Filosofía en español 
Filosofía en español


Antonio Benavides

De los elementos españoles que concurrieron
al acrecentamiento y civilización de la raza latina

Llámanse naciones latinas, aquellas que, situadas en el Centro o Mediodía de la Europa, han conservado por muchos siglos y aún conservan lengua emanada del idioma con las variaciones, aumentos y riqueza que el trato con otros pueblos, las guerras, las ciencias, las artes y otras causas, han introducido nuevas voces, diferentes giros, y perdido gran parte del vigor, riqueza y armonía de la que fue madre de casi todos los pueblos antiguos.

Francia, Italia, España y Portugal se cuentan como naciones latinas: no es esto decir que todos sus elementos lo sean; que la índole de sus habitantes sea una misma, que sus condiciones etnográficas se ajusten o se encierren en el círculo estrecho de las que poseía aquel pueblo, que dominó al mundo entonces conocido, y por consiguiente que las cuatro nombradas, sean de todo punto tan iguales, que estudiando y comprendiendo la una, se comprendan las otras: antes al contrario, suelen ser tan opuestas que asemejándose en ciertos hechos generales, son en lo demás tan diferentes, como las que se llaman germánicas, slavas, teutónicas sajonas, que pueblan los puntos boreales de Europa.

Sin hablar de Italia, que de seguro es la que reúne más circunstancias para pretender con justicia la primogenitura en la familia latina, cuenta nuestra vecina la Francia, además del elemento latino, con el germánico, del cual manifiesta grandes muestras, con otros también dignos de notarse, y que se remontan a una prodigiosa antigüedad, como derivados de familias que poblaron en tiempos remotos vastas regiones europeas, por ejemplo los galos, o por otro nombre celtas, según el dicho de Julio César. Galia est omnis divisa in partes tres, quarum unam incolunt Belgæ, aliam Aquitani, tertiam, qui ipso unt lingua celtæ, nostra Galli appellantur.

Dejemos a un lado la Francia, Italia y Portugal, y hablemos solo de nuestra España que a ella solamente y a probar la gran parte que ha tenido en la civilización europea y en otras partes del mundo conocido ha tenido, va enderezado este artículo.

El mundo moderno casi puede decirse, nació al pie de la cruz. Tomamos esta fecha, porque nos gusta elegir como punto de partida, la gran revolución que varió por completo la faz del mundo, emancipando al hombre y a la mujer: al primero de sus pasiones, y groseros apetitos, a la segunda, del régimen de fuerza que la cohibía y sujetaba; y a los dos de las groseras divinidades y mentirosos dioses, que los engañaban reduciéndolos para oprimirlos y despreciarlos.

Poco a poco iban cayendo los ídolos; mejoraba la suerte desgraciada de los esclavos; el trabajo en vez de ser obra servil cobraba fuerza y honra, hasta llegar a ser el elemento principal de la riqueza, del bienestar, y con el tiempo el manantial fecundísimo del poder y grandeza de los imperios.

Pero el gentilismo tenía raíces profundas: la religión cristiana por medio de varones doctos y virtuosos que enseñaban la doctrina del Salvador del mundo, y sufrían con resignación heroica el martirio, lucharon contra los perseguidores en desigual batalla, pero ciertos de alcanzar la victoria; por medio del poder que descendía sobre ellos de lo alto. Fue esta la época de las persecuciones; fue también para los cristianos la de mayor gloria: la sangre de los mártires fecundó la tierra en la que se obraban tantos prodigios, y cuando Constantino dio la paz al mundo la tierra estaba ya tan preparada que no hubo que hacer otra cosa que coger abundantísima cosecha de frutos celestiales.

Pero llegó la hora: después de amagar un siglo y otro los bárbaros que del centro del Asia por los misteriosos e ignorados caminos, que hacia el Norte unen esta parte del mundo con la Europa, rompen de improviso las tenues barreras que los contenían, y se esparcen por todo el mundo romano. Atraviesan el Volga y el Don, el Danubio y el Rhin: apacentan los ganados en las llanuras de la Lombardía y en las vertientes de los Alpes, plantan sus tiendas en los bosques de la Lorena, dan de beber a sus caballos en las aguas del Tíber, y en la corriente del Tajo y Guadalquivir.

