcados. Las revoluciones «románticas» ya son poco viables, trátese de Hispanoamérica o de Hungría. Si a esto se añade que invocando sus leyes de «neutralidad» los Estados Unidos prohíben la exportación no oficial de armas a esos países y persiguen implacablemente a quienes la intentan, como está ocurriendo ahora mismo con el ex-presidente Prío de Cuba, el resultado neto es una suerte de intervención negativa en los destinos de esos países. De hecho, el gobierno Republicano ha venido ayudando, quiéralo o no, a las dictaduras hispanoamericanas más recientes, casi todas de factura militar. Así se explica el beneplácito diplomático dado a gobiernos como el de Trujillo en Santo Domingo, el de Somoza en Nicaragua, el del recién derrocado Pérez Jiménez en Venezuela, o el de Rojas Pinilla, que sufrió igual suerte, en Colombia.

Representante de ese criterio ante Batista fue el hasta hace poco embajador de los Estados Unidos en La Habana, Arthur Gardner. Con sus declaraciones, a menudo carentes del tacto más elemental, con sus zalamerías a los sectores mercantiles y los conformistas de la «alta sociedad»; en fin, con sus informes a Washington, dio apoyo inapreciable a Batista, no obstante serle evidente que su poder no sólo tenía origen espurio –cosa que al automatismo del reconocimiento no estorba–, sino que se veía repudiado por la inmensa mayoría del pueblo cubano y por sus instituciones y personalidades más respetables. Cuando menos, pudo ese embajador –personaje puramente «social»– haber adoptado una actitud de prudente reserva como muestra de respeto a esa opinión cubana inconforme con el régimen.

Esta fue manifiestamente la actitud que quiso asumir el embajador que últimamente le sucedió: Earl T. Smith. A poco de llegar a la Isla, hizo una visita, de por sí significativa, a Santiago de Cuba. La ciudad se hallaba en ese momento estremecida y agitada por la muerte violenta de uno [75] de los lugartenientes civiles de Fidel Castro. Mujeres de Santiago improvisaron una manifestación en las calles ante el Embajador. La policía las disolvió sin contemplaciones. Mr. Smith hizo a la prensa unas declaraciones, insólitas pero discretas, lamentando indirectamente el proceder policíaco. El canciller Dulles las respaldó en Washington al loar la intención «humana» de su embajador.

Indignóse, en cambio, el gobierno cubano. Batista movilizó –según se dice– a destacados miembros de empresas norteamericanas establecidos en Cuba para que, en defensa de sus propios intereses, se trasladaran a los Estados Unidos e instaran en Washington a favor suyo y del régimen. Fuese o no así, lo cierto es que la actitud de Washington cambió. Acaso ha contribuido también a eso la campaña incendiaria de Fidel Castro contra los campos de caña, no pocos de los cuales pertenecen a compañías americanas, o suministran caña a centrales de su propiedad. Posteriores y muy recientes declaraciones del embajador Smith se han limitado a expresar el deseo de los Estados Unidos de que en Cuba se efectúen elecciones que satisfagan al pueblo.

La perspectiva actual

Batista, en efecto, ha convocado elecciones generales para el año actual, y hasta anticipó ya hace tiempo, de noviembre para junio, la fecha de ellas. Últimamente concedió la libertad de prensa y restableció, en toda la Isla menos en la provincia de Oriente, las demás garantías que llevaban casi seis meses suspendidas por tercera vez formalmente, aunque de hecho casi lo han estado siempre desde que ocupó el poder hace seis años. Los partidos del Poder (en realidad agrupaciones «de bolsillo», alguna de ellas esquelética ya, como el viejo Partido Liberal de Machado, otras sin tradición ni fisonomía propia de ningún género y arbitrariamente diferenciadas sólo a los efectos de simular un concurso electoral) han designado ya su candidato presidencial: un político joven, antiguo secretario del general Batista y hechura suya. La coalición así formada insiste en que se efectuarán elecciones a todo trance, aunque la mitad de la Isla esté ardiendo.

Hacen el juego a esa política electoralista la fracción «auténtica» de Grau –no obstante su experiencia de 1953– y otros dos grupos menores de la oposición que, más o menos sinceramente, estiman que las elecciones son la única salida del problema nacional. ¿Qué razones hay para que los demás grupos oposicionistas, señaladamente el Ortodoxo, el «autenticismo» del ex-presidente Prío y, sobre todo, Fidel Castro y los suyos, se resistan a esa solución, tan aparentemente legal y lógica?

Hay una alegación común a estos tres sectores: «No creen que las elecciones convocadas puedan serlo de veras.» Se fundan para ello en dos consideraciones. La primera que, de hecho, Batista no ha creado el ambiente preeleccionario adecuado. Sin libertades plenas para la movilización y la propaganda de los partidos, con centenares de ciudadanos en el exilio y otros tantos en las cárceles, sin garantías siquiera de forma en la mayor de las provincias, ¿cómo puede hablarse de una consulta electoral genuina? En este mismo pensamiento abundan muchos sectores no políticos del país. Hace unas semanas por la fecha en que esto se escribe, un numeroso concurso de las más prestigiosas corporaciones cubanas, profesionales, culturales, cívicas y hasta laico-religiosas, han emitido un manifiesto declarando la inviabilidad y en todo caso la inefectividad, de las pretensas elecciones. A su juicio, no podrían menos que ser una dúplica de las de 1953, o algo todavía peor.

