Adolfo de Mentaberry
Política de Alemania
Entre las inmensas cuestiones que se han planteado en nuestro siglo, que a fuer de heredero de su antecesor, el siglo de los filósofos enciclopedistas, hace esfuerzos tan desesperados como impotentes para realizar la herencia impía que le fue legada, descuella por su importancia, por su infinita magnitud la cuestión religiosa, el exterminio del Catolicismo, que parecen haberse jurado todos los novadores y revolucionarios modernos, desde Lutero y Enrique VIII, hasta el ex-padre Jacinto y el príncipe de Bismarck; mas fuerza es reconocer que nunca el fanatismo reformista y anti-católico discurrió ni aplicó los infernales medios de destrucción que hoy la egoísta y fría razón de Estado pone en práctica para derribar la augusta fábrica de la Iglesia Católica, que, como obra divina, es eterna y no pueden destruir manos humanas por sacrílegas y fuertes que sean.
El fanatismo procedía movido por la pasión, y como tal, mataba fieles, incendiaba y profanaba templos católicos; pero en nuestra época las cosas suceden de otro modo. En vez de hechos aislados más o menos culpables, más o menos bárbaros, una mal entendida ambición política, cruel como la venganza y traidora como la envidia, vela cautelosamente sus planes y en la sombra los prepara mientras se cree débil, para arrojar su hipócrita máscara tan luego como ya se imagina fuerte e incontrastable, capaz de luchar con todos los poderes divinos y humanos; sin considerar en su loca soberbia que si Dios con su infinita misericordia, o con su justicia también infinita, permitió alguna vez pasajeras victorias de los impíos sobre los hijos fieles de su Santa Iglesia, porque así convenía a sus inescrutables designios, o bien porque grandes faltas, pecados abominables hicieran necesario un ejemplar castigo, un castigo terrible, como lo es la más simple apariencia de que el error triunfe alguna vez de la verdad, el crimen de la inocencia, estos frutos son efímeros siempre y la expiación los sigue de cerca, tan cerca como sigue el remordimiento a la culpa.
Y hay grandes hombres, naciones enteras, cuyo genio se extravía en el vértigo de su orgullo hasta el punto de no comprender, de negar esta verdad que el sentimiento adivina, que la razón prevee, que la experiencia ha escrito con caracteres de fuego y láminas de sangre sobre el gran libro de la historia de la humanidad.
Alemania nos ofrece hoy un ejemplo patente de esta humilde observación nuestra, que el buen sentido propio de la raza germánica nos hace extrañar, por más que su educación filosófica y sus tradiciones nacionales, profundamente materialistas, la hayan hecho incapaz de sentir el respeto que inspiran los ministros de un culto sagrado y hoy contemple casi impasible la impura abjuración de un Loyson, las herejías de un Doellinger y el martirio de un Ledochaosky, violentamente arrancado de su diócesis de Posen y encerrado en la fortaleza de Ostrowo, por el crimen de ser buen católico y haberle privado su evangélica caridad de los medios pecuniarios que necesitaba para satisfacer las multas en que le han hecho incurrir leyes tan sacrílegas como arbitrarias.
Porque, no hay que olvidarlo, la prisión que está sufriendo el venerable arzobispo de Posen es una prisión subsidiaria: no habiendo alcanzado el producto de sus bienes muebles, únicos que poseía, a cubrir las multas enormes que los tribunales, dóciles a la influencia gubernamental, le han impuesto, él, un príncipe de la Iglesia, él, un noble polaco, se ha visto privado de su libertad, y custodiado por esbirros expía su celo religioso y su virtuosa pobreza.
Tal es el fruto de las leyes promulgadas en Mayo del año pasado por el emperador Guillermo, con la aprobación del Landtag prusiano, merced a la irresistible presión que la voluntad indomable del gran canciller, príncipe de Bismarck, ejerce sobre una Cámara electiva y un soberano hereditario. Todo en Prusia, todo en Alemania, todo en Europa cede a la obstinación de su capricho autocrático; mas la fortuna es hembra, como tal mudable, y se cansa ya de prodigar sus favores al autor de la unidad alemana; unidad por cierto más aparente que real, según están demostrando los más o menos secretos conciliábulos que celebran los monarcas de Baviera, Sajonia y Wurtemberg, que se conciertan entre sí porque tienen súbditos católicos, lo son ellos mismos, y temen perder la sombra de autonomía que la ambición prusiana les dejara.
