Filosofía en español 
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Gaceta de la Liga Anticlerical Española

Eduardo Ovejero y Maury

La Iglesia, según Kant

En el sistema kantiano la religión tiene sus raíces en la moral, y está comprendida en ella como fin práctico de la razón humana. Entre moral y religión puede haber dos relaciones: o la moral se funda en la religión, o la religión en la moral. En el primer caso, tendríamos el temor y la esperanza como motivos reguladores de la conducta humana. Pero Kant no cree que haya verdadero acto moral si no es desprendido de todo motivo desinteresado. Así, pues, para constituir una verdadera Iglesia tenemos que acudir, no a una moral fundada en la religión, sino todo lo contrario, a una religión fundada en la moral. La moral conduce necesariamente a la religión, porque el Sumo Bien es el ideal necesario de nuestra razón, y sólo puede ser realizado por Dios; pero de ningún modo puede ser el temor del castigo en la otra vida el acicate de la virtud. La religión es, según Kant, el reconocimiento de todos nuestros deberes como preceptos divinos. Es religión revelada cuando nos dicta un código moral en el que aprendamos nuestros deberes; será religión natural si nos enseña nuestros deberes para que de ellos deduzcamos los preceptos divinos. La Iglesia es una Sociedad moral que tiene por fin la realización y la predicación de los preceptos morales; es lo congregación de todos aquellos que unen sus esfuerzos para combatir el mal y para propagar la moralidad. La Iglesia, en cuanto no es objeto de experiencia, es decir, la Iglesia invisible, es la reunión de todos los buenos, bajo el gobierno de Dios. La Iglesia visible, por el contrario, es la que representa el reino de Dios sobre la tierra, en cuanto su realización es posible entre los hombres. Los elementos y, al mismo tiempo, los signos de la verdadera Iglesia visible son: 1º. Universalidad. La Iglesia debe ser una y universal, y si estuviese dividida en diferentes credos, deberá edificarse sobre tales principios que hagan posible la reunión de todas las Iglesias parciales en una Iglesia general. 2º. Por lo que respecta a la cualidad, debe ser pura; esto es, todos sus miembros deben reunirse para un fin exclusivamente moral, limpiándola tanto de torpezas y supersticiones como de locuras y delirios. El lazo de todos los miembros de la Iglesia entre sí debe ser la libertad. La Iglesia es, por lo tanto, un Estado libre, en el cual no debe existir ni jerarquía ni democracia, sino un vínculo que una todos los corazones de modo constante. 3º. Con relación a su modalidad, la Iglesia debe ser inmutable en su constitución. Sus leyes no deben variar, si bien puede variar su administración. El único fundamento de la Iglesia es la fe racional, pues sólo ésta puede llevar la convicción a todos sus miembros. Sólo la debilidad, peculiar a la naturaleza humana, es causa de que no se pueda contar con esta sola fe pura para fundar una Iglesia; pues los hombres no se persuaden fácilmente de que Dios no exige de ellos más que una vida virtuosa; creen, por el contrario, que deben tributar a Dios un culto basado en la adulación y en la lisonja; y, precisamente, en esta adulación y en esta lisonja, hacen consistir la esencia de la Iglesia. En la fundación de las Iglesias entra siempre un elemento contingente e histórico, una fe positiva y tradicional. Esta es la fe que más interesa a los sacerdotes, aunque se componga de errores acumulados por la ignorancia de las generaciones primitivas. En toda Iglesia hay, por lo tanto, dos elementos: el elemento puramente moral de la fe racional, y el elemento histórico-estatutuario de la fe positiva. De la relación de estos dos elementos depende el valor de una Iglesia. El elemento estatutuario es, por su naturaleza, mero vehículo del elemento moral. Guando el elemento estatutuario es el único fin, es decir, tiene un valor preponderante, la Iglesia es mala, es pagana. Cuando la Iglesia se eleva a la pura fe racional, se acerca al reino de Dios. Esta es la diferencia entre el verdadero y el falso culto a Dios, entre la religión y el Papado.

