Filosofía en español 
Filosofía en español


Francisco Romero

Dos rasgos de la cultura occidental: la Ciencia y la Democracia

Francisco Romero

El problema de la caracterización diferencial de las culturas es uno de los que más interesan ahora: en él se suma al aliciente puramente teórico la necesidad urgente de comprender la índole de los contactos culturales y de atenuar en lo posible los choques que pudieran resultar de ellos. Todo el asunto es apasionante, y por su viva repercusión en la conciencia actual conviene afrontarlo con precauciones, para que lo verdadero no sea supeditado a lo conveniente, esto es, para que lo que teóricamente sea cierto no se desfigure en provecho de lo que parezca útil para un mejoramiento de las relaciones humanas, porque nada más falaz que la ilusión de creer que pueda edificarse algo sólido sobre concesiones que importen el desconocimiento de los hechos.

Debe recordarse ante todo que pueblos y culturas son cosas diferentes, y que ni siquiera sabemos a punto fijo qué relación guarda con cada pueblo la correspondiente estructura cultural. De primera intención se juzga, y es la concepción más difundida, que la cultura de un grupo humano brota de su entraña racial más íntima y que, por lo tanto, es consustancial con él en cuanto unidad biológica; pero hay respetables opiniones en contra, que hacen más lugar a las posibilidades de opción derivadas del costado espiritual del hombre. Sombart, por ejemplo, sostiene la normalidad de las mayores alteraciones culturales a lo largo de la vida histórica de un pueblo. La preponderancia de la intención práctica en el planteo de estos asuntos puede acarrear errores, y entre ellos el de concebir el hecho de los contactos de cultura únicamente como el contacto entre pueblos dotados cada uno de su especial cultura, sin advertir que acaso los fenómenos más importantes del encuentro cultural se dan en el seno de un pueblo, cuando en él la cultura propia empieza a convivir con otra extraña que paulatinamente va ganando terreno, bien en su totalidad, bien en alguna de sus dimensiones. Poniendo de lado consideraciones generales de este orden, quiero dejar bien establecido que al referirme a continuación a las culturas orientales, no pienso en los pueblos correspondientes ni aun en su situación cultural presente, sumamente variable y compleja, sino en las mayores estructuras culturales clásicas del Oriente, cuya relativa pureza se mantuvo hasta el proceso de occidentalización que se produce en ellas desde la segunda mitad del siglo pasado. Y no debe olvidarse que el llamado “despertar del Asia” fue una de las consecuencias de la occidentalización.

Es una cuestión de dificultad extrema la de apreciar los trasvases ocurridos entre las culturas orientales y la occidental, y más todavía la de determinar qué elementos de aquellas sería deseable que se incorporen a la nuestra. Por mi parte, soy occidentalista resuelto, pero no creo que nuestra cultura sea perfecta y no tenga nada que aprender de las demás; entre otras deficiencias, me parece que carece demasiado de sentimiento cósmico. En toda gran cultura se manifiesta de algún modo lo esencial humano, y debe reconocérselo donde aparezca y aun admitir la superioridad donde la haya. Contra lo que, en mi opinión, debe estarse más en guardia, es en lo tocante a ciertas irrupciones que nos amenazan cada vez que, tras las tensiones de un largo esfuerzo, sobreviene el cansancio. Nuestra cultura se singulariza por ser una disciplina severa, y de vez en cuando el occidental aspira al reposo que le ofrece la entrega a disposiciones espirituales ajenas, menos preocupadas de llevar la vida en peso y de fundir en un ideal único la personalidad y la responsabilidad.

Y paso al propósito de estas anotaciones, que es señalar, como dos rasgos o propiedades exclusivas de nuestra cultura, la ciencia y la democracia.

