Presencia del Pasado
¿Por qué deben conservarse los restos de una vieja civilización?
Por Alfonso Caso
Exceptuando las fuerzas naturales y los productos inmediatos de ellas, todo lo que ven nuestros ojos, todo lo que utilizan nuestras manos y la mayor parte de nuestros propios pensamientos, son el resultado actual de una serie de invenciones humanas acumuladas. Lo mismo nuestros alimentos que nuestras casas; nuestros vestidos y nuestros útiles de trabajo; el diario que leemos por las mañanas o la sinfonía que escuchamos por las noches, todo tiene una historia que explica su existencia.
Cuando vemos un edificio o tomamos un tren o enviamos un telegrama o hacemos cualquiera otro acto trivial de nuestra vida cotidiana, muy pocas veces somos conscientes de que en el origen de cada una de estas cosas, hubo el pensamiento de un hombre y que nosotros no somos más que los herederos de una fortuna acumulada, que gastamos a manos llenas todos los días y que, a la inversa de las otras riquezas, se conserva precisamente cuando la usamos y la gastamos. Este capital tiene un nombre: se llama Cultura.
Si quitáramos a un hombre su cultura, si lo despojáramos de todo lo que hay en él de histórico, lo transformaríamos en la más desamparada de las criaturas; lo dejaríamos convertido en el animal más desprovisto de defensa y tan escaso de medios para poder luchar, que seguramente no podría sobrevivir a esta amputación, que por otra parte, sólo es posible pensar, pero no realizar, pues el mismo cuerpo humano ya es el resultado de una serie de transformaciones, adaptaciones e invenciones, que están incorporadas en la anatomía y en la fisiología del hombre.
En el caso de que exclusivamente usando nuestras propias manos, llegáramos a apoderarnos de los alimentos que necesitamos –pues las armas y los útiles son el resultado de múltiples invenciones– ¿podríamos digerir los alimentos crudos, soportar el sol del verano y la nieve del invierno y vivir, no de las plantas cultivadas y de los animales domésticos –pues éstos son también invenciones humanas– sino de las raíces y frutos silvestres y de los animales salvajes de los que se pudiera apoderar nuestro instinto, ya que la inteligencia desarrollada es también el resultado de la cultura?
Todo lo que existe tiene una causa que lo produce y una historia que lo explica; para entender cualquier cosa hay que conocerla por sus causas o por sus antecedentes; decir cuáles son las fuerzas naturales que actúan en su producción o indicar cuáles son los seres o las ideas de los que proviene y que lo han engendrado.
El primer modo de explicación, por las causas, se llama ciencia y se considera que éstas son anteriores al fenómeno, pero casi contemporáneas a él. El segundo modo de explicación, por sus antecedentes, se llama historia y ésta es la sucesión de los seres que han precedido y engendrado lo que actualmente existe.
Todo lo que existe se puede explicar científica e históricamente; pero es el interés humano el que determina si un objeto debe ser estudiado de un modo o del otro. La ciencia es universal, en cuanto que todos los fenómenos del Universo están sometidos a causas, pero también la Historia es universal, porque todos los fenómenos del Universo han tenido antecedentes. Pero mientras que la ciencia se interesa por lo que hay de general en lo individual (con el objeto de formular leyes), la historia busca lo que hay de singular en lo individual, con el objeto de hacer lo que podríamos llamar biografías, ya sea de un sistema solar, de un astro, de un planeta, de una especie vegetal o animal; pero sobre todo del hombre y de su cultura.
Los fenómenos en que no interviene el hombre, nos interesan principalmente por sus semejanzas que los relacionan con otros fenómenos de la misma especie; en los hechos culturales en cambio, nos interesa principalmente la individualidad de estos hechos, su personalidad, que los distingue profundamente de sus semejantes, que los hace únicos; por lo que podemos decir que, si es cierto que la historia se repite, es cierto también que jamás se repite sin variación, y que “nuestras manos no podrán volver a tocar la misma agua del río”.
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Muchas veces, en presencia de las noticias de descubrimientos y más aún, de expediciones arqueológicas, el hombre común y corriente, que gana su dinero produciendo cosas útiles –puesto que se venden y se compran–, se habrá preguntado si vale la pena gastar tantos recursos y tanto tiempo en desenterrar los restos de las ciudades muertas y habrá considerado con extrañeza –que en el fondo contiene una reprobación–, el que personas serias pretendan que las exploraciones arqueológicas sean una cosa distinta de una manía o una búsqueda inconfesada de tesoros.
