Filosofía en español 
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Pío Baroja

El dragón de Gastizar

facsimil

Era un dragón, una sierpe, una salamandra, un monstruo hórrido, difícil de clasificar, con una corona de tres picos en la cabeza y un dedo de su mano derecha en los labios como para imponer silencio. ¿A quién? No lo sabemos.

Este dragón se hallaba encaramado sobre el mundo, una bola de hierro negra, sujeta en un vástago y tenía la humorada de señalar el Norte y el Sur, el Este y el Oeste, cosa no difícil de comprender si se añade que el grifo, basilisco o dragón, formaba parte de un pequeño y simpático artefacto que llamamos veleta.

Esta veleta coronaba la torre de la casa solariega de un pueblo labortano.

Era un monstruo rabioso, aquel monstruo indefinido que dominaba su mundo, un monstruo rechinador, malhumorado, que giraba desde hacía muchos años, no se sabía cuántos, en la vieja torre de Ustáriz que tenía Gastizar por nombre.

Sus garras amenazaban alternativamente a los cuatro puntos cardinales, de su boca salían llamas que por arte mágico se convertían en una flecha, sus orejas estaban atentas a todo cuanto se hablaba y se murmuraba en el pueblo.

Para neutralizar la perversidad y la iracundia de aquella furia superterrestre, para dulcificar su pérfida malicia, el artífice que le dio forma mortal le fijó para siempre en la cola el anagrama de Jesús-Cristo: J. H. S.

Así, este dragón tosco y quimérico representaba el dualismo de las cosas humanas y divinas: por la cabeza al diablo y por la cola a Dios; por delante la ciencia, el materialismo, la duda; por detrás el misticismo y la piedad; por un lado todo malicia, ironía y desprecio para los mortales, por el otro todo benevolencia y resignación cristiana.

En aquella peligrosa altura, en aquella posición incómodamente ambigua, Ormudz y Ariman en una misma pieza, tenía que girar a todas horas el pobre y lastimero dragón de Gastizar. No era extraño que su genio se hubiese agriado y que rechinase con tanta frecuencia.

La soledad le había hecho melancólico. Las alturas aíslan. Aquel viejo basilisco no tenía amigos; únicamente una lechuza parda se posaba en el remate de la veleta y solía estar largo tiempo contemplando desde allí arriba el pueblo.

¿El dragón roñoso y la lechuza de plumas suaves y de ojos redondos se entendían? ¿Quién podía saberlo? ¿Venía ella –el pájaro sabio del crepúsculo– a recibir órdenes de aquel basilisco chirriante e infernal agobiado por su apéndice cristiano? ¿O era el basilisco el que recibía las órdenes de la lechuza?

Si alguien traía órdenes era indudablemente la lechuza. ¿De dónde? Lo ignoramos.

El viejo dragón velaba sobre el pueblo. Él dirigía los fantasmas de la noche, él hacía avanzar las nubes obscuras que pasaban delante de la Luna, él irritaba y calmaba los ábregos y los aquilones con sus movimientos bruscos y sus chirridos agudos.

En los días de tempestad, mientras el vendaval soplaba con fuerza, el dragón mugía y chillaba escandalosamente; en las tormentas, a la luz de los relámpagos, se presentaba terrible e iracundo; en cambio en los días de sol, cuando la claridad dorada se esparcía por las colinas verdes del Labourt, ¡qué humilde! ¡qué domesticado! ¡Qué buenazo aparecía el dragón de Gastizar vencido por el anagrama cristiano de su cola!

Aun en estos días tranquilos miraba con cierta sorna a la gente que, sin duda, desde su altura le parecía pequeña, a veces se volvía despacio como para dirigir al espectador una cortesía amable, a veces le daba la espalda con un marcado desprecio.

A pesar de su maldad, de su energía y de su furia, el dragón de Gastizar desde hacía algunos años se movía con dificultad para dar sus órdenes.

Era que su aditamento cristiano le iba dominando y adormeciendo.

Era que sus articulaciones se entorpecían con el reumatismo y la gota.

Era solamente la edad.

Fuese lo que fuese, era lo cierto que durante largas temporadas el dragón quedaba inmóvil, sin poder inclinarse a la derecha y a la izquierda, furioso, amenazando con un ademán de cómica impotencia al universo.

A veces, una ráfaga de aire le infundía un momento de vida y sus garras se agitaban estremecidas en el aire y su lengua de llamas vibraba con saña, pero al poco tiempo volvía a su inmovilidad con el aspecto triste de un paralítico.

Alguien, probablemente algún burlón, había echado a volar la especie de que la anquilosis de la veleta coincidía con la tranquilidad de la villa y en cambio sus movimientos bruscos con los conflictos, con las guerras, con las pestes, con las revoluciones…

Pío Baroja