Fernando Lozano
No se puede ser liberal y ser germanófilo
I
Los clericales; éstos, hoy furiosos enemigos de Francia, no sólo entregaron España a los franceses poniéndola en manos de los Borbones al comenzar el siglo XVIII, sino que volvieron a entregársela por conducto de su adorado y digno rey Fernando VII, poniéndola en manos de Napoleón al comenzar el siglo XIX.
¡Esos son los patriotas! ¡Esos los que vociferan guerra al extranjero!
Pero en el siglo XIX, el Lázaro que los alemanes, al llegar a España con Carlos V habían sepultado en la tumba de Villalar, resucitó y le dijo a los franceses: –Fuera de aquí, porque el amo de España no es el rey Borbón, no es el rey de Vázquez Mella, el amo de España soy yo, realizando aquella obra sublime del rescate de España, en que se le vio vencer al coloso de la guerra cuando ya el rey de los clericales le había entregado fortalezas, ejército y marina, mientras él no tenía más que hoces, navajas, espadas mohosas y algún fusil de chispa.
Si entonces no se ganó el pueblo español el derecho a gobernarse por sí mismo y a no tener reyes jamás en los siglos de los siglos, hay que reconocer y declarar en justicia que no hay otro pueblo en la tierra digno de gozar de ese derecho.
Y el pueblo español no sólo lo hace, sino que lo dice admirable, soberbiamente. Él dice en su Constitución de Cádiz que es y quiere ser soberano en su tierra, con un talento, con una ciencia que fue la admiración del mundo, a tal punto que la Constitución española quedó hecha bandera de revolución adoptada por otros pueblos como el portugués y el napolitano. Los ingleses que estaban aquí, quedaron asombrados al ver la grandeza y solemnidad de las Cortes de Cádiz, diciendo, ellos los maestros del Gobierno parlamentario, que no creían que hubiera tantos hombres de talento en España.
Y por cierto que la inconsciencia de nuestros clericales es tal que traerían de buena gana a los alemanes a gobernarnos, cuando esos alemanes, cuyos talentos se ponen en las nubes, al juntarse en Asamblea revolucionaria medio siglo después, en el año 48, excitaban la hilaridad por su incapacidad para el Gobierno parlamentario, haciendo de la Asamblea de Francfort un burdel, mientras la nuestra de Cádiz era un Congreso de soberanos. De la talla moral de uno y otro pueblo dieron elocuente testimonio también entonces los hechos. Mientras los alemanes sufrían humildemente el látigo de Napoleón y sus príncipes se hacían el honor de ser sus lacayos, el pueblo español le declara la guerra y le vence. ¡Como que los españoles eran ya en el siglo XVI, señores del mundo y decían «del rey abajo ninguno», mientras que los alemanes eran y siguen siendo en general una masa de siervos manejada a palos por su amo el príncipe o su amo el oficial!
¡Qué vergüenza para un español ser germanófilo!
Porque acusa una inconsciencia repulsiva, de lo que es en grandeza intelectual y en nobleza el pueblo a que pertenece.
Pero confesemos la verdad: ese pueblo español tan noble y grande que levantó su frente soberana al comenzar el siglo XIX diciendo: –Yo soy el amo, yo soy el rey; había mostrado un siglo antes una triste insensibilidad cuando los Borbones vinieron a ser sus dueños en el propio momento en que acababan de ser sus verdugos.
¿Quién le había dado aquel nuevo espíritu, quién había relevado su dignidad?
El pueblo francés.
Nuestros grandes legisladores de Cádiz no eran sino devotos discípulos de la Revolución francesa. Las bases que Muñoz Torrero leyó el día primero de abrirse las Cortes entre la admiración y el entusiasmo de sus oyentes, y que constituyeron la sustancia de nuestro primer Código Constitucional, no eran sino la traducción a España de los principios consagrados en la «Declaración de Derechos», y aquella misma Asamblea, no era sino un remedo de la constituyente francesa.
El pueblo español, esclavo al comienzo del siglo XVIII, era así libre a comienzos del siglo XIX.
¿Quién le había dado la libertad, quién le había hecho libre?
Lo repito: el pueblo francés.
La cosa está clara como la luz.
De allí, de aquellas Cortes viene la España liberal. Claro es que ha de tener un alma negra, un alma ingrata, el liberal español que no adore a Francia. No, claro es, a la Francia de Luis XIV que nos envió un nieto suyo a ser régulo nuestro, ni a la Francia de Napoleón que nos envió un hermano suyo a ser también nuestro régulo, porque esa Francia mala, esa Francia que nos han traído los clericales para someternos y envilecernos, está humillada y vencida, sino a la Francia actual que manda y gobierna, después de limpiar el poder público de Borbones y Bonapartes, a esa Francia que combate bravamente contra la barbarie germánica.
