Filosofía en español 
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Nuestro tiempo

El derrumbamiento de la cultura alemana (ensayo de interpretación)

por Luis Recasens Siches

El 30 de enero de 1933 constituye una fecha aciaga en la historia contemporánea. Fue el día en que Hitler subió al poder en Alemania. A partir de ese momento, se produjo con rapidez vertiginosa el derrumbamiento completo de la cultura alemana: el desarrollo de un veloz proceso de rebarbarización y de envilecimiento en todos los aspectos de la vida alemana. No se trataba de una mera aventura política de trágicas dimensiones. Era esto, pero a la vez algo más; algo mucho más profundo y de mayores consecuencias devastadoras: el hundimiento cataclísmico de todo el espíritu y de toda la moral de un pueblo, al que durante los últimos doscientos años le había correspondido importantísimo papel en el desenvolvimiento cultural de Occidente. No se trataba solamente de un conflicto entre un régimen adorador de la violencia y algunos intelectuales que, fieles a su misión, defendiesen la libertad del espíritu. Tales conflictos se han producido alguna vez en la historia de casi todos los pueblos; y en esos casos, los intelectuales, inermes, sin otro equipo que su conciencia limpia, han solido verse arrollados en el primer momento por el tirano detentador de la fuerza, aunque al correr del tiempo, la semilla lanzada por aquellos haya fructificado engendrando grandes movimientos reivindicatorios. Si la irrupción del nazismo en la vida alemana hubiese representado solamente uno de tales casos, el hecho, con ser muy doloroso y repugnante, no habría asumido las proporciones de catástrofe total que ha tenido, hasta el punto de que puede hablarse fundadamente del hundimiento de la cultura alemana. Porque ocurrió que la toma del mando por el nazismo no se limitó a suscitar una serie de colisiones entre el nuevo poder triunfante y los pensadores que le eran desafectos, sino que produjo un movimiento de agresión entera y plenaria contra todas las fuentes y manifestaciones de la cultura, en sus varias ramas y sectores, un ataque a fondo e implacable contra los resortes del espíritu.

Transcurridos apenas sesenta días de la exaltación de Hitler al poder, se había procedido ya a la expulsión de centenares de eminentes profesores universitarios, entre ellos dieciséis laureados con el Premio Nobel, a las quemas de numerosas bibliotecas, a la destrucción de cuadros y esculturas, a la proscripción de los mejores directores de orquesta, al cierre de los más notables teatros, a la supresión de afamadas editoriales, a la clausura de múltiples centros de investigación. ¿Tal vez en contra de determinado ideario, de una singular orientación que se reputase como especialmente peligrosa para el nuevo Estado? No, en manera alguna; no contra una cierta tendencia, sino contra todas las orientaciones, personas y entidades sospechosas, no ya sólo de disidencia, sino incluso de mera tibieza respecto del nuevo régimen. Cabe decir, sin exageración, antes bien con ajustada exactitud, que lo que se desencadenó fue un odio contra el espíritu en general, una agresión ilimitada contra la cultura; y no sólo contra la cultura de la época, sino también contra la cultura alemana de otro tiempo (así, por ejemplo, contra Kant, contra Heine, Jean Paul, Holderlin, Brahms, &c.), queriendo conservar nada más que algunas pocas figuras –y terriblemente deformadas– que fueron con mentira convertidas en precursores del Tercer Reich. Se desencadenó una serie de oleadas de furor teutónico –expresión empleada numerosas veces por los nazis como autodefinición– que arrasaba todos los bienes de la cultura, y que se exaltaba en un propósito de vuelta a lo selvático. Desde luego, este fue un movimiento consciente y deliberadamente organizado y dirigido por el partido nacional-socialista; pero no tan sólo eso: también, además, una especie de desmoronamiento total de la vida alemana civilizada y un hundirse en una situación íntima de barbarie; un gran proceso de rebarbarización en todos los aspectos, menos en el manejo de la técnica mecánica y de la técnica burocrática y policial. Por eso parece no tanto una mera tragedia política, cuanto más bien la quiebra total de una nación.

Todo esto constituyó, ya en el primer momento, una pavorosa tragedia para la humanidad civilizada. Acaso al principio, muchos no la advirtieron, o por lo menos no se dieron cuenta de la magnitud del desastre. Hoy está bien claro, con triste evidencia de sangre y desolación, que la magna tragedia que atraviesa la humanidad en estos momentos es tan sólo un efecto enormemente ampliado del proceso que estalló a comienzos de 1933. Esta tragedia la experimentamos muchos, ya al iniciarse en 1933, no sólo como amenaza para la humanidad toda –cuyo peligro pudo y debió ser conjurado– sino como desastre consumado de una fuente, en otro tiempo quizá la más fecunda, de la cultura contemporánea. Yo, por mi parte, confieso que este derrumbamiento completo de la cultura alemana, ya en 1933, lo sentí como espantosa angustia. Debía a la cultura germana anterior muchos e importantísimos veneros de mi formación intelectual; conservaba gratísimo y obligado recuerdo de mis años de ampliación de estudios en la Universidad de Berlín y en otros centros intelectuales de Alemania (en la época de la República de Weimar); tenía a la lengua alemana por el primer instrumento de trabajo en las labores filosóficas; y hasta había llegado a confiar que ese pueblo, tan tarado en sus andanzas políticas anteriores –por su sentido militarista, estatista, gregario y de masa y por su exaltada arrogancia– pero tan formidablemente bien dotado en otros aspectos llegara a emprender seriamente la vía de una auténtica redención de sus dimensiones ásperas. Y, de pronto, se arruinaba no solamente su nueva estructura republicana, en la que tantas esperanzas habíamos puesto, sino que además toda su cultura hacía plenaria bancarrota, hasta el punto de abandonar por entero la vida civilizada. El problema se planteaba en mi espíritu con máxima tensión dramática, y creo que en términos muy claros: Alemania había creado–sobre todo a partir de mediados del siglo XVIII y hasta el año de 1933– una de las mejores aportaciones a la cultura moderna y contemporánea; y súbitamente, en 1933, se había convertido en hogar de salvajismo, a fondo, sin reservas; se había convertido en la fuerza más violenta, destructora de toda cultura y de todo supuesto para una vida realmente humana. Precisamente porque estos términos se presentaban en apariencia como inverosímilmente compatibles, constituían un problema en el genuino sentido de la palabra. Porque no resulta fácil de explicar, sin más, que un pueblo en cuyo seno había florecido una ubérrima cultura amaneciese un infausto día en situación de barbarie total. De aquí, la necesidad de indagar cómo había podido producirse esta sucesión de dos fenómenos de signo diametralmente opuesto; la precisión de explicarse esta rara dualidad.

