Filosofía en español 
Filosofía en español


Natalicio González

Trayectoria y misión de América


América fue inicialmente un mundo autónomo. Sus pueblos, cualesquiera hayan sido sus lejanos y desconocidos orígenes, crearon una civilización peculiar con la sola fecundidad de su propio genio, sin el aporte de milenarias experiencias anteriores de otros continentes, como ocurrió en el mundo grecorromano y en la Europa cristiana. De ahí proviene el desequilibrio desconcertante de las culturas indígenas del Nuevo Mundo. Algunos rasgos de la misma brillan a inigualada altura; otros son de una limitación irritante. Y ciertas manifestaciones de su ritual religioso, como la antropofagia y el sacrificio humano, son de una barbarie tan sanguinaria, que desconciertan a les que conciben racionalmente el proceso de la historia. En una escala más humana, y no como sistema sino como accidente, a manera de bruscos despertares ancestrales irreprimibles, en la historia de la América independiente aparece igualmente una extraña mezcla de brutalidades primitivas y de la más alta y fina espiritualidad. Son las secuelas de un medio físico abrupto, no totalmente humanizado.

La botánica médica y agrícola de aztecas, kechuas y guaraníes, estaba por encima de la europea. Las matemáticas que elaboraron las culturas de Mesoamérica, y el calendario, de extraordinaria precisión, que inventaron, no tuvieron rival en ningún otro continente. Los mayas usaron un sistema de numeración escrita superior a la romana, y «por primera vez en la historia de la especie humana, hace notar Sylvanus G. Morley, concibieron un sistema de numeración basado en la posición de los valores, que implica la concepción y el uso de la cantidad matemática cero, un portentoso adelanto de orden abstracto. Desarrollaron un sistema aritmético de posiciones, adoptando la base 20 como unidad de progresión, en lugar de la base 10, es decir, un sistema vigesimal en lugar del decimal, por lo menos mil años antes de que éste fuera inventado por los indostanos en el Antiguo Mundo, y cerca de dos mil años antes de que el sistema de posiciones en matemáticas fuera de uso general entre nuestros antepasados de la Europa occidental». En arquitectura, el estilo indígena de terrazas superpuestas ha tenido un renacimiento contemporáneo en los rascacielos de Nueva York.

Como matemáticos, los mayas elevaron la abstracción y el cálculo a un grado de perfección insuperable, y crearon una especie de pitagorismo que trascendió a su religión y a su vida toda. Eran sabios y no guerreros; nos han legado una historia del progreso de los conocimientos científicos, morales y religiosos, sin mención de guerreros ni conquistadores. Este es un rasgo distintivo de la concepción de vida de los mayas.

Las bases materiales de las culturas indígenas eran sumamente limitadas; no figuraban entre ellas ni el hierro, ni el acero, ni la pólvora. Por eso los mayas fueron fáciles víctimas de la conquista. ¿Qué podía el sabio, que medía desde su observatorio el curso de los astros, y llevaba la cuenta de los días, frente al soldado analfabeto armado de un arcabuz? ¿Qué el agricultor docto en la ciencia de las plantas, que sabía de hibridaciones, ante los brutales buscadores de oro? Todos fueron aniquilados. Aun los aztecas, que divinizaron en cierto modo la guerra, cayeron vencidos por la superioridad técnica y material de la cultura europea, animada por una moral de depredadores, que el cristianismo logró atenuar, pero no destruir.

Por estas circunstancias, aun sin aceptar la conquista de América como un hecho moral, aun repudiándola como principio motor de la historia, es fuerza reconocer que ella perteneció, dentro de la concepción de vida que Europa impuso al mundo, al número de hechos ineludibles que necesariamente tenían que integrar la trama de la historia universal.

 
La conquista

En los movimientos de la Europa tentacular del siglo XV es fácil descubrir un substrato cósmico. Sus conquistas, más que los hombres, las emprendió la tierra, el medio geográfico, en la búsqueda de una expresión humana y racional del propio espíritu.

