Filosofía en español 
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Gustavo Bueno

¿Qué es la Universidad? (I)

Necesidad de reflexionar sobre la Universidad

La Universidad es una institución y, como tal, posee esa característica “independencia” respecto de las personas que la componen –profesores y estudiantes– que permite decir con algún sentido que tiene vida propia. Las representaciones subjetivas que de la Universidad pueda tener alguno de sus miembros deja, en efecto, inafectada a la institución: ésta funciona según unas reglas objetivas, que no quedan comprometidas por la subjetividad de las opiniones privadas de cada cual.

Pero si la “objetivación” de las instituciones es la condición de su realidad transindividual –y salvaguarda de los caprichos de la interpretación individual– es a la vez, también, la fuente de su “enajenación”. Cuando la inmensa mayoría de las representaciones subjetivas de una institución –aún más: las interpretaciones de sus miembros dirigentes– no están ajustadas entre sí, es decir, no poseen un mínimo ajuste con la realidad objetiva, podemos diagnosticar, sin temor a equivocarnos, una alarmante dolencia: la institución no es ya sólo “objetiva”, sino que nos es ajena: esta “enajenada”, y sigue moviéndose por inercia. Inercia peligrosa que la hace avanzar ciegamente, que termina fácilmente por estrellarla contra los intereses subjetivos.

Por esto, reflexionar sobre la Universidad es siempre una obligación para quienes pertenecemos a ella, como profesores o como estudiantes. Una obligación que no puede considerarse nunca cancelada, porque nunca puede considerarse resuelta, de una vez para siempre, una cuestión en cuyo planteamiento interviene, no sólo la ideal objetividad de la institución, hipotéticamente dada de una vez para siempre, sino también los cambiantes intereses de las nuevas promociones de profesores y estudiantes. Según esto, el que coincidamos con otras interpretaciones pretéritas es un hecho eventual, y tan original como podría serlo un plan revolucionario de transformación de su misma estructura.

Reflexionar sobre el ser de la Universidad como institución, no es, por tanto, una mera cuestión privada, sino que pertenece a la dialéctica objetiva de la institución. Estas reflexiones reclaman, pues, constantemente, una discusión pública. Por este motivo, agradezco vivamente al director de esta revista universitaria que haya solicitado mi colaboración precisamente para responder a la pregunta: ¿Qué es la Universidad? Las ideas que esquemáticamente voy a exponer aquí han sido ya discutidas este mismo año en coloquios universitarios. Los que asistieron a ellos podrán reconocer aquí, más de una vez, el eco de sus intervenciones. Quiero advertir al lector que el estilo seco y escolástico que voy a dar a esta exposición tiene una intención deliberada: la de esquematizar los pensamientos despojándolos en los posible de toda ambigüedad, a efectos de facilitar la ulterior y eventual discusión pública. Mi intención no es persuadir a los lectores de ciertas ideas, recurriendo incluso a las trampas de la retórica, sino trabajar, como si se tratase de un problema de álgebra en el planteamiento y solución –dentro de nuestras actuales coordenadas de intereses– de esta sencilla pregunta, siempre abierta: ¿qué es la Universidad?

Definiciones convencionales previas

La pregunta: ¿qué es la Universidad?, será interpretada aquí como la pregunta por su esencia.

Utilizaré el viejo concepto de “esencia” en el sentido lógico habitual: un conjunto de rasgos o propiedades que satisfacen estas dos condiciones:

1.- Ser específicas o diferenciales dentro de una totalidad de objetos.

2.- Ser estructuradas internamente, coherentes, vinculadas por una interna cohesión que les confiere una estabilidad distinta de la que conviene a un mero agregado extrínseco de propiedades.

La determinación de la esencia de una idea venga a ser “clara y distinta”. “Clara”, en tanto que se nos presente nítidamente separada de las otras ideas, no “oscurecida” o contagiada por ellas. “Distinta”, en tanto que, internamente, se nos descubren las líneas de su estructura, que antes se nos aparecían “confusas” y como desdibujadas. Pero la claridad de las ideas –es decir, su separación y cortadura con respecto a las demás esencias– no debe ser de tal naturaleza que haga imposible la ulterior inserción de la idea en el contexto de las ideas de las que fue arrancada: si esto ocurre, nuestra idea, por clara que fuere, sería “utópica”, es decir, sin un puesto definido en la sociedad de las ideas, o al menos, sin un esquema de inserción posible en esa sociedad. Conseguir la claridad al precio de la utopía, es mal negocio. Es, sencillamente, un cálculo errado de nuestra economía mental; por consiguiente, un cálculo que debe ser inmediatamente corregido, si su error es, efectivamente, descubierto. Correspondientemente, la “distinción” de las partes internas de una idea no puede llevarse al extremo de hacer imposible su organización estructural. Una distinción empírica de partes, por minuciosa y abundante que sea, cuando no permite la recomposición de las internas fuerzas de cohesión, constituye un descuartizamiento de la idea. Este escrúpulo en la enumeración de partes, aun cuando se haga con todo el rigor de un método estadístico, puede resultar también un cálculo errado, que deberemos estar dispuestos también a rectificar.