Los términos de este problema constituyen, cada uno de los dos, datos patentes, tan notorios, que resultan innegables. Por una parte: el hecho de que los pueblos germánicos produjeron durante dos siglos una formidable creación cultural. Por otro lado: el hecho de que Alemania, a partir de 1933 sufrió un proceso acelerado de fiera rebarbarización, en el que todos los valores culturales fueron pisoteados con la peor saña, no sólo por un gobierno, sino por la mayoría del pueblo en embriaguez de frenesí. Ambas afirmaciones son la expresión de realidades, bien manifiestas la una y la otra por su gran volumen.

Para realzar lo primero, baste recordar algunos de los nombres más representativos en varias ramas culturales. Así, en filosofía, los de Leibniz, Kant, Fichte, Schelling, Hegel, Krause, Schleiermacher, Feuerbach, Herbart, Schopenhauer, Nietsche, Lotze, Lange, Mach, Vaihinger, Cohen, Natorp, Rickert, Windelband, Dilthey, Husserl, Scheler, Jaspers, Heidegger. En ciencia y filosofía jurídicas: Savigny, Stahl, Ihering, Winscheid, Fries, Bergbohm, Thon, Bierling, Binding, Liszt, Mayer, Gerber, Laband, Jellinek, Fleiner, Kohler, Gierke, Ennecerus, Kipp, Wolff, Goldschmidt, Sohm, Binder, Stammler, Kelsen, Lask, Radbruch, Kaufmann, Thoma, Heller, Schmitt, Heller, para citar solamente algunos de los más destacados. En economía las aportaciones fundamentales de Stein, Rodbertus, Lasalle, Marx, List, Hildebrand, Knies, Schmoller, Wagner, Bernstein, Brentano, Wieser, Oppenheimer, Sombart, Adolf Weber, Mises y tantos y tantos más. En sociología: Meinecke, Stein, Schäffle, Gumplowicz, Tonnies, Simmel, Wiese, Vierkandt, Litt, Breissig, Max Weber, Alfred Weber, Mannheim, Freyer, Müller-Lyer, Krische, Thurnwald, Max Adler, &c. En psicología: Weber, Fechner, Wundt, Külpe, Müller-Freienfels, Koffka, Kohler, Wertheimer, Jaenscht, Freud, Adler, Jung, Katz, Spranger, y otra numerosa y variada pléyade. En historia: Ranke, Lamprecht, Burckhardt, Meyer, Schwartz, Spengler, Friedell, y muchos y muchos otros. Y un cuadro tan o más brillante en el área de la filología y en arqueología. En matemática: Cantor, Bolzano, Weierstrass, Schroder, Kronecker, Dedekind, Kossak, Mittag-Leffler, Riemann, Hilbert, &c., &c. En astronomía y en física: Bessel, Herschel, Gauss, Bunsen, Gassler, Kirchhof, Hemholz, Hertz, Röntgen, Lorentz, Einstein, Planck, Reichenbach, Weyl, Schrodinger, Heissenberg y tantos otros. En química de la innúmera serie de grandes investigadores evoquemos a Wohler, Liebig, Kekulé, Ostwald, Reicher, Berzelius, Wurtz, Haber. En ciencias biológicas y médicas: Schulde, Virchow, Dieterle, Brauer, Kraus, Mendel, Haeckel, Koch, Ebert, Wassermann, Ehrlich, Goldschmidt, Leininger, Driesch, Uexküll, Aschoff y una extensa serie de otros nombres, de difícil recordación para el no especialista. En las bellas letras, todo el movimiento llamado del Sturm und Drang, los Schlegel, Goethe, Schiller, Lessing, la pléyade de líricos: Novalis, Hölderlin, Jean Paul, Lenau, Uhland, Heine. Y en música, la cordillera formada por las más altas cimas de sus anales: Bach, Mozart, Beethoven, Brahms, Händel, Haydn, Schubert, Schumann, Mendelsohn, Wagner. Y, así, en general, puede decirse que la aportación germánica a todas las ramas de la cultura fue cuantiosísima y de muy primera calidad, con la única excepción de las artes plásticas, donde el genio alemán se manifestó tan sólo en rango mucho más bajo. Cierto que no pequeño número de los más eminentes creadores de esa magnífica aportación cultural, no fueron propiamente alemanes en el sentido restringido de la palabra; pues los hay austríacos, suizos y judíos en cantidad considerable. Pero cuando se enfoca el panorama cultural es difícil tomar cuenta y razón de estas diferencias, ya que todos los pueblos de lengua alemana, con los hebreos a ellos incorporados, insertos en una pareja tradición espiritual, constituyen un conjunto. Si bien es verdad que, después del derrumbamiento de la cultura en el Tercer Reich, a muchos nos servía de consuelo pensar que, aparte de la inmensa legión de intelectuales emigrados, todavía quedaban tres estirpes civilizadas de idioma alemán: austríacos, suizos y judíos (éstos en una nueva diáspora). Hasta aquí algunas remembranzas en apoyo de los hechos que constituyen los datos del primer extremo del problema.