Por dondequiera que pasa, el hombre cambia la faz de las cosas. El fuego de los primeros agricultores, en el pasado, y el hacha y la sierra de los taladores de árboles, en nuestros días, han destruido selvas enteras, cambiando el régimen pluvial y hasta el clima de vastas regiones del planeta. Una ciudad que aparece en el desierto es el comienzo de la intensiva transformación de la comarca a que servirá de núcleo económico. El hombre ahuyenta a las fieras, multiplica con sus cuidados los animales domésticos y transforma la fauna de la zona en que hace sentir su influjo revolucionador. Hace surgir bosques artificiales en la campiña, reduce en campos de cultivo la floresta primitiva, inmoviliza las dunas errantes que el viento movía a los caprichos de su soplo, mediante el desagüe trueca en verdes praderas los esteros intransitables, con los abonos y el riego torna fecundo el erial de la víspera, y gracias a esta acción planificada selecciona la flora del habitat elegido, de acuerdo a sus necesidades y sus gustos. Por eso he dicho más de una vez que la cultura, en último término, se reduce al progresivo dominio del hombre sobre el medio, mediante la elaboración de valores, que son el resultado de la síntesis de la materia y el espíritu, o sea un fragmento de la naturaleza circundante en que el hombre ha estampado el sello de su personalidad, convirtiéndolo en algo apetecible al conglomerado social. Gracias a una idealización intensiva de este proceso se llega a las creaciones del arte, que buscan el logro de un placer estético, y a las abstracciones de la ciencia, cuyo fin es dar fórmulas universales para el dominio de la materia.

Generalmente hay una conciencia terrígena que marca la dirección de las actividades sociales. Con un vago hermetismo, una infinita flexibilidad, pero sin apartarse de sus designios, que sólo varían en la medida de las transformaciones del medio físico, la tierra ejerce su callado influjo sobre los hombres y adquiere en ellos la obscura y nebulosa conciencia de sus necesidades y de su destino. La dinámica de sus moradores apunta hacia la integración de su habitat en un renovado esfuerzo por conquistar aquellos dones de que primariamente se hallaba privado. En este afán, que constituye el meollo de la historia universal, tienen su origen los tres modos vitales de actuar, excéntricamente, que conocen los pueblos: la depredación guerrera, o sea la conquista; el ímpetu mercantilista, que da origen al comercio; y por último, en una etapa superior, la espiritualización de las necesidades y apetencias regionales en un sistema ideológico que logra gravitar en el mundo, gracias a la difusión, a la simpática resonancia del ideal de vida de las culturas expansivas que, lejos de encogerse dentro de los términos de su región de origen, buscan realizar su hegemonía.

 
La colonia y la independencia

América sufrió estas varias formas de opresión y de dominio. A la arremetida del conquistador siguió la explotación venal de su tierra y de sus pueblos, organizada por los nuevos señores. Y luego el dominio ideológico de los pueblos foráneos.

La Conquista fue el asalto, el robo, apoderamiento desalmado de la riqueza acumulada por los pueblos indígenas. Este asalto de un continente por bandas de magníficos forajidos, que mataban y saqueaban rezando a Jesucristo, revela en un momento único de la historia el fondo de la ética europea, constituido por un ideal crematístico desaforado. Quien sepa ver y analizar, allí descubrirá el germen de las ulteriores tragedias de la civilización occidental.

Detrás del guerrero apareció el mercader; detrás de la Conquista la explotación racional del continente sometido. En efecto, la Colonia puede ser mirada como la empresa mercantil de mayor envergadura de los siglos pasados. Los Adelantados fueron simples habilitados del rey, cuyas funciones consistían en ampliar las posesiones del soberano, cobrándose la comisión correspondiente. Y tan era así, que las llamadas capitulaciones, origen jurídico de la autoridad de aquéllos, tienen todos los caracteres de un contrato comercial, por el cual el rey cede en explotación sus tierras americanas, reservándose un porcentaje en el lucro, y correspondiendo a los Adelantados otra parte expresamente fijada en las utilidades del negocio. Todo el sistema social, jurídico, político, económico y financiero de la Colonia, principalmente durante el ciclo de los descubrimientos que abarcó todo el siglo XVI, se funda en esta concepción de la explotación mercantil del continente americano. Cuando toda la tierra estuvo sometida, el rey ya no quiso socios. Eliminó al pueblo español americanizado y quedó como único capitalista, que a veces concedía alguna merced para apaciguar a los levantiscos. Mandó a sus Virreyes y Gobernadores, como gerentes de su gran empresa de Indias, a fin de asegurarse ganancias sustanciales. No obstante, se enseña a los pueblos americanos a festejar como fechas magnas de su historia aquellas que marcan su conversión en factorías inglesas, españolas o portuguesas. Orgullosamente celebramos los fastos de la esclavitud continental.

