La determinación de la U. R. S. S. de considerarse desligada del desdichado pacto de no injerencia en los acontecimientos de España habrá de ser recibida por la opinión progresiva de todos los pueblos como el ejemplo más noble, desinteresado y consciente de solidaridad internacional y de lucha efectiva por la paz.
En principio, la causa del pueblo español afecta a todos aquellos pueblos que tienen alguna libertad interior que defender o temen ser víctimas de una agresión imperialista, y ningún Estado que quiera apoyar la vida internacional en normas de justicia y de respeto mutuo debería pretender desentenderse de la agresión interna y exterior de que es objeto la democracia española, por lo que entraña de peligro para todos en los ideales comunes.
No deja por eso de ser alarmante para la suerte de la paz, que sólo uno de los Estados firmantes del pacto se decida a recabar su libertad de acción y a reivindicar los derechos más elementales de un Gobierno legítimo, una vez demostrado hasta la saciedad que, por buena que haya sido la intención inicial, la fórmula ha tenido resultados contraproducentes. Es decir, que si el propósito era no dar motivo de ayuda a los rebeldes, empezando por no ayudar al Gobierno legal, los hechos dicen que sólo éste quedó desamparado. Lo lógico sería, pues, renunciar al intento. Pero, doble contraste: primero, se abandona un derecho para evitar actividades clandestinas, y al no conseguirlo se permanece en una situación de inferioridad por temor a mayores complicaciones. Así se explica sobradamente que pueda triunfar en política internacional lo que está triunfando: la matonería y el chantaje.
Y ha de ser la U. R. S. S., la más alejada, por interés particular del conflicto español, pero la más próxima a nosotros por su defensa consecuente de la paz, quien resuelva romper las amarras. Porque esta guerra, si a alguien toca de cerca en sus intereses, es a Francia e Inglaterra, las dos grandes potencias del Mediterráneo.
Pero lo triste es que éstas tratan de conjurar el mal con las fórmulas de cuando el peligro no es inminente: con el conciliábulo, el cambio de impresiones, la reunión en que todo se deja para la próxima. Con estas timideces nada se evita; sólo se consigue debilitar las condiciones para la paz mundial, cuando la Historia nos depara ocasiones únicas para establecerla.
Los Estados que no quieren la guerra podrán tener entre sí antagonismos en periodos normales. Pero habrán de abandonarlos al cernirse sobre ellos la tempestad bélica. Estamos seguros de que la amistad anglo-franco-soviética, con todas las pequeñas potencias alrededor, será cada día más estrecha. No hay otra vía. Es de lamentar, sin embargo, que si la seguridad colectiva no está hoy más sólidamente apuntalada sea a causa de que la política internacional franco-inglesa se halla por debajo de la gravedad de las circunstancias.
Incluso cabe preguntar si con la injerencia fascista en España no estaremos purgando las consecuencias de recientes errores, no sólo nosotros, que ya hubiéramos ganado la guerra, sino Francia e Inglaterra, que ven amenazada su situación en el Mediterráneo, y, en conjunto, la causa de la paz, pues los peligros de guerra se han multiplicado últimamente. La facilidad con que han logrado ponerse de acuerdo los dos países fascistas, borrando sus diferencias en Austria, pudiera proceder de haberle salido bien a Mussolini –después de no saber ni él mismo cómo iba a salir de ella– la aventura de Abisinia. Es lo más probable que el feliz término de aquella aventura haya canalizado hacia el Mediterráneo las más locas ambiciones de Alemania e Italia, permitiéndoles relegar a segundo término sus diferencias en Europa central.
Porque nadie debería creer que en el orden actual de Europa la amenaza fascista está preferentemente dirigida contra un país determinado. No. Las insolencias «nazis» contra la Unión Soviética no pasan de ser un ardid burdísimo para neutralizar a las clases conservadoras de las demás naciones. Pero lo cierto es que, hasta la fecha, la ofensiva «nazi» no ha recaído sobre la U. R. S. S., sino sobre los acuerdos del Tratado de Versalles, al cual es ajeno el Estado soviético. Quedamos, por tanto, en que son Francia e Inglaterra las más dañadas hasta ahora por los avances del fascismo.
No por esperado dejaremos de señalar todo el enorme valor que tiene de ejemplo a los Estados democráticos ese saludo que desde el otro extremo de Europa nos envía el gran pueblo soviético.