Voy a “usar” esta sumaria definición de esencia en algunos ejemplos, para que quede bien claro el alcance que le doy cuando la aplico a la Universidad. Ante todo, podemos utilizar “esencia” para designar a esas invariantes que la ciencia natural suele llamar “estructuras”. Hablaremos de la “esencia” de los vertebrados, de la “esencia” del cloro o del helio (que nos vendrá dada por su fórmula atómica), de la “esencia” del triángulo. Estas esencias, pese a aplicarse al dominio de los seres naturales, no implican una “necesidad objetiva” (al modo platónico o incluso fenomenológico), sino que se salvan ya interpretándolas como construcciones lógicas, necesarias para dominar racionalmente el mundo. Es por ello enteramente previsible la transformabilidad dialéctica de unas esencias en otras, en virtud de mecanismos internos a la propia esencia considerada (esta transformación la revela, en la biología, la forma de una evolución “macroscópica”, o transformación de unas especies en otras; en la química, la forma de una transmutación de unos elementos del sistema en otros; en geometría, las transformaciones proyectivas topológicas, &c., de unas figuras en otras). También en la esfera de las esencias físico-naturales caben esencias inverificables, por utópicas o contradictorias: desde el elemento 94 del sistema periódico (antes de que fuera descubierto) hasta el “ave fénix”, el “perpetuum mobile” o el poliedro regular de diez caras.

Pero en la esfera de las realidades culturales –es decir, aquellas realidades que son configuradas gracias a la explícita y, por así decir, “artificiosa” intervención de la conciencia humana, y que, por consiguiente, sólo por “educación” de unas generaciones a otras perduran– tiene aplicación el concepto de esencia. Con una circunstancia que hace resaltar, además, la oportunidad de este uso: que las realidades culturales, en la medida en que son precisamente obra de la conciencia humana, y en la medida en que esa conciencia procede siempre dentro de categorías lógicas, poseen la esencia, no sólo acaso como una condición de nuestro conocimiento, sino como un componente de su misma realidad cultural. Las realidades culturales –el Estado, la familia, el arte– conservan siempre la huella de los mecanismos lógicos de la conciencia: son esencias abstractas, concebidas (muchas veces en grado aparentemente utópico), que han logrado tomar realidad. La familia monógama, como el Estado, son, en este sentido, tan artificiosas como la maquinaria de un reloj. Cual sea en concreto la esencia de cada realidad cultural es ya otra cuestión que las diferentes disciplinas culturales deben determinar. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, pensaba que a la esencia de la familia monógama pertenece el “servicio doméstico” (la “sociedad heril”). Aunque hoy día algunas personas sean fervientes tomistas (al menos en este punto) hay también ilustres sociólogos que ponen en duda esta interpretación.

Esencias culturales “positivas” y esenciales “trascendentes”

Y ahora voy a introducir una distinción, enteramente discutible, pero que resulta útil para plantear más de cerca la pregunta por la esencia de la Universidad. Hasta el punto de que la problemática esencia de la Universidad puede considerarse en estrecha dependencia con el fundamento mismo de esta distinción. Y aun cuando esta distinción no se admita –o por lo menos con el alcance que aquí le doy– creo que se le concederá cierta utilidad para el análisis de estos problemas.

Hay esencias culturales definibles (clara y distintamente) dentro de un área de valores culturales muy determinados, al menos en la época histórica o en el nivel sociológico dentro del cual promovemos la definición. Estas esencias –que pueden referirse a profesiones, a instituciones, a cualquier “producto” cultural– cobran un perfil precioso; su silueta se recorta en un marco de realidades muy determinadas, y por ello, en el caso más eminente, estas esencias adquieren un sentido “técnico”. Así, un club de natación, una empresa industrial, un instituto de idiomas, son “instituciones positivas”, a saber: con fines y medios muy precisos, definibles dentro de la constelación de valores vigentes. Son “esencias positivas” registrables, por ejemplo, en las oficinas que los Estados modernos tienen para elaborar un registro de patentes o un registro de asociaciones.

