Un llamamiento
Unión Democrática Española para la Liga de la Sociedad de Naciones Libres
Españoles:
La paz se alza ya sobre la línea del horizonte, y sus resplandores disipan las sombras, las angustias, las incertidumbres de esa trágica noche de cuatro años en que ha vivido la conciencia del mundo civilizado. La guerra, la belua, la bestia, está ya dominada por la humanidad civil. Y esta paz que se anuncia no será, como tantas otras paces, una tregua larga o corta, sino el principio de una era en que la guerra, si no queda radicalmente abolida, habrá de ser considerada como una desdicha teratológica e imprevista, no, como hasta ahora, como un fenómeno crónico y casi consuetudinario. Se inicia una nueva época; si no el advenimiento de la más perfecta de las utopías, por lo menos la reorganización del mundo según ideas y prácticas de justicia nunca usadas en ningún otro período. Como hombres, como ciudadanos de la gran comunidad constituida por toda la familia humana, asistimos a este único espectáculo con el alma conturbada de dichosa emoción y bendecimos la feliz contingencia de habernos tocado vivir en estos días insignes.
Pero en medio de nuestro júbilo, nacido de ver a la ley de la fuerza sometida ya a la fuerza de la ley, no podemos olvidar que simultáneamente que ciudadanos del mundo somos ciudadanos de este rincón terrestre que se llama España. Nuestros sentimientos están condicionados por nuestra naturaleza de españoles. El grado de nuestra emoción frente a los grandes acontecimientos del mundo se intensifica o debilita según cómo repercuten en nuestro país. ¿Y cómo va a sorprender a nuestra patria el término de este grandioso acaecimiento de la guerra? Como la sorprendió su comienzo, como la ha sorprendido su desarrollo: como una cadena de sucesos que parecen ocurridos, más que en nuestro planeta, en Sirio.
Sin embargo, bueno es advertir que no toda España, ni la más importante, ha participado de esa insensibilidad que, más propia que de criaturas humanas, es de seres inferiores de la escala zoológica. Hay una fracción del pueblo español que siente una fervorosa solidaridad espiritual con el resto de los pueblos civilizados. No sabemos si es la más numerosa; pero, desde luego, es la más inteligente, la más sensible, la mejor dotada de sentido histórico. Esa porción de España, más considerable de lo que sugieren las apariencias, no quiere que se la confunda con la otra España pétrea e insolidaria y aspira a que en los futuros consejos de las naciones libres se tenga en consideración su espíritu de comunidad con el mundo civilizado. Esa parte de España quiere que la España total deje de ser lo que ha sido durante los últimos siglos, una aldea europea, para convertirse en una nación digna de colaborar, con personalidad propia, en el nuevo orden del mundo. Ese fragmento de España pretende que España, como pueblo, renuncie a ser siervo, parásito o enemigo ideal de los pueblos más creadores y más justos, y que se transforme en entidad autónoma, fecunda y abierta a la cultura universal. Esta es la primera razón para constituir en España una sección de la Liga de la Sociedad de las Naciones Libres: la necesidad de que entre la España sedienta de vida universal y el resto del mundo quede tendido, sobre la España letárgica o retrógrada, un puente por donde sea posible el contacto con los grandes valores humanos.
Hay una segunda razón, tal vez la más urgente, para organizar en nuestro país una rama, extensa y vivaz, de la Liga de la Sociedad de Naciones. Queramos o no queramos, la sacudida espiritual que está conmoviendo las bases del mundo ha de prolongar sus temblores hasta España. Toda nuestra pasividad no ha de poder paralizarla. Estamos dentro del perímetro de una furiosa tempestad histórica y es inútil que pretendamos recoger nuestra vela y tendernos a dormir. Es, al contrario, el momento de erguirnos todos vigilantes y activos y de gobernar enérgicamente el timón. Pero ¿dónde está la guardia? Los viejos partidos se disuelven como una sustancia agotada y pútrida. Otros no están preparados aún para esta imperativa necesidad de salvamento. Los órganos públicos de la vida española son, en todo caso, pocos y escasamente vitales. No será, pues, superfluo que se cree un nuevo órgano que, además de enlazarnos con la humanidad civilizada, recoja aquí y encauce el tumultuoso y fecundo oleaje que la tormenta arroje sobre nosotros. La sección española de la Liga de la Sociedad de Naciones Libres puede ser un vehículo para transportar al mundo nuestros anhelos, y una turbina para transformar provechosamente la elemental energía que el mundo despida sobre nosotros.
