Filosofía en español 
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[ Juan Martínez Villergas ]

Dieta de Francfort

En nuestro último número señalamos el peso que podría dar al Austria la asamblea nacional de Francfort si se ponía de su parte en la cuestión italiana. No temíamos al Austria por sí sola, en el desorden interior que la consume, sino a la Alemania, que al reconstituirse aspira a una absoluta unidad de acción en todo lo que hasta ahora se había considerado como de exclusiva cuenta de los diversos estados. Si esto sucediera, indudablemente debería arredrar a la Francia y a la Inglaterra su papel de mediadoras, dado el caso que la mediación no pudiendo tener lugar de un modo pacífico degenerase en intervención a mano armada. Por esta razón, y para poner bien al corriente a nuestros lectores de las eventualidades de la cuestión italiana, ofrecimos bosquejar hoy un cuadro general de la asamblea de Francfort en que se diesen a conocer todos sus recursos y todas sus aspiraciones.

Seguramente en todo lo que va corrido de siglo no se ha obrado un acontecimiento más maravilloso que la creación de la dieta general de Francfort. La historia le consignará en sus páginas como uno de esos fenómenos que no se explican más que por medio de un estudio profundo de la dinámica social. Es preciso, en efecto, llegar hasta lo más hondo del principio de vida de la Alemania para comprender cómo se ha obrado sin trastornos la creación de un poder supremo que se ha sobrepuesto a todos los demás poderes constituidos. Treinta y seis soberanos han visto erigirse en una pequeña ciudad del corazón del imperio, un poder que iba a declararse superior a todos ellos sin que hayan tratado de oponerse a esta usurpación. «Para esto, dirán los que no conozcan el modo de producirse de la asamblea de Francfort, esta habrá necesitado grandes ejércitos, o contado con el apoyo de poderosas naciones. Los que así se han constituido en reyes de los reyes y han impuesto su voluntad al imperio germánico, no pueden ser más que jefes de una raza conquistadora o miembros de algún congreso europeo nacido de alguna guerra ganada contra la Alemania.» Nada menos que esto, sin embargo. Los legisladores de Francfort no han recibido su fuerza de la espada, ni han obrado por delegación de extraños soberanos. Han legislado, porque han hallado un país preparado a la obra del legislador. Su imperio ha sido más bien negativo que otra cosa: no han sido fuertes por su propia fuerza sino por la debilidad de los que podrían ser sus adversarios: ellos no iban armados, porque tampoco sus contrarios lo estaban, o más bien porque las armas que estos podían tener se hubieran vuelto contra la mano que las guiara caso de querer emplearlas para combatir a los que apoyaba el sentimiento general.

La Alemania, en efecto, es el país donde más han trabajado las ideas el viejo espíritu de tiranía y de usurpación. Allí apenas se han visto trastornos ni tumultos populares, pero en cambio las reformas que no se ensayaban en la práctica estaban ya resueltas favorablemente para todos en la teoría. Tiempo hacía que el poderoso genio alemán se había reconcentrado en si mismo para darse cuenta de su dignidad y rehabilitarse a sus propios ojos. Aunque los adelantos de la ciencia se encerraron en un principio dentro de las universidades, algo se traspiraba siempre que iba modificando el espíritu general. En estos últimos tiempos, sobre todo, se publicaban en el imperio más de 800 periódicos. La censura que pesaba casi sobre todos ellos, mutilaba a veces el pensamiento libre, pero lo que se decía dejaba adivinar lo que se tenía que callar. Así se iba invisiblemente gastándose en sus manos el cetro de los soberanos de Alemania sin apercibirlo siquiera hasta el punto en que lo han visto caer. Que el movimiento reformador y liberal ha sido siempre en la Alemania, obra de los hombres que cultivan la inteligencia, nada lo prueba tanto como el carácter de los que en todas partes lo han promovido. En Berlín, en Viena, en Munich, los estudiantes han sido los primeros en levantar las barricadas y en hacer desde ellas fuego con sus fusiles contra los mismos poderes que habían ya combatido con los ergos en las universidades. Por esta disposición de aquellos pueblos a recibir las reformas sociales que aconseja la civilización, se explica el omnímodo poder que se ha abrogado la asamblea de Francfort, poder que se ha reconcentrado en las manos del primero que ha sabido interpretar la necesidad y el sentimiento general.

