Armando Palacio Valdés
< Los oradores del Ateneo >
Don José Moreno Nieto
Largos años hace que el Ateneo de Madrid guarda en su seno como precioso tesoro un hombre estudioso, modesto y elocuente.
Cuando este hombre, arrobado por el canto de la sirena política, ha querido lanzarse en sus revueltas aguas, se le ha visto como el que después de un plácido sueño abre los ojos en lúbrica estancia donde el vicio desentona con procaz algarabía, llevarse a ellos las manos, vacilar y estremecerse como si le doliera aquel contacto, e inclinando de nuevo la cabeza, sumergirse en el éter de los gratos sueños.
¡Silencio! No le despertemos.
Este hombre, moviéndose con embarazo por las sinuosidades y asperezas de la política, es el ruiseñor que bate sus alas y mueve su lengua en medio de los buitres.
Todo consiste en que no es hábil, según dicen. Acaso consista en que no sabe arrastrarse, pensamos nosotros. De todas suertes, poco nos importa la personalidad política del Sr. Moreno Nieto, puesto que se halla eclipsada totalmente por la del orador y la del sabio. Vamos a decir algunas palabras sobre la oratoria del Sr. Moreno Nieto, en cumplimiento del compromiso formal que con el público hemos contraído.
El Sr. Moreno Nieto estudia mucho, acaso más de lo que fuera menester, y escribe poco, o casi nada. Esto produce un doble resultado: primero, una asombrosa erudición en las ciencias a que predominantemente se consagra, que son las llamadas morales y políticas; después, cierta vaguedad e indisciplina en el pensamiento, que le hacen aparecer a los ojos de sus adversarios como desprovisto de convicción y de firmeza en sus opiniones. Cualesquiera que sean las mudanzas a que el Sr. Moreno Nieto haya cedido en el curso de su laboriosa vida, yo sé con toda certeza, sin embargo, y así lo declaro paladinamente, que no responden ni al cálculo ni a la ligereza; fruto son del examen y el estudio.
El Sr. Moreno Nieto no escribe, volvemos a decir; pero habla, y habla con pasmosa facilidad. Con mayor, jamás hemos oído hablar a nadie. Esos soplos débiles y fugaces del pensamiento, que en los demás no bastan a despertar la lengua, en él son chispas que la abrasan, y retuercen; esos inefables sentimientos que en el fondo del corazón duermen, sin definirse, se hablan y definen por su boca; esos vagos y tenues rumores que se escuchan apenas en los profundos abismos del alma, llegan a su oído distintos y atronadores. Pudiera decirse que el señor Moreno Nieto cuando habla pone un cristal en su pecho para que todos, grandes y pequeños, vayamos a contemplar las alegrías y las tristezas, los triunfos y los desmayos, las luchas y los dolores de un corazón elevado y generoso. El resultado de esto es que, a pesar del ímpetu y violencia con que salen las palabras de su boca, verdadera lava que va a caer derretida sobre las cabezas de sus adversarios, le miren éstos con particular cariño, contentándose con sonreír maliciosamente mientras habla, y con exponer alguna de las contradicciones en que incurre, después que cesa. ¡Maravilloso poder de la ingenuidad! Los mismos que levantan murmullos de protesta cuando algún orador atusado y relamido empuña la bandera de la tradición, acogen con salvas de aplausos las descargas cerradas del señor Moreno Nieto. Y en esto puede reconocerse con toda precisión la antigüedad que cada cual goza en la casa. Los que por vez primera acuden al Ateneo para sentarse en los bancos de la izquierda, véseles alterados e impacientes al escuchar aquella granizada de denuestos con que el Sr. Moreno Nieto salpicó sin cesar las doctrinas que combate, y es indispensable que los veteranos, para evitar conflictos, los sujeten por los faldones, diciéndoles al oído al propio tiempo: «Sosiéguese usted, compañero; ya verá usted cómo no es nada.»
La facundia de este orador es imponderable. Después de hablar dos horas y media, sale sigilosamente del salón con ánimo de engullir un sorbete, célebre ya en los fastos del Ateneo. ¡Desdichado! Los sabuesos que dejó malparados en la contienda lo siguen de cerca y le alcanzan en la puerta de la Biblioteca. Acorralado allí, se defiende siempre hasta quemar el último cartucho, que es la postrera palabra que espira en sus labios.
El palenque está abierto. La voz de los ujieres, a guisa de clarín, acaba de anunciarlo. Todos presurosos acudimos a colocarnos en aquellos potros, verdadero baldón del ramo de ebanistería que reciben el nombre inverosímil de butacas. La izquierda ostenta sus ojos brillantes y negros cabellos. La derecha exhibe su frente venerable y la grave rigidez de sus modales. El leal caballero se presenta. Pero, ¿qué es lo que acontece? El caballero acaba de lanzar su bridón a la carrera. ¡Virgen de las tormentas, qué acometida!
