Carlos París
La información como arma
Cada época tiene sus grandezas y sus limitaciones. Su destino y su función insustituible en la evolución de lo humano. ¿Será demasiado orgullo el que acentuemos la singularidad de nuestros días? Por lo menos, sin detenernos en ociosas comparaciones con jornadas ya cumplidas, abramos bien nuestros ojos sobre lo que en derredor ocurre. Porque en verdad que están sucediendo, disfrazados en aires de cotidianiedad, episodios impresionantes. Escenas habituales que, si nos evadimos contemplativamente de su excesiva cercanía, se nos revelan desconcertantes, estremecedoras inéditas en la figura de la historia humana.
La razón científico-técnica, contra todos los agoreros pronósticos de su ocaso, está recreando el entero vivir del hombre. Mas fijémonos, al hablar de la “razón científico-técnica” no hay que pensar en el mundo de las ciencias naturales tan sólo. No se trata de la energía nuclear ni de los viajes interplanetarios –realidades impresionantes, decisivas, pero crasamente accesibles–, sino de la transformación sutil que están operando en la vida los saberes y técnicas antropológicas y sociológicas. Desde luego –también es cierto– en íntima unión con el orbe del pensamiento científico natural.
Porque el artificioso dique de las “Naturwissenschaften” y “Geisteswissenschaften” hace tiempo que ha sido saltado para establecer la profunda unidad –que no es monotonía– del nuevo espíritu científico y técnico. En el cual la física reclama no sólo la remeditación de su historia, sino una teoría de la información, del conocimiento como proceso material, al par que psíquico y lógico, y un enmarcamiento en su contexto social. Y en el que el estudio del hombre, de la sociedad, de la historia, se plantea con técnicas matemáticas y experimentales, no como cuestión de “letras”, según algunos parecen seguir creyendo.
Detengamos, empero, la sugestión de este amplio tema para retornar sobre nuestra consideración inicial la novedad sutilmente creadora de nuestro tiempo en los gestos diarios de la vida humana, posibilitados y gobernados por un modo nuevo de racionalidad. Y descendamos sobre algunos hechos muy concretos.
Recientemente leía yo una crónica de los últimos acontecimientos argentinos en que se relataba el fracaso de la acabada rebelión. Ciertas expresiones del autor de tal crónica –don Félix Centeno, corresponsal de Pyresa– llamaron fuertemente mi atención. Se nos refería cómo se produjeron estérilmente las últimas sacudidas del movimiento subversivo. “La situación hizo crisis anoche, cuando un gigantesco esfuerzo publicitario de los rebeldes por medio de la radio... intentó arrastrar a su lado a las unidades militares sin conseguirlo. (...) El estruendoso ataque radiofónico fue estéril.”
¿No es verdaderamente curiosa esta configuración de una ofensiva final? Se trata de un “gigantesco esfuerzo”, de un “estruendoso ataque” perfecto; pero al seguir salta la paradoja, “esfuerzo publicitario”, “ataque radiofónico”. Un bombardeo, no de proyectiles, sino de ondas hertzianas, un lanzamiento no de paracaidistas o fuerzas de desembarco, sino de noticias y argumentos. De repente, los términos bélicos adquieren una feliz cualificación incruenta. De las barricadas ardientes pasamos al sosegado ámbito doméstico del radioescucha. En la expectativa de ferocidad correspondiente a los primeros vocablos nos sentimos repentinamente derribados a una tierra conmovedoramente dulce y civilizada.
Apresurémonos a aclarar que no pretendemos poner en solfa la tragedia que vive la nación hermana, admirada y querida por tantos conceptos. En primer lugar, porque esta irrupción de los medios de propaganda en escenarios bélicos representa un hecho general de nuestro tiempo, del cual apreciamos ahora una muestra especialmente llamativa, nada más. Precisamente aquí salta la necesidad del análisis. Además, ya que si penetramos un poco más en el fenómeno, quizá tengamos que frenar esta inicial alegría y se nos descubran rostros inquietantes suplantando la inicial gesticulación beatífica.
