La Censura. Revista mensual
Madrid, julio de 1844
año I, número 1
páginas 3-4

Filosofía

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La Moral universal

o los deberes del hombre fundados en su naturaleza:
obra escrita por el barón de Holbach, y traducida
al castellano por una pluma inteligente

El nombre de Holbach se pronuncia con veneración entre los ateos y filosofastros, que tienen de muy antiguo la absurda pretensión de regenerar el mundo, moralizar humanamente a los hombres y hacerlos felices en la tierra, pues según ellos para eso y nada más hemos nacido. Verdad es que todos sus ensayos y esfuerzos han sido vanos hasta aquí y lo serán siempre, porque intentan levantar un edificio sólido y durable sobre arena; mas como la impotencia de las tentativas de los antiguos no retrae a los modernos de repetirlas y redoblar su empeño para conseguir el anhelado intento, de aquí la necesidad de descubrir lo absurdo e impío de las doctrinas malamente llamadas filosóficas de los ateístas, naturalistas y materialistas, aunados para destruir si pudieran las nociones del verdadero Dios y de su religión sacrosanta.

El barón de Holbach descuella en la escuela filosófico impía por el fogoso fanatismo con que abrazó desde luego las doctrinas de la secta, y por la infatigable perseverancia con que las difundió, ya en producciones originales, ya traduciendo una multitud de escritos de los incrédulos ingleses.

La Moral universal es una de las obras que más séquito han tenido entre los iniciados de la nueva filosofía, que no han dejado de manifestar cierto engreimiento por el triunfo que a su parecer había conseguido su maestro fundando una moral puramente humana y aplicable a todos los hombres de todos los países y de cualquier secta que sean, inclusos los que no admiten ninguna religión, ni aún la existencia de la divinidad. ¡Insensatos! ¿Puede llegar su delirio hasta el punto de figurarse que el sistema del barón de Holbach, no nuevo por cierto, ni original, basta para dar la paz y tranquilidad interior a los individuos, sin la cual no hay felicidad, e inspirarles la virtud que han menester para vivir en sociedad con sus hermanos? ¡Cuánto pudiéramos decir a los maestros de tan perniciosas doctrinas o a los ilusos que las oyen y adoptan como artículos de fé, si nuestro objeto fuera ese! Pero no podemos resistirnos al deseo de darles un consejo, y estamos seguros que nos le agradecerán si le practican con sinceridad y recta intención: lean el Evangelio santo de Jesucristo, penétrense bien de su doctrina y de sus máximas, y vuelvan luego a hojear el ponderado libro de la Moral universal. ¡Ah! ellos mismos, aunque sean unos ateos declarados, echarán de ver la diferencia, y conocerán lo vano, insípido y aflictivo de los principios morales fundados en la naturaleza y encerrados en los límites estrechos del placer y del dolor presentes de nuestra frágil existencia.

El barón de Holbach, consecuente con su sistema de ateísmo, no consagra ni un capítulo siquiera de las cinco secciones de su obra a hablar de los deberes del hombre para con su criador, siendo así que se extiende en prolijas consideraciones sobre puntos de orden muy inferior. Aunque el famoso escritor quisiera circunscribir la existencia del hombre y su felicidad o desgracia a la tierra y a las relaciones con sus semejantes en el mundo; debió ocurrírsele que como dice Cicerón, quis est tam vecors qui cum suspexerit in coelum non sentiat Deum esse? Y en tal caso ¿no era justo enseñar a los hombres los deberes de justicia y de gratitud para con el autor de todo lo criado? ¿No prescribe el barón de Holbach, aunque a su modo, los deberes de los hijos para con los padres que les dieron el ser, los criaron, alimentaron y educaron? Pues ¿cuánto mayor es la obligación hacia el hacedor de la naturaleza que lo crió todo y lo sustenta?