La actividad de los cazadores de vasijas o huaqueros, como se les llama en la América del Sur, podrá lindar más o menos con las leyes penales, pero es explicable; mientras que la actividad del arqueólogo, que no busca su propio enriquecimiento y que gasta los recursos de una institución científica o los del Estado, en obtener fragmentos de vasijas que nadie quiere comprar o puntas de flechas rotas, que no podría vender, es absolutamente inexplicable, como no sea un juego o una manía muy particular.
Y muchas veces el hombre común y corriente preguntará si deben conservarse los restos de las civilizaciones antiguas. Si no es una actitud romántica la que nos lleva a conocer el pasado y si no corremos el riesgo de convertirnos en una estatua de sal, si queremos ver lo que sucedió a nuestras espaldas. Para esta pregunta me parece lo mejor contestar con otra: ¿Destruiríamos un libro original y único, en el que se describiera el modo de vida de nuestros padres; en el que se explicaran cómo fueron inventados los instrumentos que ahora usamos; cómo se principiaron a cultivar las plantas que ahora nos alimentan; en suma, la historia de nuestra cultura? Pues bien, este libro lo constituyen los monumentos arqueológicos.
Algunos pueblos, excepcionales en la historia, han dejado escritas noticias de su vida, de sus luchas y conquistas, nombres de reyes y de sacerdotes, listas de los tributos que pagaban al vencedor o que cobraban al vencido, rituales para rogar a los dioses y leyes para castigar a los que no se ajustaban a los preceptos semidivinos que ordenaban sus reyes. Pero si sólo tuviéramos de esos pueblos las noticias que figuran en sus escritos, no podríamos formarnos una idea clara de lo que era la vida en sus múltiples aspectos, en esos lejanos tiempos. Es verdad que a veces, documentos de una naturaleza menos política o pública, se nos han conservado, contratos para la compra de vino, arrendamientos de terrenos, cartas de negocios, recetas para curar enfermedades reales o imaginarias o para fabricar platillos que saborearon hombres que desaparecieron hace muchos miles de años. Todos estos documentos nos permiten adentrarnos un poco más en la reconstrucción de la vida real de esos pueblos, imaginar sus costumbres y sus problemas, caminar por las calles embaldosadas de una ciudad que desde hace siglos no es más que un conjunto de ladrillos medio cubiertos por las arenas del desierto o esperar con ansiedad el barco, cargado de granos, de vino, de aceite y de perfumes, que se hundió azotado por el mar antes de llegar al puerto, del que no quedan más vestigios que el muelle, apenas perceptible, que se levanta ahora como un muro en medio de los campos de labor.
Pero al lado de estos documentos escritos, que estudia el historiador, existen los innumerables restos que va dejando el hombre al vivir o que entierran con su cadáver los parientes y los amigos, para proveerlo en el largo viaje que queda más allá de la muerte.
A veces sólo una ligera ondulación del terreno advierte la presencia de los antiguos restos, y estos desniveles son tan ligeros que no se pueden notar desde el suelo, por lo que el avión ha sido un auxiliar precioso para localizar las ruinas arqueológicas y descubrir los viejos caminos, los antiguos canales de irrigación, las fortificaciones de las ciudades y las tumbas.
La observación desde el aire sólo es fructuosa cuando el sol está cercano al horizonte, por la mañana o por la tarde, pues entonces las sombras de los relieves muy bajos son perceptibles y la regularidad geométrica –ese elemento extraño que el hombre introduce en la Naturaleza–, sirve para distinguir las obras humanas de las formaciones que producen las olas, las lluvias o los vientos.
Viajando en aeroplano por la costa peruana, a principios del pasado año, pude ver desde el aire los contornos geométricos claros de una gran ciudad que no es perceptible desde el suelo. Los vientos han acumulado grandes cantidades de arena, pero lo han hecho siguiendo los muros de los aposentos, formando montículos muy pequeños sobre las habitaciones, y dejando los patios y plazas como ligeras depresiones del terreno.
