La Correspondencia de España
Madrid, viernes 15 de abril de 1910
 
año LXI, número 19.056
página 4

Alberto de Segovia y Pérez

Labor del Sr. Altamira en América

La conferencia de ayer

De verdadera transcendencia fue la disertación que ayer tarde hizo D. Rafael Altamira ante los socios de la Unión Ibero-Americana, relatando la sensación que ha traído de su excursión de propaganda intelectual hispana por las naciones de América latina.

El elegante saloncito de la Unión Ibero-Americana estaba lleno de gente, un número regular de damas concurría deseosa de escuchar la limpia, simpática, didáctica palabra de este sabio y querido Sr. Altamira que acaba de hacer en tierra americana una obra tan profunda de conjunción étnica y espiritual. Cuando yo entré en la sala un amigo amable, el Sr. Salmeán, que es un asturiano muy distinguido, íntimo de Altamira, con quien hoy marchará a León, me llamó y me invitó a sentar a su lado. D. Melquíades Álvarez entró y se colocó entre el público. El Sr. Canalejas se sentó también en una silla, hasta que, invitado por los Sres. Pando y Celada, consintió en subir a la presidencia. Se respiraba en la sala un ambiente de intimidad, de cordialidad, de confianza que encantaba. No viciaba la atmósfera esa emanación académica, etiquetesca, que tanto molesta y que suele respirarse en sesiones de esta índole. El público era sencillo y modesto. Gente intelectual, profesores, estudiantes, escritores, eso era el público.

En esto, y entre el Sr. Rodríguez San Pedro, el Sr. Conde y Luque, el Sr. Pando y Valle y otros más cuyos nombres no recuerdo al correr de la pluma –escribo esto con la estilográfica y el papel sobre las rodillas–, entró en el salón el Sr. Altamira. No voy a hacer aquí la silueta del Sr. Altamira. El señor Altamira es un hombre aun joven, fuerte, recio, nervioso. Su mirada es tenaz e intensa. No viste trajes de etiqueta, no puede resistir esas ridiculeces de la indumentaria, que considera cosas absolutamente subalternas e insignificantes. Es un radical en cuestiones de vestimenta.

Hecho el silencio, después de la necesaria salva de aplausos con que el Sr. Altamira fue recibido en el salón, subió a la tarima el orador, y con voz franca, cordial, cálida, bien entonada empezó su conferencia: Señoras y señores...

Comienza dando un poco de alabanza a la benemérita Unión Ibero-Americana. Todos los elogios que se hagan a esta patriótica Sociedad son siempre merecidos y justos. El fin que persigue la Unión Ibero-Americana no puede ser más noble, más alto, más grande. Dediquemos un recuerdo de afecto, de estima, de admiración a todos esos hombres ilustres que como Pando y Valle, como el conde de Casa-Segovia, como el marqués de la Fuensanta de Palma, como Celada, como Balbín, como tantos otros dedican todo su esfuerzo y su entusiasmo todo a esa hermosa y útil labor de confraternidad hispano-americana.

Sigue manifestando el Sr. Altamira que su obra de unión universitaria en América tuvo que ampliarla, visto el deseo y el cariño con que fueron allí recibidas sus palabras, a los obreros, a los militares, al pueblo, en una palabra, a la colectividad entera. Y expresa que presenció con verdadera satisfacción el sentimiento profundo de españolismo que en América existía ya dormido, ya latente con ansias de encontrar ocasión de resurgir, como lo hizo en repetidas y hermosísimas muestras ante la palabra apostolizadora, reconquistadora del Sr. Altamira, que presentó en aquellas naciones una visión de la España nueva, trabajadora y progresiva, que allí desconocían y, por tanto, no podían admirar.

En un hermoso párrafo, de una elocuencia tan sencilla como soberana, el Sr. Altamira expresó la despedida que le hicieron los estudiantes cubanos, fletando un barco para acompañarle parte del trayecto y dando vivas a España.

Sigue diciendo el Sr. Altamira que se va despertando el sentido de comunidad hispanoamericana, no sólo por afecto filial a madre España, sino por instinto de relación espiritual.

Y al hablar Altamira en América de la España que lucha, que piensa y que trabaja produjo en América una esperanza y un cariño tan sinceros y hondos por esa nueva España, que desde entonces le dijeron que volverían a leer libros españoles, aquellos libros nuestros que habían desterrado de sus bibliotecas porque creían en el concepto que teníannos: que no podían aprender nada de nosotros.

Hay que responder a este movimiento hispanista en América –decía el Sr. Altamira– con un movimiento americanista en España. Una política americanista sobre un sincero y leal reconocimiento, tanto de nuestras deficiencias como de nuestras excelencias. Sin presunción ni pusilanimidad. Sin pedantería ni pesimismo. Y podemos llevar a América nuestra tradición, nuestra historia, tan ligada con la de ella: nuestra ética, nuestra obra social, porque España es la nación de Europa que tiene más estudiado ese tópico de las ciencias sociales que se llama la cuestión social, y, además, debemos ser los intermediarios, mediante nuestra lengua, de todas las demás disciplinas científicas y orientaciones intelectuales entre el pensamiento europeo y el pensamiento hispanoamericano, preocupándonos de esta función de enlace que estamos obligados a cumplir, y dedicándonos a la traducción al castellano del mayor número posible de libros que se publiquen en idiomas extranjeros.

Pero el libro no basta. Es necesaria la acción moral de la raza y del tronco hispano yendo a América, con conocimientos, claro está, pues de ellos depende el éxito o el fracaso de la gestión.

Habló el Sr. Altamira del intercambio de profesores, y pidió para él el auxilio económico del Estado. Del envío de escolares; y con tal motivo recordó la invitación hecha por el Congreso estudiantil de Colombia al Sr. Posada, para que lo presida. Del envío también de personal científico a América, a cátedras, a organizar Centros docentes, &c., y encomió la labor del profesor de Oviedo doctor Pérez Martín en la Universidad de Costa Rica.

Hay que ir a América, que cultivar los estudios americanistas creando un Centro docente especial, con biblioteca y museo de cosas americanas, como va a establecerlo la Universidad de Oviedo.

Pidió al Gobierno –y el Sr. Canalejas asintió con una sonrisa– la franquicia aduanera para los donativos de libros y demás publicaciones que nos hacen las Universidades americanas, pues se da el caso de que muchas veces se pierden en Aduanas por la pobreza de nuestro bolsillo universitario, que no puede satisfacer los derechos que al efecto exigen.

Habló el Sr. Altamira del cambio del material de enseñanza entre España y América, inaugurado ya entre los Museos pedagógicos de Buenos Aires y de Madrid, que, a trueque de varios objetos enviados por aquél, ha mandado una colección de animales marinos procedente de la estación biológica de Santander.

En fin, no es posible decir todo lo que tan magistralmente nos expuso el Sr. Altamira en su amena, hermosa e importantísima conferencia, que terminó con un párrafo que fue muy aplaudido.

Al acabar, todo el público se apresuró, atropellándose, para saludar y dar la enhorabuena al orador. Nosotros no hemos querido molestarle yendo a estrechar su mano, a pesar de que nos honramos con su amistad y de que le queremos y admiramos mucho. Otro día le saludaremos personalmente; hoy nos limitamos a hacerlo desde estas columnas y a felicitarle por su interesantísima, insuperable conferencia.

Alberto de Segovia y Pérez

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