[ Antonio M. Cubero ]
Literatura ultraísta
La revista Grecia, de Sevilla, se ha convertido en el órgano de la literatura ultraísta, cuyo apóstol es Cansinos Assens. «Pero –dirán los lectores– ¿qué literatura es ésa?» Una página de la revista Grecia va a explicárnoslo o por lo menos a sugerírnoslo... La luna de oro, blanca, melón neurasténico, es cosa, según parece, muy seria...
La luna.
Esta luna de oro, blanca, melón neurasténico de los espacios siderales.
Pasa la luna con su luz cenicienta. Que es un velo de la misericordia solar que va por el Oriente.
Luna democrática, sobre tu geometría iluminada caen millares de ojos municipales y civiles.
¡Ultra! –hermanos iniciados– que vuestros corazones jueguen con esta pelota pagana conducidos por el celo de las hiperestesias de lo subconsciente. Que los ojos, circunferencias equidistantes y eruditas, se liberten de ese tig-tag literario que significa la luna pálida.
El Ultraísmo es el carácter literario, la nueva voluntad libre, el allá misterioso que cada uno esculpe desde Su Yo pretérito y futuro. Es un vuelo desde la verdad de cuatro patas –(la ciencia, la moral, el academicismo, la historia, la erudición)– de libertad.
Hay en el mundo objetivo mucho papel pautado y cuadriculado. Que usa el hombre-acorbatado, el que camina prejuicioso y firmado.
El Ultra es nuestra lucecita en la paradójica obscuridad de las iluminaciones solares. Cada uno se crea su aurora y se alumbra su entierro al infinito.
El ultraísta es padre de Su Yo. Con su amor, como en la generación, criará a su hijo.
La vacilación, el enfado, la paradoja maternal, es amor.
El mundo, el paisaje, las almas, se darán en Su Yo, múltiplemente, como un desfile ante un palacio de espejos de todas las coloraciones y potencias.
Luces sinceras, fantasmagorías honradas, sentidas, lejos de las afirmaciones de emboscada, obra de la ganzúa literaria y del pedestrismo.
El Ultra es una llama alargada.
Esa nueva purificación de la llama microcosmos, cuya vida, vacilante y antitética produce la extrañeza del profano.
Es verídico lo sucedido.
El hecho, corporalmente de sombras, ocurrió en un café.
—¡Caballero! –dijimos a nuestro vecino de velador, ese hombre que cuando nos abstraemos ultraístamente, le creemos enterrado.
El vecino de velador no contestó.
–¿Por qué me arroja su mono a mis hombros?
Es intolerable que un caballero nos arroje un mono.
Malditas leyes de policía urbana.
Pero no –¡horror, lejos, lejos de mí los psiquiatras!– creo que todo sería una ligera vibración a lo largo de la médula, que me interroga como cuerda de violín.
Antonio M. Cubero