Filosofía en español 
Filosofía en español


[ Félix Lázaro García ]

[ Fernando de Castro contra las mujeres que hacen voto de virginidad ]


Triste, muy triste es el estado a que las contiendas políticas han traído a nuestra patria; perdido el crédito en el exterior se aleja todo capital que pudiera auxiliar nuestras escasas fuerzas para sacarnos de la postración en que hemos caído; desconcertada la administración pública, las masas productoras ven que, aun haciendo esfuerzos superiores a sus debilitadas facultades, son impotentes, no ya para elevarnos, sino ni aun para contenernos en la rápida pendiente en que por nuestra mala estrella nos precipitamos: sin auxilio la agricultura, la alimentación es tan excesivamente cara, que el jornalero apenas puede atender a las necesidades más precisas de la vida, aun dado el caso extraordinario de que encuentre ocupación; sin protección la industria, se trasforman en país extranjero las primeras materias que nuestros campos producen, y quedan sin trabajo falanges numerosas de honrados artesanos que habitan las grandes poblaciones, viéndose precisados no pocos a buscar el cotidiano sustentó, o recurriendo a las escasas obras municipales donde ganan, con un trabajo penoso, un salario mezquino para sus conocimientos, o mendigando vergonzantemente una limosna de puerta en puerta. El Gobierno, sin contar con medios ni aun para cubrir las atenciones del día, marcha a la ventura, y en la cuestión material más importante para un pueblo, que es la de subsistencias, confía exclusivamente en la Providencia, pero sin allegar medio alguno para aminorar los terribles efectos de un golpe de fortuna que pudiera destruir la cosecha; contratando empréstitos onerosos, y hasta vejatorios en la forma, que aumentan nuestra deuda, sacia por el momento la ambición de sus correligionarios y escarnece en magníficos banquetes al pueblo, como podían hacer los tiranos que más han merecido la reprobación de la historia; y como si este cuadro, cierto, ciertísimo, por más que algunos órganos de la situación la quieran pintar con los más bellos colores, no fuese bastante sombrío, se niega al pobre el único consuelo que a sus penas puede poner paliativo, el único alivio que puede hallar a sus males, la Religión católica, ese bálsamo suave y prodigioso siempre para las enfermedades del alma, y muchas veces también para las del cuerpo; esa santa Religión que nos enseña ser los sufrimientos de la vida el único medio de alcanzar otra, eterna, feliz y la sola que puede llenar las necesidades y aspiraciones del alma; quitad al hombre en sus aflicciones esta convicción; negadle la inmortalidad del alma; pintadle el paraíso como la plenitud de los goces materiales; hacedle confiar solo en la Providencia, siempre benéfica, sin que por su parte sea necesario otra cooperación que la fe; afiliadlo, en fin, a cualquiera de las religiones que el delirio y orgullo del hombre han inventado, y las clases pobres de nuestro pueblo tendrán que caer en la desesperación, o lanzarse como fieras rabiosas sobre las más acomodadas; podrá haber en este segundo caso un cambio de fortunas; pero como la entidad social no es el individuo, sino cada una de las diferentes clases en que la suerte (o la afición al trabajo) ha dividido, divide y dividirá siempre a los hombres, los males que hoy nos aquejan en vez de disminuir irán en aumento; hoy el pobre siente la aflicción de no tener, y el rico la de no ver seguro el porvenir de su familia y poder dar lo bastante a acallar las mil voces lastimeras que al pedirle no le dejan gozar la idea de creer a todos felices; pues mañana, si el cambio de fortunas se verificase, probarían unos y otros tormentos desconocidos, pero no menos terribles, y sin desechar de la imaginación las penas de ayer, sentirían otras distintas, para que nada les quedase que beber del cáliz de la amargura.