Hay que confesar, sin embargo, que la glorificación de «las rotas cadenas», como canta el verso del himno argentino, es una cosa nueva. La brillante generación de Mayo, como llamamos en el Río de la Plata a la generación de los libertadores, jamás incurrió en semejante aberración. Y es que aquella generación conoció la Colonia y supo valorar la Independencia.

Hoy está de moda hablar de nuestra liberación prematura. Pero el estudio atento y documental del pasado nos enseña que la extinción del régimen colonial fue el resultado de un largo proceso, la obra madura de los siglos y de los pueblos. Llegamos a la independencia por estos tres caminos:

1º El aislamiento, que favoreció la asimilación del hombre europeo por la tierra americana. A los diez o quince años de su residencia en el nuevo teatro de sus actividades, el advenedizo blanco se sintió más americano que español. De la patria lejana no recibía sino males; era tan explotado por los agentes del rey como sus hermanos los nativos. Un caso típico de la americanización del español nos presenta aquel estupendo Lope de Aguirre, que en 1561 proclamó la independencia de América y, anticipándose a Bolívar, declaró la guerra a muerte a los realistas, marcando su paso desde el Perú hasta Venezuela con la sangre de los opresores. En su carta a Felipe II puntualiza la angurria del rey y de sus agentes expoliadores, que se apoderan de toda la riqueza nativa, y agrega estas palabras memorables: «He salido de hecho con mis compañeros de tu obediencia, desnaturalizándonos de nuestra tierra que es España, para hacerte la más cruel guerra que nuestras fuerzas puedan sustentar y sufrir.»

2º La difusión y el arraigo de la cultura en el Río de la Plata durante el período colonial, no fue empresa europea, sino la obra exclusiva de criollos, mestizos e indios. Todas las ciudades que florecieron en el desierto, desde Buenos Aires hasta Santa Fe y Corrientes, surgieron por el esfuerzo de los mancebos de la tierra, como nominaban los españoles a la primera generación de americanos que irrumpió en la historia rioplatense.

3º La apropiación y monopolio de la técnica industrial europea por los nativos. El herrero, el carpintero, el fabricante de arcabuz, fueron los principales agentes de la dominación europea en América. Pues bien: poco a poco el hombre americano llegó a apropiarse de todos esos oficios y, dando un paso más, ejerció el dominio de las industrias básicas del país. En 1810, todas las embarcaciones que surcaban los grandes ríos platenses, lo mismo que las que hacían viajes a Europa, absolutamente todas, desde las fragatas hasta los botes, eran de construcción paraguaya. Entre los técnicos y obreros que trabajaban en los dos astilleros de la tierra guaraní no se encuentra un solo europeo, y la marina estaba totalmente en poder de los americanos. Mediante este proceso, el pueblo se apoderó silenciosamente de todos los instrumentos de la dominación europea, y, llegada la hora oportuna, los convirtió en armas de la propia liberación.

Los pueblos americanos surgieron a la vida independiente abrazados a la ideología liberal, pero bajo el signo de la cruz. Aceptaban el utilitarismo industrial de la gran burguesía europea, pero al propio tiempo llevaban en sus entrañas la espiritualidad indígena, que los religiosos españoles supieron preservar y enaltecer. El clero criollo había sido ganado por la causa de independencia, y por eso aparecieron aquellos extraños sacerdotes guerreros que llegaron al cadalso después de librar batallas en defensa de la libertad.