Ahora, algunos botones de muestra, en justificación del segundo extremo de la cuestión, a saber: nadie en toda la historia del mundo ha realizado una faena de ruina total de la cultura y de aniquilación del espíritu, como la llevada a cabo desde 1933 por Alemania, de tal guisa que puede hablarse, con harto motivo, de la muerte de la cultura alemana, pues si bien muchos de sus representantes se han salvado en la expatriación están hoy incorporados a otros países. Para resumir esta abyecta situación de la Alemania actual, bastaría recordar que es el pueblo que ha puesto precio a la cabeza de Einstein, tal vez la mente más destacada de nuestro tiempo; que algunos eximios profesores, como el sociólogo Mannheim han sido sustituidos en sus cátedras por sargentos de las tropas nazis de asalto (para enseñar educación racista); que el noventa por ciento de los catedráticos con nombre universalmente conocido dejaron de pertenecer a la universidad alemana (su lista llenaría varias páginas; baste recordar los nombres más representativos de la nueva física –Einstein, Weyl, Schrödinger–, los de la filosofía del Derecho –Kelsen, Feliz Kaufmann, Schreier, Heller, Kantorowicz, Gerhard Husserl–, los de la ciencia jurídica –Martin Wolf, James Goldschmidt, Niemeyer– &c., &c., y así los de todas y cada una de las disciplinas intelectuales); que la mayor parte de los grandes escritores –piénsese en Thomas Mann– y artistas contemporáneos han sido proscritos; que las grandes editoriales alemanas cesaron de publicar libros de categoría, para sacar a luz tan sólo libelos de propaganda, de tal guisa que lo poco interesante escrito en alemán desde 1933 ha tenido que aparecer en Austria (claro es antes de 1937), en Holanda, en Suecia y en Suiza; que se juzga sobre la música desde el punto de vista de la pureza racista de los compositores; que se enseña sistemáticamente a las juventudes el desprecio a la verdad, cuyo concepto ha sido sustituido por el de servicio eficaz e incondicionado a la comunidad de sangre alemana; que con saña feroz han sido saqueadas y destruidas bibliotecas; que se ha suprimido gran número de las principales instituciones científicas; que toda la tarea de formación desde la escuela primaria hasta los institutos hoy mal llamados superiores se inspira en la inculcación del odio esencial a todo el resto del género humano y en la apología de la crueldad; que se escarnece todos los sentimientos que durante siglos constituyeron el meollo de la vida civilizada y se entrena a los niños en espiar a sus padres y hermanos para delatarlos a la policía secreta política y se les imbuye de que la gratitud y la fraternidad son detestables emociones, propias solamente de razas inferiores; que no hay otra moral que la del cumplimiento ciego de los deseos del caudillo y de sus delegados; que se pone como supremo ideal educativo la copia de la conducta de las bestias en la selva –a la que se llama suprema ley de la naturaleza– y el escarnio de todo cuanto de noble ha producido el espíritu humano a lo largo de milenios. Tales son, pues, algunos de los datos que constituyen el segundo extremo del problema.

Debo advertir al lector que todas las informaciones contenidas en este artículo sobre la Alemania nazi están tomadas exclusivamente de fuentes del Tercer Reich publicadas antes de septiembre de 1939, y, en su mayor parte comprendidas entre 1933 y 1936. Por consiguiente, queda descartada toda posibilidad de motivos inspiradores brotados al calor de la segunda guerra mundial.

He aquí, pues, planteado el problema, con todo su dramatismo: dos grupos de hechos de signo contrario, ambos evidentemente reales, como obra de un mismo pueblo: la creación cultural alemana, de primera calidad, de rango comparable a la de la vieja Grecia, por un lado; y, por otro, el derrumbamiento vertical del espíritu alemán y el regreso a una noche de barbarie. El problema hiere con la congoja que produce un dolor inesperado. Cierto que el mundo ha ofrecido y ofrece en su historia gran número de máculas y de atrocidades, que suscitan indignación; pero esta no es tan viva ni lacerante cuando se trata de fenómenos parciales o puramente singulares, o cuando los hechos condenables se producen en un área cuyo atraso o profundas deficiencias nos eran bien conocidas. Pero cuando ocurren hechos de feroz brutalidad, como los que provocó el nazismo, que encarnan una radical rebarbarización, y acontecen precisamente en una de las zonas centrales y más importantes de la cultura occidental, entonces nos sentimos conmovidos, sacudidos hasta la entraña más profunda de nuestro espíritu. Efectivamente, entonces siente uno como si se derrumbase algo propio, algo que tenía uno hondamente incorporado a la propia vida. Esa angustia de desolación la percibí en mi alma, con desgarrante agudeza, en los primeros meses de 1933, a medida que iban llegando en tropel los testimonios auténticos del completo desmoronamiento espiritual de Alemania. ¡Que todo eso sucediese en la patria de Kant y de Goethe! Precisa, claro es, no olvidar que la cultura es una planta muy delicada, la cual no resiste fácilmente vendavales huracanados; que la serie de alientos y de frenos que forman la vida civilizada constituyen un aparato frágil, que se quiebra cuando estalla una tempestad de violencia, acaeciendo entonces que gentes, que habíamos reputado antes honestas, se comportan de modo vil y feroz. Pero con ser todo eso muy cierto, creo que no basta para explicar esta desconcertante bancarrota moral de Alemania. Y creo que esto no constituye explicación suficiente, por varios motivos. En primer lugar, adviértase que la toma del poder por el nazismo no sucedió mediante un proceso de revolución armada, sino a través de medios en apariencia de normalidad legal –elecciones, nombramiento de canciller por el jefe del Estado, nuevas elecciones, &c. La serie sistemática de atrocidades con las que el nacional-socialismo inició su mando no pudieron originarse en el fragor de la contienda, ni por el vaho de la sangre derramada, ni por el desquiciamiento de una sedición; porque no se había dado ninguno de esos hechos; no pueden atribuirse a ninguna de tales causas, sencillamente, porque Hitler y su séquito llegaron al poder por vía normal, en virtud de una expresión mayoritaria de voluntad popular. E instalados ya en el poder, los nazis no tuvieron que afrontar el peligro de una seria oposición violenta, porque aun suponiendo que pudiese ser grande el volumen de los disidentes –cosa harto dudosa y aun improbable– estos, como genuinos alemanes, estarían dispuestos a una sumisa docilidad.