Otras veces es la selva tropical la que oculta las viejas ciudades. Donde antes floreció una gran metrópoli rodeada de pequeñas villas, aldeas y campo de labor y a la que afluían caminos embaldosados, hoy es un bosque casi impenetrable, y son los chicleros o los que buscan los árboles de caoba, los que descubren en este mar verde, húmedo y malsano, el templo antiguo, invadido por las lianas, los murciélagos y las serpientes, en el que todavía se mantiene con su gesto impasible, la deidad tallada en piedra o modelada en estuco, que ha visto pasar cientos de años, desde la última ofrenda de incienso que le hiciera el sacerdote maya.
Pero no sólo de los grandes monumentos que nos ha legado la antigüedad, se puede derivar el conocimiento de las viejas civilizaciones. Generalmente se piensa que las pira mides, los palacios y las tumbas de los reyes deben constituir el principal, por no decir el único objeto de estudio del arqueólogo; que lo extraordinario es lo importante. Esto podrá ser cierto para el amateur o para el coleccionista, pero no para el que trata de conocer cómo fue una civilización. Es como si pretendiendo estudiar el relieve del suelo de un país, tomáramos en consideración únicamente las más altas montañas. La verdad es que para tener una reconstrucción de la vida antigua, para estudiar sus conexiones con el presente, para explicar en suma históricamente por qué somos como somos, no nos interesa tanto lo extraordinario como lo vulgar, lo que sucede todos los días; no nos interesa tanto lo que preocupaba a los reyes, a los grandes capitanes y a los sacerdotes, sino lo que preocupaba a los miles de hombres y mujeres que vivían entonces; cuáles eran sus necesidades, sus gustos, sus esperanzas y sus temores, cómo habían descubierto útiles y herramientas para procurarse el alimento, el vestido y la casa; cómo decoraban sus vasijas, sus armas y sus joyas; cuáles eran sus ideales religiosos, sociales y políticos y, si pudiéramos lograrlo, cuál era su psicología, sus acciones y reacciones espirituales ante el mundo y el hombre.
Restos de armas inútiles, de vasijas rotas, los miles de objetos que se arrojan porque han dejado de satisfacer una necesidad, constituyen espléndidos documentos que se acumulan en los basureros de las ciudades y que explora más tarde el arqueólogo en busca de datos para la reconstrucción de la cultura.
Cuando en 1933 visité en Chicago la Feria Mundial, recuerdo que en el magnífico Hall of Science, los arqueólogos de la Universidad habían preparado una amplia vitrina en la que estaba el corte de un basurero moderno en una gran ciudad. Se veían las capas de desperdicios acumulados, y su sucesión indicaba las modificaciones que ha sufrido la cultura en los últimos 60 años. Naturalmente las capas más bajas eran las más antiguas y en ellas aparecían objetos tales como las palmatorias de cobre, las lámparas de petróleo, los botines de botones y otros muchos objetos de los que usaban nuestros padres. En una capa superior a ésta, y en consecuencia más moderna, aparecían ya las primeras lámparas eléctricas de filamento de carbón, las máquinas de escribir de un tipo muy anticuado y hasta la bocina y parte del motor de un viejo automóvil. En la capa más reciente abundaban las latas de conservas, los fragmentos de coches de un tipo más moderno, los zapatos que todavía recordamos haber usado en tiempos juveniles y las lámparas eléctricas de filamento metálico.
Supongamos ahora que por la implantación de un nuevo orden en el mundo, desapareciera la cultura; que otra vez las hordas humanas recorrieran las ruinas de nuestras ciudades y que más tarde, después de muchos siglos, el hombre volviera a tratar de explicarse qué es lo que había sucedido antes de él, de dónde venía su cultura y de dónde procedían los artefactos que usaba. Si los arqueólogos de esos tiempos futuros exploraran el basurero de nuestra ciudad, encontrarían en capas superpuestas, los restos acumulados de la industria humana, y se hablaría de la época de la lámpara de petróleo, de la época del automóvil y de la época de las vitaminas, como ahora hablamos de la del cobre, el bronce o el hierro. El estudio de estas capas (en latín strata), es lo que se llama la estratigrafía, método fundamental en la arqueología, que nos permite fechar con seguridad las épocas de una cultura; establecer su sucesión en el tiempo; marcar sus relaciones con otras culturas contemporáneas, sus antecedentes y sus derivaciones; sus épocas de imitación, de florecimiento y de decadencia; su desarrollo artístico o industrial; su comercio, sus guerras y sus conquistas; sus gustos y sus costumbres.