Pero el fin último de la sección española de la Liga de la Sociedad de Naciones Libres habrá de ser la incorporación de España a esa comunidad de pueblos que ya se está gestando, que ya está en la conciencia del mundo entero y que pronto será un código escrito. La Sociedad de Naciones tiene un fin capital: poner término a las guerras, como razón última de los conflictos internacionales, mediante un Tribunal supremo de pueblos, y reducir, por consecuencia, los armamentos de tal suerte que sólo representen la fuerza requerida para fines de policía interior y exterior. No hay pueblo a quien no convenga la abolición de las guerras, porque ninguno es tan fuerte y tan rico que pueda lanzarse a una de estas catástrofes humanas sin salir de ella debilitado, empobrecido, desangrado y deshecho para muchos años. No hay pueblo que no se beneficie de la disminución de armamentos, de la abolición de ese bárbaro régimen de la paz armada anterior a 1914, porque ya se ha visto que no evita la guerra y ya se sabe que es insoportablemente oneroso para la riqueza pública. Pero quien más ganaría con la abolición de las guerras son los pueblos débiles, como España, porque su flaqueza es una tentación para los fuertes y un peligro para su integridad e independencia. Y nadie saldría tampoco más favorecido con una reducción universal de armamentos, porque nadie necesita tanto como un pueblo desorganizado y pobre consagrar a su reconstitución y engrandecimiento toda su riqueza dilapidada en la conservación de una fuerza militar poco menos que inútil, después de todo, para su seguridad exterior. Por otra parte, la Sociedad de Naciones intervendrá seguramente en la relación económica de los pueblos, favorecerá a los que se acojan a sus estatutos y perjudicará a los que, ignorantes o torpes, prefieran una suicida existencia de aislamiento. La sección española de la Liga de la Sociedad de las Naciones Libres trabajará porque España no quede excluida de los beneficios de ese organismo supernacional.
Mas no basta que España quiera formar parte de la futura Sociedad de Naciones. Esa Sociedad estará compuesta solamente de democracias, esto es, de comunidades humanas gobernadas por poderes responsables ante el pueblo soberano. Sólo así podrá asegurarse su perfecto funcionamiento, concluir acuerdos y esperar que se cumplan. La injerencia de un poder arbitrario e irresponsable ante el pueblo perturbaría la totalidad del organismo y tal vez lo paralizara. De ahí que sea condición indispensable para pertenecer a la Sociedad de Naciones un inequívoco régimen de democracia. ¿Goza España de un régimen así? Nosotros afirmamos rotundamente que no. Nosotros sostenemos que para que España pueda formar parte de la Sociedad de Naciones debe democratizarse y desaparecer todo poder arbitrario de la gobernación del Estado español. La democratización de España habría de ser, por lo tanto, otra de las tareas de la sección española de la Liga de la Sociedad de Naciones Libres.
Estos son los fines que nos guían al invitar al pueblo español a organizarse en una sección española de la Liga de la Sociedad de Naciones Libres, fundada en Inglaterra por los hombres más ilustres en los dominios de la ciencia, de las letras, las artes y la política, y extendida después al resto de los pueblos civilizados. En esta organización cabe todo hombre que sea liberal y demócrata, independientemente de que esté afiliado a cualquier partido o a ninguno. Del mismo modo que, en lo exterior, esta organización tiene fines supernacionales, en lo interior puede ser una agrupación superpartidista. Siendo su propósito esencial la radical democratizaión de España para que no quede fuera de la futura comunidad de democracias, denominamos a este organismo Unión Democrática Española para la Liga de la Sociedad de Naciones Libres. Cuando por necesaria brevedad, se diga Unión Democrática Española, debe considerarse como sobrentendido el resto.
Españoles: ha llegado la hora de demostrar que somos dignos de pertenecer como pueblo y como Estado, a una comunidad de democracias civilizadas, y que no queremos seguir viviendo aislados de los dolores y esperanzas del mundo ni regidos por poderes irresponsables ante la única soberanía del pueblo.
Españoles: adheríos a la Unión Democrática Española
Miguel de Unamuno.- Luis Simarro.- Manuel B. Cossío.- Adolfo A. Buylla.- Luis Hoyos Sainz.- Gregorio Marañón.- Gustavo Pittaluga.- Manuel Azaña.- Juan Madinaveitia.- Luis de Zulueta.- Ramón Menéndez Pidal.- Álvaro de Albornoz.- Emilio Menéndez Pallarés.- Luis Bello.- Américo de Castro.- Ramón Pérez de Ayala.- Manuel Pedroso.- Manuel Núñez de Arenas.- Luis G. Bilbao.- Luis Araquistáin.
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En nuestra Redacción se admiten adhesiones a la idea del anterior manifiesto que el Diario hace suyo.