Filosofía en español 
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[ Juan Martínez Villergas ]

República francesa

En nuestro anterior artículo lo dijimos: los partidos reaccionarios en Francia han conseguido un triunfo efímero en la votación de la Asamblea contra Luis Blanc y Caussidiere, pero este triunfo no arguye ni en favor de su fuerza por lo presente, ni mucho menos les garantiza un porvenir en que hayan de poder desarrollar sus influencias. Las artes de la oratoria y de las discusiones parlamentarias que tan conocidas son a los partidos monarquistas, han podido hasta el día, ayudadas por la corrupción y la intriga, darles alguna preeminencia en el seno del parlamento; pero fuera de aquel círculo, que a merced de la palabra puede caer en error, está el pueblo francés que palpa los acontecimientos y que niega a la lógica sus raciocinios y sus bellas conclusiones cuando se apoya en datos falsos que él mejor que nadie conoce y juzga. De los errores de la Asamblea, la revolución apelará a los pueblos, no para pedirles el entusiasmo que da la desesperación y que lanza a las poblaciones a las calles a litigar con las armas los derechos que con las argumentaciones se tuercen y desconocen, sino para exigirles una significación clara de su voluntad que haga saber a sus representantes la delegación que tienen y las condiciones con que deben obrar. Las intrigas y los manejos de la reacción se estrellarán así en la opinión general, y la República podrá ser bastante magnánima y fuerte para dar a sus enemigos una libertad que emplean en combatirla, aunque no sea más que por convencerles de su impotencia y por hacerles aparecer como luchando en la ofuscación de una vanidad individual ofendida contra lo mismo que les deja el círculo en que se agitan y en que satisfacen hasta sus más pequeñas pasioncillas y sus más frívolos deseos.

Pero una cosa podría haber que contrariase este impulso natural de la revolución: las desmedidas pretensiones de los partidos reaccionarios, que sin oír, como hemos dicho, ese voto y ese mandamiento universal de la opinión del país, se entregasen a las vías de hecho y empleasen descaradamente contra la República las armas que esta ha sido la primera en dejar arrinconadas como perteneciendo a otros tiempos en que la cabeza era un estorbo para la apreciación de los acontecimientos políticos, y en que el corazón con sus absolutas pasiones fallaba en favor de una causa y se entregaba a ella con todas sus fuerzas hasta degradarse por el fanatismo. En caso de que tal sucediera, la Francia tendría que lamentar indudablemente grandes desgracias. Su revolución se armaría con el hacha de Robespierre, y la sangre vendría a ensangrentar los altares de la patria en que la civilización parecía haber levantado para siempre ídolos de paz y símbolos de amor y conmiseración entre los hombres.

Así, pues, la reacción es dueña en gran parte del porvenir inmediato de la Francia: si engreída por los recientes triunfos de la intriga y de la palabra, confía a estos medios el triunfo definitivo de su causa, la razón y el sentimiento del pueblo francés se encargarán de rechazar sus pretensiones y de resolver en su supremo tribunal sin apelación las cuestiones que un modo errado de discurrir han alterado en su sentido y en su importancia. Si por el contrario, empeñándose en creerse omnipotente porque ha obtenido un pequeño triunfo sobre sus contrarios, apelando para esto a la exageración de un sentimiento de temor que los últimos acontecimientos de junio han sembrado en el país, intenta llevar a otro terreno sus intrigas y desplegar sus enconos contra la revolución en otros campos, entonces indudablemente provocará excesos que todos los hombres sensatos deben lamentar cualquiera que sea el móvil que los excita, y se renovarán tiempos que parecían pasados para nunca más volver. Que la reacción esté segura de que cuanto más tire ella en sentido del egoísmo y de la represión, más violencia hará también por su parte la revolución en sentido de la expansión y de la libertad. Del partido republicano, del que hizo las jornadas de febrero o por lo menos del que las regularizó, no puede esperarse ni más magnanimidad ni más grandeza de alma: nuestros lectores conocen ya demasiado el modo que tuvo de vengar la República los agravios de 18 años en que lo menos eran las deportaciones y los aprisionamientos en San Michel y otros puntos, y lo más la mengua y el desprecio con que por todos medios se trataba de cubrir el principio republicano y los hombres que le servían. Por lo tanto nadie podrá acusar a la revolución de exagerada el día en que tome otro cauce: nadie podrá hacerla responsable de sus violencias el día en que sus enemigos la provoquen a salirse de su paciente y magnánima actitud actual.