No son ejércitos los que a paso acelerado cual enjambre de langosta visitan la Germania, con el nombre de hunos, las Galias, con el nombre de francos, con el de godos la Italia, con el de visigodos la región ibérica, son pueblos, naciones y razas: vienen con las mujeres y los hijos. Un grito de espanto dio la generación, testigo de aquella horrorosa catástrofe: afligiéronla todas las calamidades: la peste, el hambre, la guerra cebáronse las hordas inhumanas en las ciudades y en los campos: no había madres para hijos, ni amantes para amadas. Dios en su cólera castigaba en pocos días las abominaciones de muchos siglos, y el sacrificio de sus gloriosos mártires. En las termas de Diocleciano, bajo el arco de Tito, en los jardines de Lúculo se albergaban las familias de los Ripuarios. Empezaba un nuevo mundo, o mejor dicho concluía el antiguo: ni había fuerzas para defenderlo, ni aliento siquiera para mirar atrás: no hay un Mario que detenga a los cimbros, ni un Claudio que acabe con los godos.

Ya llegan, ya se siente el rechinar de los carros, ya se oyen los gritos de las mujeres: ya tiembla la tierra al galopar de los caballos. El 29 de Setiembre de 409 fue cuando descendiendo de las alturas pirenaicas entran en la península ibérica, alanos, ripuarios, silingos, suevos, godos y visigodos.

Este pueblo, casi hasta hoy de incierto origen, sale de sus ásperas guaridas, de sus campos incultos, en su larga travesía lleva consigo los bienes que posee, esto es, sus armas y otros arreos de guerra. Nunca se ha ocupado en las tareas de la labranza, y solo tuvo hogar la tienda del pastor. Su vida es errante, su ocupación la del guerrero: apacenta numerosos rebaños, conduce multitud de carros a su hogar doméstico, su templo y su ciudadela. Cuando sale del país natal, lo hace ya con el propósito de abandonar los bosques, de salvar las invencibles barreras que encuentre al paso, de atravesar caudalosísimos ríos y las más escarpadas montañas; el pueblo godo occidental llega por fin a asentar sus reales en el Mediodía de Europa, desde las orillas del Garona hasta la desembocadura del Guadalquivir en el Océano.

Este pueblo bárbaro, sin ser latino fue el que más contribuyó al lustre y adelantamiento de los restos de aquella raza, que tan severa lección había recibido en la destrucción del imperio de Occidente. ¿Cómo la raza latina aun en su derrota, pudo mantenerse siempre creciendo, sujetar a los bárbaros, y ser señora y dueña de sus conquistadores? La fuerza moral de que disponía le dio alientos para gobernar ventajosamente a sus opresores; la religión cristiana le dio las armas poderosas que presta la civilización, para conseguir el triunfo sobre la fuerza material, y estos dos elementos consignaron la fórmula para obrar tales maravillas en la legislación. Causa primera: los códigos. Causa segunda: las guerras, las conquistas. Causa tercera: los descubrimientos de regiones ignotas y el consiguiente desenvolvimiento de los principios civilizadores. Nuestra España, pues, tiene la primacía sobre todas las naciones de Europa en estos tres importantes puntos.

Primero, la legislación. Dos hechos notables hay que examinar.

1.° Al hacerse dueños los visigodos de la península española encontraron dos pueblos distintos en pugna constante, propia circunstancia de vencedores y vencidos: el antiguo pueblo ibero y el romano. Un tercero en discordia se presentó en la palestra a dirimir la contienda: y casi desde aquel momento, puede decirse, que estos dos pueblos no fueron ya más que uno, al peligro común los dos se unieron: si no con la solidez de los que tienen un mismo origen, idéntica naturaleza, iguales tendencias, al menos con la que les obligaban a tener el trato y comunicación de tres siglos, y la natural resistencia a los incómodos y crueles huéspedes. Desde entonces fuera de los invasores, no existió más que el elemento romano en la Península Ibérica.

2.° hecho. El pueblo invasor quedó sometido al pueblo invadido y conquistado. Los pueblos bárbaros tienen esa propiedad: dueños ya del territorio, repartidos los bienes de los conquistados entre los conquistadores alcanzado ya el fin propuesto, se amoldan por completo y en poco tiempo a las leyes, usos y costumbres de la tierra: su ferocidad se convierte en mansedumbre; y a veces su energía en languidez, y al encontrar una civilización adelantada, como ellos carecen de tales medios de existencia y nada tienen que oponer a lo que encuentran, y no hay por consiguiente lucha posible, se someten voluntaria y gustosamente a los vencidos. Por eso los bárbaros adoptaron en tan poco tiempo, y sin repugnancia, la religión cristiana: ¿qué tenían que oponer a las sublimes máximas del Evangelio? ¿Qué teología era la suya, qué teogonía traían de las asperezas donde habían visto la primera luz? Ninguna. La espada a que adoraban como símbolo de guerra, adivinando allá en sus adentros, pero sin darse cuenta del porqué, que había un Dios de la guerra, que presidia las batallas, y disponía a su antojo de la suerte de los combatientes.