La grandeza de España no halla su símbolo más esclarecido en los impudentes caudillos de la Conquista, sino en los misioneros altruistas y civilizadores. Un padre Bartolomé de las Casas vivirá siempre en la veneración de los americanos; y podemos decir en honor de España, que ningún otro país europeo de la época hubiera podido producir y menos tolerar un espíritu semejante, que supo defender la dignidad del hombre con tremendo apasionamiento, a veces con un furor sombrío y tonante. Sus palabras, de vigencia eterna, contienen en esencia lo que hay de imperecedero en las aspiraciones americanas. Esa reacción de nuestros pueblos contra el colonialismo, entendido como explotación del hombre, es un legado de Bartolomé de las Casas.

En general, los misioneros procuraron desenvolver la cultura indígena, menos en su expresión religiosa, dando libre vuelo a sus valores y enriqueciéndola con el aporte de la técnica europea. La obra trunca de los jesuitas del Paraguay es un ejemplo memorable de lo que se intentó en ese sentido.

Pero España padeció, en el siglo XVIII, de una debilidad, o de una limitación fundamental. El sistema ideológico que elaboró, y que podía servirle de instrumento de dominio y de expansión en el mundo moderno, se presentaba con los estigmas de lo extraordinariamente anticuado y, por lo mismo, carecía de poder de captación. No había superado la Edad Media: no salía de la escolástica. Por eso sus colonias se sentían imanadas por la gran lumbre que habían encendido los pensadores de la Enciclopedia. La emancipación norteamericana vigorizó esta tendencia, y nuestros próceres corrieron a quemarse en la gran hoguera del 93.

 
La segunda colonia

Las fabulosas Indias se independizaron, atomizándose. Desgraciadamente, fundada la república, en toda América se produjo un retroceso general. Poco a poco el nativo fue despojado nuevamente del dominio de la industria y de la técnica. Perdimos hasta el control de los medios de comunicación. Si en 1810 no se podía navegar por las grandes arterias fluviales del río de la Plata, ni se podía emprender ningún viaje a Europa sino en barcos nativos, de construcción autóctona, en 1855 para ir de Buenos Aires a Rosario había que tomar pasaje en vapores cuyas piezas, hasta las más insignificantes, procedían del extranjero, y el importe del pasaje era suma que emigraba a la patria del armador.

Y lo que aconteció en orden a la industria naval se repite en relación a todas las actividades creadoras del hombre. A un siglo de la epopeya de la independencia todas las fuentes básicas de la riqueza continental habían pasado a manos del extranjero, y ya no eran los nativos, sino otra vez los advenedizos quienes ejercían las funciones técnicas que presupone la creación de una cultura. Habíamos perdido el dominio de los instrumentos de liberación, de autonomía, y silenciosamente se inició en América el ciclo de la segunda Colonia, la Colonia invisible de que hablan los economistas. Paradójicamente, los suntuosos festejos celebrados en el centenario de la gesta libertadora, tenían lugar sobre las ruinas de la independencia conquistada con la sangre de los pueblos.

 
El mimetismo americano

Se asistía al resultado fatal del mimetismo americano.

Copiamos constituciones, cuya letra no tenía vigencia en la vida real; copiamos el arte, que descendió a la categoría del cromo. Y no satisfechos aún, fuimos entregando poco a poco nuestras riquezas, los elementos de nuestro poderío a los señores reverenciados de quienes aprendíamos los vicios, no la capacidad organizadora ni el genio de empresa.

Este mimetismo tiene a veces manifestaciones en que prende la fácil ironía de los europeos. Una de ellas es el aristocratismo de ciertos historiadores. Es difícil que aparezca un personaje célebre en nuestro hemisferio sin que en seguida surja el mito infantil de su genealogía nobiliaria. Creo que tales ficticios antepasados no honran a nuestros varones ilustres. La aristocracia europea ha tenido su origen en el bandidaje. Taine ha demostrado que la nobleza se instituyó sobre el asesinato y el robo. Es la prosapia de gentes de esta calaña que algunos historiadores, de típica mentalidad colonial, se empeñan en entroncar a nuestros próceres, guerreros y estadistas.

