«Mais ce qu'on ne sait pas aussi generalement et qu'on n'a pas assez pris en consideration, c'est que je me suis occupé des phénomenes physiques et physiologiques de la nature avec la plus grand attention, et que je les ai observís en silence avec cette perseverance que la passion seule peut donner.»
(Prólogo de Goethe en la edición completa de sus obras. Traducción de Porchat.)
Llegaba el momento de decir «Adiós» a la naturaleza: el estrecho lazo que uniera el organismo cósmico con la grandiosa inteligencia del autor de «Fausto», había de ser roto en breve tiempo; aquel eterno afán de penetrar las leyes naturales, aquella aspiración suprema de Goethe simbolizada en la asimilación de las bellezas que el cosmos oculta en sus innumerables formalismos, aquel tenaz empeño de descubrir a través de la profusión de diferencias la unidad de tipo que las une, no contaban ya sino breves momentos en el clepsidro de la vida.
Ceñida de laureles la frente del poeta que dio vida a «Wilhelm Meister,» padecía indecible amargura el corazón del sabio que había lanzado con la «metamorfosis de las plantas» una de las más grandiosas concepciones al mundo científico de su siglo. El ideal del poeta estaba realizado; el ideal del naturalista no llegó a tocar la esfera de la vida.
Aquel genio, idólatra de la naturaleza, no pudo allanarse a la indiferencia con que inmerecidamente miraron sus descubrimientos los sabios y academias de su siglo.
Lamentóse en sus postreros días de tan ilegítimo desprecio; y ha sido preciso que la antorcha de su espíritu dejase de lucir para que tratasen de hacerle reparadora justicia Alemania en primer término, Suiza y Francia después.
España le conoce como poeta: como tal le ha revelado en su libro el ilustrado cubano, Sr. Angulo y Heredia: darle a conocer como naturalista y como intérprete de las leyes cósmicas, es poner de manifiesto la gran parte que le cabe en la evolución científica del siglo, y tributar a su memoria homenaje en armonía con el verdadero ideal, cuya realización no consiguió ni aun a costa de gigantes esfuerzos.
Tal propósito me mueve a escribir estas líneas. Acaso la magnitud de su nombre, como poeta, sea motivo para que traten de conocer esta nueva fase de su genio muchos cuya atención ha menester de atractivo que la estimule.
Las ciencias naturales son para el vulgo ilustrado de nuestra patria plantas exóticas, si así cabe decirlo: háblase de ellas de ordinario, no de diversa manera que de alquimia pudo hablar el vulgo ilustrado en tiempos de Raymundo Lulio.
¿Sacudirá nuestro país el marasmo científico en que yace? Tiempo era ya de cesar de vivir «perinde ac cadaver» para la ciencia de la naturaleza.
I.
El mundo de los infinitamente grandes había dejado de ser un misterio: separado por la inteligencia de Kepler el velo que encubría las leyes a que obedecen sus movimientos las masas planetarias, el genio de Newton penetrando ya en la elevada esfera de los principios, había revelado la causa esencial de aquellas leyes, y la atracción universal pasó a ser patrimonio de la inteligencia humana.
El mundo de los infinitamente pequeños, polo opuesto al primero en el gran eje del organismo natural, salía entonces del caos en que yaciera antes: la perfección a que habían llegado los medios de interrogar la naturaleza, auxiliares poderosos de los sentidos en esta obra colosal, hacían posibles descubrimientos que por su inmensa magnitud no cabrían en la imaginación humana, falta de norma, de unidad, de medida, de término, de comparación para poder apreciar realidades de indefinidas proporciones; los filósofos Griegos y Romanos que arrastrados por el espíritu de sistema habían querido forjar un mundo a su manera, trasladando ala esfera de lo desconocido las concepciones de su inteligencia, se habrían llenado de asombro, si les hubiera sido dado asistir al espectáculo que el mundo de lo infinitamente pequeño ofreció a los ojos de Lewenhoeck y Schvamerdam cuando ayudados del microscopio, y sostenidos por un valor heroico en suobra, consiguieron vislumbrar no más los colosales abismos que la naturaleza les mostraba.