Pero seguramente el oficial del registro quedaría perplejo si, entre las solicitudes de una asociación, constase una que pidiese la creación de un nuevo Estado. La perplejidad se puede explicar de este modo: el oficial es un funcionario del Estado que recibe todo tipo de solicitudes que se mantienen definibles dentro del marco del Estado al que sirve, pero no tiene previstas solicitudes que, para definirse, rebasan el propio marco, trascienden, pues, el marco positivo en que nos movemos ordinariamente y, por consiguiente, son “esencias trascendentes”. Utilizo esta palabra con la menor cantidad posible de sentidos estimativos; prescindo de todo el cortejo de matices peyorativos que la palabra “trascendente” suele llevar consigo.

Una esencia cultural trascendente –por oposición a una esencia cultural positiva– es, según esto, una esencia que no queda adecuadamente definida por su referencia a ciertas realidades determinables dentro de un marco sociológico o histórico de valores; porque trasciende precisamente esos marcos o se define al menos por su pretensión de trascenderlos. Inventar un nuevo dispositivo para la refrigeración de un motor de explosión, es un acto enteramente positivo dentro de un sistema cultural en el que existan ya los motores de explosión, y, en general, una red de útiles necesarios para moverse por nuestro planeta. Pero inventar un dispositivo para salirse del propio planeta –una astronave con destino a la Luna– tiene algo de “metafísico” y trascendente por respecto a los programas ordinarios de los Estados, hasta la primera mitad de este siglo XX, atenidos a la planificación de la vida en la Tierra. Se demuestra por la resistencia a pensar estos nuevos ingenios en términos “trascendentes” y la preocupación por agotarlos mediante términos técnicos o positivos, aunque pertenezcan éstos a otra categoría –v. gr., la técnica política: se formula la invención de una astronave como eslabón de una amplia estrategia propagandística–.

Como ejemplos arquetípicos de estas instituciones no positivas cito a la Iglesia y al Estado. La esencia de una “iglesia” no puede describirse adecuadamente dentro de un marco positivo de acciones humanas “mundanas”, consideradas las unas con relación a las otras: incluye la referencia a la totalidad global misma del hombre y del modo, además, más fuerte posible, a saber: como eliminación, porque una Iglesia considera a cada una de esas acciones como algo efímero, como “cuidados temporales” que sólo valen, en último análisis, con relación a la vida ultraterrena. Por lo que se refiere al Estado, también hay motivos fundados para interpretarlo como una institución de tipo “trascendente”. En los discursos de la Corona, los Jefes de los grandes Estados apelan a ideas trascendentales –tales como la posibilidad de la vida en el planeta o el destino de Occidente– que a algunos ciudadanos pueden parecer retóricas, pero que demuestran hasta qué punto estos actos simbólicos, en los que el Jefe del Estado habla como tal, no pueden llenarse con palabras meramente “positivas”. Es muy difícil en cada caso aplicar esta distinción con resultados perfectamente unívocos. Ello es debido a que las instituciones trascendentes se “tecnifican” o funcionalizan tanto como las instituciones técnicas, en ocasiones, se “trascendentalizan” –basta escuchar algunos reportajes de partidos de fútbol para comprobarlo. La Iglesia, en la mente de muchos, llega a ser un instituto perfectamente positivo, describible en términos “mundanos” y psicológicos. El Estado es concebido por muchos como una “empresa” más, al lado de las otras, con fines plenamente positivos. Sin embargo, los fieles no aceptarían el retrato “behaviorista” que en términos mundanos hiciese un observador neutral, ni los políticos estarían siempre dispuestos a aceptar –más que con el valor propio de una útil metáfora– la comparación con los jefes de empresa privada.

¿Y la Universidad?

La cuestión sobre la esencia de la Universidad queda aquí planteada de este modo: la Universidad, ¿es una institución técnica o una institución trascendente? La esencia de la Universidad, ¿puede adecuadamente describirse en términos positivos tomados de nuestra constelación de patrones culturales, o bien estos términos resultan impotentes para apresar todo lo que se contiene en la Universidad como institución? Si eso es así, ¿no estamos obligados a ensayar siempre una formulación de la esencia de la Universidad en términos “trascendentes”?

Este planteamiento de la pregunta, ¿qué es la Universidad?, no es, por supuesto, el único ni acaso el más adecuado; pero en todo caso es lo suficientemente fecundo metodológicamente para tratar con orden muchas cuestiones que a todos nos interesan, y para descubrir algunos aspectos que acaso otros planteamientos no tienen fuerza para revelar. En el próximo artículo comenzaré la discusión de las soluciones posibles a esta cuestión, así planteada. Si he dedicado todo este artículo a este planteamiento, ha sido porque he pensado, de acuerdo con el lema clásico, que una cuestión bien planteada es la mitad de la solución. “Prudens quaestio dimidium est scientiae”.

Gustavo Bueno