Bolívar es una víctima típica de esta mentalidad. Los genealogistas han tomado a Bolívar como los subastadores al toro de feria: exalta su pedigree; para explicar la genialidad como mera revivencia de lo aristocrático europeo, en el primer caso y para lograr mayor precio por la mercancía, en el segundo caso. Podemos saber los nombres de los progenitores de Bolívar, los nombres de sus abuelos y bisabuelos, y determinar su condición civil dentro de la realidad jurídica de su tiempo. Pero de ahí a negarle sangre americana, para ver en él un vasco puro y sin mezcla, aclimatado en su suelo de Indias, es hacer caso omiso de lo más característico de la sociedad americana el desenfrenado mestizaje, la magnífica fusión de sangre que se halla en su base. Precisamente esta realidad biológica enaltecedora, presidida e influenciada por fuerzas telúricas incontrastables, es lo que promete convertir a nuestra vasta, creadora y unificadora América en el asiento de la fraternidad humana.

Históricamente (a la inversa de lo que podría afirmarse dentro de una estricta interpretación biológica), Bolívar no desciende de nadie: de él descienden sus antepasados lo mismo que sus pósteros, como descienden por ambas vertientes de la montaña los ríos que nacen en su cumbre. Tan es así, que sólo el hecho de que existió, existe y existirá un Bolívar, explica la paciente acumulación de datos sobre sus parientes anteriores y posteriores, que emergen del olvido por la resonancia contagiosa del Libertador; y que se tornan visibles, en una lejanía de penumbra, gracias a la poderosa luz que enfoca sobre ellos la solar fulgencia del héroe. Es que Bolívar –lo mismo que San Martín, lo mismo que tantos claros varones de América– es un eterno tiempo presente, que incesantemente se distiende sobre lo que fue y sobre lo que será, sobre lo que se halla atrás y adelante de su ubicación histórica, porque su vitalismo, más patente que la muerte, impregna cuanto problema pasado, presente y futuro pueda plantearse la mente humana en su enconada angustia de saber, comprender y resolver.

El mimetismo americano trascendió de las vanidades nobiliarias de la vida real a la reverencia de todo lo europeo para terminar en la enajenación de todo lo nuestro. Advino el imperio de la política europeizante, que en el siglo pasado se tradujo en el culto del capital y del hombre europeos, política que convirtió nuestras libres repúblicas en otras tantas factorías. Ella nos trajo muchos males y pocos bienes. Ni siquiera se pudo dominar el desierto, la gran ilusión de los ideólogos de la época, que hizo surgir el apotegma de Alberdi –«gobernar es poblar»– como el lema por excelencia del buen gobierno.

Por lo demás, aquella ilusión era explicable. Hasta hubo un principio de éxito en la empresa inicial de poblar con masas europeas el continente. De 1880 a 1930, el Brasil recibió, con bastante regularidad, 80.000 inmigrantes por año, o sea un total de cuatro millones; en el mismo lapso, Argentina absorbió más de cinco millones de europeos; y el Uruguay, más de la mitad de la población actual. La excepción, en el Río de la Plata, la constituye el Paraguay, que en ese lapso no recibió ni cuarenta mil inmigrantes.

El fracaso de esta orientación se hizo patente en 1930, cuando fue abandonada la llamada política de la «puerta abierta». Argentina dictó una rigurosa reglamentación que impide la entrada de inmigrantes que no tengan un trabajo seguro en el país o un capital mínimo fijado anticipadamente; Brasil hizo lo propio, protegió el mercado del empleo a beneficio de los nativos, y preso de repentinas preocupaciones de asimilación étnica, señaló, como cuota de inmigración el dos por ciento del total de inmigrantes establecidos en el país durante el último siglo transcurrido. Paraguay adoptó una política similar a la de Argentina, y Uruguay, más radical que todos, dictó la ley del 19 de julio de 1932, prohibiendo la entrada de inmigrantes por un año, término que fue prorrogado varias veces.

No hay que pensar que estas restricciones eran pasajeras; ellas marcan una nueva etapa en la vida de las naciones americanas. Verdad que en los cuatro países a los que limitamos nuestras referencias, sobran tierras y faltan habitantes, pero se han estructurado ciertas condiciones económicas, difíciles de transformar rápidamente, que conducen a un relativo estancamiento de la población.