Cierto, también, que cuando se juzga sobre hechos acontecidos en los últimos veinticinco años, no debe perderse de vista que en éstos se ha iniciado y desenvuelto una de las más pavorosas crisis en toda la historia de la humanidad. Empleando la palabra crisis en su máximo sentido, como una categoría de la ciencia histórica, se estima que en el desenvolvimiento de nuestra cultura y civilización se han registrado tan sólo tres grandes crisis: la del desmoronamiento del mundo antiguo clásico, que se inicia ya al comienzo de nuestra era –incluso unos años antes– y de la cual se sale hacia nuevos horizontes por la constitución de la cultura cristiana (en la que se refundió transmutado gran parte del legado grecorromano); la del ocaso de la edad media (hundimiento de las jerarquías tradicionales objetivas) hasta la creación de los supuestos y bases de los tiempos modernos (adhesión a la razón, confianza en la ciencia, fe en el progreso); y, por fin, en tercer lugar, la crisis de nuestra época, en que sentimos hundirse bajo nuestros pies el mundo que recibimos del próximo pretérito, sin que, en sustitución de las normas que perdieron vigencia social, se haya instalado un nuevo sistema de convicciones, con eficacia rectora en la realidad del presente. No puedo acometer aquí al amparo de breve digresión un análisis de la crisis de nuestro tiempo. Es un tema demasiado grueso y complejo, para tolerar un examen somero. Quede pues aquí intacto, y apuntado tan sólo por una mera alusión. No cabe duda de que el nazismo, al igual que los otros movimientos políticos totalitarios, constituye mayúsculo síntoma y, a la vez, producto de la crisis presente, aunque no deba ser considerado de ningún modo como remedio a ella. Pues bien, la característica de rebarbarización es propia de los tiempos de crisis. Pero, con ser cierto esto, tampoco sirve como explicación suficiente de la ferocidad que encarna el régimen nacional-socialista. Porque la crisis no es un proceso privativo de un solo país, ni de un grupo de países, antes bien es un fenómeno de carácter universal, al que no se ha sustraído ningún pueblo y que han sentido con más aguda intensidad las colectividades sobre cuyas espaldas pesa o pesaba el papel de protagonistas en la escena histórica del período actual. Ahora bien, sucede que muchas de las entidades nacionales también protagonistas del drama de nuestra época, aunque hayan sido hondamente afectadas por la crisis, no perdieron la cabeza hasta el grado extremo de Alemania, ni desertaron como ésta de todas las normas de la cultura occidental. Sintieron y sienten la crisis, pero tratan de conllevarla y de ir creando las vías para superarla, sin que les haya venido a la mente el desdichado propósito de romper con toda la tradición de la humanidad civilizada.

Tampoco descuido la consideración de las circunstancias especiales a que quedó sometida Alemania, después de haber perdido la primera guerra mundial y la forma como aviesamente algunos partidos nacionalistas injertaron en el ánimo de grandes sectores del pueblo un envenenado resentimiento. Mas respecto de lo primero, aun reconociendo la gran importancia que tiene, hay que notar que se ha exagerado mucho. Yo viví en Alemania los años de 1925, 1926 y parte de 1927, y en aquel entonces, restablecida la normalidad en las relaciones monetarias y difundiéndose cada vez más un espíritu de paz y conciliación, percibí que la vida alemana se desarrollaba en un ritmo creciente de pujanza y de optimismo. Parecía que la guerra había pasado al archivo de la historia, y, aun cuando quedaban por liquidar muchas de sus secuencias, el aspecto de sus ciudades y de sus centros de trabajo no recordaba los días angustiosos de la lucha, ni el tenebroso período de la depreciación monetaria. Se vivía intensamente en todos los órdenes y se disfrutaba la existencia en todos los aspectos. La labor intelectual y la faena educativa ocupaban un lugar preeminente; y el Estado protegía, con solicitud y eficacia, todas las actividades culturales. Pasado el terrible bache de los cinco primeros años de la posguerra, las funciones filosóficas, científicas, literarias y artísticas habían recobrado, y aun tal vez aumentado, su altura precedente y su poder creador; y los gobiernos, tanto los de los Estados federados, come los del Reich, competían en cuantiosas aportaciones (centenares de millones de marcos oro) para facilitar todos los medios materiales al servicio de estas tareas. Es verdad que, después del año 1929, la crisis económica vino a frustrar muchas actividades y a ensombrecer la vida. Pero esa no fue una crisis económica exclusiva de Alemania, sino una depresión general en el mundo entero, que se cebó también con virulencia en los países vencedores, como Francia y Estados Unidos. Es pues una superchería de mala fe el querer vincular las angustias y penurias económicas padecidas por Alemania después de 1929, solamente al Tratado de Versalles, pues, en gran parte, las sufrió en común con las otras naciones.

Para diagnosticar la ruina espiritual y moral, que el año 1933 trajo a Alemania con el triunfo del nacional-socialismo, no desdeño todos los factores enumerados: cambio radical de régimen político con un sentido de regresión; la crisis plenaria de nuestro tiempo; las circunstancias adversas de la derrota, con las cargas del Tratado de Versalles; las dificultades materiales, ocasionadas por la depresión económica después de 1929. Pero, aun reconociendo que estos factores actuaron como coadyuvantes a la catástrofe, ninguno de ellos en particular, ni todos sumados en conjunto, son suficientes para explicar la violenta muerte de la cultura que se efectuó al advenir el nazismo.