Lo que hemos dicho se refiere a los partidos reaccionarios: ahora nos toca hablar de los que actualmente tienen en sus manos el gobierno de la República y ver lo que estos pueden hacer para quitar a aquellos toda esperanza temeraria y hacerles desistir de cualquier intento contra la actual constitución política del país, y para mantener al mismo tiempo a este en la confianza necesaria que pueda hacerle conllevar con paciencia sus dolores de hoy pensando en el alivio que le espera mañana.

Empezaremos por decir aquí que la reacción ha hecho mucho por restaurar sus fuerzas; pero que en nuestro sentir no han hecho menos en favor de aquella los gobiernos de la República, con la conducta poco firme que han seguido. ¿Por qué no lo hemos de decir? Nosotros queremos la libertad para todos, pero esta libertad es un derecho cuando se emplea para el bien. Por esto pues, los gobiernos de la República debían haber dejado a sus contrarios amplia libertad para obrar según sus sentimientos, pero con el límite necesario de una causa común que atajaba los progresos de la causa parcial del individuo. Dentro del círculo del sistema republicano, pueden tener todos los partidos una representación lata y eficaz. Todas las combinaciones políticas, todos los adelantos sociales, todas las aspiraciones a un mejor estado, en cuanto a la vida inteligente y material de los pueblos, pueden encontrar en las instituciones republicanas una base lata en que producirse y desenvolverse. Pero el gobierno republicano lo mismo que cualquier otro gobierno, al paso que debe garantir el ejercicio de las fuerzas morales del individuo cuando tienden a una obra de reparación o de mejoramiento social, está en el caso por el contrario de contener todas esas manifestaciones rebeldes que no tienen más objeto que el destruir la constitución existente para sustituirla con otra que se quiere imponer al país por la sorpresa o por la intriga. Así el gobierno republicano francés no debió nunca consentir los partidos facciosos. La actual Asamblea se ha reunido para constituir la República: la más o menos latitud del principio popular en esta constitución queda a su cargo, pero la base necesaria es la institución republicana a que la Francia ha llegado por muchos desengaños.

Ya que el gobierno francés ha sido demasiado tolerante hasta ahora con los partidos que declaradamente tendían a destruir la actual constitución, enmiéndese en lo sucesivo si quiere concurrir al fin que más adelante llevamos indicado, de llegar a la definitiva consolidación de la República sin los trastornos que de otro modo sobrevendrán. Harto hace la República con no mirar atrás, ni pedir cuentas a los hombres de la antigua monarquía de las pruebas horribles porque la hicieron pasar: no pretendan aun hoy tener salvo-conducto para venderla victoriosa los mismos que la escarnecieron proscrita.

Además de tener a raya a los partidos facciosos, el gobierno republicano debe tratar de fortalecer su causa en el interior, y de desarmar a sus enemigos exteriores. Para esto debe persuadirse del carácter de la actual revolución. Debe conocer los elementos en que más seguramente ha de poder apoyarse y dar a estos fuerza y robustez, para oponerlos a los elementos que le sean contrarios. De las tres clases en que por su prestigio, inteligencia o fuerza se dividen todas las sociedades, la aristocracia, la clase media y elpueblo, el gobierno republicano ha de considerar a la última no como a la que debe apoyar con exclusión de las otras, sino como a la que debe poner al nivel de las demás, sacándola del abatimiento de alma y cuerpo en que se encuentra para hacerla digna de los destinos que hace diez y ocho siglos le fueron otorgados por los labios del que ha venido a ser el rehabilitador del hombre. La monarquía absoluta se apoyó mucho tiempo en la nobleza: algunas veces trató de oponer al demasiado vuelo de los privilegios de los nobles algunos fueros concedidos a las clases inferiores de la sociedad; pero la índole de aquella institución la llevaba siempre irremisiblemente a pagar los servicios de unos pocos para tiranizar a los muchos. La monarquía constitucional se apoyó en Francia en la clase media: la instrucción, la posición, el bienestar lo hizo patrimonio de los ricos o de los que estaban en camino de serlo, dejando completamente olvidada a esa masa inmensa de hombres que nacen bajo el rigor de una suerte tirana que los condena irresistiblemente a ser instrumentos mercenarios de la riqueza y prosperidad de otros, sin poder aspirar nunca a algo que tienda al mejoramiento propio.

