Citius Altius Fortius
Madrid, 1963
 
tomo V, fascículo 1
página 5-9

José Antonio Elola-Olaso

Senderos olímpicos

El regreso a las ideas de los grandes hombres suele ser doblemente provechoso. Primeramente, su condición humana se torna poderoso estímulo para acometer empresas. En segundo lugar, el repaso de la obra, de la doctrina, cobra en la nueva circunstancia histórica valores inéditos. Todas las ideas que encierran gérmenes de original renovación individual y social resultan aptas para la repetición. Aparecen siempre jóvenes, frescas en cada momento histórico.

El barón Pierre de Coubertin nació hace cien años. En 1892, sin haber cumplido todavía los treinta de edad, pronunciaba en la Sorbona su conferencia sobre los modernos movimientos de la educación física en la que lanzó su idea de renovar en la época actual los Juegos Olímpicos. Han transcurrido, desde entonces, setenta años. El Olimpismo es una de las más famosas realidades internacionales de los tiempos modernos. Se ha escrito mucho sobre este movimiento deportivo-pedagógico; sobre sus orígenes, sobre su evolución, sobre sus realidades. Evidentemente, en este siglo tocado de la prisa, el automatismo y las guerras, el olimpismo ha ocupado un puesto interesante. Su crecimiento progresivo es indudable. Su realización actual puede ser objeto de crítica; pero no cabe duda que gentes de todas las latitudes se afanan por concurrir en las mejores condiciones posibles a estos certámenes periódicos.

Estamos en el centenario de un nacimiento ilustre. Al rendir un homenaje a la persona, saboreamos sus ideas.

El movimiento olímpico moderno creado por Coubertin [6] ofrece multitud de sugerencias. Todas ellas pueden recogerse en dos vertientes fundamentales: Una revitalización pedagógica, y una elevación del impulso competitivo humano al plano de tema internacional. Ambas realidades no se oponen, sino que se complementan, se fecundan; son, en rigor, aspectos diversos de un mismo impulso intuitivo, genial.

Acerca de la concepción coubertiniana se recoge en esta publicación monográfica un estudio enjundioso del profesor Meylan, lleno de perspectivas. La figura del barón recobra la hondura de su dimensión humana y cultural, que quizá el brillo de una acción internacional puede hacer olvidar con frecuencia.

La internacionalidad del arranque coubertiniano –en el fondo también pedagogía de gran estilo– es, quizá, la aportación de más personal cuño dentro de su obra creadora. En ésta se conjugan los antiguos gérmenes griegos, condensados en el sentido agonístico de la vida, el espíritu caballeresco medieval, con su idealismo puesto en liza, la incorporación británica del deporte a la formación pedagógica general; y, aunándolo todo, con estampa de homogeneidad definitiva, la hermandad entre las naciones. He aquí cómo lo expresa él mismo: «Puesto que yo quería establecer de nuevo, no la forma, sino el principio de esta organización milenaria, puesto que vi en ella, para mi patria y para la humanidad, una orientación pedagógica de renovada oportunidad, tuve que intentar reconocer de nuevo los poderosos pilares que un día la habían sustentado: el fundamento intelectual, el moral, y, en cierto sentido, el religioso. A ellos ha añadido el mundo de hoy dos nuevos: los perfeccionamientos técnicos y el internacionalismo democrático.»

Coubertin unió a su densa formación clásica una sensibilidad de captación del mundo moderno. La prueba de que supo hablar a éste en su lenguaje es la aceptación que iba a tener su mensaje.

Como sucede siempre con toda realización humana, en el desarrollo olímpico se han colado de rondón otros intereses [7] que tienen poco que ver con lo deportivo. Por eso se hallan en él tantos aspectos aptos para la censura. Sin embargo, la fuerza inicial subsiste. No hay país que no se haya interesado de una u otra forma por la colaboración olímpica. Ochenta y cuatro naciones estuvieron presentes en Roma. Teñido más o menos de propaganda política, de afanes publicitarios o de esnobismo turístico, el espíritu de la competición olímpica es el eje de estos certámenes donde son capaces de aceptar las mismas reglas del juego hombres de todas las razas.