Bacon había hecho con su novum organum, un llamamiento hacia las vías de experiencia razonada: iconoclasta decidido en el terreno de la ciencia, había emprendido tenaz cruzada para derrocar los ídolos de la antigüedad, en cuyos altares quemaban incienso los pensadores de aquella época; habíase atrevido a dirigir ataques al principio de autoridad y proclamaba el reino futuro del individualismo científico.
Juan Ray cierra el siglo XVII, resumiendo y simbolizando en su saber enciclopédico la ciencia de la antigüedad y los descubrimientos del Renacimiento. Ábrese el siglo XVIII: la ciencia se subdivide más y más; hácese una marcada separación entre los naturalistas apegados al trabajo de detalle y los que abarcan esfera más general: los primeros allegan con abnegación digna de elogio materiales para levantar el edificio de la ciencia, y son eclipsados por la aparición de los genios privilegiados que se libertan de esa íntima dependencia del fenómeno, para elaborar la síntesis ordenadora de los hechos recogidos.
Dos grandes figuras llenan la primera mitad de este fecundo siglo: el primero asombra tanto por lo atrevido de sus concepciones, cuanto por la superioridad de su talento descriptivo: el segundo tiene poder de inteligencia suficiente para dar a una ciencia caótica por entonces, orden y método; ¡esfuerzo supremo del espíritu analítico que ha exigido colosales trabajos posteriores para decaer un grado en la escala de su interés científico, sin que por ello haya cesado de ser hoy la clave de los misterios del reino vegetal!
El primero de estos dos genios, se llamaba Buffon. Los pensadores de su época no hicieron excepción del hábito ordinario en críticos coetáneos de grandes hombres, y pagaron el acostumbrado tributo que de suyo impone la mediocridad de inteligencia: fué menester que generación más desinteresada apareciese, para devolver a aquella prodigiosa inteligencia las dotes que la anterior llegára a cercenarle. Las ciencias naturales le son deudoras de grandes adelantos, y de publicidad que solo la elegancia de su frase hubiera podido darles.
El segundo se llamaba Linneo. Símbolo del triunfo de la energía y de la pasión a la ciencia sobre la fatalidad de los medios para conquistarla, realizó a más de innumerables progresos en todos los ramos de la ciencia de la naturaleza, uno que por sí solo es bastante para inmortalizar su nombre: tal fué aplicar a la ciencia botánica el aforismo célebre «nomina si nescis, periit cognitio rerum.»
Y en tanto que los dos inician el gran período de las ciencias de la organización, Bonnet se esfuerza por disponer en serie gradual los organismos naturales; pugna por enlazarlos en no interrumpida cadena; lucha por llenar las lagunas que esta serie presenta; violenta en fuerza de su concepción a priori los caracteres orgánicos para ver de hallar puntos de contacto entre seres de difícil aproximación en un agrupamiento natural; piérdese, como era de esperar, en un dédalo de hipótesis y quimeras, y deja un precedente a los llamados después «filósofos de la naturaleza», cuya aparición se acerca más y más.
Las ciencias de la naturaleza inorgánica se preparan a colosal evolución.
Lavoissier rasgará pronto el velo que la ignorancia de los alquimistas había echado sobre la Química: realizando en esta lo que Linneo llevó a cabo en la Botánica, sentará las bases del edificio científico que nuestro siglo levanta con prodigiosa actividad.
La Geología es llamada a la vida por Bernardo de Palyssi y Buffon: las sandeces ignorantes de Voltaire sobre la naturaleza de los fósiles, no han de oponerse a los progresos de la ciencia que nace: Werner le dedicará su vida, y el estudio de las capas corticales de nuestro globo, páginas auténticas de su historia, quedará iniciado.
Presentida ya por Róemer la velocidad de la luz en su carrera; adivinada la naturaleza real del calórico, a lo menos en cuanto a su naturaleza, iba a ser sujetado por Walt el vapor acuoso, determinación fenomenal de aquel agente: Galvani había de evocar pasado breve tiempo el elemento eléctrico: la fermentación científica era pues universal: conmovíase en sus cimientos el doble edificio labrado por la filosofía aristotélica y los enigmáticos naturalistas del Renacimiento.
He aquí la atmósfera científica constituida, cuando Buffon publicaba en 1749 el tomo primero de su obra inmortal, y veía la luz en Francfort sobre el Mein el futuro naturalista Juan Wolfgan Goethe.
(Se continuará.)