Al pueblo solo, por lo tanto, al verdadero pueblo le faltaba su revolución. Las puertas de oro de los palacios de los ricos no le estaban ahora menos cerradas que tiempos atrás las de los castillos de los nobles: la revolución actual está llamada a abrir esas puertas para hacer iguales a todos por la instrucción y por la moralidad. No debe hacer al hombre rico, porque esto es un imposible, pero debe dejar a todos la posibilidad de serlo. Decimos mal, la riqueza no es siempre la felicidad: la fábula de Tántalo nos dice demasiado hasta qué punto la demasiada excitación saca de quicio las naturales disposiciones del hombre y le pone fuera del alcance de poder hallar una medida justa a sus necesidades. No busquemos, pues, ni anhelemos la riqueza para el pueblo: anhelemos solo un bienestar que le deje bastante holgado para poder considerarse a la vez bajo el triple aspecto de ser viviente, de ser social y de ser inmortal.

La República francesa debe, pues, como ya llevamos dicho, tender a esta emancipación de la clase pobre y a esta rehabilitación del pueblo. Así se hará fuerte contra todos sus enemigos y podrá fiar en el porvenir.

Pero ¿cómo se obrará esta emancipación? me dirán algunos. ¿Qué ha de dar al pueblo? ¿qué ha de quitar a los ricos? ¿de dónde ha de sacar para aliviar a los pobres?

Cuestiones son estas que merecen grande esplanamiento; pero ya que no podamos extendernos como el asunto exige, vamos a apuntar aquí algunas ideas sobre nuestro sentir en el particular.

El socialismo, lo dijimos en nuestro número anterior, no le consideramos nosotros más que como un secta apasionada que en fuerza del encono que produce en ella la resistencia ha exagerado hasta la temeridad su principio fundamental. Querer mejorar la condición del que sufre, haciéndole partícipe de los goces y beneficios sociales que ahora monopoliza el menor número, es cosa que nadie que conozca lo profundo que son los dolores de la miseria y las degradaciones que lleva consigo, podrá considerar como un deseo temerario que deba tenderse a contrariar. Las quimeras de los socialistas para resolver este problema son realmente lamentables, pero el principio queda legitimado para todo el que mire al hombre con relación a sus destinos, y no a su condición actual. Ahora bien, los ricos podrán decir a los pobres: “Ved que os engañan todos esos sistemas que tienden a destruir la familia y la propiedad, y que pretenden pasar sobre todas las gentes el nivel de la incapacidad y de la barbarie. Desde que Dios hizo la luz y las tinieblas, y creó las montañas al lado de los abismos, estableció el contraste y la desigualdad como ley de la naturaleza, y formuló su deseo de dar a comprender los beneficios que promete haciendo resaltar a nuestros ojos lo bueno por su contraste con lo malo, lo bello por su contraste con lo feo, y lo débil por su contraste con lo poderoso. Así también, desde que Dios dio a los hombres como elemento de su desarrollo la tierra y los recursos materiales que la naturaleza nos ofrece, santificó y legitimó la propiedad y la enalteció por medio de los servicios que está llamada a cumplir. Por último, la familia nació también y recibió su investidura de Dios, cuando dio al hijo una madre y a esta unos pechos con que debía amamantar a su hijo, y cuando puso sobre el hijo y la madre, débiles por la edad y los dolores, la fortaleza del hombre, que se debía al amparo de ambos. En este grupo del padre, de la madre y de los hijos, existe una fuerza de conexión necesaria, cuya violación implicaría un trastorno radical de los fundamentos de la naturaleza del hombre. Con esto os probamos bien que la familia y la propiedad son sagradas, y que la desigualdad entre los hombres es una triste realidad de que no podemos prescindir, a menos de rehacer el hombre y de violar los designios de la divinidad, que, como ya hemos dicho, ha querido hacernos subir en idea por la escala de las desigualdades humanas hasta el último término invisible de la perfección.”

Este lenguaje podrán usar los que gozan de los beneficios de la sociedad, con aquellos espíritus extraviados a quienes lo agudo del mal ha exacerbado hasta el delirio; pero sus palabras serán vanas. El pobre no puede amar la propiedad porque no la tiene, y porque ve que los que la poseen se sirven de ella para insultar su miseria. El pobre no puede amar la familia, porque no conoce de ella más que las amarguras y las decepciones. Por último, el pobre no puede resignarse con la desigualdad de fortuna que le ha cabido, porque sabe que no ha sido en él un precepto de la naturaleza, sino una imposición de la sociedad. Así, lejos de poder creer a los que le hablan en un sentido de resignación evangélica, se revela contra toda doctrina, y la cree hija del infierno y aconsejada por el espíritu de ambición para mal de los que sufren.

