Alférez
Madrid, noviembre-diciembre de 1948
Año II, número 22
[páginas 6-7]

1

«La Hora» en punto

Tras un silencio de varios meses ha reaparecido «La Hora». (Ha reaparecido hace ya varias semanas. El retraso en la publicación de este número nuestro trae consigo que estas palabras de salutación salgan un poco trasnochadas) No hay exageración ninguna si decimos que era esperada la nueva época con interés. En nuestros días no es pequeño dato el que se diga de algo «que era esperado con interés», dada la casi total falta de resonancia que van teniendo los mejores logros. (Otro paréntesis: sorprende lo poco que resuenan las cosas importantes. Los comentarios se van hacia tonterías. Nadie valora conforme a exacta jerarquía.)

Volvamos a «La Hora». Apareció el primer número y hubo un voto unánime de confianza. No se insultaba a los franceses, no se daban gritos destemplados e innecesarios, había rigor, dignidad en la crítica. Y sobre todo: había promesa de llegar a ser, y de verdad, «el semanario de los estudiantes españoles».

Han seguido apareciendo los números semanales y en todos ellos sigue en pie la intención inicial. Esto no quiere decir que no haya baches, lo cual es muy natural. Pero lo importante es que se sigue sosteniendo un buen tono de voz, con el que se pueden mantener las mas vivas conversaciones y lanzar las más duras censuras. Hasta ahora no ha habido en las páginas de «La Hora» demasiada acritud y está bien que así haya sido. Frente a una inflación del insulto era necesaria cierta ponderación, cierta mesura que viniese a contrarrestar, a restablecer el equilibrio. Lo fácil hubiese sido seguir en una actitud jaquetona e impertinente que no llevaba a ningún lugar. Lo difícil, intentar conciliar el más limpio ímpetu con la más exigente inteligencia.

Ahora, que sin ausencia ni remilgos todos los hombres jóvenes que han hecho profesión universitaria colaboren para lograr lo que es excelente proyecto.

A.

2

Sartre

La reciente inclusión de las obras de Sartre en el Índice, me recuerda que hace unos meses los intelectuales comunistas reunidos en Varsovia condenaron también, y en términos pintorescamente violentos, la obra de este conspicuo existencialista.

Sería de bastante interés saber hasta qué punto coinciden las razones de las dos condenas. El existencialismo de Sartre representa, a mi modo de ver, la expresión más fiel de un mundo –el de la burguesía europea– podrido, sin fe de ninguna clase, aburrido de sí mismo, y –por inteligente– sumido en una delirante desesperación. Ninguna ilusión colectiva, ninguna empresa generosa de salvación común, ningún programa para construir de una sociedad nueva –cristiana o comunista– pueden prender en él con eficacia. Cristianos y comunistas tienen que ver en esta gusanera el enemigo común. ¿No podría interpretarse así esta accidental coincidencia entre Roma y Moscú?

Una meditación seria sobre este punto contribuiría, creo yo, a abrir los ojos de mucha gente. La historia que fatalmente vamos a vivir en los próximos lustros cogería entonces mucho menos de sorpresa. La contemporización excesiva de los cristianos con un mundo del que sólo se puede esperar perversión y desánimo, puede ser fatal. No hace falta fe, hace falta ilusión, hace falta coraje, hacen falta amor, mucho amor, y caridad ardientes. Los comunistas tienen la suerte de apoyarse en un mundo –razas nuevas, eslavos, gente del pueblo– en el que muchas de estas virtudes existen verdaderamente. Los cristianos nos vemos obligados a revolvernos en un medio escéptico, hipócrita, fundamentalmente materialista, donde la fe generosa, la ilusión de una sociedad más justa en este mundo, el amor y el coraje han sido sustituidos por la gazmoñería más ridícula, la desconfianza, la estrechez mental, el afán de trepar, la suficiencia ratonil y la más desoladora pobreza de corazón.

Hay que vencer al mundo podrido, a la estéril burguesía en cuyo fango triste se revuelve el pervertido existencialismo de Sartre, sí. Pero no en nombre de una mema gazmoñería o de un hipócrita temor a que se nos muestren en público los pecados que cometemos diariamente en privado, sino en nombre del amor al prójimo, en nombre de la esperanza en Dios misericordioso y en nombre de la ardiente ilusión que nos anima.

