Filosofía en español 
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Nuestro Tiempo

América y los Cuadernos Americanos

Por Alfonso Reyes

Haré algunas consideraciones para mejor destacar el hecho de que la empresa que hoy se inaugura no es una empresa literaria más, sino que ha sido determinada por un sentimiento de deber continental y humano. La mayoría de los que a este fin nos hemos reunido ha pasado ya la feliz edad en que el solo acto de escribir y publicar son por sí mismos un placer suficiente. Ahora obedecemos ya a otras voces más imperiosas. Entendemos nuestra tarea como un imperativo moral, como uno de tantos esfuerzos por la salvación de la cultura, es decir, la salvación del hombre.

La cultura no es, en efecto, un mero adorno o cosa adjetiva, un ingrediente, sino un elemento consustancial del hombre, y acaso su misma sustancia. Es el acarreo de conquistas a través de las cuales el hombre puede ser lo que es, y mejor aun lo que ha de llegar a ser, luchando milenariamente contra el primitivo esquema zoológico en que vino al mundo como enjaulado. La cultura es el repertorio del hombre. Conservarla y continuarla es conservar y continuar al hombre.

Ahora bien, los pueblos magistrales abandonan ahora este empeño fundamental; los unos porque, fascinados satánicamente por la sangre, vuelven con frenesí a los estímulos de la bestia; los otros porque, heridos en su ser mismo, no pueden filosofar. Y he aquí que ha caído en nuestras manos la grave incumbencia de preservar y adelantar la religión, la filosofía, la ciencia, la ética, la política, la urbanidad, la cortesía, la poesía, la música, las artes, las industrias y los oficios: cuanto es lenguaje que guarda y trasmite las conquistas de la especie, cuanto es cultura en suma.

América es llamada algo prematuramente a tal incumbencia. Pero ni es tiempo ya de preguntarnos si estamos prontos para el llamado del destino, ni la historia nos ofrece un solo ejemplo de pueblos que no hayan sido forzados y llamados antes de tiempo para hacerse cargo de una herencia. El bien ha sido imprevisor: solo para el mal, solo para deshacer los patrimonios han tomado algunas imperiosas precauciones previas. En nuestro caso, tenemos que hacer de tripas corazón, tenemos que mostrarnos capaces del destino. Después de todo, sin un sentimiento de responsabilidad, sin un propósito definido de maturación, ni los pueblos ni los hombres maduran: el solo persistir y aun el solo crecer no son madurar.

Pero América tiene que desenvolver esta obra de cultura en forma y manera de dialogo. América no está organizada según una sola concepción del mundo. Tiene que haber un cambio y una nivelación axiológica. ¿Cuál es la parte del diálogo que toca a nuestras Repúblicas? Sin duda la elaboración de un sentido internacional, de un sentido ibérico y de un sentido autóctono.

Para la herencia internacional estamos dichosamente preparados. El hecho mismo de haber sido convidados algo tarde al simposio de la cultura, de haber sido un orbe colonial y de haber nacido a la autonomía al tiempo mismo en que ya se ponía el sol en los dominios de la lengua ibérica, nos ha adiestrado en la operación de asomarnos a otras lenguas, a otras tradiciones, a otras ventanas. Para llegar a Roma tuvimos que ir por muchos caminos. No así el que vive en Roma. Buscamos nuestras direcciones fundamentales a través de toda la herencia de la cultura, y no nos resulta violento el seguirlo haciendo. No así los pueblos magistrales que, por bastarse a sí propios, han vivido amurallados como la antigua China, y mil veces nos han dado ejemplo de la dificultad con que salen de sus murallas. Es entre nosotros un secreto profesional que el europeo medio se equivoca frecuentemente en las referencias a nuestra geografía, a nuestra historia o a nuestra lengua. Además, en un orden más técnico, América ha vivido por un siglo en régimen de confrontaciones y cambios, mucho antes de que Europa sonara en crear organismos jurídicos para un objeto semejante, y esto con mayor continuidad y perseverancia que la misma Europa. Finalmente, la formación misma de nuestras poblaciones ha eliminado entre nosotros los prejuicios de abolengo y de raza, al punto que nuestra intuición no percibe otro abolengo que el abolengo humano, ni otra raza que la raza humana, cuyas monedas todas, altas y bajas, van troqueladas con el mismo sello de su dignidad trascendente. Estamos aptos para la vida internacional.

En cuanto a la herencia ibérica que nos fue otorgada como un don de la historia, mucho habría que decir. Podría en rigor prescindirse de algunos orbes culturales de Europa que no han hecho más que prolongar las grandes líneas de la sensibilidad o del pensamiento. De lo ibérico no podría prescindirse sin una espantosa mutilación. De suerte que lo ibérico tiene en sí un valor universal. No se lo confunda con tal o cual Estado institucional, con tal o cual régimen o gobierno que, como todos, ha gozado apogeos y ha padecido decadencias políticas. Lo ibérico es una representación del mundo y del hombre, una estimación de la vida y de la muerte fatigosamente elaboradas por el pueblo más fecundo de que queda noticia. Tal es nuestra magna herencia ibérica.

Por lo que hace a las tradiciones autóctonas, nos corresponde el incorporar a inmensas masas humanas en el repertorio del hombre, y distinguir finamente lo que en tales tradiciones hay de vivo y de perecedero, de útil y hermoso y de feo e inútil. Pues no todo lo que ha existido funda verdadera tradición, y los errores, tanteos, y azares de la naturaleza y de la historia no merecen necesariamente el acatamiento del espíritu. Tal es la fase más delicada de nuestra misión terrestre.

Esto es lo que representamos, esto es lo que aportamos al diálogo de América. Penétrese el interlocutor de que no somos, pues, una mera curiosidad turística. El conocimiento de nuestro sistema del mundo ni siquiera es una mera conveniencia política del momento, para llegar a la loable e imprescindible amistad de las Américas y al frente único de la cultura. Somos una parte integrante y necesaria en la representación del hombre por el hombre. Quien nos desconoce es un hombre a medias.

Así, penetrados de este sentimiento de solidaridad, penetrados del pleno sentido humano que representamos, estamos prontos a entablar el diálogo entre iguales. Y para este fin, y en la medida de nuestras fuerzas, salen hoy, en México, los Cuadernos Americanos, mediante la cooperación de un puñado de hombres de buena voluntad. No pretendemos llevar la voz: igual honor correspondería a cualquiera de nuestras repúblicas. Solo deseamos fijar un sitio en que se congreguen las voces dispersas. Tal empeño nos ha parecido un deber. Nos negamos a admitir que el mundo de mañana, el que nazca del conflicto, pueda ser únicamente el fruto de la exasperación, de la violencia, del escepticismo. No: tenemos que legar a nuestros hijos una tierra más maternal, más justa y más dulce para la planta humana.

México, 30 de diciembre de 1941.

* Palabras pronunciadas por don Alfonso Reyes ante un selecto grupo de personalidades mexicanas y españolas en el acto de presentación del primer número de Cuadernos Americanos, el 30 de diciembre de 1941.