Filosofía en español 
Filosofía en español


Gonzalo Fernández de la Mora

Ángel Ganivet, un iluminado, de Javier Herrero

Ed. Gredos. Madrid, 1966. 346 páginas

Javier Herrero, profesor de español en la Universidad de Edimburgo y editor de las cartas familiares de Ganivet, no ha tomado la pluma para reconstruir la biografía del escritor granadino ni tampoco para hacer el balance de sus valores lógicos y estéticos, sino para elaborar una interpretación de la personalidad de aquel ser enigmático y al propio tiempo para ofrecernos una clave de algún aspecto singularmente oscuro del protagonista y de su obra.

¿Qué clase de hombre era Ángel Ganivet? Esta es, en sustancia, la cuestión. Y Javier Herrero responde: «un iluminado», «un místico sin fe»: pero con un «misticismo plenamente positivo» que supone una «experiencia de iluminación religiosa», una «tendencia ascética», incluso a «liberarse de la carne» y un «ímpetu contemplativo». Herrero, para explicar los textos incompatibles con esta «iluminación», admite que hubo en Ganivet un dualismo entre su «yo satánico» y su «yo angélico», y que sólo al final triunfó este último. «Concedamos –concluye– tres años al Ganivet renovado, al hombre nuevo», exactamente entre 1895 y 1898. Este es el trienio de «iluminación» propiamente dicha durante el cual se manifestó en Ganivet un cierto «cristianismo heterodoxo» que en ocasiones «le convirtió en un místico mariano».

¿En qué fundamenta Herrero su atrevidísima tesis? Primero en un manojo de datos biográficos. Según nuestro autor, en Ganivet brillaban las siguientes virtudes: «bondad», «desprendimiento», «generosidad espiritual», «sencillez», «modestia», «desdén por la gloria» y «castidad». Además amaba la soledad, la oscuridad y el silencio, y no tenía estima ni por el mundo ni por la vida. El segundo apoyo de la exégesis de Herrero son los escritos ganivetianos y, sobre todo, el drama en verso El escultor de su alma. Esta pieza, que la crítica había considerado hermética y teatralmente malograda, es para Herrero «el testamento ideológico» en que «culmina el pensamiento de Ganivet», o lo que es lo mismo, la pieza no consiste en un incómodo añadido postrero, sino en el remate de un todo doctrinal, ya que «en sus conceptos fundamentales Ganivet era de una consistencia notable», «penetrado de coherencia» y de «rigor intelectual».

¿Cómo desentraña Herrero un mensaje místico en el confuso argumento de El escultor de su alma? Entiende que la angustia ganivetiana tiene dos raíces: «la crisis espiritual (o «desolación filosófico-teológica») y la desilusión sentimental sufrida por Amelia Roldan». De esta situación sólo podía salir con una «nueva fe» y «un amor nuevo». En El escultor de su alma se encuentra, según Herrero, la metafórica historia de esta aventura de recuperación espiritual. El personaje Cecilia es, «en parte, símbolo de la fe católica». La Niña blanca representa algunas veces a «Dios» y otras al «alma humana». En la última escena, «Dios otorga la visión a Pedro Mártir, que lo convierte».

Incidentalmente, Herrero da también una explicación al suicidio ganivetiano. Afirma que la idea no fue de última hora, sino que «debe retraerse a sus años de Amberes, hacia 1893», y que tiene motivaciones no patológicas, sino más nobles: «Para Ganivet, por su temprana formación estoica y por su entusiasmo por lo abnegado y heroico, así como por su reflexión filosófica y ética posteriores, la actividad moral del hombre culmina en el testimonio, y la forma más noble del testimonio es el martirio».

Nuestro autor apunta las influencias: «si en su concepción del hombre y de la vida (al menos en esa etapa inicial de su pensamiento) depende de Schopenhauer sobre todos, en su concepción de la naturaleza y del espíritu es un discípulo de Hegel». También destaca «lecturas juveniles positivistas y de los idealistas alemanes, concretamente, de Taine, Novalis y Eichendorff. Y también las rotundas de Séneca y Fray Luis de Granada».

* * *

Que en Ganivet hay unas confusas, esporádicas y contradictorias inquietudes que, con reservas, cabría calificar de religiosas me parece claro y no sé de nadie que lo haya discutido. Excepcionalísimo es el hombre superior sordo a los ecos de lo trascendente. Ahora bien, Herrero no se limita a profundizar en esta seductora y parpadeante faceta del alma ganivetiana: va muchísimo más allá. Eso es lo que me impide seguirle hasta el límite de sus conclusiones. ¿Cómo puede hablarse de un misticismo positivo y de una experiencia de iluminación religiosa en un ateo? Recordemos que en marzo de 1894 escribía Ganivet: «Yo creo que esa idea de Dios fue un modo de que se valieron los hombres para llenar los huecos de su ignorancia y para tener una autoridad». Que el ateísmo sea, «sensu contrario» una forma de religiosidad, no lo dudo; pero de ahí a la experiencia mística hay un larguísimo trecho, mayor todavía que el que va de Marco Aurelio a Santa Teresa. Pero hay algo más decisivo: ¿qué clase de hombre angélico y espiritualmente renovado es el que desemboca en la desesperación y en el suicidio? La biografía clínica y la moral de Ganivet no registran un ascenso, sino una decadencia: al final encontramos la manía persecutoria y la parálisis progresiva, perfectamente diagnosticadas por O. van Haken, el desquiciado drama El escultor y las turbadoras cartas y notas postreras. ¿Era éste el hombre «renovado» o el destruido? Me inclino por lo último.