No es lo grave de Sartre su naturalismo, sino su falta de fe. Personalmente creo que un naturalismo como el de Sartre bien transido de espíritu cristiano podría resultar espléndido, tanto desde el punto de vista religioso como del estético. Un escritor cristiano no tiene por qué cerrar los ojos ante la miseria del mundo, sino mirarla con amor, con caridad sobrehumana, como desde Dios. Hasta cierto punto, por ejemplo. La putaine respeteuse es una obra casi cristiana, por lo menos en la línea general de su argumento, aunque sin duda es una de las obras de Sartre que más indignación despierta entre los hipócritas del mundo entero. Por eso hay que andar con cuidado.

Que existe en el cristianismo consuetudinario de los españoles una malsana propensión al ursulineo, y tal vez, tal vez, podría tomarse pie en la condena de Sartre para obligarnos a todos a escribir en el aire de El Mensajero Seráfico. Lo cual en un momento en el que, por primera vez desde el siglo XVI, se esta creando una conciencia cristiana «actual» entre la juventud española, sería el más desastroso de los pecados.

Julián Ayesta

3

«Este señor»

El ensayo que sirve de introducción al folleto presentador del nuevo Instituto de Humanidades parece por el estilo y la altura obra de Ortega, aunque no lleve firma. Pues bien, en él Ortega habla de D. Marcelino Menéndez Pelayo en términos de ironía graciosa: Menéndez Pelayo es «este señor». El calificativo se emplea para evitar la reiteración del ilustre nombre en un mismo párrafo.

No es para rasgarse las vestiduras un piropo así, dicho tan jovialmente y tan de paso, pero sí da pie a alguna poco irónica consideración marginal. Evidentemente Menéndez Pelayo es en la cultura española algo más que «este señor» –demostraciones huelgan–, y su prestigio ya aparece, en 1948, fuera de los inevitables energúmenos y beatos, bastante bien perfilado y contrastado. Esa ironía restrictiva estaba justificada acaso hace treinta años –en la época juvenil de Ortega–, pero no hoy día. Y nada hay más desazonante que una boutade anacrónica. La boutade es una flor que se aja apenas nace, que no tolera trasplantación desde los años mozos a los maduros o desde unas circunstancias culturales e históricas a otras muy distintas.

Esta tarea de maltratar, aunque sea sin refinada malicia, al autor situado en perspectivas y supuestos distintos de los propios, nos la podríamos ahorrar en común ganancia. Pero entendiendo por maltrato algo más que la directa contumelia. También son especies de él el elogio recortado y cicatero, la compasión condescendiente, la incomprensión fría, la puya astutamente puesta sobre el lomo de un gran párrafo ditirámbico. De estos últimos maltratos ha sido el mismo Ortega frecuente víctima.

C.

4

Ortega ha hablado

Para un grupo de jóvenes por primera vez. Entre los primeros en llegar al lugar de la conferencia estábamos nosotros, los jóvenes, ansiosos de ver y escuchar a Ortega. Esperamos impacientes la llegada del supremo momento, fecha decisiva en nuestra vida personal; el reloj, ajeno a nuestro drama íntimo, contaba el tiempo por segundos.

La asistencia, numerosísima y variada. El lugar, insuficiente. Muchas nobles señoras. ¿Cómo es posible, me preguntaba, que tantas señoras y caballeros se preocupen por un tema como el presente, «Una nueva interpretación de la Historia Universal»? Un asunto tan de altos vuelos, ¿cómo puede mover tal cantidad de personas? Y es que, claro, no iban sólo movidas por el tema: les llevaba el conferenciante.

Porque la realidad es que el numeroso y expectante auditorio ha «gozado», ha escuchado entusiasmado la conferencia. Hubo momentos en que el público, transportado a más altas y puras regiones de las habituales, estalló en largo y vibrante aplauso, por ejemplo, cuando Ortega dijo: «No he pretendido otra cosa en mi vida que ser auténtico.»