Esta es la situación a que hemos venido después de más de medio siglo que peleamos sin cesar por alcanzar una felicidad que, como fantasma imaginario, se aleja a medida que avanzamos, haciéndose más difícil asirlo, porque si la distancia que de él nos separa no aumenta, ni puede aumentar, el desaliento consiguiente a la fatiga, y el desengaño que producen los sacrificios perdidos, nos detienen en el camino y nos dicen con voz imperiosa: ¡Insensatos! ¿habéis olvidado la historia de vuestra patria? ¿despreciáis la enseñanza de la más segura guía en la vida de las naciones? ¿no recordáis, o es tal vuestro abatimiento, que no queréis recordar, los hechos gloriosos de vuestros ilustres progenitores? ¿no sabéis que España aparece grande, magnífica en la marcha de la sociedad solo cuando el sentimiento católico la impulsa, y por el contrario, mezquina y dividida, siempre que la herejía ha pisado su suelo? ¿olvidáis, por ventura, que si el alfanje agareno avanza rápidamente tras las huestes de una monarquía debilitada por el desenfreno de las pasiones, y no encuentra obstáculo alguno en su marcha victoriosa, enseñoreándose en pocos días de todo el país, allá, en un rincón de España, en una oculta y desconocida cueva, se agrupan un puñado de Españoles, de verdaderos Españoles, porque eran católicos, y cobijados bajo una cruz, árbol siempre de vida, emprenden la restauración de la nacionalidad, eligiendo un miembro de la familia real, digno de respeto y del trono por sus esclarecidas virtudes, para jefe del imperio que nace débil físicamente como el niño, pero como éste con un germen de vida que le había de llevar a todo su desarrollo? ¿y no encontráis, permitida sea esta digresión, alguna analogía, aunque no entera semejanza, entre ese período de nuestra historia y el que estamos atravesando? Una monarquía legítima, degradada como la derrocada en Setiembre, aunque ilegítima; un pueblo extraño que anhela el momento de lanzarse sobre nosotros para acabar con el cristianismo, como en la época presente un pueblo extraño en el mundo de las ideas, que buscaba el instante de destruir nuestra gloriosa unidad católica; un conde don Julián que vende su Religión, su Rey y su patria, y ahora unos hombres políticos que venden por un puñado de oro y algunos ascensos en su carrera la Religión, su reina y su patria, con la diferencia, para baldón de los hombres de hoy, que la historia cuenta haber recibido el D. Julián una ofensa, la más terrible para un padre, de parte de su Rey, y estos solo han obtenido honores y distinciones, acaso superiores a sus servicios y talentos, y por último, un Guadalete entonces como un Guadalquivir ahora en que se da una batalla cuya suerte decide, más que el valor de los soldados, el desconcierto e impericia del General. ¡Oh! ¡qué terribles son las coincidencias históricas! ¡siempre los mismos vicios merecen iguales castigos! Pero continuemos; es innegable que ofuscados nuestros Gobernadores por la ambición de mando, o vendidos a los enemigos de nuestro reposo y bienestar, no comprenden, o no quieren comprender, que la revolución de Setiembre es el complemento, el supremo esfuerzo que estos hacen para destruir nuestra nacionalidad con los ataques al catolicismo que tan inseparablemente unido ha estado siempre a aquella.