Otra cosa sería si la sociedad pensase en una verdadera obra de reparación. La lucha cesaría, y abiertas las vías a todo progreso, el pobre esperaría con paciencia el tiempo inmediato de su rehabilitación.

Tres caminos hay de llegar a mejorar la condición material del pueblo, base de su instrucción y de su perfeccionamiento moral. Estos caminos, como es fácil concebir, han de tender a hacer difícil la acumulación de las riquezas en unos pocos privilegiados, y a establecer por la división mayor número de hombres rehabilitados por la propiedad.

El primero de estos caminos es el que lleva de un modo indirecto, porque la libertad nunca puede atacarse de frente, no a coartar los medios de adquirir sino a amenguar lo adquirido o a hacerle tomar un cauce que lo guíe a refluir sin violencia hacia donde pueda emplearse en favor del pobre. En esta clase se comprenden los impuestos progresivos sobre la sucesión directa y mayormente colateral, los que cargan al capital, que aunque rechazados por la escuela moderada son sin embargo los que mayormente aconseja la justicia, los que pesan sobre los objetos de lujo, &c. &c.

El primero de estos medios que es el más eficaz, llegaría por fuerza tarde o temprano a establecer una repartición equitativa de los dones de la naturaleza. Respecto a los bienes que diese el impuesto sobre las herencias, o podrían ser repartidos entre los pobres o constituir con ellos una especie de propiedad común como la que establecieron los jesuitas en sus misiones del Paraguay con el nombre de tierra de Dios, de cuyo fondo sacaban para los pobres enfermos o incapacitados de ganarse su sustento.

El segundo camino que conduce a la mejora de la condición de la clase menos acomodada de la sociedad, consiste en aliviar de las cargas a las pequeñas industrias y a las pequeñas propiedades, y en fomentar y proteger la asociación. Contra los perniciosos efectos de la concurrencia, solo es poderoso y legítimo este último medio. Los grandes capitales absorben a los pequeños: hágase, pues, que estos se reúnan para fundar empresas que cuenten con los grandes elementos que animan a la industria, y entonces desaparecerán en gran parte los efectos de la libertad y del egoísmo del individuo en lo tocante al tráfico y a la producción.

Hemos visto cómo los grandes capitales pueden limitarse, y cómo puede evitarse en cierto modo su acumulación: hemos encontrado también algunos medios, entre otros muchos más que pudieran presentarse, para dar a los pequeños capitales la fuerza productiva de los grandes, y para asegurar su conservación y progreso: ahora nos falta ver cómo el pobre, cómo el desposeído puede llegar a ser propietario y capitalista a su vez. Los capitales son las economías: así, pues, el pobre debe tender a economizar de su salario el sueldo que, reunido a otro y ciento y mil, podrá hacerle cambiar de condición. Para esto, lo decimos como lo sentimos, no encontramos nada igual a la comunidad. No esa comunidad de bienes y de vida que Owen y S. Simon predican, sino una especie de asociación económica, que dejando a cada cual en el seno y la independencia de su familia, lo reúna solo a los demás para aquellos actos en que la mano y el cuidado de uno dispone lo que aisladamente hubiera podido distraer las fuerzas y los cuidados de muchos. Hay otro medio de ir encaminando al pobre a la condición de propietario, que vemos ya adoptado en Francia por algunas grandes empresas. Varios caminos de hierro dan a los operarios empleados en sus obras, aparte del salario diario, una porción de las ganancias con la cual pueden irse creando un capital.

Hemos indicado aunque, muy de ligero, algunos de los medios que en nuestro sentir pueden emplearse para alivio de la clase obrera y del verdadero pueblo. Otros muchos caminos hay para llegar a este fin; pero la extensión de nuestro periódico no nos permite ni aun indicarlos. Nosotros con esto no hemos querido dar a entender más que concebimos como la República sin hacerse socialista puede remediar los males del pobre, creándose por sus beneficios no un partido, sino un pueblo adicto a ella hasta la muerte. Con esto podía desafiar a la reacción.

Pero aparte de los enemigos interiores, están los que han de conspirar contra ella en el exterior. Otro día veremos cómo la República ha de imposibilitar sus ataques.