Armando Palacio Valdés
< Los oradores del Ateneo >
Don Luis Vidart
No soy por ningún concepto responsable de que el Sr. Vidart haya venido a exigir el lugar que le corresponde en esta galería. Por mi gusto, jamás hubiera trabado relación de ningún género con un hereje contumaz (creo que así se dice), con un iluso que se ríe de todo; de todo, hasta del Padre Sánchez. Mas ya que a ello me obliga el loco intento de escribir semblanzas de oradores profanos, es mi deseo que esta sirva de severo correctivo para la mucha impiedad del orador que va a ser tema de estos renglones. Sólo así, esto es, sólo presentando al Sr. Vidart, no diré en camisa, porque no quiero ofender respetables escrúpulos, pero sí en mangas de camisa, es decir, en toda la desnudez de sus perversas convicciones, conseguiré lavar el pecado que las circunstancias me obligan a cometer. Yo soy el primero en dolerme de esta fatalidad que me lleva de mal grado a ocuparme un día de un ateo, otro de un protestante, otro, en fin, de un católico tibio, de aquellos que hacen vomitar al Espíritu Santo, al decir de San Juan{1}.
Hoy llega el turno a un pesimista, a uno de esos desdichados que ven el mundo a través de un cristal ahumado.
El pesimismo, como filosofía, ha venido a nosotros recientemente. Aquí nunca se había conocido hasta ahora tal plaga. Y en verdad que yo no me explico por qué razón ha de erigirse el mal humor, o el esplín, como decimos los españoles, en sistema filosófico. Comprendo muy bien que allá, en las estepas de la Germania, tiritando siempre de frío y rodeado de perpétuas nieblas, le pareciera el mundo a Schopenhauer detestable; pero en esta tierra, que no sin razón llamó alguno de María Santísima, bajo un cielo claro y sereno, frente a unos ojos claros serenos, no es fácil explicarse por qué le parece al señor Vidart la vida cosa tan ruin y despreciable. Bien cierto es que no dejamos de apurar aquí también tragos amargos, y que al apurarlos solemos hacer no pocas muecas; pero, en nuestros quebrantos, jamás se nos ha ocurrido fundar sistemas filosóficos en que se comience negando al Ser Supremo y se termine considerando al amor como un industrial que trabaja por la duración del género humano. Porque, en medio del más grave disgusto, acontece que cruza ella a nuestro lado y nos sonríe; y ¡qué filósofo no exclama entonces, sobre todo si es andaluz: [703]
Hoy la tierra y los cielos me sonríen;
Hoy llega al fondo de mi alma el sol;
Hoy la he visto... la he visto y me ha mirado...
¡Hoy creo en Dios!
Convénzase el Sr. Vidart de que pedir la extinción de nuestras miserias es una verdadera gollería, y el protestar contra ella una incalificable puerilidad. ¿Pues qué derecho tenemos nosotros que se nos trate con ese mimo que el Sr. Vidart apetece? ¿No sabe el Sr. Vidart que nuestra naturaleza está pervertida desde que a nuestro padre Adán le plugo pervertirla con su desobediencia? Poco imita el Sr. Vidart al paciente Job, que si bien no dejaba de presentar alguna vez argumentos de fuerza a la Divinidad, resignábase humildemente al dolor y aun lo agradecía. Y, no obstante, el Sr. Vidart tiene un punto de contacto con Job. Job es el apestado de la Biblia: Vidart el del Ateneo. ¡Cuántas veces he sorprendido a los señores de la derecha cerrándose herméticamente la nariz con la mano a fin de no percibir la pestilencia de sus discursos! Y hacían perfectamente; porque, para mengua y vergüenza suya, he de manifestar que cada proposición que de su boca sale, debería llevar a sus inmediaciones el pavoroso anatema sit que llevan las proposiciones del Syllabus.