Y como la Francia revolucionaria dio al pueblo español el pensamiento para hacerse libre, Inglaterra le dio la espalda y el dinero viniendo aquí a ayudar a la obra de la independencia española enviándonos su mejor general que, con paciencia y reflexión, desde las líneas de Torres-Vedras fue aprendiendo la táctica napoleónica hasta saber vencer al emperador francés, ganador de batallas, como ahora los generales ingleses que combaten en la línea de batalla francesa y belga están aprendiendo pacientemente la táctica alemana, para aprender a vencer como vencerán al emperador alemán, ganador de batallas allá en Oriente –en que van dos imperios contra uno– aunque ya perdió por aquí la más importante y decisiva, que fue la del Marne.
Francia e Inglaterra dieron así a la España liberal en su cuna, al nacer, la una su pensamiento, la otra su dinero y su sangre.
¿Qué le dio Alemania entonces, en aquel momento solemne del resurgimiento? ¿Qué le trajo entonces Alemania a España?
Le trajo la Inquisición, de que el espíritu revolucionario francés había limpiado a España, y que llegó otra vez con Fernando VII, el rey del alemán Metternich, alma de la Santa Alianza.
Sin duda, la contrarrevolución que entronizó a Fernando VII, fue la obra del alma alemana. Aunque Rusia había dado la fuerza material para el triunfo, el pensamiento lo dio Alemania. Fue el Santo Imperio Romano germánico, cuyas dos coronas principales eran Austria y Prusia, quien dio el pensamiento reaccionario; por eso la capital de la reacción fue Viena, la capital alemana, y su hombre, el alemán de más pura cepa, Metternich.
Metternich, esto es Alemania, soberano incontestado entonces de Europa, a cuyo pensamiento se sometía el propio zar, nos trajo, sí, con Fernando VII, la Inquisición.
¿Os explicáis ahora bien la pasión que los clericales sienten por Alemania? Cierto; Alemania había hecho con Lutero la revolución religiosa aplastando al catolicismo romano; pero nuestros clericales que, aparentando fe, habían llevado a la hoguera a tantos luteranos, como han perdido todo sentimiento religioso, para convertirse en feroces sectarios del absolutismo, adoran a esa Alemania luterana que les trajo a Fernando VII, al verdugo de los liberales, y les devolvió la Inquisición, la amada Inquisición.
Se comprende, sí, que los clericales españoles sean germanófilos, «Dios los cría y ellos se juntan»; pero ¿los liberales? ¿Los liberales odiar a franceses e ingleses que les ayudaron con su pensamiento y con su sangre a ser libres, y amar a los alemanes que trajeron a Fernando VII y la Inquisición?
No; no se puede ser liberal y ser germanófilo.
La España liberal es por eso instintivamente aliada. Todos los partidos liberales, monárquicos y republicanos, son aliados, como lo es la propia dinastía reinante, que abominó del trono absolutista para aceptar el régimen constitucional, a tal punto que, según dijo al comenzar la guerra un diputado español en París que se presentó allí como heraldo de los pensamientos secretos del rey, éste se preparaba a ir con algunas divisiones a ayudar a los aliados.
Todo eso se explica perfecta, cumplidamente.
¿Que hay algunos escritores liberales que se han declarado germanófilos?
Como hay hijos que reniegan de sus padres.
Pero ¿dónde, en qué partido liberal militan esos hombres? ¿Qué servicios han hecho a las libertades públicas? ¿Los ha visto nadie poner sus talentos al servicio del trono constitucional o de la República democrática?
No. Son gentes sin ideas políticas, sin conciencia política. Es que se puede ser un gran zapatero y ser un político deplorable, como ser un grande, un insigne literato y no tener conciencia alguna de la evolución humana que lleva los pueblos a la emancipación y a la libertad.
Lo que hay es que esos literatos, a quienes nadie ha visto ocuparse de política, ni siquiera realizar el deber que ya cumple, hasta el más humilde proletario, de pertenecer a un partido de los que luchan por ayudar a la grande obra de las libertades patrias; ahora, bajo la presión de las circunstancias, no sólo se ocupan de política, sino que se meten a censores y definidores políticos, repartiendo ultrajes, con la maestría que les da el oficio, contra los que osan contradecirles. Es como si el zapatero que no ha hecho otra cosa en su vida que zapatos, abandonando el taller, saliera a la calle a ofrecerse como salvador de España para guiarle, con la alianza de Alemania, a ser grande y libre. Por eso, hay que decir a ese insigne literato, tan justamente admirado de todos, que se ha salido de su taller de hacer comedias para meterse de pronto a maestro de política: «zapatero a tus zapatos».
¡Miren que ser un literato español, partidario de Alemania que nos trajo con Fernando VII la Inquisición, el cierre de las Universidades y la prohibición de escribir periódicos y libros!
Pues yo os probaré en el artículo siguiente, que esa obra de colaboración con la España liberal, la han continuado, sin cesar, durante todo el siglo XIX, Inglaterra y Francia, por lo cual repito que «no se puede ser liberal y ser germanófilo».
