Gaceta de la Liga Anticlerical Española
Eduardo Ovejero y Maury
Los periodistas herejes
Comentarios a una carta de D. Miguel Unamuno
Cuando por primera vez llegaron a mis manos los escritos del ilustre rector de la Universidad de Salamanca, fue grande mi alborozo. Con honda emoción vi elevarse ante mí un pensador de talla poco común, casi casi, un metafísico. Un hombre que sin dárselas de erudito mostraba jugo de erudición asombrosa.
En suma, un pensamiento vigorosísimo que para su expresión disponía al mismo tiempo de maravilloso dominio sobre la lengua española. Le vi elevarse por regiones poco frecuentadas por escritores españoles. Vi en él un hombre de nuestra época, atormentado sinceramente por los grandes problemas contemporáneos y cifré en él mis mayores esperanzas.
Pero pronto mi regocijo fue trocándose en desencanto. Porque yo conocí al señor Unamuno al final de lo que podríamos llamar su primera manera, y en ocasión en que iba entrando en lo que podríamos también llamar su segunda manera. Era entonces cuando empezaba a desatarse en él la pasión por la paradoja. Su figura comenzó a velarse a mis ojos tras de una nube cada vez más espesa. Su personalidad sufría una metamorfosis y, o yo me iba quedando ciego, o el Sr. Unamuno se iba haciendo cada vez más menos distinto, más borroso y más equívoco.
Nunca olvidaré la decepción que sufrimos muchos de sus admiradores, y por cierto la mayor parte personas pertenecientes a partidos políticos moderados, hombres nada exaltados y muy «puestos en razón», tan puestos en razón, que muchos de ellos figuran hoy desempeñando sendos destinos políticos; nunca olvidaré, digo, la decepción que se apoderó de nosotros cuando invitado a dar una conferencia contra la ley de Jurisdicciones, el ilustre disertante de quien tanto esperábamos, nos aseguró que dicha ley no tenía importancia alguna.
No haré alusión a ciertos rumores que circularon por entonces para explicar su actitud, porque yo mismo entonces no les di crédito y preferí atribuir la conducta del gran escritor a exigencias de su propia genialidad. De entonces acá, el Sr. Unamuno ha escrito mucho y yo he dejado de leer sus artículos y aun alguno de sus libros: mas lo confieso, rara vez he vuelto a encontrar en él al Unamuno que tan fuerte impresión me causó en su primera época.
A mí me parece que el Sr. Unamuno padece una enfermedad literaria algo frecuente en todo aquel que quiere elevarse sobre las medianías. Esta enfermedad es el horror de las opiniones vulgares. Y entiéndase esto de las opiniones vulgares como sinónimo de opiniones generalizadas. Esto es, que el que padece dicha enfermedad no huye de una determinada opinión por errónea, sino por generalizada. Para algunos señores, las ideas que han llegado a tomar carta de naturaleza en las mentalidades inferiores, tienen no sé qué de resobado, están como empañadas por el aliento plebeyo, tienen un sello vulgar que las hace antipáticas, hay que despreciarlas porque no constituyen atavío conveniente para el que aspira a distinguirse entre la multitud. Esta «fobia» la padece el Sr. Unamuno.
Pero no se trata ahora de este coquetismo intelectual, aunque también pudiera tener algún parentesco lejano con él. Trátase de una carta abierta al ilustrísimo señor D. Antolín Peláez, obispo de Jaca y senador del reino, en que el autor de En torno al casticismo comienza afirmando que pocos españoles le son tan simpáticos como su ilustrísima y que le lee con frecuencia, lo que me atrevo a considerar como una honra para D. Antolín. D. Antolín quiere fundar un rotativo católico para lo cual no le hace falta más que dinero, porque con dinero, dice él, se tiene todo, hasta buenos periodistas, y a la pregunta: ¿Quiénes son los buenos periodistas?, contesta: «Los de ellos», es decir, los de los adversarios. Lo cual corrobora el articulista Sr. Unamuno diciendo: «Sí, señor obispo; con dinero podrían comprar a los periodistas herejes que no anden sobrados de él, y que mediante tanto y cuanto, escribirían en católico lo mismo que en musulmán».
Muy depresivo es para nosotros, los periodistas herejes, que haya señores como el señor de Unamuno y el ilustrísimo señor obispo de Jaca, cuyas obras lee con avidez el autor de la Vida de Don Quijote y Sancho, o sea, el propio señor de Unamuno, que piensen de nuestra integridad tan flacamente como indican las líneas anteriormente copiadas. Bien es verdad que la acusación parece recaer sobre los que no anden bien de dinero; pero, en primer lugar, en España los que no andan sobrados de este artículo son muchos y muchos más si se trata de españoles que cultivan las letras, y en segundo lugar, este achaque del hambre es de tal naturaleza, que a veces los más hambrientos son aquellos que deberían estar más hartos. Porque hay hambre de honores, de cargos públicos, de vanidades mundanas, y este hambre, que es más perniciosa que la otra, hace que muchos, a quienes pudiera creerse a cubierto de ciertas debilidades, se dediquen a dar palmaditas cariñosas a los príncipes de la Iglesia, a leer sus obras y a celebrar sus gracias.
Yo no sé si terminaré escribiendo en La Semana Católica, lo que sí puedo afirmar es que, hoy por hoy, relativamente hambriento, es cuando gozo de más independencia para decir cuanto se me antoja, por herético que sea, y que tal vez no gozaría de esta dulce libertad si fuera rector de algún Centro docente, provincial o metropolitano. Casi, casi, doy gracias a Dios porque me mantiene en este estado de media dieta en que vivimos la mayor parte de los españoles y más los que nos dedicamos al manejo diario de la pluma. Prefiero mil veces esta inopia corporal a la inopia espiritual del ahíto.
Es indudable que el señor de Unamuno ofende a los periodistas herejes; pero hay que perdonarle la ofensa, en atención a lo mucho que debe de haber ganado en la voluntad del Sr. Peláez con el artículo publicado en el número de La Noche del 21 de diciembre último. El nos alcanzará del ilustre prelado la gracia que nos falta.
Lo que yo siento es que el Sr. Unamuno se desentienda así de los escritores herejes, cuando tan hereje es él (y creo que no le molestará este dictado), y como que se eche fuera de «sectas, conventículos, cotarros, partidos y casilleros de todas clases», como él dice. No hay más sectas ni más partidos. Don Miguel, que los que usted conoce mejor que yo; ni hay más lucha que pueda interesar a España que una, la que trae divididos a todos los españoles, y nadie menos que usted, glorioso representante de la cultura española, puede permanecer indiferente a ella, hurtando el cuerpo a sus duros combates. Por eso nos afligimos sus admiradores cuando se apodera de nosotros la sospecha de que pueda usted dejarnos en la estacada e irse de bracete con los obispos, aunque sean tan simpáticos como para usted lo es el Ilmo. Sr. D. Antolín Peláez, obispo de Jaca y senador del reino.