 
Potencia e impotencia

Durante todo el siglo pasado y gran parte del presente, el procedimiento técnico empleado para la explotación de nuestras repúblicas fue la llamada inversión de capitales que en numerosas ocasiones no pasó de una ficción. Ella asumía, generalmente, una de estas tres formas típicas:

I. Los empréstitos.– La historia de los empréstitos obtenidos por los países indoamericanos nos enseña que sólo una parte del dinero tomado en préstamo llegaba al país que lo había obtenido. Lo común era que los prestamistas lo retuviesen, casi en un cincuenta por ciento, en concepto de comisiones, premio de los títulos emitidos y pago anticipado de intereses y amortizaciones. Luego, un empréstito ulterior servía para cubrir los usurarios intereses del primero; pero esta vez ya no ingresaba al país suma alguna.

II. Los ferrocarriles.– Las empresas concesionarias, si importaban algo, era apenas el material rodante; pagaban al personal con el crédito obtenido en los bancos locales, a un interés mínimo que no regía para los nativos; conseguían que el Estado les garantizase una utilidad del siete u ocho por ciento, a veces más, sobre el monto de un capital inmoderadamente aguado; y gracias a este respaldo legal, a los pocos años cobraban a la nación cuantiosas sumas que les permitían ampliar sus líneas sin dispendio del capital propio.

III. Los Bancos.– Estas instituciones iniciaban sus operaciones a base de una simple operación de crédito, y luego, con los depósitos de su clientela, es decir, con el ahorro nacional, continuaban desenvolviendo sus actividades.

Mediante el triple procedimiento técnico que queda esbozado, se estructuraba la esclavitud económica de medio continente, y todos los esfuerzos del pueblo no bastaban para superar la miseria orgánica en que vivía. Los principales factores adversos de su prosperidad eran:

1º El monopolio de los medios de transportes permitía el establecimiento de tarifas diferenciales en el flete, de modo que cuando una empresa verdaderamente nativa pretendía hacer circular su producción, tenía que pagar el doble o el triple que su competidor extranjero; y

2º El uso de la tasa del interés como instrumento del empobrecimiento nacional. Mientras en Europa ese interés raramente pasaba del cuatro por ciento, en la mayoría de nuestros países no bajaba del diez y del quince por ciento. Como consecuencia se fueron liquidando poco a poco la fortuna de los nativos, a pesar de la prudencia de sus administradores, y comenzó el proceso de la gran nivelación en la miseria.

 
La magna Europa

¿Dónde termina Europa y comienza América? La Argentina de los inicios de este siglo se enorgullecía de ser un pedazo de Europa, un pueblo de arios, antes que una nación americana, de piel cobriza. Y en el sentir de muchos penetrantes pensadores, «América termina en el Río Grande». «Desde esa corriente fluvial hacia el norte, arguye Víctor Morínigo, se halla constituida una nación –o dos que prácticamente pueden ser una– que indudablemente representa a una sección especial de la raza blanca y a una sección particular de la civilización occidental. Podemos evocar ante la nación norteamericana y el Canadá, el recuerdo redivivo de la Magna Grecia.»

Efectivamente, al norte del Río Grande florece una gran civilización, que representa frente a Europa lo que en la antigüedad representaron las florecientes colonias helénicas del Mediterráneo frente a la civilización ateniense. Esa vasta porción del Nuevo Mundo era en la segunda mitad del siglo pasado «la tierra típica del pioneer, donde el éxito era la justificación de todo; donde el europeo, el inmigrante, desbocaba sus apetencias en un amplio estadio virgen, libre de los prejuicios de las sociedades antiguas.» Y cuando en sus clases dirigentes primó la concepción de vida europea, condujeron a su pueblo por el camino de las usurpaciones, creando resentimientos que a ratos aún arden como el último rescoldo entre un montón de cenizas.

No obstante, en los últimos años se observa en los Estados Unidos un vigoroso renacimiento del verdadero espíritu americano, del espíritu propio de nuestro hemisferio, que somete el poderío material a una concepción ética de la vida. Es decir, los Estados Unidos vuelven a sus orígenes remotos; a los principios cuya práctica le dieron grandeza, prestigio y respetabilidad a recuperar aquella personalidad cuya esencia antieuropea Emerson señaló con estas palabras: «América comienza a afirmarse a sí misma en los sentidos y en la imaginación de sus hijos y Europa retrocede en el mismo grado.»