Gracias a la arqueología, podemos estudiar cómo un arte nace en un pueblo con incipientes balbuceos, al recibir el impacto que provocan en él los cambios de medio o las influencias de vecinos más cultos o más poderosos; cómo se desarrolla afirmando su personalidad, prescindiendo poco a poco de lo que no es su propia idiosincrasia; cómo después de épocas de ensayos cada vez más audaces, se produce inesperadamente el gran estilo que lo hará inmortal y en una hora, que parece milagrosa, dará más obras de arte perfectas que en todos los siglos de su existencia; cómo más tarde, atacado de incurable impotencia, repite sus modelos clásicos o exagera hasta el absurdo la decoración y utiliza sin medida el adorno y cómo, por último, después de esporádicos renacimientos, se apaga lenta o bruscamente. Otras ideas han surgido, traídas por pueblos más enérgicos, quizá otros hombres han ocupado el lugar que antes ocuparan esos productores y una gran cultura ha desaparecido después de haber irradiado su luz sobre sus contemporáneos. Un capítulo de la historia humana queda cerrado y tocará al arqueólogo, por el estudio de los restos materiales, darnos una imagen viviente de lo que no son más que restos muertos, que hace muchos siglos perdieron la facultad de engendrar en los hombres ideas y emociones; tocará al arqueólogo evocar ese pasado para unirlo al presente y darnos así una explicación de lo que somos; bajo sus ojos los restos muertos volverán a hablar y a través de él, podremos entender los pensamientos de los otros hombres y vivir en parte la vida que ellos vivieron.
Pero el arqueólogo no sólo trata de descubrir, sino de conservar. Los objetos tienen que ser desenterrados poniendo el mayor cuidado en su manipulación pues generalmente se les encuentra casi perdidos por la acción de la humedad, de los insectos, de las raíces y sobre todo de las sales, que llegan a destruir al barro que es por otra parte, uno de los materiales que mejor se conserva. Saber lo que hay que hacer para que el objeto no pierda su integridad y sus características, con el fin de que en la vitrina del Museo sea una muestra objetiva de la civilización que lo produjo, es una de las preocupaciones constantes del arqueólogo; pero no hay recetas universales que puedan aplicarse en todos los casos, pues la diversidad de materiales y de circunstancias, hacen que lo que en un caso sirve para salvar un objeto, en otras condiciones lo arruine definitivamente. Claro está que muchas veces, el objeto puede ser extraído sin peligro y que el cuidado de su conservación, ya no depende del arqueólogo, sino del laboratorio del museo, en el que los especialistas lo tratan como es debido; pero hay en cambio muchos casos en los que un objeto no puede extraerse si no se le consolida, y entonces hay que hacer esta consolidación en el terreno mismo, sin esperar llegar al laboratorio.
En mis exploraciones de Monte Albán, se me presentó hace algunos años un problema de esta naturaleza. En el interior de un altar, colocado en el patio central de un palacio, encontré una ofrenda de cuatro estatuillas de terracota que representaban a un orgulloso señor, sentado a la oriental, rodeado por sus humildes mujeres, hincadas frente a él en una actitud de reverencia. Cuando sacamos estas terracotas, operación que no requiere sino el cuidado ordinario, encontramos abajo de ellas la parte más interesante, pero también la más difícil de conservar. Consistía en un escudo cubierto totalmente con un mosaico formado por innumerables plaquitas de jade que habían sido colocadas sobre una simple capa de estuco. Naturalmente la humedad del interior, no permitía manejar el estuco reblandecido que tenía la consistencia de arena húmeda y, para aumentar las dificultades, el escudo no era completamente plano, pues todo el centro de la decoración estaba a nivel un poco más alto. Levantar una por una las plaquitas –con la esperanza de volverlas a colocar en el mismo lugar, en otro objeto semejante– habría sido convertir una obra de arte en un montón de materiales sin valor, y un objeto auténtico, en una reproducción, quizá semejante, pero jamás idéntica.