Ya cristianos los visigodos y romanos por la inflexible ley de la necesidad, sometidos al elemento religioso que fue su norte y guía, fundaron un imperio, y dieron leyes, y de ellas formaron una compilación, que por muchos siglos después sirvió a España, como regla del derecho, y norma de la jurisprudencia. Largo sería este pequeño trabajo; si descendiésemos a hablar de la virtud relativa de sus mandatos. Pero baste decir, que la sabiduría de aquellos obispos, triunfó de la ferocidad de los bárbaros, que al orden material sustituyó el orden moral; que el poder civil, en suma, triunfó del poder militar, y que este fenómeno, que aplaudimos, por lo que nos satisface y encanta, fue debido a la legislación, y ésta a la divina y civilizadora virtud del cristianismo.

El imperio de los godos sucumbió a impulsos de la desgracia que motivaron los errores, las faltas, y aun los crímenes de aquellos desatentados proceres. No fue pequeño error, el que concediendo al obispado el derecho de elegir los reyes y de ungirlos, echó sobre clase tan recomendable una inmensa responsabilidad. La experiencia vino a demostrar que nada hay contrario a un buen gobierno como una fuerte y exagerada teocracia, y que lo que se gana en autoridad y en la fuerza que esta proporciona, se pierde en la responsabilidad en que incurre y en el menosprecio que acarrea, un poder que por la santidad de sus atributos, debía estar separado por completo de todo contacto terrenal.

Era un contrasentido, y era además cosa perjudicial, ver a los obispos fallar exclusivamente sobre la causa de los reyes y en aquellos tiempos turbulentos la causa de los reyes, de su elección y elevación al trono, era la causa de la usurpación, del asesinato y del regicidio. Grave compromiso era para los obispos católicos defender, ungir con el óleo santo, a los usurpadores y regicidas. ¿Qué confianza, ni qué respeto había de tener el pueblo a los obispos católicos, que en los primeros tiempos de los godos había dulcificado sus costumbres y ahora, con la absolución y la impunidad alentaban a los osados y ambiciosos, a tal punto de escalar el trono por ambición y con felonía, aunque puestos bajo la protección de la Iglesia? Así aconteció. Witerico, Sisenando, Chindasvinto y Ervigio afearon su conducta con horrendos crímenes.

Pero si en virtud de tanta relajación, de tanta perversión y alevosía aquel poderoso imperio, desapareció en el Guadalete de sobre la haz de la tierra, su obra inmortal sobrevivió a tan horrible catástrofe, y continuó por muchos siglos, sirviendo a la nueva sociedad que se levantó potente y orgullosa, para vengar la deshonra en una magnífica epopeya de siete siglos. ¿Qué fue entonces de la justicia? ¿qué de los tribunales? ¿qué de la Jurisprudencia?

La Edad Media, por más que en nuestros días los sabios empleen sus vigilias en nuevos estudios, ayudados por las reglas de la crítica, por el constante trabajo de interpretación de los documentos antiguos, siempre guardará sus arcanos, siempre reservará su parte misteriosa, siempre un velo denso nos ocultará la naturaleza de sus instituciones. Obligados a suponer, propensos a adivinar, llevados por el espíritu de escuela o de secta, más bien que por el de observación e imparcialidad, donde unos ven el origen de todas las libertades, otros ven el fundamento de todas las tiranías. Pero lo que no tiene duda es que la administración de justicia participó de las tribulaciones, de las violencias, de las convulsiones de aquella sociedad. La unidad, fuente fecunda de perfecciones en las obras políticas, y de legislación, desapareció por completo, la autoridad menoscabada, porque el principio en que descansa fue o desconocido o disputado; el poder débil o nulo; dependiendo solo de la casualidad o del azar de la fortuna en la guerra. La sociedad perdió su asiento; la anarquía, cobrando bríos, cimentó su trono de confusión y fuerza sobre las instituciones y los hombres.