Fernando Lozano
No se puede ser liberal y ser germanófilo
II
Hace precisamente ahora un siglo, la reacción se enseñoreó de toda Europa. El pueblo francés quedó encadenado. El espíritu absolutista alemán servido por la espada de Rusia y por el genio positivista inglés, es soberano. Metternich manda. Un tupido manto de sombras se extiende por Europa. No se puede hablar de libertad. No se puede hablar de Constitución. No se puede leer ni escribir; la Prensa agarrotada está proscripta. Por entre aquella espesa capa de sombras, al llegar al año 20, se ve culebrear una centella de luz. El corazón de todos los pueblos palpita de alegría. El alma alemana ruge colérica. ¿Quién ha sido el osado que ha encendido aquella luz? Ha sido el pueblo español. Ha sido Riego que en las Cabezas de San Juan al frente de un regimiento del bravo Ejército liberal ha gritado: ¡Libertad! ¡Constitución! Hay que castigar aquella osadía. Metternich reúne a los tigres del absolutismo: el prusiano, el ruso, el Borbón francés, el austríaco, y decreta una invasión en España haciendo que Francia, para humillarla más, sea la encargada de venir a encadenar la libertad en España.
Y en efecto, vienen los Cien Mil hijos de San Luis, devuelven a Fernando VII el trono absoluto y da comienzo la «espantosa» reacción, de que habla con horror nuestro historiador Lafuente. Se ahorca al que tenga en estampa el retrato de Riego. Se llenan las cárceles y presidios de liberales. Se pasea por las calles montadas en burro desnudas y emplumadas a las mujeres de los liberales. No sólo el nombre de libertad queda proscripto, sino que se proscribe también el «Tiempo» en que ha habido libertad decretando que no ha existido. Es una furia liberticida como no se había conocido jamás.
¿Quién desató aquella furia? Alemania. Porque aquí, con ser nuestra sociedad la esclava de la iglesia, no había podido vencer el ardoroso espíritu de libertad que se mantuvo triunfante tres años. De suerte que aquella espantosa reacción era una obra esencialmente alemana, hija de ese espíritu de brutalidad implacable y cruel que aún dura y se ostenta en esta guerra con escándalo del mundo.
¿No han de amar nuestros clérigos a Alemania que les devolvió su trono absoluto y los hizo amos de España, permitiéndoles cerrar las Universidades, quemar los libros y reducir a cenizas la Prensa?
¿Pero los liberales? ¿Pero los escritores conscientes? ¿Amar los literatos a la patria de Metternich, del rey de Prusia y del emperador austriaco que nos enviaron la espantosa reacción del año 23 que acabó con la literatura y con la Prensa?
¡Qué de inconsciencia hay en el fondo de muchos que emboban al público con el fuero artificioso de palabras brillantes! Es verdad que para disparar cohetes de luz despertando el entusiasmo de las multitudes no hace falta ser un Salomón.
Observarlo: Inglaterra, que había sido realmente la triunfadora, porque había dado el genio que venció a Napoleón en Waterloo, no soló en la invasión, se negó a participar de la Santa Alianza. Le daban asco aquellos tigres coronados. En su aislamiento, Inglaterra después del triunfo, quedó siendo la nación de la libertad. Vencido Napoleón, que amenazó esclavizar a todas las naciones y que había osado amenazar el sagrado de su isla, como ahora lo hacen los insensatos alemanes, la misión de Inglaterra estaba terminada, y hecho esto volvió la espalda con desprecio a los déspotas de la Santa Alianza.
¿Comprenderéis ahora el odio de los clericales a Inglaterra? Se explica así que, a falta de otra cosa, porque la España liberal los tiene destronados y desarmados, hayan desatado esta inundación de retórica barata contra Inglaterra para ahogarla y reconquistarle Gibraltar, ese Gibraltar que le entregaron por el Tratado de Utrech y que no han sabido reconquistar; no porque España no haya derrochado miles de millones poniéndolos en sus manos para mantener un culto fastuoso, pagando clérigos, frailes y monjas cuyas oraciones tienen tanta influencia con el Dios de las batallas y de las victorias, sin que nadie haya visto bajar del cielo legiones de ángeles enviadas por ese Dios para arrojar al hereje, fementido inglés del Peñón de Gibraltar.
¿Pero los liberales? ¡Amar un literato liberal a Alemania que nos envió la reacción absolutista, aquella reacción espantosa que llevó a la horca a Riego, al Empecinado ya a tantos y tantos mártires de la libertad, y odiar a Inglaterra que no sólo se negó a participar dé aquella infamia, sino que recibió con los brazos abiertos a nuestros libertadores que pudieron huir y escapar a la muerte!
¿Es qué nuestros insignes parlamentarios liberales y nuestros generales libertadores fueron a buscar refugio a Alemania al verse vencidos? ¡Ni que pensarlo! Alemania era la patria clásica del absolutismo. Todos, todos los príncipes alemanes, con ser tantos, eran absolutistas. Por eso fueron allí, a Alemania los emigrados franceses que huyeron de la Revolución. Y como Inglaterra era la patria clásica de la libertad, por eso fueron allí también nuestros emigrados liberales a buscar refugio en la tierra clásica de libertad.