Todas las naciones han mirado con el mayor cuidado, como asunto de gran interés, la educación de la juventud, y las ideas vertidas por los encargados de ella se ha considerado como la semilla que depositada en la tierra ha de germinar más tarde, produciendo otras plantas de la misma naturaleza que las de que aquella proviene; el método de enseñanza, la forma en que han de hacerse los estudios son de importancia secundaria ante la significación político-religiosa de los maestros, porque estos, con su palabra, con su ejemplo y con la simpatía que deben saber inspirar a sus discípulos, pueden acomodar las doctrinas a sus convicciones, ora aplaudiendo las que merezcan su aprobación o combatiendo las opuestas, y la juventud, impresionable en extremo; siempre se deja conducir con docilidad por aquellos que satisfacen el deseo tan natural en el hombre de iniciarse en los arcanos de la ciencia; sentadas estas premisas, ¿qué se puede esperar de un Gobierno que pone al frente del primer establecimiento público de enseñanza de la nación a un D. Fernando de Castro que, aunque ministro de la Religión católica, su catolicismo aparece dudoso desde el momento en que al inaugurar las Conferencias dominicales para la educación de la mujer ha vertido en su discurso conceptos que no están en armonía con la fe ortodoxa y con las disposiciones de la Iglesia? Dice el Sr. Castro, hablando de la mujer: «Su destino en la vida y su vocación es ser madre, madre del hogar doméstico y madre de la sociedad. Todas las demás vocaciones que la Religión o el Estado hayan instituido, por dignas y respetables que fueren, son puramente históricas, transitorias y particulares al lado de esta, que es general y será permanente y eterna cuanto la sociedad humana.» Bien claro se deduce que las anteriores palabras tienen por objeto combatir la virginidad, de que, por inspiración divina y por un privilegio especial de la gracia, hacen voto las que se retiran del mundo, optando, entre los halagos de este y la soledad del claustro, por la última. Ahora bien, nosotros, menos versados en el estudio de las sagradas escrituras que el señor Castro, le preguntamos: una vez instituida la Iglesia por Jesucristo, ¿será esta tan duradera como la sociedad humana, o no? San Mateo satisface la pregunta: Ego dico tibi, quia tu es Petrus, et super hanc petram ædificabo ecclesiam meam, el portæ inferi non prævalebunt adversus eam (cap. 16, vers. 18). Según el testimonio irrecusable del Evangelio, la Iglesia de Jesucristo es y será hasta la consumación de los siglos, y en su parte militante hasta el fin de la sociedad humana; las instituciones arregladas al espíritu de la Iglesia serán con ella mientras exista, y por lo tanto, las instituciones que apartan del mundo a las vírgenes dedicadas al Señor, o no son arregladas al espíritu de la Iglesia, o lejos de ser transitorias serán tan duraderas como la sociedad humana: para convencerse de que el primer extremo es absurdo, basta recordar también los pasajes de las sagradas escrituras en que se ensalza la virginidad: Sunt enim eunuchi qui de matris utero nati sunt: et sunt eunuchi, qui facti sunt ab hominibus: et sunt eunuchi, qui se ipsos castraverunt propter regnum cælorum. Qui potest capere capiat: dice San Mateo, c. 19, v. 12. Nam qui statuit in corde suo firmus, non habens necessitatem potestatem autem habens suæ voluntatis, et hoc judicavit in corde suo, servare virginem suam, benefacit; dice el Apóstol de las gentes en su primera epístola a los corintios, cap. 7, vers. 37, y otros que se podrían citar. Luego las anteriores palabras del Sr. Castro son opuestas al espíritu de la Iglesia y deben interpretarse como un ataque a esta; tanto más temible, cuanto que, partiendo de un ministro de Jesucristo, pueden sorprender la buena fe de los incautos.

Continúa el Sr. Rector de la universidad central su discurso y dice: «Resabios de tiempos, aunque caballerescos, bárbaros y de costumbres no muy limpias, hacen que de los dos conceptos que ennoblecen a la Madre del Salvador haya prevalecido el de Virgen sobre el de Madre, tan en armonía con los fines, con la vocación y con el destino social de la mujer.» Jesús nació de una mujer porque así plugo a su eterno Padre al disponer el plan de la redención del hombre, para que tuviese naturaleza humana; pero dado que, el Redentor debiera nacer de una mujer, esta debía ser Virgen antes del parto, en el parto y después del parto; 1.º porque siendo la virginidad el estado más perfecto, Dios debió elegirlo para su santa Madre: 2.º porque solo siendo Jesús concebido por obra del Espíritu Santo y no de varón, podía reunir a la naturaleza humana la divina, indispensable para que su sacrificio fuese de un precio infinito, como la deuda que venía a satisfacer; y como de las dos naturalezas que en Jesús hay reunidas, la primacía es de la divina por ser infinitamente superior a la humana, claro es que la virginidad de María merece la primacía sobre la maternidad, no en tiempos bárbaros, sino en los de mayor ilustración, a menos que para llamarse ilustrado se haya de renunciar al nombre de católico, como algunos pretenden, no pudiendo ser el de Madre de Dios sin el de Virgen.