No es posible negar, aunque buenas ganas me dan de hacerlo, que tiene talento, que posee vastos conocimientos y que si su palabra no ofrece brillantez, en cambio es altamente incisiva e intencionada; pero estas buenas cualidades quedan sepultadas en las espesas nieblas que envuelven su pensamiento. A través de ellas, ¿cómo no ha de percibir el Sr. Vidart la imagen del hombre, ora fantástica, ora repugnante? Hay una circunstancia que explica hasta cierto punto lo sombrío de su pensar. El Sr. Vidart ha sido artillero. El ser artillero en estos tiempos es un placer; pero dicho se está que mirando a la humanidad por el telescopio de un cañón, no puede parecer otra cosa que... carne de cañón. No es esto todo: el Sr. Vidart lleva también a la polémica los hábitos del cuerpo a que ha pertenecido, y en vez de discutir, en realidad lo que hace es acañonear las doctrinas de sus contrarios. No hace muchos días que soltaba sobre los bancos de la derecha la siguiente granada. Debatíase el tema de la «poesía religiosa,» y un católico sostenía que el sentimiento religioso era la fuente más rica de la inspiración artística, citando como ejemplo nuestra poesía de los siglos XV y XVI. Nuestro orador contestó con la mayor sencillez «que esta poesía sólo ora bella en lo que tenía de anticatólica.»
El Sr. Vidart es un orador de manías. Entre ellas las tiene muy graciosas, como es la de llevar siempre la contraria al Sr. Revilla. Éste, aunque saturado de las máximas de humildad y caridad evangélicas, se irrita y exaspera, originándose de aquí una deleitosa polémica en que ambos discuten
«con un manso ruido
que del oro y el cetro pone olvido.»
Es decir, se arma un zipizape científico que instruye a la par que deleita al auditorio. Parece ser que en estos últimos tiempos se muestran conciliados; pero ¡ay! qué poco debemos fiar de las conciliaciones. Porque aunque en el Sr. Vidart han «cedido las armas a la toga,» ni el Sr. Revilla ni yo tenemos gran confianza en estos señores que han usado armas.
Este orador es además de los que no se muerden la lengua, cosa rara ya en nuestro país. Y no obstante, ¡quién lo diría! habla siempre con la sonrisa en los labios. Yo no sé si esta sonrisa es un argumento contra las proposiciones desconsoladoras que va sentando, o son tales proposiciones las que arguyen con tristeza a la sonrisa. El hecho es que el Sr. Vidart nunca debiera sonreír. Pero los pensadores de nuestros días carecen de aquella originalidad que prestaba a los filósofos de los tiempos antiguos la conformidad entre el pensar y el obrar. Cualquiera que sea la doctrina que profesen, viven como hombres de sociedad, y no hay forma de distinguir hoy ni por el traje ni por sus maneras a un idealista de un positivista. El Sr. Vidart, que debiera llorar constantemente como Heráclito, le da por reír como a Demócrito.
Nadie será osado a dudar de que nuestro orador es hombre de serias convicciones, por más que yo las considere execrables. Tampoco es posible dudar de que las expone con energía y laconismo dignos de mejor empresa. Lo que yo voy a confesar con cierto recelo a los lectores, para que lo tomen como una de mis muchas extravagancias, no como expresión de un pensamiento serio, es que abrigo el presentimiento de que el Vidart abandonará con el tiempo los campos malditos de la herejía para convertirse en poderoso adalid del ultramontanismo. Si me demandasen razones para apoyar esta singular idea, me apurarían bastante, porque carezco de ellas; mas si tratasen de averiguar qué fundamento tiene allá en los limbos misteriosos de mi alma, no dejaría de contarles cierto sueño que me asaltó noches pasadas, el cual, aunque disparatado y extraño en alto grado, hubo de señalar en mí profunda huella. El sueño es como sigue:
Apenas había cerrado los ojos, cuando me hallé en el recinto de un claustro. La luz moribunda del día penetraba en él llenándolo de sombras, y yo discurría bajo sus pardas bóvedas en medio de un augusto silencio. Sin comprender si eran seres [704] vivientes o espectros evocados por la imaginación, veía deslizarse fantasmas con hábitos negros y rostros macerados, que no producían el más ligero ruido. Pasaban a mi lado sin percibirme, y desaparecían por una puerta inmensa. Todos cruzaban con la cabeza entornada sobre el pecho y los ojos fijos en el suelo. Sólo uno detuvo el paso un momento, y alzando la frente sepultó su mirada húmeda en la espesura del jardín. Después, otra vez dejó caer !a cabeza, y siguió su marcha un poco más vacilante. Los seguí y también penetré por la puerta inmensa.