El Código visigodo resistió por mucho tiempo el general desconcierto, y sirvieron sus mandatos de ley y regla de justicia en los primeros tiempos de la reconquista. La autoridad de que disponía quedó mermada andando el tiempo, pero siempre fue respetado y aun venerado su nombre, atendiendo a lo ilustre de su origen. ¿Nos equivocamos al decir que este fundamento de nuestra legislación fue causa de que la raza hispano-latina se aventajase a todas las demás que tuvieron el mismo origen? Antes al contrario, pero sigamos y veremos todavía en la legislación, testimonios más palpables, pruebas más irrefragables de nuestro doctrina.

En el período de la historia en que el sistema feudal cambia la faz de la Europa moderna, encontramos un hecho trascendental, porque atañe y regla la justicia, fundamento de toda sociedad y origen de todo derecho. Este hecho es el siguiente. La justicia no es una; no es esa virtud divina que no admite acepción de personas, y que fundada principalmente en los preceptos del Evangelio, da a cada uno lo suyo, mirando solo a la igualdad de los hombres ante su inexorable tribunal. Había, pues, una justicia para el hombre libre, otra para el esclavo; una para el magnate, otra para el plebeyo; una para el castillo, otra para la villa; una para el lego, otra para el clérigo; una para la corporación, otra para el individuo. Aquí las pruebas de Dios, allí las declaraciones de los testigos: en unas partes el tribunal del Rey, en otras el de los señores: un mismo delito se castigaba con distintas penas: en suma, la justicia y el derecho seguían el sendero de la sociedad, en cuyo seno fermentaban intereses, elementos y pasiones contrarias. Los nobles representaban el principio de la conquista, y si en el resto de Europa era una ficción, o cuando menos un recuerdo tradicional, en España era una realidad, pues a ellos estaba fiada la reconquista y no era poco la fe, habérselas con los moros diariamente en batallas, encuentros y algaradas. El poder real heredero y formado a semejanza de la Monarquía Goda conservaba mucho de los bárbaros y algo oriental de los emperadores y tenía poco todavía de la monarquía moderna. Disputábase sobre los límites de su autoridad. La herencia no reconocida, y pasaba el poder de padres a hijos más bien por ficción que por principio. El elemento eclesiástico influyente en la sociedad y también en el gobierno, aliado a veces de los grandes, pero siempre del pueblo.

D. Alonso el Sabio creyó que había llegado el momento de amalgamar todas estas fuerzas sociales diferentes y aun contrarias: restablecer la unidad política administrativa, declarar el derecho hereditario de los reyes, sujetar a un fuero común los próceres, someter a preceptos comunes a las ciudades y villas: invocó para tan grande obra, el auxilio de Dios, y se aprovechó de los consejos de los sabios. Tal fue el pensamiento de aquel Rey, que llevó la fama de su ciencia y de sus desgracias a todos los ámbitos del mundo.

Las Partidas, pues, el Código más famoso de la Edad Media, muy superior a todas las compilaciones de los pueblos bárbaros, incluyendo el Fuero Juzgo, y las Capitulares de Carlomagno. Sin hablar del mérito literario de este famoso Código, de su riquísimo lenguaje, tienen Las Partidas un mérito muy superior, a todo esto que podemos llamar pormenores o accidentes de la obra. El Rey D. Alfonso abarcó con su gran talento cuantos conocimientos había en su siglo, y ellos le sirvieron para llevar a cabo aquel trabajo gigantesco, que por una parte debía dar un golpe mortal al poder feudal de los señores acabando al mismo tiempo con la anarquía que trabajaba a las ciudades y villas, en los primeros comienzos y ensayos de su libertad. Enaltecer la dignidad real, sacarla de la tutela de los grandes, de la interesada protección de los comunes, y dándole la fuerza de que carecía, hacer del monarca el centro de la acción de toda la sociedad, esto era adelantar la historia dos siglos: llevar a felice cima en el siglo XIII, lo que pausadamente y con próspera fortuna terminó el siglo XV. En suma, hacer lo que el Rey se propuso era hacer una revolución, no en el sentido progresivo, según decimos en el dialecto extravagante de la política contemporánea, sino en el sentido retrógrado o reaccionario, pues en vez de dejar correr sin límite por la pendiente que llevaba el individualismo germánico, se le enfrenaba por la nueva legislación, y en vez de dar alas a la acción contraria, representada por la libertad corporativa, se la reducía a más estrechos límites.

