Entusiasmo americanista
La Fiesta de la Raza ha revestido este año, no puede negarse, una lucidez que ningún año había alcanzado. El pueblo español se va dando cuenta de los inconvenientes del aislamiento, y, como es natural, al buscar afectos, a donde primero dirige los ojos es a donde primero debe dirigirlos, o sea a los pueblos que tienen su misma sangre y su mismo idioma. Atraerse voluntades y atraerse afectos, y no con la liga del interés que fácilmente puede fallar en cuanto se presente un interés contrario y más fuerte, como le ocurrió a Alemania en su liga con Italia en cuanto llegó la guerra europea, sino con la liga del amor y el vínculo de la sangre, es la más sana y eficaz de las actitudes.
Más que la comunión de intereses, une a los pueblos la comunión de ideales y la comunión de afectos, pues no hay, en realidad, interés más sólido y que más satisfaga al espíritu que la satisfacción y la expansión de los propios sentimientos. Por materializado que consideremos a un pueblo, cuando no se halla ligado a otro nada más que por el interés del momento, pero no por el interés del afecto, parece como que el vínculo le pesa como cadena de hierro y no ve la hora de romperlo en cuanto el interés que perseguía ha sido servido. De otra manera procede cuando el vínculo de la raza, el de la tradición, y el de la historia, son los que le unen. Entonces el vínculo es ligero y en vez de servir de peso y de estorbo, sirve de estímulo y de acierto. No pesa ni se detiene, empuja; no se desea romper, se desea prolongar. De ahí el acierto y la consistencia de esas aproximaciones que no son únicamente hijas del cálculo, sino del afecto; que parecen que brotan espontáneamente y dictadas por el corazón antes de que la cabeza las haya medido y considerado y se haya convencido de su conveniencia.
Esa es la orientación a que parece responder el movimiento americanista que ahora se está manifestando en nuestra patria y que ha tenido recientemente una expresión visible y casi pudiéramos decir que palpable, en la unanimidad y el entusiasmo con que todos los pueblos, aún los más modestos de nuestra península, se han apresurado a formar en esa nueva fiesta bautizada con el nombre de Fiesta de la Raza.
Y hay que tener en cuenta que, por regla general, cuando se siguen en las uniones las inspiraciones del afecto, parece que también puede juntárseles las ventajas de la conveniencia. De modo que aquello que más atrae suele ser lo que más conviene. Así sería, en efecto, en todas las ocasiones, si el pecado no hubiese trastornado la ley del mundo. Y así sigue siendo, si no en todas las ocasiones, en todas aquellas, por lo menos, en que el mal no puede todavía meter baza. Los instintos que Dios depositó en el fondo de nuestro corazón son indicadores de nuestras necesidades y de nuestras conveniencias. Si estos instintos no han sido bastardeados por la culpa, ellos son los mejores indicadores de lo que nos conviene hacer. Y el amor fraternal, lo mismo entre los individuos que entre os pueblos, es uno de los sentimientos más puros que adornan a la humanidad, como que es la primer expresión del divino precepto «amáos los unos a los otros como yo os he amado». Es el hermano el primer hombre que Dios nos pone al lado para que le amemos, y fue por eso contra el hermano, en la persona de Abel, contra quien primero vomitó sus furias el hombre envenenado por la culpa.
El amor al hermano, pues, como inspiración divina depositada por Dios en nuestro corazón, es el que mejor puede indicarnos la satisfacción de nuestras necesidades y de nuestra conveniencia, porque Dios, para que perseverara la obra de la creación, la dotó de las fuerzas necesarias para su conservación. La sed no es otra cosa que la indicación de que el agua es necesaria para nuestra existencia. Del mismo modo, el amor que nos une en sociedad y que constituye la familia, es la guía que nos indica los medios de satisfacer todas nuestras necesidades y de perpetuar o de prolongar de generación en generación la humanidad.
Inclinándonos, por lo tanto, a los pueblos que son hermanos nuestros, seremos más fácilmente comprendidos y apreciados. He ahí cómo ese entusiasmo americanista, asno y espontáneo, que en nuestro suelo va arraigando, puede conducirnos a la ayuda y al amor de que nos hallamos tan necesitados.
Nadie en nuestras desgracias ni en nuestras contradicciones, que han sido muchas, nos ha consolado ni ha llorado con nosotros. ¡Quien sabe si fundidos en el abrazo de un verdadero amor con todos los pueblos americanos, hermanos nuestros, nos hallaremos en lo sucesivo tan solos y tan abandonados como ahora!