Filosofía en español 
Filosofía en español


Después de la Fiesta de la Raza

Hace cuatrocientos treinta y dos años que la voz de ¡Tierra! sonó para un grupo de hombres ahítos de navegación, como una risueña esperanza, promesa de dulzura y presagio de nueva vida. Es posible, sin embargo, que aquellos hombres [no] pudieran medir en aquel momento todo el alcance y toda la dulzura de la esperanza que empezaban a saborear. Cuando algunos momentos más tarde besaban llenos de satisfacción la tierra que sus plantas habían de pisar y que aún habrían de regar con el tiempo con su propia sangre, se hallaban muy lejos de sospechar toda la grandeza y toda la transcendencia de aquellos felices instantes en que se sellaba la alianza de dos hemisferios de un mismo planeta y de dos pueblos que constituidos por una misma raza, habrían de escribir las páginas más hermosas y más grandes de la humanidad.

Bien merece señalarse con piedra blanca aquel hermoso día, aurora de una civilización y de unas gloriosísimas epopeyas que, aunque han sido expuestas al ejemplo de todos, pocos pueblos han sabido ni han podido imitar.

Colonizar con amor, y por consiguiente con eficacia, es cosa que no puede aprenderse por todos, porque se necesita para ello, como primer requisito, una viva inteligencia y un corazón delicadísimo. Los españoles los poseyeron en alto grado y con su espíritu generoso y expansivo supieron comunicar esta riqueza al pueblo conquistado, formando con él un solo pueblo y sintiendo una misma y verdadera fe. La raza se honró y se extendió y de esta circunstancia salió para lo sucesivo un pueblo ingenioso y sano.

¡Oh, venturosa raza, la raza de las grandes generosidades, de los grandes atrevimientos, de las empresas más arriesgadas y más decididas! La raza de la enamorada Teresa, del temerario Hernán Cortés, del concienzudo Suárez, del grande y generoso Guzmán el Bueno, del serio y reflexivo Felipe II. No hay otra raza como nuestra raza, más grande en matices, más varia en cualidades, más inimitable en su historia. Justo es que la cantemos y que la recordemos y que, recogiendo por el mundo todos los fragmentos que de la misma existen dispersos, los agrupemos y los fundamos en un solo bloque homogéneo y poderoso, que reconquiste el cetro del mundo que un día empeñara y que, más que a ninguna otra, le corresponde, porque más que ninguna otra sabe esgrimirlo con prudencia, con acierto, con caridad y con justicia. Las banderas de España y de América ondearon el día 12 al viento en nuestras calles: las Academias recordaron nuestros triunfos; los niños de las escuelas vivieron unas horas de dulces y provechosas lecciones; los periódicos enaltecieron y sacaron a relucir todos los secretos resortes del poder de nuestra raza y, por encima de todo, como base y fundamento de toda la fuerza de nuestra raza y misteriosa explicación de la vastísima gama de sus excelencias, se alzó ante los ojos de la humanidad la imagen excelsa de la Virgen del Pilar, sonriéndonos a todos y recordándonos su origen divino, como sagrada prenda entregada en arras del amor a España al dichoso Apóstol Santiago.

Es preciso que, reconociéndonos, aprendamos a estimarnos, porque si el excesivo amor a nosotros mismos degenera en horrendo vicio del egoísmo, no es menos cierto que el desprecio inmoderado de lo que somos, sobre ser un desprecio hecho a Dios de los dones y excelencias con que nos ha vestido, es además una inutilización práctica de esos mismos dones y excelencias, que se mueren faltos de estímulo en el desprecio y en el abandono.

La fiesta de la raza debe servir de un modo especialísimo para educar a nuestra juventud y para disipar la atmósfera de pesimismo y de injusticia en que nos viene envolviendo con pretensiones de modestia, la ridícula fantochería de los que no encuentran otro medio de hacerse superiores a los demás que alabando y envidiando lo que tienen más lejos, y que sólo al amparo de la distancia y del desconocimiento puede competir y parecer superior a lo nuestro.

Fernando