Ser germanófilos y excitar a la España liberal a que vaya a buscar sus amigos en Alemania, como hacen algunos literatos que alardean de liberales y aún de socialistas, es haber perdido hasta el instinto de libertad. No lo perdieron nuestros liberales del año 20; ni uno sólo, ni uno tuvo la ceguera de ir a meterse en aquel horno de absolutismo que era Alemania.
No; «no se puede ser liberal y ser germanófilo».
Se tiene que ser anglófilo como lo fueron todos, todos sin quedar uno, nuestros liberales del año 20 cuando huyeron a buscar refugio en Inglaterra contra la invasión enviada a España por la tétrica Alemania, insaciable de crueldad y de despotismo.
Y más aún que anglófilo se tiene que ser francófilo, porque como he probado ayer, la libertad española es hija de Francia. Se la vio materialmente nacer en las Cortes de Cádiz encarnada por el Verbo francés.
A los que opongan el argumento burdo de que los invasores del año 23 eran franceses, no alemanes, les contestaré que no saben ver, porque la invasión fue decretada pro los alemanes vencedores, mientras la Francia era entonces un vencido. Bien pronto se verá al pueblo francés alzarse contra el vil Borbón que le impuso aquella ignominia y castigarle derribándole del trono. ¿De qué trono derribaron los esclavos alemanes, austriacos y prusianos, a los tigres del absolutismo que decretaron en el Congreso de Verona la invasión de España pagada en común?
Hay que decir a esos atolondrados literatos liberales, lo que el Cristo a sus discípulos: «No saben del espíritu que sois». En su ignorancia política, no saben que sin Francia e Inglaterra no habría aquí literatura, ni Prensa, ni Universidad y que no hubieran siquiera nacido como escritores, porque no existiría ese público que les lee y les alienta con su aplauso.
Y el hecho está claro y visible. Al venir aquí la invasión decretada por Alemania, acabó todo eso que les ha dado ser y les mantiene: Prensa, Universidad, libros, tribuna, opinión pública.
¿Cómo vuelve otra vez a reaparecer, traído de la mano por Inglaterra y Francia?
Os lo diré en el artículo siguiente.
Fernando Lozano
No se puede ser liberal y ser germanófilo
III
Llega el año 1830.
El régimen del absolutismo continental establecido e intervenido por la Santa Alianza, se rompe al fin.
¿Quién lo rompe?
¿Es Alemania?
¿Qué ha de ser Alemania, patria del absolutismo?
Es Francia, es el pueblo francés que llena de barricadas las calles de París, derriba por el suelo el trono maldito de los Borbones, que ya no se levanta más, y establece definitivamente el régimen constitucional, el régimen aborrecido del rey de Prusia y del emperador austríaco.
Y cuando ven izada en Francia, patria común de todos los pueblos libres, la bandera de la libertad, todas las almas nobles se alegran y por todas partes se oye gritar: «¡Viva la libertad!» «¡Viva Francia!»
No hay un sólo liberal, uno sólo, que grite como hoy lo hacen estos liberales inconscientes españoles: «¡Viva Alemania!»
Es que hasta los propios liberales alemanes gritan: «¡Viva Francia!» Pero el sable pesado del rey de Prusia y del emperador austríaco les cortó la lengua. ¿Qué podían hacer por la libertad del mundo aquel puñado de profesores alemanes, de estudiantes y de sargentos que gritaban «libertad» en medio de las naciones alemanas hundidas en la noche del absolutismo?
¿Y cuál fue la nación que se apresuró a reconocer al nuevo Gobierno revolucionario francés?
¡Cuál había de ser! La nación de la libertad: Inglaterra.
Con lo que el triunfo de la revolución quedó afirmado.
Sin ello, sin el apoyo prestado por Inglaterra a Francia, los Borbones vuelven a Francia impuestos por las bayonetas de los tigres del absolutismo, como impuesto por esas bayonetas, volvió Fernando VII a ser rey absoluto de España.
Pero ¡ah! con Inglaterra. Los valientes alemanes se metieron el resuello en el cuerpo, y Metternich no tuvo más que lágrimas para regar las ruinas de su sistema de «intervención», caído por el suelo.
Rusia, más ingenua y más valiente, quiso intervenir sola y preparó un Ejército para llevarlo a Francia. Pero aquel Ejército con un instinto de libertad sublime, dijo: –No; mi enemigo no es la libre Francia, es la tirana Rusia, y volviendo sus armas contra el tirano salvó a Francia. Permitidme, permitidme que otro día, a modo de digresión, trate de ese episodio libertador ofrecido sublimemente por el amado pueblo polaco. Es de una actualidad palpitante y trascendental.