Los Estados Unidos se independizaron en la edad de las carabelas, y como consecuencia, un relativo aislamiento les permitió asimilar y desarrollar en su suelo los valores de la cultura europea, sin correr el riesgo de una absorción. Las masas inmigrantes aproaron a sus costas con años de anticipación que en la Argentina, y gracias a la lentitud de las comunicaciones esos millares de advenedizos pudieron romper rápidamente sus vínculos con la tierra nativa. La nación se despreocupó de defender su concepción de vida, porque no advirtió amenazas exteriores, y estuvo a punto de desnaturalizarse. En cambio, en la Argentina la corriente inmigratoria se inicia en la edad del vapor, del telégrafo, de las comunicaciones rápidas, y pronto se sintió la necesidad de defenderse, de americanizar esos contingentes humanos para salvar la independencia. Un esfuerzo de captación extraordinaria se desplegó para nacionalizar a los recién llegados, y por medio de la educación se argentinizó a sus hijos.

En nuestros días, después de la aparición del avión y de la radio, aun los Estados Unidos tienen que fijar cuotas a la inmigración para defender de la destrucción la propia individualidad.

 
La unidad continental

Queda el problema de los Estados Unidos, problema que puede ser mirado con un optimismo que nace del análisis de los hechos.

Con la llegada de la madurez, se advierte en ese gran país la aparición de un patriotismo americano, de un patriotismo continental. No se puede negar que actualmente, dueño como es de un poder incontrastable en el mundo, usa de él con un sentido moral, y una mesura de que no serían capaces, en circunstancias idénticas, ninguna de las potencias de Asia y de Europa. Prima en el desarrollo de su política la concepción americana de la vida sobre la doctrina europea del Vae Victis. Esa americanización de los Estados Unidos se acentúa aún más cuando, al término del ciclo crítico a que ha entrado el mundo, sienta el odio y el desprecio de una Europa que jamás le va a perdonar la pérdida de su hegemonía en el mundo.

Hay la tendencia de señalar como característica de los Estados Unidos una concepción puramente materialista de la vida en contraposición a la espiritualidad indoamericana. Esta apreciación proviene de la boga que tuvo y tiene en el norte la ciencia aplicada, como resultado de un prodigioso desarrollo económico, que primero alcanzó y después superó el industrialismo europeo.

¿Qué hay de verdad en esto? ¿Qué hay detrás de las realizaciones materiales?

Si, ahondando hasta más allá del fenómeno económico, captamos las corrientes filosóficas predominantes en ambas porciones del continente, descubriremos similitudes e identidades insospechadas. Las colonias españolas se educaron bajo el signo de la filosofía tomista, o sea de un aristotelismo cristiano, que no pudo prosperar porque la mentalidad criolla estaba más cerca del platonismo agustiniamo, que tuvo expresiones peculiares propias de una sociedad que amaba la ciencia y las realidades cotidianas. Las colonias inglesas, bajo el influjo de un platonismo cristiano difundido por la escuela de Cambridge, también aceptaron un idealismo corregido por cierta tendencia hacia lo empírico, que aparece claramente en Benjamín Franklin. En suma, en todo el continente predominó una corriente idealista de raigambre ateniense.

El idealismo de ambas Américas no deriva de Descartes, ni de Locke, ni de sus epígonos, quienes parten del supuesto de que el mundo que conocemos es una sombra ilusoria, una creación poética: un fenómeno mental. El idealismo de la Europa moderna es profundamente pesimista, porque es esencialmente pesimista su teoría del conocimiento.

El idealismo platónico no elude la realidad y es en cierto modo evolucionista. Cree tan real el mundo, que lo supone capaz de una perfectibilidad indefinida, en la búsqueda del arquetipo inmanente, en el constante esfuerzo por realizar la Idea. Es el optimismo radical de esta filosofía lo que seduce al temperamento americano.

La creencia en la perfectibilidad, la fe en el progreso incesante, son rasgos permanentes, casi invariables, de la mentalidad continental. Por eso, cuando entró de moda el positivismo, fue mayor la boga del positivismo evolucionista de Spencer que del positivismo estático de Augusto Comte.