Casi todos los procesos y creaciones que componen el repertorio cultural aparecen en toda civilización desarrollada y madura: la filosofía, la religión, las artes, el derecho y el Estado, la técnica, &c. La ciencia, en cambio, es logro peculiar de la occidental. En las más altas culturas orientales, las de India y China, su ausencia es fácilmente perceptible. En cuanto a los orígenes orientales de la ciencia griega, deben entenderse como acopio de conocimientos estimulados por las necesidades prácticas, tesoro de saber que sólo al ser prohijado y perfeccionado por los griegos alcanza la suma jerarquía científica, con sus prerrogativas de severa teoreticidad, de sistematicidad, de rigor crítico. El monopolio del espíritu científico ejercido por el Occidente desde la Antigüedad se corrobora con lo sucedido con la historia, que también ha sido elaborada científicamente sólo por los occidentales, a partir de Herodoto, mediante la sucesiva eliminación del mito, el recorte de sucesos y personalidades, la precisa determinación cronológica y la indagación de influencias y nexos reales. De la falta de espíritu científico derivan varias consecuencias que le son subordinadas. Sólo el Occidente posee una técnica vasta y complicada, que se agranda y renueva sin cesar; ello resulta comprensible, porque esta técnica no es sino la aplicación práctica de las conquistas científicas, y no se puede comparar con las técnicas del Oriente, donde tanto pesan una empiria tradicional y las fantasías mágicas. Otra consecuencia no aparece tan clara, pero existe y es sumamente considerable. Sólo la filosofía del Occidente, en su porción mayor, es pura teoría; las filosofías del Oriente son al mismo tiempo teorías y “caminos de salvación”, algo intermedio entre lo que nosotros entendemos por filosofía y por religión. La filosofía del Occidente no ha recibido su particular tonalidad de la “ciencia”; ya era como es antes de que la ciencia existiera como entidad autónoma, pero desde su raíz la ha originado y la informa el mismo riguroso sentido para la teoría que ha sido también la principal fuente de la ciencia.

Dentro de sus propias culturas, el hombre oriental se inclina ante la realidad en postura reverente; desconfía de poder abarcarla, y desde luego renuncia a concebirla según conceptos bien definidos. El occidental, desde los Presocráticos, lanza a la faz de lo real sucesivas definiciones que son como desafíos; le dice: eres agua, o aire, o sustancia confusa, o átomos y vacío, o flujo irrestañable, o ultraterrenas ideas, o materia moldeada en formas... Errores, sin duda, tomada en sí cada definición como la única verdadera; pero fecundos errores que han ido anotando los perfiles efectivos o posibles de la realidad y acercándonos a su matriz. La mente occidental se ha templado en este forcejeo, como se robustece el atleta en la gimnasia del estadio. Pero lo esencial en tal actitud, la teoreticidad, de donde viene la cientificidad, consiste en mirar la realidad cara a cara, sin anegarse en ella, sin anularse en su seno. Lo que el oriental busca ante todo son las rutas para llegar al fondo de la realidad y reposar en él. El occidental ignora el reposo. Nunca renuncia a su ser propio, y uno de los modos de esta persistencia en su ser es su permanente inquisición de las cosas, su concepción del saber como tarea infinita, interminable.

La filosofía, aunque activísima ocupación de la mente para el occidental, le permite la inacción de otras facultades. En la ciencia se conjugan la movilidad mental, el sentido concreto de lo inmediato y temporal, y ese activismo físico, que se dan en nuestra cultura en medidas tan elevadas. La cultura china clásica es “pasatista”; todo lo grande lo contempla en el pasado. Los antepasados gobiernan, y la sabiduría consiste en atenerse a sus enseñanzas, fijadas en fórmulas y ritos. Dentro de tal tradicionalismo la ciencia no es concebible, porque la ciencia supone una verdad desconocida que se va descubriendo poco a poco, cada una de cuyas adquisiciones aumenta, corrige o desmiente la sapiencia heredada. La ciencia es unas veces evolutiva y otras revolucionaria, pero siempre antitradicional y rebelde a cualquier autoridad que no sea la suya propia. Si funda, como ha fundado en el Occidente, una tradición, es la de la marcha hacia adelante, la de la fe en el mañana científico, la de que toda tradición intelectual debe ser superada. Nada más ajeno al chino ejemplar, al fiel adherente a la milenaria civilización china, que todo esto. Por lo que toca a la insigne cultura de la India, la incompatibilidad es pareja, aunque derive de otros supuestos. Esta cultura no es pasatista, como la de China, pero es intemporalista. Las grandes construcciones de su pensamiento, sus creaciones más representativas, niegan el tiempo, restan todo valor a cuanto palpita en la temporalidad. La ciencia, averiguación ante todo de lo temporal, natural y humano, es para la mente índica (en su actitud tradicional) un juego de niños, una curiosidad pueril proyectada sobre temas de mínima importancia.