Porque para estar hora y media en un local, en incómodos asientos, escuchando las más finas y a veces la nada fácilmente comprensibles verdades, se necesitan impulsos más hondos y radicales que los que alguien ha calificado de «moda». No basta con decir «que es elegante» asistir a las conferencias de Ortega; esta burda y un tanto malintencionada explicación, más que aclarar confunde. Es el virtuosismo especial de Ortega, su autenticidad, lo que nos lleva a él. Su rica humanidad, su clara y precisa inteligencia, su descubrir mundos nuevos, su penetrante mirada para lo histórico; en suma, su auténtica vida, repetimos, es lo que nos ha llevado hasta él. Cualquier otro intento de acercamiento al pensador, cualquier otro intento de explicación de tal acercamiento son viciosos de raíz, falsos.

De lo que en la conferencia oímos parte lo habíamos leído en sus escritos; otra gran parte la escuchamos por primera vez, y son cosas, por cierto, de una riqueza extraordinaria. Sirvan como ejemplo, que no de otra cosa, lo que llamó «función contradictoria y paradójica de lo lejano en la vida humana», o la frase tan cargada de sustancia: «en la vida humana todo es interno». Pero yo no puedo ni es mi deseo entrar hoy en la temática de la conferencia. Únicamente quiero recoger el ambiente y mis impresiones. Porque me es tan evidente lo que pierde Ortega al pasar por mis labios, que una mínima prudencia me obliga a guardar silencio. Sí le aconsejaría al lector que fuese a oírle, sin prejuicios, sin anteojeras y escuche; lo demás se dará por sí mismo.

Fuimos cargados hasta la borda de ilusiones y esperanzas y Ortega no nos ha defraudado. Vinimos a Madrid buscando este tipo de lecciones; como Nietzsche ante el curso que daba Buckhardt sobre «El estudio de la Historia» escribía «Por primera vez gozo en una clase, lo que se debe a que es del tipo de la que yo podría hacer si tuviera mas años», nosotros también ayer gozamos ante el virtuosismo de nuestro pensador, que se encuentra en plenaria madurez.

Porque al ir a escucharle, llevábamos el temor de que los años hubiesen gastado, minado su fortaleza vital; afortunadamente no ha ocurrido así. Ortega está fuerte, su espíritu en pleno vigor; nos admiró la extraordinaria fuerza intuitiva de su mirada; nos impresionó el modo certero de exposición, el gesto inigualable –la mano izquierda metida en el bolsillo del pantalón; la derecha con el índice levantado, agacha un poco la cabeza, mira hacia el frente y tras breve pausa, restalla sobre los asistentes una serie sucesiva de ideas, que, sobrecogidos, no se atreven a moverse en los asientos.

Ortega llenó plenamente nuestros pensamientos y anhelos sobre el modo de dar una clase. Estamos plenamente seguros de que en lo sucesivo tampoco nos defraudará.

Francisco Soler.

5

La novela clave

Si alguien quiere pensar sobre cuál es la obra que recoge el estado de ánimo del combatiente de la guerra del 1914 ha de fijarse forzosamente en Remarque y su Sin novedad en el frente. Tuvo la sobrada repercusión para que esta afirmación sea evidente. Pero acerca de la última guerra no ha aparecido todavía la obra que pudiera señalarse como clave. A los tres años de su final puede hacerse un recorrido de lo publicado y ver patentemente su mediocridad. No ha habido quien acertase a plasmar la huella que la guerra ha dejado en los hombres que la han vivido, la marca indeleble que en sus frentes ha marcado a hierro vivo. Lo que en esos excombatientes es ya un modo definitivo de comprender la vida proviene de esos años transcurridos en la tensa vigilia del esfuerzo deshumanizador que ha sido la guerra.

Esos excombatientes, en su mayoría, al dejar el frente han retornado con un alma que no se amolda ya a su vida anterior.