Acabamos de indicar que estos sucesos arrancados a una crónica –por lo demás con perfecta independencia de sus implicaciones concretas y de su significado singular más o menos exacto– no son sino testimonio de algo que viene ocurriendo más dilatada y genéricamente. Recordemos, por ejemplo, hace dos años la sublevación argelina de los generales contra el poder central. También aquella vez se produjo un forcejeo de noticias, amenazas, consignas, definiciones de actitudes lanzadas desde ambas orillas del Mediterráneo, cual proyectiles, pero en una lucha puramente psicológica y verbal, a través de los medios informativos y propagandísticos. Y el episodio final estuvo marcado expresivamente por el fallo de unos altavoces.
En nuestra contienda nacional, por su parte, como es bien sabido, no sólo se cambiaron andanadas de plomo y pólvora y golpes de bayoneta entre las líneas, sino arengas, invectivas, noticias, la dialéctica más estricta de la palabra como fondo de la de los “puños y las pistolas”.
Hoy en día, en una revolución es tan importante la conquista de las emisoras como la de los centros militares o los nudos de comunicación. Y, permítasenos insistir, no ya por su significado como núcleos vitales de un país, sino por su valor cual armas determinantes para imponerse “desde las ondas” sobre el enemigo.
Este es, pues, el hecho, el valor ofensivo e impositor alcanzado por los medios y técnicas propias de la noticia, del alimento informativo del hombre. Un mundo casi impensado en la historia del armamento y la estrategia. Desde esta comprobación surgen innúmeras suscitaciones reflexivas, entre las cuales vamos a apuntar velozmente dos grandes temas.
Primero, que todo esto no constituye sino la expresión, al nivel de una cultura poderosamente tecnificada, de algo que naturalmente preexiste desde las formas más primarias –aun meramente biológicas– de la lucha. En el combate, desde el encuentro violento de dos animales hasta el de los ejércitos, ha habido siempre un contender físico y un forcejeo psicológico. Se puede triunfar por superioridad en fuerza y agilidad, o simplemente por la astucia y la pura impresión que hagan innecesario el choque material. El ladrido, la técnica del amedrentamiento del rival tratan de eliminarlo, de un modo anterior y más radical y cómodo que el representado por la imposición física.
La sabiduría popular ha recogido esta idea, pensando que quien de tales artes se vale es porque no posee la disposición para la verdadera lucha: “Perro ladrador, poco mordedor.” No siempre es así, pero hay un fondo de verdad: la presencia de un esfuerzo sustitutivo hacia lo incruento. Y, desde luego, nuestro mundo, porque adivina lo que pueden ser los mordiscos en la era atómica, se dedica a ladrar bastante.
Segundo, desde otro ángulo, el fenómeno información-arma consigue un nuevo valor expresivo, como cúspide significativa del poder gigantesco que el mundo de la información y la propaganda entrañan en nuestra existencia histórica. En gran medida es hoy el artífice del triunfo social no el intrínseco valor, sino la habilidad y potencia exhibitorias. Ello desde la vida comercial hasta la política, pasando por el reconocimiento y vigencia de la producción intelectual y artística. No es de extrañar entonces que creadores en los dominios más puros cedan a la tentación y se dediquen muchas veces a maniobras exhibicionistas impropias, a trucos publicitarios degradantes, que en nombre de lo que deberían representar de exigencia y modelo no les pueden ser perdonados.
Aparece la verdad creada y forjada por la propaganda en la mente humana, desplazando o en peligro de desplazar a la escondida, encerrada y solitaria verdad real. ¿Cómo puede hoy subsistir ésta si no encuentra su vía de acceso a la conciencia humana despóticamente gobernada por técnicas exteriores? Se podrá decir, como en la ingeniosa sátira de Orwell, “1984”, por estos poderes de la opinión: “La realidad existe en la mente humana y en ningún otro sitio.”
Quien reflexiona sobre el dominio de la conciencia a que nuestro mundo está llegando no puede sino sentir el escalofrío del estremecimiento. Si al hombre ha preocupado ancestralmente el que la fuerza pueda sustituir al derecho, hoy se levanta no menos inquietante la amenaza de que la propaganda devore la posibilidad y el sentido mismo de la verdad. Largo camino de responsabilidad y meditación se tiende aquí. Pero es tiempo de hacer punto final.