Sigo ahora diciendo, que esos imperios austriaco y prusiano, al lado de los cuales se ponen nuestros contadísimos literatos liberales, al ver juntas a Francia e Inglaterra gritando libertad, tascaron el freno y se dieron por vencidos sin osar mantener su política de «intervención» que habían acordado solemnemente y habían practicado en España, en Nápoles y en otros países débiles. Si hoy, después de cuarenta años de preparación, se atreven los dos imperios absolutistas con las dos naciones de la libertad, es porque la libertad misma, la revolución que las masas populares de ambos imperios inspiradas por Francia, han impuesto a sus soberanos, les han dado fuerzas que en el año 30 no tenían. Y es así a la Revolución francesa, es al ideal francés –sin el cual la unidad alemana no existiría, ni el Imperio alemán con su bandera «tricolor», remedo de Francia, hubiera nacido– a lo que deben los ingratos alemanes la fuerza que hoy ostentan. Hoy, armados del régimen constitucional que imperfectamente han copiado de Francia y unificado, por el impulso de la Francia del 48 que dio lugar a la Asamblea alemana de Francfort, raíz del Imperio alemán, tienen fuerza para luchar con Inglaterra y Francia; entonces, en el año 30, hundidos en la impotencia de la división y del absolutismo, no se atrevieron siquiera a luchar.
Claro es, si la España liberal que sola, sin apoyo de nadie, con un arrojo tan temerario, levantó la bandera de libertad el año 20, ¿qué no iba a hacer ahora al verse apoyada por Francia y por Inglaterra?
¡Libertad, libertad!, gritan nuestros caudillos y nuestros héroes. Los primeros que se adelantan, como el bravo general Torrijos con su legión de héroes, en que no falta algún inglés, y que han hecho tierra en Gibraltar, caen todos fusilados por el bárbaro tirano que entronizó Alemania; pero los otros que vienen detrás, desde la libre tierra inglesa, triunfarán.
Y como de las manos del Creador bíblico sale hecho el mundo; de las manos creadoras de libertad, de Francia e Inglaterra, sale hecho definitivamente nuestro régimen de libertad constitucional.
Caed de rodillas, literatos liberales extraviados, ante Inglaterra y Francia y gritad: ¡Vivan nuestras redentoras!
Así lo hicieron todos nuestros liberales de entonces sin faltar uno, y por eso los que hoy no lo hagan, los germanófilos son unos ingratos, unos renegados, hijos espurios de la gran España liberal.
El hacha libertadora franco-inglesa dividió entonces en dos el tronco Borbónico: una rama se hizo francófila, aceptó el régimen liberal, la otra continuó germanófila, levanto la bandera del rey absoluto.
Una guerra horrible, espantosa, comenzó entre la España liberal y absolutista. ¿Quién apoyaba a la España liberal? Las potencias liberales de Occidente. ¿Quién apoyaba a la España absolutista? Las potencias absolutistas de Oriente, cuya alma era el alemán Metternich, gerente y director de la contrarrevolución.
Ingratos liberales germanófilos: os habéis pasado al enemigo, a las potencias absolutistas que apoyaban a D. Carlos, cruel asesino de los liberales españoles.
Vais a decir que entre esas potencias se contaba Rusia.
Sea: pero Rusia es hoy la amiga, la aliada de las potencias liberales, mientras que vosotros sois los enemigos de Francia e Inglaterra. Los rusos son ya más liberales que vosotros, como que han hecho su revolución derribando el trono autocrático y conquistando el Parlamento con lo que se han puesto en el camino de Inglaterra y Francia.
Pero si vosotros sois unos renegados, unos prófugos del campo liberal, la España liberal, noble descendiente de Guzmán «el Bueno», sigue siendo, toda entera, fiel a sus juramentos de lealtad a la patria común de libertad internacional.
Todos los partidos liberales, sin excepción, que lucharon juntos en aquella grande y gloriosa epopeya comenzada el año 33 apoyados por Inglaterra y Francia, todos son aliadófilos: los socialistas, los republicanos de todos los matices, los liberales monárquicos, desde los conservadores a los demócratas; y se explica bien que el propio rey, rebosando gratitud hacia las naciones que le han dado el trono constitucional que ocupa, haya querido ir con algunas divisiones a ayudarlas.
¿Qué fuerza política, qué agrupación popular de la España liberal representan esos literatos? Ninguna, absolutamente ninguna. Ellos no son, sino unos cuantos carlistas más.
No; «no se puede ser liberal y ser germanófilo».
No se puede llamar liberal y estar enfrente de toda la España liberal; no se puede llamarse liberal y estar al lado de los verdugos de la España liberal.
Yo lo confirmaré en otros artículos.
Fernando Lozano
No se puede ser liberal y ser germanófilo
IV
Una digresión. Por la independencia de Polonia
La libertad es creadora.
El bravo pueblo parisiense, autor de la Revolución del año 30, hizo brotar del suelo, sobre las barricadas, como la espléndida columna que se alza en la Plaza de la Bastilla para conmemorar aquella Revolución, una patria magnífica que yacía sepultada en la tumba y de quien ya nadie se acordaba: tal fue Polonia.
El zar de Rusia, fiel al Tratado de la Santa Alianza, prepara un Ejército en Polonia para enviarlo a sofocar la Revolución de Francia y restaurar a los Borbones. Pero el pueblo polaco alzándose en revolución grita: «Viva Francia y muera Rusia», y el Ejército polaco vuelve su acero contra el déspota que tiranizaba a su patria.
