En el prólogo que al segundo tomo de La Araucana pone su autor, Alonso de Ercilla, el soldado poeta, no obstante dedicar su libro al rey más imperialista y fanático que tuvo España, aclara suficientemente su intención de inmortalizar en una de las mejores obras que ha producido la poesía épica el esfuerzo admirable, la constancia heroica de los indios araucanos, a quienes su patria hacía la guerra, Ercilla escribe las siguientes palabras antes de comenzar el decimosexto canto de su poema:
«Pero todo lo merecen los araucanos, pues ha más de treinta años que sustentan su opinión, sin jamás habérseles caído las armas de las manos, no defendiendo grandes ciudades y riquezas, pues de su voluntad ellos mismos han abrasado las casas y haciendas que tenían, por no dexar qué gozar al enemigo.» Esta actitud de un capitán del Ejército imperial de Felipe II se comprende, puesto que él mismo declara con anterioridad que ha de «haver de caminar siempre por el rigor de una verdad», y que la lucha de los indios, «permaneciendo siempre en su firme propósito y entereza, dan materia larga a los escritores».
Naturalmente que Alonso de Ercilla reacciona antes como escritor que como soldado. No porque no le interese su profesión militar (nada más apasionado que su descripción de las batallas reñidas en tierra de Chile), sino porque su sensibilidad y su comprensión le hacen situarse del lado de la razón atropellada y perseguida. Y va tan lejos en su admiración por aquellas gentes contra quienes luchó durante varios años, que justifica las derrotas sufridas por ellos.
Las fuerzas y opiniones, divididas:
lleno el campo de gentes extranjeras,
y las furiosas armas alteradas,
contra sus mismos pechos declaradas.
Mirad que así, por ciega inadvertencia,
la patria muere y libertad perece,
pues con sus mismas armas y potencia
al derecho enemigo favorece.
¿Por qué con tanta saña procuramos
ir nuestra sangre y fuerzas apocando,
y, envueltos en civiles armas, damos
fuerza y derecho al enemigo bando?
¿Por qué con tal furor despedazamos
esta unión invencible, condenando
nuestra causa aprobada y armas justas,
justificando en todo las injustas?
Dice al Senado el viejo cacique Colocolo, a quien Ercilla comprende mucho más de lo que quisieran sus jefes españoles. Y más adelante certifica por boca de un joven guerrero araucano, martirizado por las tropas de Felipe, que
Es un color, es apariencia vana
querer mostrar que el principal intento
fue el extender la religión christiana,
siendo el puro interés su fundamento:
su pretensión de la codicia mana,
que todo lo demás es fingimiento.
El poeta sabía algo de esto; estaba convencido del fraude idealista, anotándolo en el registro inexorable de sus versos, identificado en absoluto con la opinión que al cacique le merecía aquella guerra determinada por móviles exclusivamente económicos. Por eso censuraba durísimamente los procedimientos empleados con los vencidos por las tropas conquistadoras, a las que pertenecía. Acaso él fuera a la lucha estimulado por el ideal; pero pronto tuvo que decepcionarse al comprobar
Cómo los nuestros hasta allí christianos,
que los términos lícitos pasando
con crueles armas y actos inhumanos
iban la gran victoria deslustrando:
que ni el rendirse, puestas ya las manos
la obediencia y servicio protestando,
bastaba a aquella gente desalmada
a reprimir la furia de la espada.
Características propias de todo ejército mercenario, que no lucha por ninguna causa noble.
De que figuraba en una tropa de ese carácter estaba bien convencido el capitán Alonso de Ercilla, quién hasta en el orden puramente técnico admiraba infinitamente más a los defensores de la independencia de la patria araucana que a los soldados invasores de la misma.
En realidad, para un capitán de los ejércitos imperiales resultaba extraordinaria la sabiduría guerrera de los indios, aun refiriéndola a lo justo de la causa que defendían. Causa con la que llegó a estar profundamente identificado, porque hacia el final de su magnífico poema el militar español, cantor sensible –casi en medida más profunda que actor– de la grandiosa epopeya araucana, concreta todas sus impresiones, formando un juicio definitivo acerca de la guerra, después de que un largo viaje por Europa y una enfermedad adquirida en tierra americana (aparte su agravio personal con un tiránico jefe militar) sedimentaron las hondas sensaciones experimentadas por él. Y en el canto treinta y siete, con el que dio fin a La Araucana, hace esta liberal definición de la guerra:
Por ella a los rebeldes insolentes
oprime la soberbia y los inclina,
desbarata y derriba a los potentes,
y la ambición sin término termina;
la guerra es del derecho de las gentes,
y el orden militar y disciplina
conserva la República y sostiene
y las leyes políticas mantiene.
Pero será la guerra injusta luego
que del fin de la paz se desviare:
o cuando por venganza, o furor ciego
o fin particular se comenzare.
No puede Ercilla olvidar qué injustas causas movieron a los conquistadores a oprimir al pueblo araucano, que defendió su independencia con tan singular heroísmo. Ni podía justificarlas. En cambio, considera lícita la guerra que los explotados, los hombres a quienes iban a robar sus libertades y su territorio, movían contra los invasores.
Esta objetividad –mejor, esta agudísima simpatía sentida por el poeta hacia el pueblo expoliado–, aunque envuelta en otros conceptos más recatados, más conformes con las ideas al uso, no obstante el rebozo de hipocresía impuesto por la época, valieron a D. Alfonso de Ercilla un duro trato, a pesar de sus méritos como soldado. La gran obra de nuestra literatura épica registra en sus versos finales la reacción de una corte envilecida por la ambición y por el fanatismo, ante las literarias escapadas rebeldes del escritor.
Nuestra literatura y nuestra Historia deben, en cambio, este inestimable servicio de la sinceridad al poeta soldado Alonso de Ercilla.
Rosario del Olmo