Ahora bien, aunque la política, si es funesta, puede operar efectos trágicos sobre el cuerpo y el espíritu de una nación –como puede producirlos beneficiosísimos, si está bien orientada– no parece causa suficiente para la total inversión de un pueblo. La política facilita o entorpece la realización de las posibilidades que existen ya latentes, de hecho, en una nación; pero difícilmente es capaz de crear súbitamente lo que no existe o de destruir por entero, en un momento, lo que haya en efecto. La política, por lo general, no constituye una fuente entrañable de nuevas actitudes productoras; es más bien producto derivado, secuencia de posturas y actividades mucho más profundas, que de ordinario se han manifestado ya antes en otros órdenes de la vida. No diré que, a la larga, la política carezca de influjo en la configuración de las capacidades y de las obras de un pueblo; pues es notorio cómo una buena política favorece el desenvolvimiento de determinadas disposiciones, y crea coyunturas propicias; y como, por el contrario, una política desatinada frustra muchas empresas y puede crear una situación de ruina incluso moral. Pero es muy parco y limitado el poder creador de la política y, en todo caso, para que sea eficiente necesita combinarse con otros factores más primarios; y sus frutos se producen tan sólo lentamente. Cierto que su acción destructora puede ser mucho más rápida, sobre todo cuando obra como paroxismo devastador –de lo cual la escena contemporánea en Europa ofrece algunos ejemplos de gran calibre–. Pero, con todo, para que la acción política cobre una fulminante eficacia es necesario que halle el terreno abonado, que cooperen con la dirección de ella una serie de otros varios factores de signo análogo. Pues de lo contrario, sus efectos quedan muy mermados. Ahí tenemos en corroboración de lo que digo, y viniendo muy a cuento para el tema planteado, el ejemplo del fascismo italiano: se trata de un régimen muy similar al nazi, en cuanto a sus impulsos y direcciones, pero sus efectos, con haber sido muy trágicos y corrosivos, no alcanzaron sobre el pueblo de Italia el grado totalmente devastador, de plena destrucción de todo espíritu, que ha tenido el nazismo sobre el pueblo alemán. Diríamos que el fascismo es una trágica aventura política, caída sobre la nación italiana, de terribles efectos desmoralizadores ciertamente, pero que no consiguió su propósito de descivilizar por entero a las gentes italianas. Aunque gran parte de Italia y gran parte del ser de los italianos hayan sentido las consecuencias envilecedoras del régimen fascista, no parece que éste haya logrado la absoluta aniquilación del espíritu italiano. Y, así, uno se siente inclinado a pensar, que al desaparecer el Estado fascista, los italianos, tras una convalecencia, probablemente larga, pues la enfermedad lo fue también y además grave, puedan restaurar sus funciones de creación espiritual. En cambio, es difícil imaginar que algo parecido sea posible en Alemania. El régimen nazi no es solamente, como el fascismo italo, una especie de armazón exterior, que no destruye las entrañas, aunque las afecte; es además, y tal vez sobre todo, un hecho de desmoralización íntima, un derrumbamiento interior, en el que el espíritu se ha hundido por completo. No se muestra el nazismo solamente como un aparato acorazado de fuerza, sino también como una disolución integral de todos los valores morales, como una inversión absoluta de todas las estimaciones. Y, así, la faceta política del nazismo, ora se manifiesta como causa de un sinnúmero de vilezas, ora como efecto de una abyección previa en las zonas medulares de la vida. Mientras que el fascismo es una cárcel –ciertamente muy lóbrega e insana– para la mente, el nazismo se presenta como un envenenamiento mortal del espíritu, bajo cuya acción éste ha sucumbido ya. De aquí, que no se antoje fácil pensar, para cuando el nazismo haya sido aniquilado, en una restauración de la cultura alemana por vía de restablecimiento; sería necesario un procedimiento de resurrección. Si ésta es o no posible, y si, en caso de serlo, habría o no probabilidades de que se verificase, es algo que por el momento escapa a la previsión. Me limito exclusivamente al diagnóstico de hechos ya sucedidos. Y, respecto de ellos, le que importa es ver claro su dimensión de derrumbamiento total del espíritu, su carácter de rebarbarización entrañable. Porque, cabalmente, en esa magnitud estriba la dificultad para explicarnos dicho fenómeno.

Efectivamente, cuesta mucho comprender que un pueblo, en cuya historia del próximo pasado floreció la más rica producción cultural, haya engendrado súbitamente una tal explosión de barbarie. Cuesta comprenderlo, como no sea que empecemos a sospechar que coexistiendo con aquella espléndida fructificación del espíritu, hubiese ya gérmenes y factores soterrados o semisoterrados de la letal enfermedad irrumpida en 1933. Y rastreando por los cauces de la historia de Alemania, por las características de su urdimbre sociológica y por los supuestos de una gran parte de su producción espiritual he hallado tres elementos, cuyo examen puede contribuir a la explicación de los hechos que contemplamos: el fondo místico-romántico del alma alemana; el sentido de masa del pueblo alemán, gregario y borreguil; y la tendencia política a la estatolatría, a la colectivización de la vida y al militarismo. Examinaré cada uno de estos tres factores, los cuales han constituido condiciones favorables para la gestación del totalitarismo nazi. Y, después, ofreceré un breve estudio sobre como el Estado totalitario, en la forma máxima y extrema que ha asumido en el nazismo, tenia, por virtud de su propia esencia, que destruir implacablemente todo lo que significase cultura espiritual.