La peculiaridad de esos hombres en trance angustioso, en choque con el mundo que ahora les rodea, no ha sido adecuadamente recogido. De las obras publicadas, con algo de altura, puede darse una nota general: están impregnadas de periodismo. Incluso las novelas de mejor trama recuerdan crónicas de guerra. Les falta la madurez, el poso fundamentador de la meditación que hace carne propia la experiencia de toda una generación. Esa entrañable identificación del medio ambiente vivido y el hombre capaz de verterlo en forma plástica no se ha dado. Algunos de esos hombres estará fermentando en su interior ese trauma que nos dará, quizá en novela, la clave psicológica de la generación retornada. Y nos dará también la clave de lo que esos hombres harán. A la larga, en sus manos se halla el porvenir de Europa, pues del temple que su espíritu haya ganado, brotará su futura conducta, es decir, la conducta de los países que en su carne han sufrido la guerra. Este cauterio ha modificado profundamente la situación espiritual y, sobre la momentánea inestabilidad presente granará en flor el tiempo nuevo.

C. Láscaris-Comneno.

6

La España Impecable

Circula por libros y artículos, siempre más píos en su intención que bien afortunados, la idea de que el catolicismo es la única sustancia de la cultura española y de que todo lo que se produzca fuera de él en nuestra patria no es ni nacional ni culturalmente valioso.

Desgraciadamente, esta idea no es exacta. Se trata de un «desideratum» pasado de contrabando a la realidad. Primero se construye el ideal de una España impecable, en la que no caben aleaciones impuras –la belleza, con el error, la fealdad con la verdad–, y luego se erige este ideal en realidad vigente y efectiva. Como consecuencia, quedan arrumbadas todas las creaciones culturales no ortodoxas: una parte muy considerable de la cultura española moderna. Tales creaciones no tendrían un átomo de españolismo ni siquiera de significación cultural, sino que serían tan sólo resultado de influjos extranjerizantes.

En esta idea andan mezclados dos equívocos que es necesario aclarar. En primer lugar, afirmar que una persona histórica no puede pecar o caer en el error sin que el acto vitando implique una deposición de su ser mismo es algo inaudito. Esto equivale a canonizar las naciones, y aún más, a declararlas limpias de toda pecaminosidad. Cuanto de malo o erróneo se cometa dentro de su área no sería propiamente acto nacional –empleando la expresión en un sentido equivalente a la de acto humano–, sino desvarío inconsciente y sonambúlico. La nación está entonces extranjerizada, enajenada. El mal hace presa en su sueño, no en su vigilia. ¿Puede afirmarse seriamente esto de ninguna comunidad temporal?

Las obras culturales, además, son siempre aleaciones de valores expresivos, estéticos, ideológicos. El ideal sería que todos estos valores se dieran en cada obra cultural simultánea y conjuntamente en su grado más puro; pero tan admirable alianza es, por desgracia, rarísima. Hoy, sobre todo, hemos de asistir a los más diversos connubios: la verdad anda unida con la fealdad y la belleza con la mentira. Y aviado el que no sepa discernirlas y lance una condena o una canonización general sobre ambas.

Indudablemente, en la afirmación general que criticamos hay una parte de verdad. Podría descomponerse en tres puntos, dos de ellos acertados y otro erróneo. Es verdad que la floración más brillante de la cultura española creció sobre un suelo ortodoxo. Es verdad también que parece haber en nuestra patria una incapacidad singular para crear obras valiosas de cultura sobre supuestos seculares, laicos. Es inexacto –aunque nos pese– que nuestra cultura sea consustancial con el catolicismo; esto es, que haya en nosotros una incapacidad «a nativitate» para crear obras valiosas de cultura fuera de la ortodoxia católica. Los ejemplos –Unamuno, Ortega– saltan a la vista.

El ideal de la España impecable es un ideal falso y estéril. De él arrancan todas las perezas y todos los dogmatismos innecesarios.

R. F.-C.

7

«Nuestra generación»

Si por generación entendemos simplemente el conjunto de hombres nacidos entre dos fechas, que determinamos en función de un acontecimiento decisivo, es obvio que en España está surgiendo una nueva generación: la de los hombres que no combatieron. Pero esto sólo no sería motivo para que hablásemos y escribiésemos tanto de «nuestra generación»

Mayor es nuestra pretensión. Si estudiamos la perspectiva que presenta la juventud universitaria actual, si discutimos nuestros vicios y virtudes, si intentamos anticipar cuál ha de ser nuestra futura misión, es porque nos sentimos llamados a realizar una transformación honda en el tipo especial de vida. Se trata, pues, de una faena decisiva, de cuyo éxito o fracaso depende el valor último de nuestra vida. Por eso quiero hacer algunas observaciones en torno a este tema:

1ª No existe verdadera unidad espiritual en nuestra generación. En algunas cosas hay divergencias bastante hondas, en otras no tenemos de común más que unas dispersas tendencias generales que, por otra parte, son casi siempre sentimentales y pocas veces intelectuales.