El dogma sólo tiene valor en cuanto posee un contenido moral. El mismo apóstol Pablo difícilmente hubiera prestado fe a las tradiciones de la Iglesia si no hubiera visto en ellas este contenido moral. De la doctrina de la Trinidad, tomada al pie de la letra, difícilmente se obtendría nada para la práctica de la vida. Ninguna regla de conducta nos puede proporcionar la cuestión de si debemos o no prestar adoración a una o a tres personas en la divinidad. También en este punto, debemos interpretar la Biblia desde el punto de vista moral. La revelación debe interpretarse de un modo que coincida con las reglas de la religión racional. La razón es, en estos asuntos religiosos, la última autoridad. La interpretación racional, puede hallarse algunas veces en colisión con la letra de las Escrituras: sin embargo, siempre deberá preferirse a una interpretación literal que no contenga ningún precepto moral o que esté en discordancia con las inclinaciones morales. Esta interpretación moral puede hacerse sin violentar demasiado los textos, pues la religión racional está siempre en el fondo de la razón humana. Si despojamos las alegorías de la Biblia, del velo místico que las envuelve (lo que ya hizo Kant dando a los dogmas más importantes una significación moral) encontraremos en ellos un sentido racional universal. La parte histórica de los libros sagrados es en sí indiferente para la religión. Cuanta mayor sea la madurez de la razón, más fuerte será en ella el sentido moral y menos importantes las tradiciones estatutuarias de las religiones positivas. El tránsito de la religión positiva a una religión racional, es la aproximación del reino de Dios, del cual nos separa una distancia infinita. La realización efectiva de este reino de Dios será el fin del mundo, el término de la Historia.

Cerca de un siglo ha transcurrido desde que el filósofo alemán formuló esta teoría. Sin embargo, el actual movimiento religioso conocido con el nombre de «Modernismo», parte de este mismo concepto de la Iglesia. La mayoría, por no decir la totalidad, de los filósofos modernos y, sobre todo, la sociología, la ciencia del siglo, considera el sentimiento religioso como inherente a la humanidad y cada una de las religiones positivas como expresión temporal, histórica de este sentimiento natural al hombre. La consecuencia lógica de este nuevo concepto de la religión es, en el orden político, la libertad de cultos, no ya la tolerancia por razones políticas o de cortesía, sino el respeto mutuo de todas las confesiones unas a otras como formas distintas de una misma idea, la idea de la Divinidad. Considerado desde este punto de vista, el fanatismo es la más antirreligiosa de todas las pasiones, la intransigencia el más impío de todos los sentimientos. Si respetamos el sentimiento filial en todos los hombres, porque es lo que más queremos que se respete en nosotros, ¿cómo no hemos de estar obligados a respetar del mismo modo, en nuestros semejantes, su credo religioso, que no es otra cosa que la forma en que sienten su relación filial con el Padre común, con Dios; forma impuesta en cada uno por su nacimiento, por el idioma que habla, por el país en que vive, y por la raza a que pertenece?

Tan exacta es esta doctrina, que ella sola puede hacer de lo que fue en la antigüedad un manantial de discordia perenne, un elemento de fraternidad universal. Al terminar el siglo XIX vimos celebrarse en Chicago un congreso universal de todas las religiones. Los sacerdotes de los principales cultos del antiguo y del nuevo mundo, dieron el ejemplo de una sublime confraternidad religiosa. No se trataba de discutir la verdad de los dogmas, ni de dilucidar cuál era la religión verdadera, sino de aproximarse, de edificarse mutuamente y de dar por primera vez en el mundo el espectáculo de una comunión religiosa universal. Después de este hecho, el Estado que proscribe en su seno la libertad de conciencia, la libertad religiosa, la libertad de cultos, lejos de ser un Estado eminentemente religioso, reniega del sentimiento de la Divinidad, hiriéndole despóticamente en la conciencia de los hombres.

Eduardo Ovejero y Maury