Continuando nuestro examen encontramos otro párrafo en que dice el Sr. Castro: «Influid sobre el hombre, para que valga y sea algo en la vida e historia de su tiempo, algo en religión, algo en la política de vuestro país, algo en las demás esferas y fines de la vida. Guardaos, sin embargo, de pretender imponerle nada en el orden religioso, ni en el político, ni en otro alguno. Vuestro destino, como esposas y como madres, es aconsejar, influir; de ninguna manera imperar. En el momento en que os empeñéis en ejercer coacción sobre el hombre, prevaliéndoos del ascendiente e imperio que os dan vuestra debilidad y vuestras lágrimas, cometéis la falta más grave y la más imperdonable.» Reconociendo en el Sr. Castro la superioridad científica que se debe por la general reputación que ha logrado captarse, trabajamos, aunque sin fruto, para explicarnos los anteriores conceptos. Una madre profesa la Religión católica; cree firmemente que, los que pudiendo, no entran en el gremio de la Iglesia, no pueden salvarse, ¿y ha de ver, aunque con sentimiento, sin intentar evitarlo por cuantos medios estén a su alcance, que el hijo de sus entrañas, al que ama con tal frenesí que por su felicidad daría la vida, se aparta de la Iglesia, acaso porque en un libro aprendió máximas que halagan sus pasiones? Sería un fenómeno que contradirían los sentimientos humanos; lo lógico, lo que armoniza con la naturaleza, lo que dice la razón es que esa madre, en medio del dolor que le ha de causar la conducta de su hijo, apelará a cuantos recursos le sugiera su viva imaginación, exaltada por la ternura maternal, para apartarlo de la senda emprendida, y ora suplicando, ora valiéndose de la autoridad a que por la naturaleza tiene derecho, procurará conseguir su fin, sin detenerse en apreciar los medios; esto es lo que ocurre hasta en las cosas de menos valer en la vida, ¿y ha de separarse de la ley general solo cuando se trata de la cuestión religiosa? Seguros estamos que las madres que con más atención escuchasen las palabras del Sr. Castro, obrarán en contra el día en que hayan de hacer aplicación de la doctrina en ellas vertida, y aunque dicho Señor «con la mano puesta sobre su conciencia asegure que no existe ningún derecho divino ni humano que obligue a imponer nada al hombre, aunque sea en materia de religión,» ellas contestarán: «Sí, hay en nuestro corazón un sentimiento innato que nos obliga a desear antes la muerte que la condenación de nuestros hijos, y este sentimiento, por lo innato y universal, es a la vez que humano de origen divino; Dios no ha podido grabarlo en nuestros corazones para que siendo bueno sea combatido incesantemente;» y créalo el Sr. Castro, más que le pese, el día en que sus palabras se hayan de poner en práctica, o las madres dejarán de serlo, o las discípulas desobedecerán a su ofuscado maestro.

Bastan las reflexiones anteriores para convencerse que lo que se desea es borrar por completo en la juventud estudiosa el sentimiento católico, poniendo su educación al cuidado de personas que tales doctrinas profesan; borrado este sentimiento en las clases acomodadas, que son las que ordinariamente acuden a las universidades, desaparecerá la caridad, y aunque se la quiera reemplazar con la filantropía, esta nunca producirá los consoladores efectos que aquella. No basta dar al pobre un socorro material, que en lo general es a lo sumo suficiente para satisfacer la necesidad del momento, es preciso dirigirle palabras de consuelo, es necesario inspirarle resignación en su desgracia, haciéndole entender que un día alcanzará la recompensa a sus sufrimientos y será superior a los que hoy le desprecian, y esta convicción solo se logra por el catolicismo, porque su sagrado fundador fue el primero que predicó la igualdad de todos los hombres ante Dios, sin otra distinción que la virtud el primero que ensalzó la pobreza, naciendo él mismo en la indigencia, y eligiendo sus discípulos de la ínfima clase de la sociedad. Si se logra hacer desaparecer de la sociedad la caridad cristiana; el caos ha de seguirse inmediatamente, y tal es el objeto, aunque embozado, que se proponen los revolucionarios de Setiembre, si bien obedeciendo inconscientemente a los elementos que vienen trabajando nuestra desgraciada patria hace más de medio siglo.