Comencemos, pues, con el examen de lo que he llamado fondo místico-romántico del alma alemana. Si paramos mientes en lo más nacionalmente representativo de la cultura germana, percibiremos que la raíz profunda de ella no es de carácter intelectual, sino de actitud mística. Cabría decir que el espíritu alemán, en sus manifestaciones más típicamente alemanas, aunque poseedor de dotes intelectuales en grado eminente, no se ha movido por una genuina vocación intelectual, sino por un impulso de carácter romántico, es decir por una especie de actitud de confesión primaria, por una postura sentimental, de vago misticismo, que trata de fundirse con la naturaleza en una difusa emoción panteísta, que se sume con voluptuosidad en el arcano. Por eso, de toda la gloriosa cultura alemana su producto más genuino es la música, que traduce ese sentimiento místico que late en el alma germana. Y, por eso también, la aportación más auténtica e integralmente alemana a los movimientos culturales es sin duda el romanticismo; el romanticismo pleno, no sólo como un estilo literario y artístico, sino también y ante todo como una concepción plenaria del mundo y de la vida, que imprime una especial directriz a todas las funciones de la existencia, a la filosofía, a la ciencia, a la religión, a la política, al derecho, a la economía, a las costumbres. Pues bien, en los productos culturales más típicamente alemanes se percibe que su raíz primaria, sus cimientos iniciales, no responden a una verdadera vocación intelectual, racional, sino a una confesión mística, a una actitud primigenia de índole emocional. Entiéndase bien que no trato de discutir las formidables dotes intelectuales que revela la cultura alemana; poner en duda esto constituiría un dislate demente, pues es notorio el genio alemán en ciencia y en filosofía. Lo que subrayo es otra cosa, a saber: que el primer motor, el resorte inicial de gran parte de la cultura alemana no es de naturaleza intelectual, sino de carácter místico; si bien, después, sobre este cimiento de confesión primaria o de profesión de fe, se haya construido geniales edificios de estructura intelectual. Tomemos a Hegel como ejemplo máximamente representativo de esto. Hegel es, a la vez, el más gran filósofo alemán y el más alemán de todos los filósofos producidos por Germania. Su sistema es ciertamente una gigantesca y finísima construcción intelectual, en la que la razón festeja su apoteosis frenética. Pero ese imponente edificio dialéctico no tiene en sus cimientos una motivación auténticamente intelectual, sino que parte de una actitud romántica. Hegel no ha sentido sinceramente la angustia integral que constituye el inicio de toda filosofía; no se ha sentido perdido en un primer momento, náufrago efectivo, como se sintieron Sócrates, San Agustín, Descartes, Spinoza y en general todos los grandes filósofos genuinos. Porque el resorte auténtico que dispara hacia la filosofía es esa impresión de problematismo absoluto y el afán de hallar un punto firme de apoyo radical, para salir de ese estado de perdimiento. Pues adviértase que no encontramos ni en las páginas de Hegel, ni en los testimonios respecto de su vida, ningún trasunto de esta situación de ánimo, que es el supuesto auténtico de la labor filosófica de primera magnitud. Hegel parte de la afirmación “alles ist Geist”, todo es espíritu (o en traducción menos literal pero más exacta: todo es idea). ¿Por ventura este aserto fundamental de su sistema representa algo que encontró en sus meditaciones iniciales, el hallazgo que le permitió salir del estado de un problematismo absoluto, tras haber pasado antes por muchas vigilias de angustiosa meditación? No, Hegel no llegó a esta afirmación por vías de pura meditación intelectual. Este aserto constituye una confesión de carácter primario; una primera piedra colocada por decisión romántica; una confesión de fe. Parece como si hubiera estado de antemano en el secreto. Después, ciertamente, sobre esta base, levanta el más portentoso edificio intelectual –por enormes que sean sus errores, hay que reconocer que se trata de una construcción magníficamente genial. Pero la base no es de raíz intelectual. Pues bien, esto que se dibuja en Hegel, con caracteres mayúsculos, lo hallamos en mayor o menor grado en gran parte de las creaciones culturales de los alemanes. Ahora bien, adviértase el enorme alcance que tiene esta situación; significa, en definitiva, que lo intelectual no ha echado profundas raíces en la vida, y que se halla flotando inestablemente sobre un fondo de misticismo sentimental, y, por lo tanto, expuesto a ser expelido cuando cambie esa actitud de antojo emotivo. Lo cual permite que, tras haber producido durante más de dos siglos formidable creación intelectual, un día, inopinadamente, al conjuro de determinadas circunstancias extrínsecas, se eche por la borda toda la obra cultural, sin sufrir una mutilación extrañable; sencillamente, porque esa obra no estaba enraizada en las entrañas vitales, sino tan sólo prendida al azar en un capricho místico. Esto es más difícil que suceda en otros pueblos, de manera tan lisa y llana, como por ejemplo el francés, en cuya alma arraigó vitalmente la vocación racional, hasta el grado de que la razón no fue sólo ejercicio de la inteligencia, sino convicción práctica informadora de la existencia. Con estas observaciones no trato de desestimar el elevado valor intelectual de la cultura alemana de antaño; sino únicamente de poner de manifiesto su inestable engarce con la vida, lo cual contribuye a aclarar cómo ha sido posible que al impulso de un embate, se haya hundido catastróficamente de modo súbito.