Esta puerta era la entrada de un pasadizo largo y oscuro, a cuyo fin veíase chisporrotear la luz de una lámpara colgada del techo. Los fantasmas pasaron bajo aquella lámpara, y vi dibujarse en la pared sus pavorosas siluetas. Después había una puerta muy pequeña, y por ella entraron en el templo. En las anchurosas naves, iluminadas por una luz tibia y misteriosa, tampoco se escuchaba el ruido de sus pasos, y uno tras otro, con silencio sobrenatural, fueron perdiéndose entre sus cien columnas. Arrimé entonces mi cuerpo a una de ellas, doblé la rodilla y percibí un cántico sagrado repetido confusamente por todas las concavidades del templo. Yo no sé lo que había en aquel cántico, que infundía una tristeza infinita en mi corazón. Otras veces lo había escuchado sin que sus monótonas cadencias, interpretadas por voces gangosas y desapacibles, hablasen nada a mi alma. Pero ahora la inspiración del profeta lamentaba la ruina de Jerusalén, y su voz gemía con acento desgarrador. El cántico había perdido su monotonía: los seres que cantaban debían tener los ojos arrasados de lágrimas.
De pronto, a aquel sosegado coro se unió una nota discordante. Mi oído se llenó de ruidos misteriosos y confusos que parecían venir de fuera, y creí distinguir el sordo murmullo de una multitud. El cántico sagrado fue perdiéndose lentamente en aquel rumor, que tomaba proporciones inmensas. Las puertas del templo se abrieron con infernal estrépito, y por ellas entraron oleadas de una rojiza claridad, que llegó hasta el presbiterio: aquella claridad era producida por las teas de una multitud de hombres de talla gigantesca y de vestidos rojos. Después comprendí que sus vestidos no eran rojos: venían cubiertos de sangre. La comitiva penetró en la nave con ruidosa algazara, pareciendo ejecutar con cierto ritmo alguna extraña ceremonia. Los rostros de aquellos hombres estaban horriblemente contraídos por la ira. Sus ojos movíanse en las órbitas con descompasados giros, y sus cabellos al ondular se torcían como si fuesen víboras. Lanzaban estridentes carcajadas, y al pasar ¡escupían a las santas imágenes!
Entraron en el coro donde antes resonaba el canto del profeta, y escuché gritos aterradores, blasfemias y juramentos, Poco después sentí mis pies humedecidos: miré al suelo y pisaba sangre.
Allá, en uno de los ángulos más oscuros del templo, de rodillas y sumido en los éxtasis de la fe, percibí un monje que parecía completamente extraño a lo que en torno suyo pasaba. Tenía la inmovilidad de la estatua, y el negro capuz ocultaba casi por completo su rostro. Mientras la salvaje comitiva maldecía, aquel monje murmuraba bendiciones y preces.
Una sombra se deslizó veloz por el ámbito del templo, lanzando gritos penetrantes que semejaban a los del búho, y llegó hasta el ángulo donde se hallaba el monje. El reflejo siniestro de una cuchilla hirió mis ojos, y la cabeza del monje rodó por el pavimento. Aquella cabeza ensangrentada era la del Sr. Vidart.
La misma sombra corrió entonces por todos los ángulos de la iglesia buscando una salida, y cuando halló la puerta pequeña; penetró por el largo pasadizo en el claustro, subió por la escalera de piedra que comunicaba con el convento, y deslizándose cautelosamente por sus múltiples crujías, llegó a una puerta cuya cerradura hizo saltar con un golpe de su mano. Las paredes de la habitación que entonces se dejó ver, estaban tapizadas de libros, y con segura planta, aquel hombre se dirigió a uno de sus lienzos y sacó de allí un libro grande, que abrió. El libro estaba manuscrito y tenía por título: De atheorum pessimistorum errorum condenatione, por el R. P. Vidart.
Al contemplarlo, una sonrisa del infierno se dibujó en la boca de aquel hombre. Cerró el libro, y con él en las manos tornó por el camino que había venido. Llegó al templo cuando las llamas consumían ya sus retablos y los venerandos sitiales del coro. Corrió con presteza a una de las hogueras y en ella sepultó el pesado libro lanzando una feroz carcajada. El reflejo de la hoguera hirió entonces el rostro del hombre y exhalé un grito de espanto. Las facciones de aquel fantasma con gorro frigio semejaban de un modo horrible a las del P. Sánchez.
El terror inundó mi cuerpo de un sudor frío, y desperté.
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{1} «Porque eres tibio, que ni eres caliente ni frío, te arrojaré por la boca» (Apocalipsis.)