Sería necesario destinar muchas páginas para acotar y censurar como se merecen las contradicciones, errores y absurdas doctrinas de este escritor: así nos limitaremos a señalar los de más bulto. Prescindamos de [4] lo que dice en el capítulo de la conciencia cuando achaca a la superstición (ya se sabe que los impíos dan este nombre a la religión) que ofrece a los malvados más insignes los medios de aplacar con el auxilio de ciertas exterioridades y prácticas establecidas los manes de los que han sido sacrificados por su ambición, su codicia o su venganza, con lo cual se creen los delincuentes lavados de sus delitos. Pasemos por alto la crítica que hace de la vida monástica, cuando al tratar de la actividad llama insensata e irracional la moral de aquellos inconsiderados moralistas que aconsejan a las criaturas racionales y sociables que se retiren a los bosques, huyan de la sociedad y cuiden únicamente de sí mismos sin tomar parte alguna en el interés general: más adelante llama salvajes espantosos a los que practican este género de vida. Pero quisiéramos que nos dijesen los hombres honrados qué concepto puede merecer este legislador universal de moral, que asienta magistralmente la máxima de que la veracidad es virtud cuando descubre a los hombres lo que es necesario a su comodidad, a su conservación y felicidad permanente; mas deja de serlo, y hasta es un mal, si los aflige sin provecho o perjudica sus intereses. En otro lugar increpa y tacha de inhumana la doctrina de aquellos rígidos moralistas que sostienen no ser lícita jamás la mentira. El filósofo de Hildesheim, más humano y acomodaticio, no quiere que por una verdad más o menos se altere la comodidad o se menoscaben los intereses de los hombres. También admite el divorcio.

En el capítulo VII de la sección cuarta habla de los deberes de la religión (sea la que quiera, porque todas son indiferentes para nuestro filósofo), y después de decir que la religión no puede ser otra cosa que la moral natural, y que toda opinión, toda doctrina, todo culto, que sean contrarios a la naturaleza del hombre racional y que vive en sociedad, deben ser desechados como opuestos a las intenciones del autor de la naturaleza humana, sienta este principio, que es el dogma fundamental de los protestantes, racionalistas y naturalistas: «Nosotros tenemos medios naturales para juzgar si una religión es buena o mala, esto es, conforme o contraria a las ideas que formamos de la divinidad. Según estos principios incontestables la religión más conforme a la moral, a la naturaleza del hombre, a la conservación, a la armonía y a la paz de las naciones debe ser preferida a las contrarias opiniones, y proscritas estas con la mayor indignación.»

Nuestro autor quisiera que los ministros de la religión encargados de la educación de la juventud simplificasen la moral, y con sus meditaciones diesen a los hombres un catecismo moral y social, como si dijéramos la Moral universal del barón de Holbach u otra obra de este jaez. Al fin y al cabo como él mismo dice, los motivos naturales del amor propio y del interés bien entendido son más ciertos, poderosos y dignos del hombre de bien, que los motivos imaginarios de una moral entusiasta, siempre admirada y jamás puesta en práctica. Pero si así es, ¿cómo no hemos visto hasta ahora una república, siquiera no fuese más extensa que la de San Marino, formada de ciudadanos virtuosos y perfectos, verdaderos seres angélicos, aleccionados por tantos filósofos ateos antiguos y modernos?

El barón de Holbach para coronar dignamente su obra derrama en el capítulo último sobre la muerte todo el veneno de la impiedad y del ateísmo, y despojándose de la máscara hipócrita asesta sus tiros contra la religión, sus doctrinas y ministros, ya por medio de la calumnia, ya por el insulto, ora afirmativamente, ora en el tono de quien hace que duda y cree lo que pinta como dudoso; pérfido ardid para insinuar más hábilmente la ponzoña en el corazón de los lectores.

¡Ay de aquel a quien la muerte sorprenda en la situación angustiosa y aflictiva a que no pueden menos de reducir al hombre las doctrinas irreligiosas estampadas en este capitulo! ¡Qué terrible será para él la serenidad que le ofrece el barón de Holbach, y que no es otra cosa que la aparente tranquilidad de un demente o de un insensato!

Si todos los que hubieran de manejar la Moral universal, fuesen medianamente instruidos, y estuvieran libres de todo género de preocupación; no creemos que aquella obra pudiera hacer daño alguno: tan baladí nos parece por sus doctrinas y argumentos. Pero como las personas indoctas y sobre todo la juventud incauta y aficionada a novedades no saben ni pueden discernir lo malo de lo bueno o indiferente; juzgamos que se les debe prohibir la lectura de aquel tratado, cuyo autor no se propuso, según queda dicho, otro objeto que formar un código moral en consonancia con sus principios materialistas.

 


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La Censura 1840-1849
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