Que esto sea así, no es demasiado alarmante. En toda generación, sobre todo en su etapa joven, se dan múltiples opiniones. De aquéllas sustentadas por los hombres que a un mayor vigor del espíritu añaden una visión más certera de la realidad, brota finalmente el pensamiento que se considera como característico de la generación.

2ª Hasta ahora nuestra generación no ha dicho ninguna palabra nueva. Nos limitamos a repetir más o menos enmascaradamente lo que dijeron las anteriores generaciones. Bien es cierto que, como todavía no hemos tenido tiempo –ninguno de nosotros ha cumplido treinta años– de echarnos a la espalda lo recibido y, olvidando un poco libros y maestros, de iniciar nuestra visión personal del mundo, tenemos que proceder así.

Lo que sí es más grave es que tomamos por afirmaciones originales y muy nuestras lo que son pasivas repeticiones. Por este engaño tenemos el peligro de llegar a ser una generación sin vida propia, impotente para crear.

3ª Es preciso que seamos sinceros con nosotros mismos y evitando el aturdirnos con el ruido de nuestras voces nos esforcemos por mantener el espíritu libre.

Si queremos volar alto hemos de hacerlo con nuestras propias alas. Si volamos con alas prestadas es muy posible que no logremos nunca remontar el vuelo.

Creo finalmente que los hombres que algún día serán lo más representativo de nuestra generación no han empezado a hablar. Hay ya algunos exploradores en vanguardia. La mayoría permanecen en silencio, porque todavía no tienen nada importante que decir. Confiemos en que su silenciosa meditación nos ofrezca algún día el esquema de una nueva figura de vida, que sea el cauce de la historia española en los años venideros.

T. D. F. [Tomás Ducay Fairén]

8

Pintura

El Salón de Otoño reiteró hace unos días, como la Exposición Nacional en la primavera pasada, ciertas cosas que no andan bien en la pintura española Un crítico, asombrosamente optimista, hablaba hace poco de su «alegría de vivir» y de que si debía incorporar «nuevos recursos técnicos y mayor elegancia en temas y formas». Acaso ocurra todo lo contrario: lo que falta a una gran parte de la pintura española actual (al menos, a la que accede a filtrarse por el tamiz de los jurados de las exposiciones), es precisamente alegría de vivir, y lo que le sobra es obsesión por el virtuosismo técnico y por la elegancia. Queda entendido que la alegría de vivir no se traduce en arte por la profusa reproducción de aldeanos carcajeantes o de doctores en bata.

La respuesta infalible, cuando uno se lamenta de este tradicionalismo sórdido, es que «ya estamos de vuelta», nuestro arte, según tan superficial interpretación, tuvo sus fiebres de modernidad hace años –entre 1925 y 1935–, y ahora convalece de ellas. Pero lo inadmisible es que la convalecencia haya representado un retorno al estado anterior. Cualquier curioso puede comparar los catálogos de nuestras últimas exposiciones con las de la segunda década del siglo y quedará asombrado de la semejanza. Flota aquí una angustiosa sensación de que se ha parado el tiempo, de que ni en España ni en el mundo ha ocurrido nada. Las mismas damas envueltas en los mismos tules, las mismas escenas de caza, los mismos paisajes efectistas distribuidos en varios planos como los bastidores de un teatro. Cada uno de estos lleva consigo un manierismo típico y de receta, dentro del cual están incluidos maestros venerables y tiernos epígonos. Y este arte fosilizado desde 1920 es el que los jurados –salvo excepciones– galardonan.

D. B


www.filosofia.org Proyecto filosofía en español
© 2001 www.filosofia.org
La revista Alférez
índice general · índice de autores
1940-1949
Hemeroteca