Vayamos a las pruebas con mayor detalle. Que en Ganivet resplandecen ciertas virtudes morales –lo de la castidad me parece muy dudoso– démoslo por bueno, pero desde esas posiciones hasta el misticismo hay un gran salto. Y no se puede dar sin una sólida pértiga de argumentos. Es ciertísimo que Ganivet era un pesimista, un decepcionado y un discípulo de los estoicos; mas nada de ello basta para elevarle hasta la «iluminación». Y que El escultor de su alma sea el retrato autobiográfico de una experiencia mística es una audaz hipótesis de Herrero, extraordinariamente problemática en sí misma por las dificultades de la exégesis y la conciliación textual, y que luego fue existencialmente desmentida y anulada por el suicidio. No entro en el análisis de las significaciones simbólicas que Herrero atribuye a los versos ganivetianos y que, en general, considero forzadas. Sólo precisaré que dar como misticismo mariano un par de alusiones de Ganivet resulta abiertamente excesivo.

Que las primeras ideas del suicidio deban retrotraerse a 1893, es una interesante sugerencia de Herrero. Pero que la motivación de aquel gesto trágico fuera de orden superior está contradicho por los hechos. Ángel Ganivet contrajo la sífilis a los veinte años y no llegó a superarla plenamente. La crepuscular manifestación de esta terrible dolencia fue la parálisis progresiva. A este factor somático, que afectaba a los centros nerviosos, hay que añadir otros más bien psíquicos. Ganivet, que siempre fue un angustiado, estaba bajo los efectos de una convulsiva crisis de celos: se creía engañado por su amante Amelia Roldan. Es revelador que se quitase la vida precisamente el día en que ella debía llegar a Riga procedente de Madrid. Unamuno, que fue el intelectual que mejor conoció a Ganivet, escribió a Múgica en una de sus cartas, recién publicadas, que el granadino se había quitado la vida a causa de una mujer. El síndrome sífilis-celos me parece una causa más fundamentada que el presunto testimonio místico del «martirio».

La influencia de Hegel es imperceptible en el esqueleto doctrinal de la obra ganivetiana. Y su pesimismo no requiere a Schopenhauer. De la filosofía krausista tampoco descubro huellas nítidas. Y de Comte nada, puesto que Ganivet no era un espíritu positivo, sino fantástico. Y a Novalis y Eichendorff ¿llegó a leerlos? Ángel Ganivet fue una de las mentes más interesantes del 98, pero entre sus valores más representativos no figuraron ni la coherencia ni el rigor. Estas cualidades están, ante todo, ausentes del evanescente, contradictorio y delirante drama El escultor de su alma.

Javier Herrero ha escrito un libro minucioso, que exprime todas sus posibles esencias religiosas a algunos fragmentos anfibológicos, con lo cual ha venido a subrayar cuanto de espiritual late en el deprimido Ganivet. Y siempre el extremismo de la exégesis es un resorte de fuertes incitaciones especulativas, especialmente, como es mi caso, para el discrepante. Estos son los mayores méritos de la obra. También ha rendido Herrero un excelente servicio al publicar las diez cartas, prácticamente desconocidas, a Navarro, y que éste, acaso por suponer que no contribuían a la fama de su amigo, eliminó del Epistolario de 1904.

Los portadores de la fracción más «lógica» y conceptual del espíritu noventayochista fueron Ángel Ganivet y Miguel de Unamuno. Los demás fueron todavía mucho más patéticos y estetas. Por eso me inquieta que, a medida que madura y se desarrolla la crítica de sus obras, se abandone el análisis de sus posibles aportaciones científicas y filosóficas y se tienda a situarlos en las coordenadas de lo irracional y aún en los límites del diagnostico psiquiátrico. Es algo que, por ejemplo, no le ha ocurrido a Francisco Suárez, ni le ocurrirá a Xavier Zubiri. ¿Significa esto que, como insinuaba Navarro a propósito de Ganivet, el espectáculo humano de aquellos seres extraordinarios prevalece sobre la sustancia afirmativa de su obra? En tal supuesto, que parece el más verosímil, la importancia de Unamuno y de Ganivet tenderá a disminuir en la historia del pensamiento español propiamente dicho. En cambio, aumentará en otros ámbitos, como la literatura y el puro testimonio.

G. F. M.