Es un primer indicio de que la fortuna abandona al príncipe de Bismarck: para más fácilmente perderle, le desvanece hasta el último extremo, creyendo él hoy mismo de buena fe que, porque ha triunfado hasta ahora en la tierra, saldrá vencedor también del Cielo. Pero este indicio que acabamos de indicar no es el único: hay otros que le siguen o que le han precedido, tales como el contraste que forma la política de Alemania, hostil en todos los sentidos y de todas maneras al Pontificado romano y al clero católico, y la de Italia, su aliada más fiel, pues al fin el pueblo italiano profesa la religión perseguida y su mismo gobierno, aunque supeditado a la Prusia, tiene que tomar muy en cuenta esta circunstancia; y así se le ve desautorizar al general La Mármora en el Parlamento por complacer a Bismarck, y a un mismo tiempo dirigir una circular a sus agentes diplomáticos en el extranjero ofreciendo toda clase de garantías al Sacro Colegio para que celebre con entera independencia el futuro Cónclave.
Además en Inglaterra, donde el Catolicismo está en el tercero y más fecundo período de su renacimiento, debido precisamente al príncipe de Bismarck, como los dos primeros se debieron a la Revolución Francesa y lord John Russell, cuando en 1859 trató de suscitar injustas y crueles persecuciones, con motivo del restablecimiento de la jerarquía católica en las Islas Británicas, no han sentado bien las iracundas medidas dictadas con saña y ejecutadas sin compasión por el gobierno prusiano en contra del clero católico. Ellas han dado lugar a manifestaciones tan imponentes como la verificada el 6 de Febrero en Saint-James Hall, bajo la presidencia del duque de Norfolk, donde, después de vehementes discursos y delante de una inmensa multitud que aplaudía con entusiasmo, se tomaron resoluciones importantísimas, tales como enviar un mensaje de adhesión a los católicos alemanes, protestar contra las inicuas vejaciones que están sufriendo y reivindicar altamente el derecho que el clero y el pueblo católico inglés tienen a manifestar su simpatía o su animadversión a quien y a cualquier cosa que les inspire uno u otro de esos sentimientos.
De esta noble manera contesta la nación inglesa a las indicaciones que el embajador del César alemán en Londres se había permitido hacer al Gabinete de Saint-James acerca de la conducta del arzobispo de Westminster y otros eclesiásticos ingleses respecto de los alemanes católicos; indicaciones ya rechazadas con cortés dignidad por el jefe del Foreign Office, cuya respuesta fue que el Gobierno nada podía hacer, reconociendo, como reconoce, la Constitución del Reino-Unido la libertad de conciencia. Si de esta manera ha hablado un ministro wigh, figúrense nuestros lectores cuál será el lenguaje del ministerio tory que la derrota electoral de Mr. Gladstone ha elevado a los consejos de la reina Victoria.
Muy semejante a esta ha sido la contestación del conde Andrassy, ministro de Negocios extranjeros de Austria; Bélgica ha tenido que ceder, en su calidad de potencia de cuarto orden; Francia se defiende como puede de la injerencia prusiana, que nada menos le exige que encause al obispado francés y suprima cualquier periódico que, como L'Univers, se atreva a censurar la persecución de los católicos en Alemania. Solamente Suiza se presta de buen grado a alistarse en esa impía cruzada que Bismarck ha organizado contra el Catolicismo y de la cual se aparta indignado el mismo canónigo Doellinger, jefe y fundador del nuevo cisma suscitado por los pocos disidentes del último Concilio ecuménico, esos que han dado en titularse católicos viejos.
Y a todas estas dificultades con que ha de tropezar fuera de su país el archi-canciller germánico, dificultades que en el día supremo le privarían de muchos de los aliados con que ahora cree poder contar, hay que agregar las que ya apuntan, las que surgirán antes y cuando llegue el momento de la gran batalla, porque en Prusia hay también muchos súbditos católicos, provincias enteras, con cuyo esfuerzo no podría contar el gran canciller para combatir a su propia Iglesia.
De modo que ese coloso, que baña un pie en el Rhin y apoya el otro allá en la cumbre de los Alpes Nóricos, no sería tan temible como hoy se presenta si se encendiera una gran guerra religiosa, pues faltarían en su contingente moral y material muchos aliados y súbditos en gran número, casi toda Europa estaría contra él; y falto de la unidad que hoy le da vida, careciendo de la cohesión que actualmente es la base de su fuerza, la disgregación de miembros mal unidos pronto comenzaría, y con ella la decadencia del nuevo Imperio de Alemania.
Si el príncipe de Bismarck se penetrase de esta verdad; si pudiera convencerse de que la guerra declarada por él al Catolicismo es la aventura más temerosa que jamás ha emprendido; y si tuviera, como nosotros tenemos, el presentimiento de que en ella no ha de alcanzar las grandes y sorprendentes victorias a que está acostumbrado, todavía podríamos abrigar la esperanza de que en pleno siglo XIX no se reprodujera la sangrienta guerra de los treinta años; pero Bismarck tiene confianza en su propia estrella, y no duda del éxito. Quos Deus vult perdere prius dementat.