Para conseguir extraerlo, lo cubrí con una gruesa capa de celuloide líquido, reforzándolo con tiras de lienzo que se adaptaban bien a la forma del objeto. El celuloide penetró por los intersticios del estuco y sirvió de pegamento para este material suelto. Después que el objeto así preparado se hubo secado, disolví con acetona el celuloide, despegando las tiras de lienzo y limpiando después cuidadosamente y una por una, las plaquitas de jade para quitarles el celuloide que había quedado adherido. El estuco, impregnado del pegamento, tenía una consistencia mayor de la que nunca había tenido, y ese objeto, que siempre debió ser muy frágil, se conserva ahora en el Museo Nacional de México, prácticamente en la misma forma en que fue depositado hace muchos cientos de años en el altar del palacio.
Descubrir primero, consolidar después y analizar y estudiar los objetos que se encuentran, son etapas necesarias del trabajo arqueológico; pero para conseguir el análisis de los elementos que encuentra, el arqueólogo necesita cada vez más del concurso de otros especialistas y no puede basarse en sus conocimientos generales de las otras ciencias, ni en el dominio insuficiente que pueda tener en otras técnicas. El geólogo y el geógrafo, le expondrán el ambiente físico en el que vivió el pueblo que estudia; el botánico y el zoólogo le proporcionarán los datos de la flora y la fauna de la que vivía ese pueblo; el astrónomo calculará qué fenómenos celestes pudieron ser percibidos entonces por los hombres de esa región, y fueron capaces de engendrar su calendario y quizá también el ritual con el que adoraban a sus dioses; el físico y el químico estudiarán la composición microscópica de la cerámica, de los colorantes con que teñían sus telas, de los metales y aleaciones que empleaban en sus armas y en sus joyas; el antropólogo estudiará el tipo físico de los restos óseos y lo comparará con otros tipos, le dirá por el estudio de la dentición, cómo eran los alimentos que empleaba y en algunos casos las enfermedades que padecían; el lingüista podrá intentar reconstruir con las palabras, las raíces y las terminaciones arcaicas, conservadas en las lenguas modernas, el lenguaje que hablaron esos hombres y el etnólogo tratará de descubrir en las poblaciones actuales los costumbres. restos de las antiguas
El análisis requiere cada día técnicas más precisas y concretas, y un solo hombre, por sabio que se le suponga, no está ya en posibilidad de utilizarlas; requieren cada vez más, el concurso de numerosos investigadores especializados en su propia técnica.
Pero no hay que olvidar que cada uno de estos especialistas está estudiando y limpiando una pieza del reloj; pero que lo que en definitiva nos importa es que el reloj funcione. Es decir, que todos estos análisis son inútiles si en resumen no conducen a preparar las piezas para que venga el relojero y arme la máquina con estos elementos; si después de este científico y minucioso desmembrar, el historiador no nos da una síntesis clara y evocadora, susceptible de explicarnos el pasado en términos del presente –puesto que no lo podríamos entender de otro modo–, pero también capaz de explicarnos el presente en función del pasado.
Tarea difícil, casi imposible la que se impone el arqueólogo que ha de reconstruir las pasadas civilizaciones, fundándose muchas veces en los miserables restos que han podido subsistir, a pesar de los agentes de destrucción que representan los elementos y los hombres; que tiene que interpretar las viejas civilizaciones, prescindiendo de su propio modo de juzgar las cosas y procurando pensar como lo haría un hombre de ese mundo que él descubre y que trata de reconstruir. Para lograrlo necesita la precisión y la técnica rigurosa, matemática, del investigador de las ciencias naturales, combinada con la intuición de lo individual que posee el artista. A ningún hombre de ciencia se le pide que reconstruya el mundo que está estudiando, y a ningún artista se le exige que sujete su libre fantasía a los rigores y precisiones del método científico. Pero afortunadamente la labor no tiene que ser individual. La reconstrucción del pasado, como toda obra humana, es colectiva. Muchos obreros ponen las piedras del edificio cuyo plano desconocen, en espera de aquél que es capaz de concebir más tarde el edificio mismo, de describirlo en toda su magnificencia, de explicar cómo funcionaba, hasta darnos la impresión de que nosotros mismos hemos vivido en él, hasta hacer lo pasado actual.
En la historia podemos decir que el sabio trabaja en espera del poeta, del creador, del que ha de hacernos palpar, con una viviente y punzante actualidad, los actos anteriores del drama, y hacernos entender que en la parte que estamos representando nosotros mismos, no somos sino los actores momentáneos, torpes o brillantes, pero no definitivos del desenlace que estará en parte preparado, por los escasos momentos que la Implacable Directora, nos permita estar en escena.