El entusiasmo del mundo de la libertad no tuvo entonces límites, como tampoco los tuvo el furor del autócrata ruso que levantó un Ejército formidable y aplastó a los polacos, aunque éstos derrocharon el heroísmo en una corta guerra.
La insurrección de Polonia entreteniendo y distrayendo las fuerzas rusas, salvó a Francia.
Esperaron así los polacos que Francia iría a socorrerlos. En efecto; los republicanos que formaban ministerio quisieron declarar la guerra a Rusia; pero Luis Felipe, que no se creyó con fuerzas bastantes para aquella empresa y que no encontró apoyo en Inglaterra, cambió de ministerio, y la proyectada intervención en favor de los polacos que habían prestado tan gran servicio a Francia, no se realizó.
Tiene así la Francia republicana esa inmensa deuda de gratitud pendiente con Polonia.
Y si la fracción republicana del Gobierno de Luis Felipe, que era pequeña, no pudo satisfacer su deseo de ayudar a Polonia, ahora que la Francia entera es republicana ha llegado el momento de satisfacer aquella deuda.
Que Francia declare solemnemente que no soltará la espada de la mano hasta ver consagrada la independencia de Polonia.
Hasta aquí, Francia, como Inglaterra, que también quiere la independencia de Polonia, que ha firmado notas conminatorias con otras potencias pidiendo al zar libertades para Polonia, hasta aquí, repito, Francia e Inglaterra debían tener un justificado escrúpulo de iniciar esa cuestión por respeto a su aliada Rusia; pero habiendo cesado la soberanía rusa en Polonia, ese escrúpulo ha desaparecido y es la hora de que la diplomacia francesa e inglesa, no hay un decir que les ayudará con toda el alma Italia, por cuya unidad han dado su sangre los polacos, gestione cerca de Rusia para hacer una declaración colectiva en que los aliados afirmen que no entablarán negociaciones de paz, mientras no tengan asegurada y garantida la independencia de Polonia; pero de toda la Polonia, de la rusa, la alemana y la austriaca.
Es de inmenso interés hacer sin demora esa declaración.
Consecuencias:
1.ª Hacer de cada polaco un enemigo a muerte de los imperios centrales y hacer también que tantos miles de polacos que empuñan las armas en las filas alemanas y austriacas como oficiales y soldados, ardan en deseos de volverlas contra sus opresores para conquistar la independencia de su patria como hicieron sus abuelos coronándose de gloria. Esto es conseguir que toda la tierra polaca arda en insurrección contra Alemania.
2.ª Excitar un oleaje de entusiasmo entre las naciones neutras hacia los aliados; porque no hay corazón sensible y justo que no palpite en amor de ese pueblo infortunado que viene llorando todas las desdichas bajo el látigo de los déspotas.
Puede ser que esa declaración, repleta de justicia, mueva el ánimo de los norteamericanos arrastrándolos a cumplir el deber de luchar por la justicia.
Poco ha se publicaba en estas mismas columnas una alocución en pro de la independencia de Polonia donde, al lado de mi obscura firma, aparecía la brillante de Magalhaes Lima, el caudillo aurado y admirado del liberalismo mundial, presidente de tantas Sociedades internacionales que van a la cabeza del progreso humano y que, sin un acto suyo de abnegación patriótica, sería hoy quizá presidente de la República portuguesa. Pues bien; la noble pasión, el sentimiento unánime de amor hacia la causa de Polonia independiente despertado en las masas populares por esa alocución, reproducida en periódicos españoles, portugueses y americanos, es prenda del férvido entusiasmo que desencadenará en toda la raza ibero-americana extendida por tan vastos territorios, una declaración clara y terminante de los aliados, de imponer, al llegar la paz, la independencia de Polonia, tan justa y necesaria como la independencia de Bélgica.
La iniciativa a este objeto, debe partir de Francia; porque es una deuda inexcusable que tiene contraída con Polonia.
Claro es que los más entusiastas partidarios de esta causa en España, debían ser los clericales, porque al fin los polacos son católicos y ¡recatar todo un gran pueblo del yugo de la herejía… qué dicha!
No lo esperéis. No esperéis que los clericales hagan la causa de los polacos católicos; ellos harán la causa del kaiser luterano.
¿Por qué?
En el artículo de mañana os lo diré.
Ellos han demostrado que «no se puede ser liberal y ser católico».
Yo os estoy demostrando «que no se puede ser liberal y ser germanófilo», porque no se puede ser liberal y estar al lado de la Prusia, tirana de una parte de Polonia hasta ayer, y de Alemania, tirana ya de toda Polonia.
Y como la causa de Polonia es la causa de la justicia, rebosa por todos sus poros justicia, los clericales no puedan apoyar esa causa, porque, como os probaré mañana, «No se puede ser clerical y ser justo».