El espíritu científico se concierta con las propensiones de nuestra cultura, con las condiciones humanas que destaca y valora. Ante todo con la fe del hombre en sí mismo, con la robusta afirmación de su propia personalidad, que lo pone frente a frente de la restante realidad. El hombre de esta cultura no se siente vencido por lo extraño inconmensurable, no quiere entregarse e esa realidad ajena a él; quiere ver cómo es, arrancarle sus secretos, describirla y explicarla en conceptos compactos, en proposiciones terminantes, en sistemas consecuentes. La ciencia no es para él un mero manejo intelectual, como la filosofía; aplica a ella muchos otros resortes que son muy de su cuerda. Utiliza operaciones materiales, esfuerzos corporales ingentes, hasta el agotamiento, hasta el sacrificio. Las manos han tenido mucho que hacer en la labor científica, y también los pies, los pies de los grandes exploradores, de los naturalistas, y geógrafos. El activismo del occidental, su ritmo vital acelerado, su inquietud y otros módulos de su cultura, cuentan en la génesis de la ciencia; el puro espíritu teórico, que al parecer le ha sido hasta ahora exclusivo, es el elemento primordial sin duda, y a su lado, andando el tiempo, se agrega la demanda de recursos para la acción eficaz y productiva; pero no hay que olvidar, aunque sea de menor cuantía, otro ingrediente: el hacer libre y desinteresado, el ímpetu deportivo, la energía caudalosa que se fija metas por el mero gusto de alcanzarlas, todo ello expresión de una personalidad en libre ejercicio.

La democracia es también una creación del Occidente. Responde al mismo sentimiento de energía individual, de autonomía, de afirmación de la personalidad que se manifiesta en la ciencia; pero mientras en ésta ese sentimiento inspira una conducta cognoscitiva, en la democracia da lugar a una ordenación social. Por eso la ciencia –la ciencia grande y no la que se contenta con buscar recetas aplicativas– y la democracia van de la mano y florecen en el mismo suelo. El mismo impulso que pone al hombre erguido ante las cosas, decidido a entenderlas con claridad y utilizarlas racionalmente, le lleva a proclamar el derecho igual de todos los hombres y a rechazar cualquier autoridad que no se sustente en el consenso auténtico y explícito. La actitud anticientífica que se doblega ante los enigmas naturales y en vez de investigarlos se complace en delirios fantásticos, se corresponde con la postura antidemocrática que acepta irracionalmente la autoridad de personajes supuestamente ungidos, iluminados o providenciales y se humilla ante ellos: en uno y otro caso triunfa el mito y funciona la magia. La ciencia y la democracia son la expresión de esa vocación de claridad racional y de dignidad humana que ha encarnado el Occidente, y que es parte de esa afirmación suya del individuo humano en plenitud intelectual y moral, esto es, de la persona.

Es dicha y honor de nuestra cultura haber acertado en estas cuestiones, decisivas para el destino humano. Pero cada día se comprende mejor que, si ella ha descubierto estos valores y ha tenido a su cargo desarrollarlos hasta ahora, no son la propiedad absoluta de los pueblos que han forjado esa cultura; si así fuera, estarían viciados de particularismo y de ningún modo ostentarían el alcance universal que debemos reconocerles. Y, en efecto, los hombres de otras razas y otros pueblos revelan su capacidad para la ciencia y la democracia apenas se adoctrinan en los principios y supuestos que las fundamentan. Se trata, por tanto, de adquisiciones humanas, valiosas para todos, aunque hayan sido descubiertas y elaboradas por la civilización de Occidente.

Francisco Romero

francisco romero, filósofo argentino, una de las más recias personalidades intelectuales de toda Iberoamérica, autor de numerosos libros. Acaba de publicar Teoría del Hombre, del que se ha dicho que es de los mejores que han salido a luz en todo Occidente en estos últimos años.