Conspiran en ese sentido circunstancias que pudiéramos llamar «de fondo». Batista ha montado un régimen castrense y político que da evidentes muestras de no hallarse dispuesto a aceptar su desplazamiento, cualesquiera sean sus protestas verbales en contrario. El Ejército, sobre todo, parece descartar toda perspectiva de verse sometido a disciplina política de tipo constitucional con la posible elección de un presidente que le sea desafecto. Es más: hace sólo pocos meses, el general Batista llevó a cabo, mediante ley de «su» Congreso, una reforma interna, elevando de grado a los actuales generales del Ejército y creando un cargo de «generalísimo». [76] Es pública convicción que Batista tiene el propósito de ocupar ese cargo al abandonar –como sin duda proyecta hacerlo– la presidencia en febrero del año próximo, fecha de entrega de sus poderes civiles. Qué fundamento real puede tener ese pronóstico, no puede, desde luego, asegurarse: pero el solo hecho de que sea verosímil y esté difundido, deja entender hasta qué punto el pueblo cubano carece de fe en las elecciones anunciadas.

El problema político nacional está así encerrado en un círculo vicioso: no se cree en las elecciones porque no hay garantías en cuanto a su viabilidad o a su efectividad, y no hay garantías porque unas elecciones verdaderas serían la muerte de un régimen que aspira a perpetuarse, no ya por simple adhesión al poder, sino también por miedo a los rencores que él mismo ha acumulado.

En el caso de Fidel Castro y su Movimiento otras consideraciones de más categoría histórica militan contra ese propósito electoral, aunque no contra una solución electoral genuina y cierta. Castro ha llegado a hacerse el representante más autorizado de una juventud cubana –y de muchos ciudadanos maduros coincidentes con ella– que ha heredado todo el sentimiento de defraudación de varias generaciones republicanas. En la actual contienda, más de un millar de cubanos deben sumar ya los que han perecido en episodios militares y los ejecutados por la fuerza pública. Otros tantos quizá se hallan en prisiones o desterrados. Incontables son los vejados, los apaleados, los torturados, los mutilados… Castro y sus hombres piensan que se ha derramado ya demasiada sangre y soportado demasiado dolor para que no se haga un esfuerzo supremo por sanear de una vez la república minada de politiquería, de venalidad. irresponsabilidades e inepcias cada vez más escandalosas. Representa, pues, el batallador de la Sierra la aspiración a una reforma radical de la vida pública cubana; es el mismo ideal que se alzó en 1930 contra Machado, que pareció triunfar decisivamente en 1933 y que al cabo en muchos aspectos se frustró por la intervención en aquel proceso del militarismo batistiano, del revolucionarismo frívolo, sin sentido ético, y del pragmatismo diplomático de los Estados Unidos. A lo que parece, Castro está dispuesto a hacer triunfar ese ideal o a morir por él.

Ese planteamiento radical es quizá la razón más profunda de que se apartase hace unos meses del pacto que en principio hizo con los otros grupos antielectoralistas. Aparte razones alegadas de menor cuantía, la sola manera de explicarse una decisión tan grave, a prima facie poco acertada, es que no todos los demás grupos comparten la concepción más profunda que Castro y sus compañeros tienen de las necesidades históricas cubanas, tan similares a las de otros países de la América Latina.

En todo caso, la propaganda electoralista del actual régimen no ha hecho más que avivar, por los días en que esto se escribe, la heroica lucha de la Sierra Maestra. Frente a ella, ha resultado hasta ahora impotente el esfuerzo de Batista. Esa futilidad, que tanto sorprende en el extranjero, probablemente se debe menos a dificultades tácticas de tipo militar que al escaso espíritu de los propios soldados, que no tienen más que la muerte que ganar en la pelea. Así y todo, el empeño de Castro y los suyos es tan desmesurado como heroico. A menos que se produzcan circunstancias favorables muy decisivas antes del 10 de marzo –fecha en que se cumple el sexto aniversario del nefasto golpe militar de Batista– la suerte de la gallarda empresa es sumamente incierta.

Si Fidel Castro llegase a triunfar en ella, se abriría para Cuba la incógnita natural de toda mutación semejante, pero bajo un signo indudable de fervor patrio. Si, por desgracia, pereciese Castro en la contienda, es de temer que el proceso cubano no cambiaría sino en la superficie. En el fondo, seguiría hirviendo la voluntad dolorida de un pueblo ya suficientemente maduro en su vocación nacional para querer ordenar de una vez sus destinos.

Jorge Mañach