Fernando Lozano
No se puede ser liberal y ser germanófilo
V
Otra digresión. El alma clerical
¡Qué alegría, que gozo para un alma profundamente religiosa como, por ejemplo, la judía, el rescatar su patria del cautiverio de Babilonia devolviendo a los salmistas las liras colgadas sobre los sauces del río para que pudieran entonar de nuevo cánticos en loor de Jehová!
¡Qué alegría para los clericales si fueran hombres religiosos, rescatar la patria polaca del cautiverio de la herejía devolviendo a los sacerdotes católicos los templos cerrados a mano airada por el déspota ruso, a fin de que pudieran volver a resonar en ellos los cánticos sagrados en honor de la divinidad!
Ni lo pensaron siquiera allá en el año 33 cuando el zar Nicolás, fanático de la religión griega cismática, descargó su cólera sobre los infelices polacos degollándolos, desterrándolos en masa a Siberia, y persiguiendo con furia la religión católica.
No; ellos no hicieron eso, lo que hicieron es postrarse a los pies del zar Nicolás y adorarle como a un Dios.
Y es que el zar, que tenía entonces en Europa la mayor fuerza, les iba a dar el trono absoluto, es que iba a traer a Madrid a D. Carlos para sentarle en el trono de España.
Los zumbones madrileños les cantaban aquello de:
«Dicen que vienen los rusos
por la calle de Alcalá…»
burlándose de la credulidad del carlismo para quien el Mesías verdadero era entonces el zar de Rusia.
Y esa adoración por Rusia la han seguido manteniendo durante todo el siglo XIX, a tal punto que allí ha ido a educarse militarmente el que hoy llaman su rey D. Jaime. No le enviaron a Alemania, a pesar de que hoy cantan que es la primera nación militar del mundo; le enviaron a Rusia, porque era la nación más despótica del mundo.
El despotismo, la tiranía; he allí la religión de nuestros clericales.
Cuando D. Jaime fue a educarse en Rusia, ya Muravief había desatado su locura furiosa contra los católicos polacos, ya los había fusilado, destruido los conventos, cerrado las iglesias, prohibido usar en los cánticos religiosos la lengua polaca, clausurado la Universidad católica de Varsovia, proscripto el polaco en las escuelas, ensañándose, en fin con una crueldad y un salvajismo que indignó y horrorizó al mundo con el infeliz vencido pueblo polaco. Ello no fue obstáculo a que D. Jaime, el rey de los clericales, fuera allí a educarse entre los herejes cismáticos que habían martirizado tan bárbara y cruelmente a la católica Polonia.
¿No veis claro en ese hecho que el alma clerical es extraña al sentimiento religioso?
¿Creéis posible que ningún caudillo republicano fuera a educarse en Rusia y a doblar la rodilla ante el zar, príncipe de la tiranía?
No; lo que los republicanos franceses intentaron haceres ir a libertar a los polacos, y ya que no pudieron, desataron su cólera contra el tirano de Rusia cubriéndolo de oprobio.
Es que el amor de los republicanos a la libertad es sincero, les sale del fondo del corazón, mientras que el amor de los clericales a Dios, es falso, completamente falso. Entre los polacos católicos martirizados y el zar cismático que los martirizaba, entre los amigos de su Dios y el enemigo de su Dios se van con el zar, con el enemigo de su Dios.
¿Por qué?
Porque el zar era el más déspota, el más tirano, el más absolutista.
El despotismo, la tiranía, el absolutismo; he ahí lo que aman los clericales con todo su corazón y toda su alma. Dios es la careta.
¿Hoy el zar se ha inclinado a las potencias libertadoras, y el protector del absolutismo es el kaiser? Pues abandonan al zar y se van con el kaiser. Pero el kaiser es el pontífice del luteranismo y acaba de barrer con una ola de fuego a la católica Bélgica. ¿Qué les importa? Aunque Lutero era Satanás, consustanciado, según han dicho y repetido, ellos darán su alma a Satanás con tal que les preste fuerza para dominar y tiranizar a los hombres.
Y va los veis: hoy no son ya los rusos, son los alemanes los que van a venir por «la Puerta de Alcalá» a sentar en el trono a D. Jaime. Ya están publicando todos los días que los alemanes van a triunfar, dando a creer a sus sectarios fanatizados que inmediatamente que triunfen harán a don Jaime rey de España.
¡Eternos ilusos que ni se arrepienten ni se enmiendan!
Los serones de pan que traían en sus bestias los panaderos de Alcalá para surtir diariamente a Madrid, se les antojaban, a los pobres carlistas fanatizados de la primera guerra civil, que eran regimientos rusos que venían a sentar a su adorado D. Carlos en el trono de San Fernando.
Todo ilusión, todo falsedad, porque D. Carlos en vez de venir a reinar en Madrid, tuvo que huir a uña de caballo, de los propios carlistas que gritaron «paz, paz», fusilando a varios generales que pretendían continuar aquella bárbara y cruel guerra.
Y otra vez resultó, en la segunda gran guerra, que era falso que iba a vencer D. Carlos, como hicieron creer a los pobres carlistas fanatizados sus engañadores, viéndose al segundo D. Carlos huir como el primero, por el Pirineo, dejando el Norte de España sembrado de ruinas.