Otro de los factores, al que precisa dedicar especial atención, es el carácter gregario, de masa, propio de los alemanes. Salvo los centenares de individualidades egregias, que supieron conquistar una propia personalidad y cobraron realmente posesión de su conciencia, el común de los alemanes le tiene pavor a actuar cada cual como dueño de su propio y singular destino, y, en cambio se siente muy a gusto como partícula de una masa enorme, como ruedecilla de un gigantesco mecanismo. En ellos, el sentido de pertenencia a lo colectivo, a la masa, predomina considerablemente sobre la conciencia de la propia individualidad. De aquí, la afición desmesurada a los uniformes –trasunto exterior de la uniformidad–, la tendencia a llevar la organización de tipo militar a todas las esferas de la vida. ¡Yo he visto en un día de junio de 1926, desfilar por las calles de Berlín un grupo de mil anarquistas aproximadamente, vestidos de uniforme (del uniforme especial de su partido) , en impecable formación militar, mandada por los jefes de su organización y al son de himnos marciales! En Alemania, estaban militarizadas la mayor parte de las asociaciones de estudiantes, de artistas, de comerciantes, de vecinos, de deportistas. Y esto ocurría incluso en los años de la República de Weimar. El alemán siente la disciplina y la obediencia ciega, no al modo de otros pueblos, como una necesidad áspera y dura de determinadas funciones sociales, sino como un placer intenso. Estar muy rígidamente encuadrado en una masa organizada, comportarse con obediencia ciega, a la manera de autómatas, es para los alemanes fuente de voluptuosidad. Se ha dicho certeramente que obedecen no por obligación, sino por pasión. Desean ser dirigidos, no solamente en las tareas más importantes e imprescindibles de cooperación social (lo cual sería virtud), sino en todas las esferas de su vida, incluso en las más personales. Parece como si experimentaran un terror pánico a toda responsabilidad de tener que decidir por propia cuenta, y, que por eso anhelasen descargar este peso en quien los gobierna. Es este un hecho tan notorio, que lo revela ya el primer contacto con los alemanes; y que un conocimiento mayor de ellos, no sólo lo confirma, sino que nos lo presenta con mayores dimensiones. Contemplando esta característica se pone en claro que probablemente la cultura producida por los grandes genios alemanes no constituyó semilla que fructificase de modo natural, por normal fecundación en el alma del pueblo, sino que fue difundida autoritariamente, militarmente como mandato de la Administración pública. Claro es que no supongo, ni remotamente, que esta característica sea algo fatalmente necesario de los alemanes, por una especie de inexorable determinación de su raza. En primer lugar, el concepto de raza, como entidad biológica pura, está desacreditado en la ciencia contemporánea. En segundo lugar, pueblos bastante afines a la familia germánica, como son gran parte de los suizos, los holandeses, los austríacos, los escandinavos, no presentan esa característica, antes bien se nos muestran, aunque disciplinados, amantes de la libertad personal y cultivadores de la iniciativa individual. Por eso creo que no se trata de una fatalidad biológica, sino de un carácter configurado por la persistencia de determinadas constelaciones históricas: a lo largo de una educación militarista para la obediencia, y tal vez también en virtud de ciertos complejos psicológicos, suscitados por especiales circunstancias colectivas. Pero, aunque sea así, constituye un hecho patente la realidad de este carácter que ha tenido en la historia contemporánea de Alemania y singularmente en la gestación del régimen actual.

Ese fervor por la funcionarización, cuando ésta va realizándose más allá de ciertos límites lleva al agostamiento de la espontaneidad, y, por tanto, de las fuentes creadoras del espíritu. Cierto que una administración pública bien ordenada y que funcione con disciplina y precisión constituye un excelente instrumento para la realización de las funciones de la colectividad. Cierto, también, que en nuestro tiempo, necesidades técnicas de la vida social por una parte, e imperativos de justicia por otra, han impuesto que el Estado tenga que asumir la realización de gran número de tareas. Pero con ser verdad todo eso, entre el reconocimiento de estas dos cosas y el convertir apasionadamente la funcionarización en un proceso que todo lo abarque y nada excluya en la vida, media un abismo: el abismo que media entre el régimen nazi y el desenvolvimiento civilizado del Estado de otros pueblos.

Así, pues, la predisposición del pueblo alemán a sentirse masa y su pasión por la obediencia se combinan con la tendencia a ver en el Estado un auténtico Dios, el Dios por antonomasia y a adorar sobre todo la forma militar de vida. Podríamos decir que todos esos ingredientes se hallan en una relación de influjo recíproco: lo temperamental favorece esa veneración por la autoridad absoluta; y todo un largo proceso de estructura político-social ha actuado como factor en la configuración especial de ese carácter. Esa predisposición ha llevado a pensar el Estado en términos de veneración religiosa; y, de otro lado, la inculcación de un pensamiento político dirigido hacia la estatolatría ha servido de molde para el estilo de vida.

No pretendo de ninguna manera identificar el régimen nazi (que es propiamente una catástrofe en que se hunde todo espíritu en la más atroz bellaquería, de grado extremo) con otras épocas de la historia alemana, las cuales, aunque presenten graves máculas desde el punto de vista político, se desenvolvieron con un tono de dignidad y sobre la base de la cultura occidental. Pero una vez hecha esta justa reserva, que evita erróneas interpretaciones, cabe decir en verdad, que el nazismo viene a constituir una especie de exageración patológica, en máximo extremo, del temperamento y de la tradición política del pueblo alemán. El régimen nazi representa el extremismo superlativo de una serie de ideas bastante viejas, que se desarrollaron principalmente en Alemania y que allí contaron siempre con gran ambiente. Me refiero a las concepciones transpersonalistas de la vida y de la política; es decir, a la doctrina que considera al hombre tan sólo como un instrumento al servicio del Estado. Es la concepción que no ve en el hombre un ser moral con dignidad propia, que tiene un singular destino que cumplir, privativo, individual; sino que trata al hombre exclusivamente como un puro trebejo, sin fines propios, al servicio privativo y plenario del Estado. Es la teoría que no estima al hombre como persona, sino que lo reduce a la condición de pura cosa, de mera pasta para la realización de destinos trascendentes, que encarnan en la colectividad, representada ésta por el Estado. Esta concepción se imagina al Estado como un organismo gigantesco, con substantividad propia y con vida propia, independientes de los individuos y de las existencias humanas singulares; bien como un organismo biológico; bien como un organismo espiritual –lo cual ha tenido mucho mayor y más importante desarrollo– a la manera de una supuesta alma nacional, que es la tesis del romanticismo, o a la manera de un espíritu objetivo, que es lo que sostiene Hegel. Ahora bien, o el romanticismo (de la escuela historicista alemana) o el pensamiento hegeliano han constituido siempre la fuente de inspiración (o el ensayo de justificación a posteriori) de todas las actitudes políticas antihumanas y estatólatras. En esta visión percibimos una nota dura, prusiana, del cruel dios estatal, que aplasta a los individuos no sólo sin piedad, mas sin apercibirse siquiera de ello. Esta concepción bien en la versión romántica, bien en la hegeliana, ha alentado siempre en la política típicamente prusiana. Y esta misma concepción ha suministrado el impulso y la forma a las actitudes de nacionalismo exaltado y de agresividad bélica. Es la concepción que rechaza la idea de humanidad y sostiene el carácter divino de la nación concreta, propia, considerándola como pueblo dominante, elegido por la providencia de la historia; y que piensa que la guerra es un miembro esencial en la ordenación divina del cosmos, una necesidad ética y un elemento necesario del Estado. Pues bien, estas ideas, que florecieron principalmente en Alemania, han sido los motivos de inspiración durante el siglo XIX de los partidos tradicionalistas ultraconservadores, del nacionalismo extremo y de la pasión militarista. Cierto que durante la centuria pasada, esta concepción, aunque extremosa en sí, floreció, tanto en la teoría como en la práctica, limada por el influjo moderador de una tradición cultural, que la impedía llevar a gran efectividad sus consecuencias deshumanizadoras. En cambio, en nuestra época, a través de la forma totalitaria del Estado fascista y nazi, ha llegado a un grado superlativo de deshumanización, de ferocidad, de aniquilamiento de todo espíritu, de vileza plena. Y, aun cuando en el fascismo están ya presentes todas estas características, su realización máxima se ha producido en el Tercer Reich.

