Filosofía en español 
Filosofía en español


E. Fluciller

¿Qué es el progreso?

Cuando al estudiar la historia de la tierra nuestra imaginación ha ido recorriendo los diversos periodos de la creación; cuando llegando en alas de nuestra fantasía hasta aquel momento tan lejano de nosotros, en que las primeras islas emergieron de las aguas, hemos visto aparecer sobre ellas las plantas rudimentarias de los primeros días; cuando de trasformación en trasformación hemos podido llegar a admirar el período siluriano inferior, y en él percibir los primeros seres los triholites, el munulito, el frecten; cuando por trasformaciones sucesivas la escala zoológica ha ido apareciendo ante los ojos de nuestra alma, y el hombre ha llegado al fin a aparecer sobre la tierra en un momento que está separado de nosotros por más de seis mil años; cuando historiando la humanidad tanto en los tiempos prehistóricos como en los que ha analizado, la Historia hemos llegado a comprender la ley del progreso, que tanto rige a las sociedades como a todo lo que es, nosotros hemos querido trasportarnos a los últimos días de la vida terrestre, y entonces, al comparar el progreso siempre creciente del hombre, con la marcha de la vida hacia su extinción, una pregunta ha asomado a nuestros labios, una incertidumbre se ha apoderado de nuestro espíritu.

Y persistiendo en nuestro análisis, la pregunta se ha sostenido, y la incertidumbre ha seguido dominándonos, como si fuerza no tuviéramos para librarnos de tan poderosa influencia.

¿A dónde vamos? –nos hemos preguntado– ¿Qué será de la humanidad de los postreros días de su existencia, ¿qué del último hombre que llegue a vivir sobre nuestro planeta?

Y entonces nuestra imaginación ha volado, y dejando atrás años innúmeros, hemos visto ante nosotros la tierra de los últimos días, y el progreso, esa ley eterna, se ha aparecido como si tuviera vida material, como si quisiera exhibirse para que pudiéramos comparar y admitir su valor verdadero.

La cuestión se ha presentado entonces en su desnuda realidad; entonces hemos querido comprender que el progreso humano estaba ligado con la materia, con la vida de la tierra; y al ver cómo el hombre no ha podido llegar a romper esa fuerza invencible que le une al suelo de nuestro globo, la amargura se ha posesionado de nosotros, la certidumbre ha tomado visos de realidad.

¿Por qué así?

Porque hemos comparado a los pequeños seres que vimos en los primeros días de la creación, con el hombre que tan tarde apareció; y al ver a los primeros ser los últimos en desaparecer, conservando su forma, su existencia de los primeros tiempos, ha venido a nuestra mente una idea luminosa.

Sí, nos hemos dicho, el progreso es signo de muerte prematura: por eso el hombre morirá antes; por eso el molusco llegará a subsistir después que él.

¿Es esto cierto; puede admitirse esa síntesis que ha brotado espontáneamente, como si en ello hubiéramos querido compendiar nuestra idea?

He aquí el problema, nos hemos dicho; y nuestra imaginación ha vuelto a fijarse, como antes, en la contemplación de las edades terrestres, de la humanidad desde el paria hasta el hombre que hoy alcanza la plenitud del progreso.

¡El progreso! hemos exclamado, ¿será acaso un fantasma engañoso?

Y entonces hemos recorrido las obras de los grandes pensadores, y todas nos han presentado, desde Platón y Aristóteles hasta Pelletán en nuestros días, la idea del progreso. No era posible ya dudar, y no hemos dudado; pero al ver cómo cada uno formaba distinto concepto de la idea, y cómo parecía ésta tomar formas tan diversas, la vacilación ha venido prontamente a terminar la seguridad que habíamos obtenido, dejándonos de nuevo presa de la duda.

¿Qué es, pues, el progreso?

¿Será el movimiento?

¿Será, tal vez, esa fuerza desconocida que lleva a todos los seres hacia su perfeccionamiento?

¿Será, solamente, el resultado natural de la fuerza acumulada en el espacio de los siglos que se han sucedido, que se suceden y se han de suceder?

¿Será en el hombre el camino que recorre hacia la libertad?

¡Quién sabe!

Y cuando elevando nuestra alma a la contemplación de la humanidad regenerada por la virtud y santificada por la observación estricta de la justicia y el derecho, nosotros hemos comprendido en esa apoteosis del hombre el complemento del humano progreso; y hemos visto al individuo idealizado por el bien, y a la sociedad elevada en la elevación de sus miembros todos; entonces ha renacido en nuestro espíritu la llama de la alegría, y hemos admitido de nuevo la existencia del progreso.

Y éste ha aparecido ante nosotros vago, como si seguramente no pudiera comprenderse en su fin, como si interminable fuera, en la infinitud de los tiempos.