Como en toda reforma, había en esta un pensamiento justo, pero exagerábalo su autor: en el derecho privado la innovación era legitima: poco bueno podía presentar en contra de la legislación Romana, la recopilación de las fazañas y albedríos de los ricos hombres, ni el variado y vistoso mosaico de los fueros municipales; pero en el derecho público, había tradiciones respetables, costumbres y usos observados con placer y guardados con entusiasmo. Por eso la reforma, a pesar de llevar la sanción de los dichos y sentencias de los Santos Padres, los libros y saberes de los filósofos orientales, de los griegos y latinos, y por último, de la legislación de Justiniano, y disposiciones de las Decretales, halló en la tierra castellana una resistencia tan vigorosa, que impidió a aquel Rey ver coronada en sus días la monumental obra, dejando al cuidado de posteriores generaciones la recompensa de sus trabajos y la rehabilitación de su memoria.

Pero la suerte estaba echada. Lo que no pudo conseguir el hijo de San Fernando lo consiguieron sus sucesores, nuevos tiempos, exigencias más apremiantes de la sociedad, que progresando anulaba unos elementos y sacaban otros del caos, dieron unidad a la legislación, suavizando las costumbres y echando los cimientos de la sociedad moderna.

Las Partidas trajeron a España, antes que a ninguna otra nación latina, la legislación Romana y las Decretales, los famosos doctores italianos asistieron al Rey con sus consejos, y casi al mismo tiempo que la casualidad descubría en Amalhi, las obras inmortales de Justiniano, las reproducían en Castilla, la sabiduría de un gran rey y de atrevidos jurisconsultos. Y he aquí de qué manera la nación española, por medio de la legislación, contribuyó por segunda vez al acrecentamiento y progreso de la raza latina.

Pero llegan los tiempos de los Reyes Católicos, tiempos de ventura y bienandanza, y en los cuales, la nación llegó al más alto grado de esplendor y gloria en ciencias, artes y conquistas, como ninguna otra del continente europeo.

Pena y grima da el considerar cómo se hallaba la nación en la época de Enrique IV. Los grandes estragan la tierra, los Obispos y Príncipes de la Iglesia acaudillan bandos, y son parte de sangrientas parcialidades: la seña de los Concejos ostenta sus colores en continuos y feroces choques, pretendiendo cada cual mayor extensión de su alfor, aumento de su fuero o disminución del pecho que pagan. Las leyes sin vigor, los tribunales sin fuerza, merinos y jueces, o cómplices o parciales en las contiendas. Y no debemos extrañarlo, ni hay tampoco que atribuirlo a causas que son más bien efecto de otras invisibles a los ojos del vulgo pero que no se escapan a los ojos del filósofo.

Una poderosísima institución había dominado en España, en Europa, por espacio de muchos siglos; sus raíces profundas, sus intereses muchos, su poder ilimitado, pero a contar desde los tiempos de que hablamos, su decadencia visible anunciaba al género humano el destello de una luz que apareciendo en lejanos confines, e iluminando el horizonte como una benéfica aurora, habla de disipar la lobreguez de aquella noche sin término, que los historiadores llamaban Edad Media. El sistema feudal acababa, y todos los sinsabores, todas las desgraciadas maquinaciones todos los ultrajes a respetables instituciones, todas las disensiones de los magnates, sus locuras, sus extravagancias, su impotencia misma, revelan al observador que ha llegado el fin: que aquellas convulsiones son las de la agonía, y que al terminar su vida dejaba encomendado el cuidado del imperio al rival feliz que de la nada se levantaba orgulloso a disputarle el lauro del triunfo, la palma de la victoria, no comprada a vil precio, no admitida de gracia, sino a costa de la fe perseverante, del asiduo trabajo de muchas generaciones.

Aun debemos examinar otros dos hechos puramente españoles, que tanto han contribuido a la civilización y engrandecimiento de la raza latina, a saber: 1.° La guerra con los moros, y los esfuerzos constantes contra la bandera de la media luna, que llevaba por todo el mundo la desolación y la barbarie; hecho famoso, incontrovertido y fecundísimo en resultados de toda especie: 2.° El descubrimiento de América, su conquista y civilización; pero esto será objeto de artículos posteriores.

Antonio Benavides