Y ya lo veis: no han escarmentado.
Ahora vuelven a despertar en sus partidarios la ilusión de que los alemanes van a dar el trono a D. Jaime, como les ofrecen también darles el cielo, y va a resultar que no van a tener ni trono ni cielo, porque cuando se mueran se van a encontrar con que no hay cielo.
¡Ellos que no conocen la tierra, que prometen imposibles, que se equivocan sin cesar, que por su falta de entendimiento y de cálculo se meten en empresas locas como las de nuestras guerras civiles, conocer el cielo!
Y es que el inmenso Cuerpo sacerdotal, director de escena de la comedia clerical, sin otra ocupación que hacer genuflexiones durante un cuarto de hora, emplea el día entero en sembrar la mente popular de las patrañas más absurdas, hasta pretender hacer creer que con rayitos de sol, por arte de magia sagrada se forma carne de hombres y de dioses, manteniendo a mujeres y hombres en estado analfabeto (¡qué crimen mantener en la ignorancia a este pueblo tan inteligente que asombra al mundo, al tomar por primera vez las riendas del Gobierno en las Cortes de Cádiz!), con lo que prepara ya la masa social para lograr su fin, que es imponer el absolutismo.
Y ahí tenéis la prueba más clara y palmaria de la falsedad del ideal clerical. ¿Adónde no llega un partido de ideales reales y viables que contara para sus propagandas con esos elementos? ¿Adónde no llega por ejemplo el partido socialista si contara en cada pueblo con un director, cuando menos, bien pagado y bien servido, que se dedicara exclusivamente a la propaganda socialista, con el mejor local del pueblo a su disposición para celebrar reuniones, el apoyo de todas las mujeres y de casi todos los vicios? Y en las grandes poblaciones no es ya uno, son centenares de hombres, algunos alojados en palacios, los que forman el cuerpo directivo clerical. ¿Adónde no llega con esos elementos el partido socialista? ¿Cómo la España liberal entregada todo el día al trabajo en el taller, en la fábrica, en el campo, en el comercio, en la redacción, en el foro, ha podido resistir a esa inmensa falange de vagos, que mantiene con su trabajo para que se dediquen exclusivamente a hacer absolutismo? ¡Qué fuerza, qué virtud inmensa, la de la libertad que resiste ese peso!
¿Pero es que vamos a continuar siempre así? ¿Es que la España liberal va a ser siempre tan necia, tan estúpida que mantenga esos enemigos pagados?
–¡Fuera, fuera esta ralea sacerdotal, que no es verdad que tenga religión, que no es sino el Ejército del rey absoluto! –dijo el genio de la libertad, dijo Mendizábal, y cerró los conventos y se incautó de la propiedad de la iglesia, y volcó todo el tesoro del absolutismo en el tesoro de la España liberal.
Luego, los traidores a la libertad le devolvieron bienes al clero absolutista y le dotaron opulentamente con el presupuesto de que hoy goza y a favor del cual preparó la segunda guerra civil, y prepara ahora la tercera.
¿Quiere usted, señor conde de Romanones hacer política verdaderamente liberal en colaboración con republicanos y socialistas, según acaba de decir? Pues lo primero es que nos dé, no palabras, que no fiamos de ellas, sino garantías absolutas, de que ha de volver las cosas a lo que hizo Mendizábal. Es lo menos que se puede pedir a un liberal monárquico del siglo XX, al acabar el ciclo liberal: lo que hizo el genio liberal monárquico al comenzar en el siglo XIX.
¿Y quién había iluminado aquel genio de las libertades patrias? ¿Quién le había dado dinero, talento financiero y talento político para afirmar no uno, sino dos tronos constitucionales: el portugués de doña María de la Gloria y el español de Isabel II? ¿Quién?
¿Alemania?
Ni por soñación.
Inglaterra, la maestra del Gobierno liberal, del mundo.
¿Cómo no caéis de rodillas, liberatos liberales, españoles, ante Inglaterra, sin la cual no podríais ni escribir libremente, porque sin haber acogido Inglaterra a los emigrados liberales, enseñándoles a gobernar, dándoles de comer y enriqueciéndoles (Mendizábal llegó a Londres sin un real en el bolsillo, según me ha referido su nieto Juanito, y allí llegó a ser banquero poderoso), apoyándoles sin cesar después cuando comenzaron a gobernar a España; sin eso, sin el apoyo decidido de Inglaterra, el absolutismo hubiera triunfado y no habría periódicos ni libros, ni escritores, ni lectores?
No; no podréis continuar siendo germanófilos, enemigos de Inglaterra, sin ser monstruos de ingratitud.
Las dos digresiones concurren a reforzar la misma tesis: «no se puede ser liberal y ser germanófilo».
No se puede ser liberal y combatir a las dos naciones que sacaron a Polonia de la tumba del absolutismo para ponerla en el camino de la libertad.
No se puede ser liberal y militar como germanófilo al lado de los clericales españoles, verdugos de la libertad y execración del mundo.
(Continuará.)