El acortamiento de las distancias geográficas debido a los progresos técnicos no es suficiente para el acercamiento de los pueblos. Es menester buscar todos los accesos posibles a la comprensión espiritual. Uno de ellos es el juego competitivo. Después del factor religioso, forma, junto con el acorde artístico y el afán científico el lazo más fuerte de vinculación humana. Este es uno de los más hondos sentidos con que deben ser entendidas las modernas olimpíadas.

Nunca serán excesivos los esfuerzos que se hagan por robustecer, dentro del espíritu olímpico, los lazos de hermandad. En este afán por irradiar fraternidad olímpica deben sentir emulación cuantos ostentan puestos de responsabilidad en la dirección del deporte mundial. Es menester reafirmarse en las convicciones y revestirse de una perenne juventud para la lucha idealista que exige el auténtico deporte. Por diversas partes se advierten esfuerzos loables en esta noble tarea. En lo que atañe a nuestras modestas posibilidades, España puja por lograr una contribución digna y auténtica a este común empeño de la hermandad deportiva.

Quizá la aportación más específica en este sentido ha sido la contribución activa de nuestro pueblo en los «juegos Atléticos Iberoamericanos», con la concreta organización en Madrid de su segunda edición. El movimiento olímpico no es una institución cerrada en su repetición cuadrienal, sino ante todo instaura un espíritu con todas sus generosas consecuencias de desarrollo. Así han ido surgiendo organizaciones [8] competitivas internacionales encabezadas bajo el epígrafe de «Juegos» (Panamericanos, Asiáticos, Mediterráneos, &c.). España ya estaba presente en estos últimos desde su primera convocatoria en 1951. Cuatro años después, la ciudad de Barcelona ponía a su disposición su señorial hospitalidad y capacidad organizadora. En el año actual, nuestro país competirá de nuevo en Nápoles con la más amplia colaboración olímpica de su historia.

Los Juegos Iberoamericanos surgieron por iniciativa chilena. Desde el primer momento, España apoyó la idea con todas sus fuerzas. En 1960 eran inaugurados en el Estadio Nacional de Santiago de Chile. Dos años después se desarrollaba en Madrid su segunda convocatoria. Dieciocho países, aunados con los intensos vínculos de lengua, raza y cultura, se daban cita en la capital de España para ser conscientes de su hermandad también en la bella fórmula del juego. Se cumplía un capítulo más de los muchos que escribe el Olimpismo en la tarea de unir a los pueblos.

En el terreno de la reflexión ideológica para difundir e ilustrar el Olimpismo, se han iniciado tareas y se planean nuevas empresas. Esta misma publicación, CITIUS ALTIUS FORTIUS, es una contribución a la investigación cultural del Olimpismo en el plano internacional. El Comité Olímpico Español lleva además editados numerosos volúmenes de divulgación deportiva (técnica, histórica, organizativa, literaria). Las realizaciones no son más que el esperanzador estímulo para logros más ambiciosos. Todo lo que la idea olímpica sugiere como pedagogía de los pueblos y como acercamiento internacional constituye un noble exergo, inspirador de los más generosos esfuerzos.

Este número monográfico de CITIUS ALTIUS FORTIUS, que abren estas modestas pero entusiastas líneas, puede servirnos de estimulante. En él aparecen aspectos varios de la personalidad y obra del hombre que tuvo la genialidad de intuir y realizar una fórmula de unir a los pueblos.

Los acentos líricos de aquel hombre del siglo V antes de [9] Cristo, que cantó en sus epinicios a los vencedores olímpicos, han sido escogidos como remate de esta publicación, porque habrían cuadrado perfectamente a este campeón moderno del espíritu, de la hermandad, del deporte.

José Antonio Elola-Olaso
Presidente del Comité Olímpico Español

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