Sumido en el caos, hemos debido distinguir, hemos distinguido. El progreso humano no podía considerarse unido al progreso de la vida inferior; tal vez en esto estribaba el problema cuya confusión parecía querer llevarnos a el abismo.

Nuestro análisis ha debido fijarse primeramente en el globo, después en la humanidad: nuestra investigación debía comenzar de nuevo.

Las capas geológicas del planeta han sido un libro inmenso donde ha aparecido fijado el progreso de la vida: los fósiles han hablado; ellos han resuelto la cuestión en la primera parte: y a ser después en la escala vital las sucesivas especies que marcan cómo se han sucedido trasformaciones sin número, la ley del progreso ha quedado fijada para la vida: la incertidumbre no podía sobrevenir en este punto.

He aquí, pues, que la resolución del problema se ha simplificado: el enigma ha parecido aclararse, mostrarse en términos más claro, más reducidos.

Limitados a observar el progreso humano, las diferentes edades, edad de la piedra tallada o paleolítica, edad de la piedra pulimentada o neolítica, edad del bronce, edad del hierro, nos han mostrado ya en la época cuaternaria, sin necesidad de remontarnos a ver si el hombre existió o no en el terreno folioceno, nos han mostrado, decimos, que el progreso humano existió en aquellos días. Y sí salvando los siglos, llegamos desde el paria antiguo al hombre de nuestros días, libre, dueño de su trabajo y de su derecho, y comprendemos cuánto ha sido necesario de esfuerzo intelectual, de esfuerzo corporal, para llegar a la actualidad, quedamos admirados, y nuestra admiración nos hace confesar lo que sentimos.

Sí; ya no es posible la duda: el progreso existe: y si en la vida de la humanidad hemos visto civilizaciones que han desaparecido; si Egipto, Babilonia, Nínive se aparecen ante nosotros como si deciros quisieran lo que fueron, lo que son, entonces les diríamos: fuisteis grandes, poderosas, luego progresasteis: si después los tiempos borraron vuestro progreso, no culpéis a nadie de haber perdido lo que pudisteis poseer, culpad al acaso.

Y pronunciadas estas palabras, hemos oído una triste queja, amarga lamentación que ha llegado a nuestra alma, y hemos visto al fellah egipcio, pobre, ignorante, degradado, que nos enseñaba con triste sonrisa las grandiosas Pirámides, los restos de Tebas, haciéndonos ver el canal que por el isleño ha abierto la ciencia moderna.

Comparad, sí, comparad, ha exclamado el pobre fellah.

Y hemos recordado al momento que semejante obra emprendiose antiguamente, y entonces hemos dicho:

Alcalzásteis una civilización poderosa; mas la perdisteis tal vez porque no todos los pueblos habían llegado como vosotros a semejante estado de progreso: he aquí la causa. Vosotros os adelantáis a vuestra época: ya os lo he dicho, culpad al acaso.

Hemos, pues, admitido el progreso humano, como antes pudimos admitir el de la vida del planeta: ambos existen, sí, ambos son verdaderos. Al separar, pues, el uno del otro parecen haberse mostrado claramente y como si existieran sin relación alguna: ellos nos han hecho ver que el progreso es una verdad, pero nos han dejado sin conocer la verdad del progreso.

De nuevo, pues, traspasamos los años con nuestra imaginación, y se fija esta en los polos. De estos al Ecuador hay una infinidad de diferencia: ellos hablan, el Norte invade al Mediodía: su invasión es lenta, paulatina: quiere engañar a la humanidad que no se apercibe de su marcha.

En efecto; la vida parece extinguirse gradualmente según ascendemos del Ecuador al Polo: los Trópicos encierran la exuberancia vital; quieren recordarnos lo poco que queda de los tiempos que fueron. Pero caminando hacia el Norte, cada vez es más raquítica la naturaleza; al fin, ya no nos presenta más que musgo exiguo perdido entre la nieve.

¿Fue siempre así?

Esta pregunta nos hacemos cuando nos inclinamos a contestarla negativamente: en efecto, los restos de los grandes paquidermos nos dicen que la vida fue otra antes de ahora; los grandes depósitos de hulla hablan claramente; demuestran cuan gigantescos no serían los inmensos bosques del período hullífero.

Vamos, pues, a la muerte: la decadencia sufrida debe hacernos comprender que bajamos la pendiente del sepulcro inmenso que ha de contener la humanidad entera.

¡Ah! Si morimos, si el planeta ha de tener un día en que ruede por el espacio como hoy camina la Luna, sumido en el silencio que nada interrumpe, ni aun la caída de enorme bólido, envuelta en el negro sudario que ofrece para ello el infinito espacio, por su falta de atmósfera; si esto ha de llegar para la tierra, el progreso del hombre y el principio vital están unidos: cuando uno cese, el otro desaparecerá.

Llegamos, al fin, a comprender perfectamente el problema: la cuestión aparece ahora terriblemente abrumadora; la caracteriza el horror de la muerte.