La creencia es el factor dinámico de nuestras sociedades; el entusiasmo moral puede más que la metafísica. Somos amigos de las realizaciones prácticas, pero siempre descubrimos un substrato espiritual en todos los valores materiales. Y simultáneamente, queremos que la filosofía se sumerja en el mundo concreto que vivimos cotidianamente, que entre en contacto con nuestros problemas vitales, y no que se retire a un mundo absoluto colocado fuera del tiempo, sin posibilidad de iluminar ni resolver nuestros conflictos.

Todo esto es común a los pueblos del continente.

Es cierto que los americanos del Norte se nos han adelantado considerablemente en conocimientos científicos y en progreso material; pero es posible que en los del Sur permanezca más alerta el sentido de lo espiritual. A todos nos anima un humanismo trascendente, la fe en la democracia, el culto de las libertades fundamentales del hombre. Creemos en una cultura americana, cuyas características esenciales son la humanidad, en el sentido cristiano de la palabra, y en la primacía de lo espiritual, que da sentido y perennidad a los monumentos materiales con que los pueblos capaces jalonan su paso por la historia. Creemos que la paz es nuestro destino y nuestro estado natural. Y aspiramos a la universalización de las características de nuestra Cultura, no por vocación imperialista, sino por una pasión de servicio a la humanidad.

Tales son nuestras afinidades. Hay que advertir, sin embargo, que ellas pueden ser destruidas por nuestra desarmónica evolución económica. Hay el peligro de que los países más desarrollados pretendan explotar colonialmente a los menos desarrollados, en vez de ayudarlos a superar rápidamente el retraso en que los mantiene factores geográficos e históricos adversos. Si las Américas no incurren en esta materia de los mismos errores de Europa; si no pretenden dar un trato de privilegio a los fuertes y aceptar la opresión de los débiles; si no se apartan de su filosofía simultáneamente idealista, dinámica y creadora; en una palabra, si se deciden a ser las servidoras del hombre libre, este su afán de servicio a la humanidad marcará uno de los periodos más felices y brillantes de la historia universal.

Recordemos que la tragedia europea proviene de la dualidad de su moral y de su pensamiento jurídico. Europa adoptó durante siglos una norma que rige las relaciones de los países que la integran, y otra únicamente válida en sus contactos con las naciones de otros continentes. Dentro de Europa se consagra el principio de las nacionalidades; fuera, el derecho de conquista. Esta moral dual y acomodaticia llevaba en sí un peligro terrible, que se hizo bruscamente visible a raíz de la primera guerra mundial. En efecto, durante la crisis que siguió a aquella hecatombe, surgieron dos caudillos, Benito Mussolini y Adolfo Hitler, que aplicaron a la propia Europa el principio de conquista que Europa no tenía escrúpulos en mantener con dura flexibilidad en sus relaciones con los llamados pueblos coloniales.

El deber de las Américas consiste en no incurrir en este atentado contra el espíritu. América debe aceptar y defender una moral válida en todas las latitudes del planeta; un principio jurídico que ampare de la explotación y de la conquista a todos los países del mundo. Tales deben ser el resultado y las consecuencias de su aparición en la Historia universal.

Natalicio González

 
––
Natalicio González, notable escritor y ensayista, ex-Presidente de la República de Paraguay. En la actualidad dirige en México la Editorial Guarania.


 
«La América nació de una herida de gloria que esa España se hizo en el corazón... El descubrimiento de América, su conquista, su colonización, fueron un desgarrón de las entrañas de España; por esa enorme herida se derramó su sangre sobre el otro mundo, se fueron con ella muchas energías, que si hubieran quedado aquí –en España– en este hermoso territorio, aquí hubieran dado sus frutos, engrandeciendo a esta nación, dandola prosperidad, como prosperan materialmente los hombres infecundos, los que no parten su pan con sus hijos no nacidos. Hoy hace cuatro siglos ganó la raza hispánica, pero perdió la nación española; y lo que ella perdió fue nuestra vida, fue nuestra herencia.» (Zorrilla San Martín, citado por Unamuno en sus Ensayos.)