< ¡Glorias cubanas! >
II
PLÁCIDO, el bardo matanzero, fusilado por sospechas de conspirador cuando reinaba O’Donnell en la isla, dejó también un gran número de hermosas poesías, que vivirán en Cuba tanto como las fuentes de Almendares y del Yumurí. Si no tenía la cultura literaria de Zenéa; si distaba mucho del gran cantor del Niágara en riqueza de imágenes y en magnificencia de expresión, era, no obstante, un gran poeta. El último de sus cantos, escrito momentos antes de su ejecución, está impregnado, no de amargura y odio, no de venganza y hiel, sino de amor y resignación.
Para no hacer este artículo demasiado extenso, nos limitaremos a copiar uno de los muchos sonetos que Plácido improvisó:
Lo que yo quiero
Basta de amor; si un tiempo te quería ya se acabó mi juvenil locura, porque es, Celia, tu cándida hermosura como la nieve deslumbrante y fría. No encuentro en ti la extrema simpatía que mi alma ardiente contemplar procura, ni entre las sombras de la noche oscura, ni a la espléndida faz del claro día. Amar no quiero como tú me amas, sorda a los ayes, insensible al ruego; quiero de mirtos adornar con ramas Un corazón que me idolatre ciego: quiero besar una deidad de llamas; quiero abrazar una mujer de fuego.
He aquí las últimas poesías escritas por Plácido, y firmadas con el pseudónimo de Gabriel de la Concepción Álvarez, en la capilla de Santa Isabel, la noche que precedió a su ejecución, el 27 de Junio de 1844:
Despedida
A mi Madre
Si la suerte fatal que me ha cabido y el triste fin de mi sangrienta historia, al salir de esta vida transitoria deja tu corazón de muerte herido, baste de llanto: el ánimo afligido recobre su quietud: moro en la gloria, y mi plácida lira a tu memoria lanza en la tumba su postrer sonido. Sonido melodioso, dulce, santo, glorioso, espiritual, puro, divino, inocente, espontáneo como el llanto que vertiera al nacer. Ya el cuello inclino, ya de la religión me cubre el manto. ¡Adiós, mi madre! ¡Adiós! El Peregrino.
A la Justicia
En el alma, cual lucero refulgente y peregrino, tengo el retrato divino de la deidad que venero; en vano encontrar espero esta belleza ideal, y a la mansión celestial ir a buscarla deseo, porque en la tierra no creo que exista el original.
——
¡Abran del corazón las anchas venas! ¡Corra mi sangre a consolar tus penas!
En la imposibilidad de copiar entera su magnífica composición A mi lira, vamos a transcribir los últimos notabilísimos versos de ella, que entrañan todo su pensamiento y demuestran su completa inocencia:
¡Adiós, mi lira!... A Dios encomendada quedas de hoy más. Adiós… yo te bendigo. Por ti serena el ánima inspirada desprecia la crueldad de hado enemigo. Los hombres te verán ahí consagrada; Dios y mi último adiós quedan contigo: entre Dios y la tumba no se miente; ¡Adiós, voy a morir…! ¡SOY INOCENTE!
Por último, y para terminar, vamos a copiar la magnífica Plegaria que, según es fama, fue recitando el desgraciado Plácido por la carrera fatal que recorrió hasta el patíbulo:
¡Ser de inmensa verdad, Dios poderoso! a vos acudo en mi dolor vehemente; extended vuestro brazo omnipotente: rasgad de la calumnia el velo odioso, y arrancad este sello ignominioso con el que el mundo manchar quiere mi frente. ¡Rey de los reyes, Dios de mis abuelos! ¡vos solo sois mi defensor, Dios mío! todo lo puede quien al mar sombrío olas y peces dio, luz a los cielos, fuego al sol, giro al aire, al norte yelos, vida a las plantas, movimiento al río. ¡Todo lo podéis vos, todo fenece o se reanima a vuestra voz sagrada; fuera de vos, Señor, el todo es nada que en la insondable eternidad perece; y aun esa misma nada os obedece, pues de ella fue la humanidad creada. Yo no os puedo engañar, Dios de clemencia, y pues vuestra eternal sabiduría ve al través de mi cuerpo el alma mía, cual del aire a la clara transparencia, estorbad que humillada la inocencia bata sus palmas la calumnia impía. Mas si cuadra a tu suma omnipotencia que yo perezca cual malvado impío, y que los hombres mi cadáver frío ultrajen con maligna complacencia, suene tu voz, y acabe mi existencia; ¡¡cúmplase en mí tu voluntad, Dios mío!!
N. Estévanez
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