Podríamos definir el Estado totalitario nazi, mediante la enumeración de la siguientes notas, unas propias ya de la concepción transpersonalista de la política, sólo que llevadas a sus postreras consecuencias por Hitler, y otras peculiares de la tesis racista: 1º, Negación absoluta de todo valor de la persona individual; 2º, Elevación del Estado a la categoría de Dios; 3º, Proclamación de que el servicio al Estado es el deber supremo y la única norma moral; 4º, Afirmación de que el Estado alemán está investido de una misión divina; 5º, Reverencia al caudillo como un ser sobrenatural e infalible; 6º, Nacionalismo a ultranza, fundado en la idea de ser un pueblo superior llamado a dominar sobre todos los demás; 7º, Belicismo esencial: la guerra es un bien; la vida debe estructurarse en todas sus funciones de modo militar; y el país debe ser organizado como un cuartel permanente; 8º, Concepción racista, que se funda en los principios que resumo a continuación: es una ley férrea de la naturaleza que las bestias se unan exclusivamente a las de su misma especie; no hay unidad del género humano, pues cada raza constituye una especie aparte; mantener la pureza racial es cooperar con la voluntad de la naturaleza; las varias razas son esencialmente desiguales, ya que una, la germánica, nació para mandar y las otras para ser sus esclavas; por la contaminación de su sangre, Alemania había perdido el dominio del mundo que le corresponde por propio y esencial derecho, pero como quiera que posee todavía abundante sangre nórdica pura, el Estado nacionalsocialista, fundándose sobre ella, llevará a cabo la conquista del mundo por la espada y el fuego, para beneficio de los germanos y no de los pueblos conquistados, pues éstos, por ser inferiores, están destinados a servir a los alemanes y no deben participar en la cultura; nadie puede ser fiel a su nación sin obedecer la ley del odio contra el extranjero y de hacerle la guerra hasta esclavizarlo; 9º, Dictadura como sistema normal y permanente de gobierno, que elimina toda oposición; 10º, Totalitarismo, o sea imposición por el Estado de dogmas en todas las esferas de la vida; entera extirpación de toda libertad personal (de conciencia, de pensamiento, de domicilio, de locomoción, de decisión sobre la propia vocación) y de toda seguridad civil; absorción plenaria de toda la vida individual por el Estado; absorción de toda espontaneidad social por el Estado, pues éste prohíbe toda asociación no creada por él o no incorporada a él; 11º, Supresión de todo Derecho y su sustitución por el arbitrio del Führer, no ligado a ninguna regla, el cual constituye la interpretación providencial de las conveniencias del Estado alemán en cada momento; 12º, No existe la verdad, ni la justicia, ni ningún otro valor; es verdadero, bueno y justo tan sólo aquello que sirve la raza alemana, organizada en el Tercer Reich y dirigida por el Führer. He aquí, en síntesis, los ingredientes esenciales del régimen nazi. Una somera consideración de los mismos lleva al ánimo la seguridad de que un régimen tal es de todo punto incompatible con la cultura occidental.

Esta incompatibilidad entre el nazismo y la cultura occidental no es solamente un juicio crítico, formulado por quienes sentimos la máxima repugnancia hacia el Tercer Reich. Es algo que también han proclamado a voz en grito (sobre todo desde 1933 a 1936) los mismos profetas máximos del nazismo (Hitler, Rosenberg, Goebbels) al decir reiteradamente que el pensamiento racista se opone a la interpretación del mundo y de la vida según la cultura occidental, porque ésta cree en muchos valores, y el nazismo cree solamente en la exaltación racial; porque el Occidente cree en la verdad, y el nazismo, por el contrario, cree que únicamente es verdad aquello que sirve para organizar la potencia combativa del pueblo; porque el mundo occidental cree en la razón, y, en cambio, el racismo cree exclusivamente en las fuerzas del instinto; porque la concepción occidental propugna la fraternidad humana, y, por el contrario, el nacionalsocialismo sostiene la división en razas y lleva a cabo la destrucción del débil; porque los occidentales creen en la persuasión por el amor, y, por el contrario, el racismo se propone actuar por estallidos de furor teutónico, mediante fuego y acero.

Tal vez después de este recorrido a través de los supuestos, de los ingredientes y de las realidades del nazismo, resulte más fácil comprender el desmoronamiento de la cultura alemana. El régimen nazi paraliza necesariamente toda auténtica labor intelectual. El intelectual que tratase de justificarlo refutaría su propia existencia y cometería una traición esencial contra su tarea, pues ese régimen totalitario y la búsqueda de la verdad compatibles. son absolutamente incompatibles.