Su lanza salta en mil pedazos. Empuña la espada y se revuelve dando furiosos mandobles. Pero, ¿qué es lo que va persiguiendo allá abajo? ¡Ah! ya la veo, es la filosofía de Krause. Rechina su armadura y el polvo enturbia los aires.
Torna y vuelve a arremeter con creciente denuedo. ¡Quién resiste al diluvio de estos golpes! Huyamos. ¿Tendrá al menos un tendón vulnerable como Aquiles?
Quizá, y a buscarlo se aplican con ahínco varios campeones. [602]
Muchos años hace que el caballero viene ejercitando su valor y bizarría en estas contiendas, y la experiencia no le ha enseñado a preparar traidoras emboscadas ni a tejer insidiosas asechanzas. Lucha con bravura, pero siempre de frente y alzada la visera.
Como la pitonisa que asciende sobre el sagrado trípode, y al recibir en su frente los vapores pestilentes de la divina cisterna, siente el fuego de misteriosa llama, y se agita y se retuerce presa de fatal impulso, así el Sr. Moreno Nieto, subiendo a la tribuna y al aspirar los húmedos vapores de la pelea, se ve poseído de un calor desconocido que forja sin cesar pensamientos cada vez más luminosos y frases cada vez más hermosas. El alma sube entonces a los ojos y quiere salir al exterior.
El orador vive para leer, como la sibila, los secretos inextricables del porvenir, y llora también con sublime emoción sobre las ruinas poéticas del pasado. Espíritu generoso, escruta con ansia los lazos invisibles que unen las aspiraciones del presente con la historia, y los presenta a nuestros ojos con vigorosa elocuencia.
Algunas veces se vislumbra que su alma, poseída de espanto ante las recias y fragosas contiendas del pensamiento filosófico, se aferra con más ansia que absoluta convicción a una creencia. Esto, no puedo menos de confesarlo, me inspira hacia él profunda simpatía. Los dolores que sufre nuestro cuerpo son tan crueles, que nos hacen exhalar agudos gritos. Pero ¿qué me decís de esas luchas invisibles en que el alma se tortura y se abrasa día y noche, latiendo sin cesar dentro del pecho como si albergáramos en él pequeña bestia? ¿No veis con qué ardor lima ese cautivo las rejas de su cárcel? ¿No le veis caer rendido y jadeante, con el llanto y la angustia en los ojos? ¡Qué cosas tan tristes volarán por su pensamiento! Respetemos este dolor y amemos a los hombres que trabajan por abrirnos las puertas del infinito.
Dicen que los árabes, forzados en sus largos paseos por el desierto a un ayuno continuado de palabras, si la ocasión se presenta, que debe ser de Pascuas a jueves, saben darse harturas más que regulares de plática. El Sr. Moreno Nieto, después de peregrinar largamente de un cabo a otro de la biblioteca durante varios días, se dirige a la sección, y con tal apetito entra en el debate, que no le bastan para saciarlo varias horas. Nos hace recorrer con velocidad que causa vértigo todo el panorama de las cuestiones vitales, y saltando de astro en astro visitamos en corto tiempo todos los puntos luminosos que brillan en el cielo del pensamiento. ¿Quién se atreverá a censurar las metamorfosis de sus ideas? ¿Por acaso no hay hermosuras en todos los parajes del camino recorrido? ¿No hay también en todos ellos indignidades y torpezas? Son muchas las flores de donde su inteligencia podrá extraer la miel sabrosa. Mucho también es el cieno donde sus alas corren peligro de mancharse. Si la humanidad muda diariamente de creencias y opiniones, ¡qué podrá ser la individual firmeza!
Jamás emplea la chanza o la burla para atacar las doctrinas que tiene enfrente. Cuando es objeto de ellas, su indignación sube de punto y se irrita y exaspera, pero la rabia de que se siente poseído a nadie infunde pavor ni miedo. Tiene un dejo de infantil inocencia que la hace simpática más que repugnante.
El conocimiento que del auditorio tiene es, si la paradoja valiera, inconsciente; sabe apreciar en globo los efectos, pero no llega su penetración a graduar los últimos registros. El período sale terso casi siempre, pero el ímpetu que trae lo prolonga a menudo más de lo conveniente, rebajando un poco su belleza.
Aunque la palabra es fogosa y la entonación acalorada, apenas se vale de imágenes para expresar su pensamiento. Cuando las emplea, son animadas y del mejor gusto.
Resumamos el carácter del Sr. Moreno Nieto.
Elocuente y un poco más impetuoso de lo que fuera necesario; carece de los recursos del orador experto, porque en el Sr. Moreno Nieto nada pende de la experiencia, y todo de su genio vigoroso y espontáneo: es en el ademán arrebatado, pero noble y simpático: por último, en la incontestable vacilación que se observa en sus ideas, creemos ver reflejada esa lucha sorda pero profunda en que viven los entendimientos de este siglo ¡tan grande y tan desgraciado!