Alcanzamos sin esfuerzo el fin de la humanidad, el fin del hombre; ya lo hemos dicho: la invasión del Norte amenaza llegar al Ecuador. En este, sí, en este quedará el hombre de los últimos días, ya que hayan desaparecido los grandes árboles, los grandes animales que aún restan.

Y la civilización que admiramos habrá sido tragada por el terrible, por el inexorable invasor; entonces tal vez las cúpulas de los grandes monumentos aparezcan por entre montañas de nieve, o rueden, como sí no quisieran presenciar la decadencia irremediable, necesaria, de la raza humana, su muerte segura.

La fatalidad, pues, matará al hombre, quitándole los medios que ha puesto a su alcance el esfuerzo intelectual de tantos siglos; pero estos medios no matarán el espíritu humano, él llegará hasta el último momento.

Por eso, cuando dominado el último hombre aparezca sobre la tierra, cuando dominado, envuelto por la muerte que le rodee, se vea tal vez obligado a aprovecharse de la chispa eléctrica para sostener todavía algo más el calor que se pierde, entonces, al verle pequeño, contrariado por todo, podrá notarse sobre su frente la llama de la inteligencia, la luz del alma, allí resplandeciente. Y su inteligencia que no habrá decaído, reñirá terrible batalla con la naturaleza; y el progreso existirá hasta el último momento. Entonces, sólo entonces podrá verse claro, evidente, la verdad del progreso: la lucha de la inteligencia humana con la vida de la materia hará ver patente la verdad. Porque el hombre vivirá más gracias al progreso, mas al progreso relativo, que hará progresivo para él, lo que es retroceso para nosotros.

Y hasta el último momento la inteligencia obrará, y cuando el momento de la muerte llegue para el postrer individuo de nuestra raza, el espíritu parecerá sobreponerse a la muerte, como queriendo revelarse contra la materia.

Y podrá distinguirse al lado del cadáver del postrer viviente, al molusco de los primeros días, tal cual entonces apareció, tal cual hoy la veríamos si pudiéramos ojear los restos fósiles que se encontraran en las crestas de las antiguas montañas, del Jura, por ejemplo.

Era verdad lo que pudimos antes comprender: el progreso era indicio de muerte prematura: el pequeño molusco nos lo dice.

Y aún así, aun debiendo morir, ¡qué inmensa diferencia entre el cadáver humano y el ser rudimentario todavía viviente!

La historia del uno es la historia de la lucha, vencido por la ley inexorable de la vida; grande, sin embargo, hasta el momento final. El otro no nos presenta nada: ha vivido; es lo que era, lo que será hasta su desaparición.

Por eso la inteligencia del último hombre que parece haberle sobrevivido, quedará inmensamente, flotando en el espacio.

Y si posible fuera que rozara nuestro rostro, y llegara su impresión a nuestro oído, podríamos comprender lo que habría de decirnos.

Creámoslo posible, sí, veamos lo que diría.

El progreso humano vivió en mí: «yo soy la llama intelectual que ardió en el cerebro de esa humanidad que ha terminado: yo soy el progreso humano; y sí voy a desaparecer desde este momento, sabe que escogí mi muerte, ya que quise alcanzar la plenitud de la perfección relativa. No sientas mi muerte, no, es el resultado natural, el fin que me estaba destinado.»

Y si creyendo posible eso, pudiéramos ver cómo después sólo quedaba la muerte de los seres inferiores, para que siguiera a ella la muerte del planeta, admiraríamos la marcha de la vida que parece desenvolverse en distintas manifestaciones.

Y la verdad del progreso quedaría manifiesta: no podría dudarse de que el progreso humano dependía de la inteligencia del hombre. Y si había terminado, si había llegado a su último momento, debía existir para ello una sola causa: nada absoluto ha existido ni existirá en nuestro planeta: el progreso debía estar relacionado, tocóle estarlo con la vida.

Al fin pudimos, después de tantas investigaciones, después de dudas tantas, al fin pudimos comprender la verdad del progreso. Sí, el progreso es la inteligencia, de ella depende la perfección relativa a que pueda llegar el hombre sobre la tierra.

Bendigamos, pues, a la inteligencia que eleva al hombre, hagamos de ella la más grandiosa expresión del progreso humano, y si ha de llegar el último día para el planeta donde nos cupo en suerte nacer y morir, no temamos, que después del último día aparecerá aun entrebrillante aureola el espíritu del hombre, y en sus resplandores lucirán brillantísimos los nombres de los grandes pensadores, de los redentores de la humanidad, de los héroes de la caridad y de la ciencia.

Ellos vivirán en el espíritu de la humanidad; ellos serán testigos de la verdad del progreso.

¡Oh inteligencia, que anima al hombre, sé tú nuestra guía, tú que eres la síntesis más sublime del progreso!

E. Fluciller

Puerto de Santa María, 1874.