Camilo Barcia Trelles
James Brown Scott y Francisco de Vitoria
Nuestro dilecto amigo, el profesor de la Universidad de George Washington, don Antonio Alonso, al remitirnos el último y muy glosado libro del ex embajador norteamericano en Moscú, George F. Kennan (Realitis of American Foreign Policy, Princeton University Press. Princeton, New Jersey, 1954), introducía en las páginas del citado volumen un recorte, desvanecido por la acción del tiempo, del The Evening Star, de Washington, D. C., de 28 de junio de 1943. Un día antes de la citada fecha, falleciera en Washington el que había sido para nosotros, pluralmente, maestro, guía y amigo: el profesor James Brown Scott. El nombre del que en vida fuera sabio internacionalista norteamericano, resultará familiar para los españoles en general y particularmente venerado por cuantos, en el amplio campo del Derecho de Gentes, presten especial atención al proceso histórico de las relaciones internacionales.
El doctor Brown Scott, infatigable viajero (siempre decía que había cruzado el Atlántico más veces que fray Bartolomé de las Casas), paseó, con su inmenso prestigio, a lo largo de los cinco mundos y a través de los siete mares preponderantes, una tesis que respaldó con el fervor propio de un convencido, a saber: el origen, indiscutiblemente español, del Derecho Internacional Moderno. Articula brillantemente esa tesis en un libro magistral: Francisco de Vitoria and His Law of Nations. Todo el peso de su inmenso prestigio, que justamente había merecido acatamiento de alcance ecuménico, operó eficientemente y el milagro se hizo. Se restauró la verdad a escala cósmica, reinstalación que los españoles debemos a quien, como el doctor Brown Scott, tan hondamente amó a nuestra España del Siglo de Oro y de modo especial dedicó sus inclinaciones apologéticas a los teólogos-juristas de la Salamanca del siglo XVI. Así pudo decir, en ocasión solemne, que él, anglosajón y protestante, proclamaba el origen, católico y español, del Derecho Internacional Moderno.
Permanecen aún vivos en nuestro recuerdo los diálogos que, casi cotidianamente, manteníamos con el profesor Brown Scott, en la sala de trabajo, que la Carnegie Endowment for International Peace, pusiera a nuestra disposición, al declararnos su huésped, en Washington D. C., durante los años de 1928 y 1929. Brown Scott, infatigable trabajador, antes de entregarse a sus tareas investigadoras, se detenía en nuestra sala y la conversación entre ambos engarzada giraba preferentemente en torno a lo que el mundo moderno debía a la egregia, y carente de plural, Escuela Internacional Española del siglo XVI. Nadie que nos conozca pondrá en tela de juicio nuestro acendrado «vitorianismo», pero esa veneración por el gran teólogo burgalés no resistía el parangón con el ardor «vitoriano» del doctor Brown Scott.
Quiso el azar o el destino que esa afección «vitoriana» del doctor Brown Scott quedase materializada, en forma que el sabio maestro norteamericano no pudo sospechar. Explicar cómo pudo generarse esa permanencia vinculatoria, acaso sirva para revelar al público español algo que para la mayoría de los lectores de ABC resultará ser totalmente inédito, y a ese interesante episodio queremos referirnos.
Se encargó de pintar las lunetas del techo del Palacio de la Corte de Justicia de los Estados Unidos al artista norteamericano Boardman Robinson. Entre las grandes figuras, elegidas para ornar dicho techo, figuraba y figura actualmente la de Francisco de Vitoria. Boardman Robinson, para cumplir su cometido, precisaba entrar en posesión de un retrato o dibujo auténtico con la efigie de Francisco de Vitoria, y, explicablemente, solicitó la cooperación del más grande de los «vitorianos». El doctor Brown Scott, así requerido, movilizó todos sus poderosos medios de acción para facilitar al artista el original requerido e indispensable. Pudo localizar un óleo de Vitoria, de reciente factura, pero el allí representado no era otra cosa que la efigie de un aldeano vasco, elegido al azar e investido con el hábito de los Hermanos Predicadores. El artista, percatado de la inutilidad de sus intentos, lo único que dedujo, tras estas malogradas gestiones, fue retirar esta convicción: la enorme veneración de Brown Scott hacia Francisco de Vitoria, y como ésa era la única evidencia tangible y al propio tiempo era preciso cumplir el cometido que le había sido confiado, sin consultar previamente con Brown Scott, coronó la figura, a la sazón ya terminada, de un fraile dominico, sujetando en sus manos un mundo, en el cual se inspirara Vitoria para crear un Nuevo Derecho, con la adición de la cabeza de Brown Scott. A todos cuantos hemos conocido al gran internacionalista de Washington nos es fácil recordar, contemplando la fotografía del cuadro y parangonándola con ese grabado de Brown Scott, que sirven de complemento ilustrativo del presente trabajo, el mirar de aquellos ojos, tristes y dulces a la vez, por los que asomaba cuanto había de bondad en aquel corazón generoso, que en 1943 dejó de palpitar para siempre.
Posiblemente, al contemplar esa efigie de Vitoria, muchos de los que a diario visitan la Corte Suprema de Justicia miren distraídamente hacia el techo, ignorando lo que pudiéramos denominar historia interna de ese retrato de Francisco de Vitoria, misterio que ya no lo será para cuantos retengan en su memoria la efigie de Brown Scott; menos aún para los lectores de ABC, que pueden parangonar los retratos de Vitoria y Brown Scott, aquí publicados, creemos que por primera vez, en la Prensa española.
De todos los merecidos homenajes a que por su «vitorianismo» era acreedor Brown Scott, acaso ninguno tan adecuado ni tan perenne como ese que se le rindió a través de los pinceles del retratista norteamericano.
Camilo Barcia Trelles