Gonzalo Fernández de la Mora
Sobre la esencia, de Xavier Zubiri
Ed. Estudios y Publicaciones. Madrid 1962, 521 págs.
Dada la importancia del libro del profesor Zubiri, el presente trabajo crítico ha sido dividido en dos. El segundo, de carácter valorativo, aparecerá mañana en estas columnas.
Zubiri, vasco nacido el 98, es hoy nuestro máximo prestigio filosófico. Sobre la esencia es su primer tratado impreso; hasta ahora, el único testimonio cabal de su pensamiento. Porque su docencia universitaria fue breve y principalmente ceñida a la Historia de la Filosofía, y su magisterio verbal en los cursos privados que inicio en 1945 no ha sido suficientemente eficaz. Y ello, independientemente de su calidad intrínseca. Como oyente de Zubiri desde su curso inaugural «Ciencia y Filosofía» (apenas llegábamos a la treintena los asiduos y estaban excluidas las damas), y como lector de cuanto autorizadamente se ha escrito sobre sus lecciones, entiendo que el grado de abstracción de los temas, lo novedoso de su terminología, la concentración ideológica y la velocidad de su palabra han hecho muy difícil una aprehensión rigurosa de su pensamiento oralmente expresado. Y puesto que sus únicas publicaciones eran, hasta ahora, una tesis de carácter expositivo escrita a los veinte años y una serie de artículos excelentísimos, pero marginales (casi todos recogidos en Naturaleza, Historia, Dios), se comprende hasta qué punto es cierto que Sobre la esencia constituye la formal presentación filosófica de un pensador maduro y con una fama impar en España. La importancia puramente adjetiva y la trascendencia social de este hecho son muy considerables. Así se explica que en sólo unas semanas casi se haya agotado la primera edición, e incluso que se hayan publicado opiniones ponderando los valores de un texto que se declaraba no haber leído. Ello justifica que yo traiga ahora al gran público un tratado absolutamente técnico y sólo digerible por los iniciados, es decir, por los filósofos, sea cual fuere su escuela; tan inasequible, por tanto, al hombre culto medio como una investigación de cálculo tensorial. Es más, dentro de su carácter especializado y esotérico, ésta obra es de una singular dificultad de comprensión, porque incide sobre algunos de los temas metafísicos más arduos e introduce novedades importantes con una sistemática y un léxico personales.
Sobre la esencia es bastante más que el «exordio de la metafísica», como Zubiri declara reiterada y modestamente. Es un tratado de ontología en el que se abordan la mayor parte de las cuestiones clásicas capitales: descripción del ente, distinción entre esencia y existencia y entre mundo y Dios, categorías de sustancia y accidente, y atributos trascendentales del ser. Pero este esfuerzo se cumple rebasando los moldes habituales de tal modo que no resulta sencillo enmarcar las meditaciones de Zubiri dentro del esquema expositivo clásico. Imposible, pues, sintetizar todas sus conclusiones en un breve artículo de modo relativamente comprensible para el lector medio. Me limitaré a lo esencial soslayando el vocabulario del autor, que aunque muy preciso, resultaría hermético si no se acompañara de prolijas explicaciones.
Toda la discusión se centra en torno a la idea de sustancia. Como es sabido, para Aristóteles la realidad por antonomasia es la sustancia. Y ésta es una categoría, o modo de ser, exactamente, aquél que consiste en ser la realidad última sobre la que se apoyan los accidentes. La sustancia es algo así como un sujeto del cual se predican los accidentes dichos. Sólo las sustancias tienen propiamente esencia, y esta última viene a reducirse a lo específico, a lo que cada individuo comparte con todos los de su especie, a lo que hay que encontrar para poder definir algo (en el caso del hombre, la animalidad racional).
Zubiri difiere radicalmente del esquema aristotélico y afirma que lo primario no es la sustancia, sino lo que llama la «sustantividad». Y ésta es un sistema de notas, entendiendo por tales todas las propiedades, partes y momentos que la cosa posee. Pero la sustantividad no es el sistema de todas las notas de la cosa, sino sólo de algunas de ellas, las constitucionales o no adventicias. En este sistema, que no es algo conceptual, sino real y físico y además suficiente y completo, todas las notas son interdependientes, son «notas de». Sin embargo, unas son infundadas, porque se bastan y reposan sobre sí mismas, mientras que hay otras necesariamente apoyadas en las primeras. Las infundadas son las esenciales, y constituyen en el seno del sistema un subsistema que es la esencia en sentido estricto. Esta esencia no es, como para Aristóteles, lo específico, es decir, aquello (la animalidad racional) en que coinciden todos los miembros de la especie (el hombre), sino que es algo absolutamente individual, es lo propio y característico de cada cosa. Y, desde luego, no es un concepto sino algo físico y real. Lo inesencial, en cambio, son las notas fundadas, las cuales no tienen realidad ninguna, sino que la reciben de la esencia. Esta no sustenta lo inesencial, como postulaba Aristóteles, sino que le da realidad, lo «reifica», según la expresión de Zubiri.
¿Qué es, entonces, la especie? Porque ésta existe y es la base de las definiciones y del pensar abstracto. Según Zubiri, es algo derivado de la esencia, es lo que él llama el «phylum», o sea, el mínimo de notas transmisibles a otras sustantividades. Es lo replicable, lo que el padre, por ejemplo, transmite a su hijo. La especie filosófica no es, pues, distinta de la biológica. También es algo físico y real, no simplemente una idea. El individuo no es, por tanto, una realización o concreción de la especie, sino al revés: las esencias individuales, al dar lugar a otras, forman especie. El mundo está, en último término, integrado por unas esencias constitutivas básicas que nacen, se extinguen, se repiten, engendran a otros individuos (generación) u originan especies nuevas (evolución).
Y ¿cómo se capta o aprehende esta esencia individual? Desde luego, no con las definiciones, que son el instrumento principal de la lógica clásica. Porque en las definiciones se predica de un sujeto su índole específica; pero la esencia, según Zubiri, no es algo específico, sino individual. El problema es grave, porque los escolásticos decían que el individuo es inefable. Zubiri propone como instrumento lógico las «proposiciones esenciales», es decir, aquellas que enuncian notas constitutivas de la cosa. Es algo así como una paciente y profunda descripción de las realidades, un método muy parecido al de las ciencias naturales.
Zubiri remata su tratado con un replanteamiento de la ontología. Comienza reprochando a la Escolástica que confunde y utiliza como sinónimos tres conceptos muy distintos: realidad, ser y ente. Para Zubiri, la realidad es la cosa «de suyo», lo real a secas. Ser es la actualidad de lo real en el mundo, un acto ulterior de la realidad y diferente de ella, aunque la presupone. Ente es lo real en cuanto es. Y Dios está allende el ser: es el sobre-ser. También innova Zubiri a propósito de las propiedades, generales o trascendentales del ente que la Escolástica describe como cosa, uno, algo, verdadero y bueno. A estas propiedades, Zubiri añade una nueva: la mundanidad. ¿En qué consiste este hallazgo metafísico? Las cosas, según Zubiri, están vinculadas entre sí, forman una totalidad, unas son lo que son en función de las otras, en una palabra, son «respectivas». Esta respectividad universal es precisamente la mundanidad. Pero como Dios no es respectivo de la creación, sino independiente de ella, Zubiri se ve obligado a reconocer que la mundanidad no es una propiedad trascendental o general en sentido estricto, sino lo que, con fórmula inédita, llama un «trascendental disyunto». Finalmente, respecto a la discutidísima distinción entre esencia y existencia (lo meramente rato y lo meramente existente, en el léxico de nuestro autor), Zubiri cree, como Suárez, que no es real, sino de razón.
Este es el robusto nervio del libro de Xavier Zubiri, disecado quirúrgicamente, y aislado de su corpulenta y fibrosa complexión que alcanza el medio millar de páginas. Enhebrados y animados por él, hay un enjambre de valiosos escolios. Entre ellos sólo quiero destacar dos que ayudan a situar a Zubiri en el nobilísimo lugar que le corresponde dentro de la familia filosófica. Me refiero a su rotunda condena del existencialismo y del historicismo. Acusa al primero de suponer que en la realidad humana hay una anterioridad de la existencia sobre la esencia, afirmación imposible. Y frente al historicismo, niega tajantemente que el hombre sea puro suceder o acontecer. Quienes tienen a Zubiri por un existencialista disparatan tan divertida como escandalosamente. Y quienes pretenden encuadrarlo entre los epígonos orteguianos faltan intolerablemente a la verdad más palmaria, pues la metafísica de Zubiri está en los antípodas de la razón vital. Sobre la esencia es un brote del árbol aristotélico-tomista. Ni más ni menos. ¿Cuál es su alcance y vigor? El tema requiere otro artículo.
G. F. M.