¿Cómo, si no, se podría dar crédito a lo que ha pasado? En la pequeña villa de Heldelberg se verificó en los primeros días del mes de marzo una corta reunión de patriotas alemanes, con el fin de tratar sobre el reciente movimiento de la Francia. Allí un simple librero de Manchein, Mr. Basserman, propone a aquella reunión la creación de una especie de dieta en Francfort, a la cual se invitaría a todos los hombres sabios de la Alemania y a todos los que hubiesen dado más garantías a la causa del progreso y de la patria. La extraña propuesta del librero de Manchein, que en otras partes hubiera parecido una quimera ridícula, fue allí acogida como el pensamiento de más fácil realización. A poco tiempo 300 individuos se constituían en asamblea soberana con la misión de organizar la nacionalidad germánica. El título que llevaban era su propia aptitud y su encargo lo recibían de sus sentimientos. Ningún poder había intervenido en la formación de aquella asamblea: la elección había sido arbitraria, y los que en ella se reunían eran en su mayor parte hombres de ciencia que habían pasado hasta entonces su vida en las universidades. El propósito de aquella dieta era, sin embargo, grande. Se trataba de buscar en las profundidades de la historia las afinidades de las razas que la tiranía había repartido en fracciones y reinos separados, contra las indicaciones de la naturaleza. Ante el movimiento que se obra en los pueblos de raza latina del medio día de Europa, querían ver los de Francfort qué había de ser lo que más conviniera a la raza germánica. Mantenerse estacionaria era lo mismo que condenarse a ser más o menos tarde removida por los impulsos violentos de una revolución. Algo mejor era empezar por atraer a todos los pueblos alemanes a un centro común desde el cual poderosos y fuertes podrían darse a sí mismos lo que más les conviniese y hacer respetar al propio tiempo sus voluntades de propios y extraños. Este fue el pensamiento que dio origen a la asamblea de Francfort. El zollwerein alemán había sido el primer ensayo de una más fuerte unidad de intereses entre los diversos miembros del cuerpo del imperio: lo que entonces se había hecho en lo tocante al comercio quería ahora realizarse en la política.

¿Pero acaso la Germania no tenía ya su dieta? Sí, y a la sazón estaba convocada. Pero la dieta germánica era la representante de los soberanos de los estados, mientras la dieta alemana iba a serlo de los intereses de los pueblos. Pues y cómo, se preguntará de nuevo, ¿una asamblea legalmente constituida con la misión de legislar sobre lo que conviniese a la generalidad de la Alemania, consentía a su lado esa otra dieta bastarda, creada por el simple voto de unos cuantos sabios? Aquí está el misterio que indicamos al principio de este artículo: lo cierto es que la verdadera dieta del imperio, lejos de tomar a mal la constitución de la asamblea alemana,prometió adherirse a ella en sus trabajos, y juntas las dos discutir lo que más en armonía estuviese con el sentimiento general. Verificada esta fusión, hubo algunas sesiones en que se tocaron los puntos más capitales del programa político que habían de desenvolver en sus trabajos ulteriores: luego se disolvió aquella dieta, convocando a otra en la cual todos los estados del imperio debían enviar un diputado, elegido por el sufragio universal, por cada 50.000 almas.

Toda esta obra era, como ya hemos visto, maravillosa; pero faltaba aun lo principal. Apenas estuvo reunida la verdadera asamblea, que es la que ahora legisla, eligió un jefe con el nombre de Vicario del imperio, que debía ser el que decidiese con una voluntad omnímoda e irresponsable, todas las grandes cuestiones que afectasen al cuerpo social. Aquella creación de la asamblea de Francfort parecía que debía ser contestada. El emperador de Austria, el rey de Prusia, ¿habían de consentir la supremacía de aquel nuevo poder, creado allí por un acuerdo independiente de sus voluntades soberanas? Difícil parecía creerlo, pero sin embargo sucedió así. Todos los reyes y todos los jefes de los estados felicitaron el advenimiento del archiduque Juan, quinto hermano del emperador de Austria, y le reconocieron como el representante de la voluntad general que se debía acatar.

El nombramiento del archiduque Juan, sin embargo, debía inspirar serios temores a los príncipes del imperio. Su carácter y sus antecedentes le presentaban como encarnado en las costumbres y vida del pueblo a pesar de su origen real. Su vida en efecto la había pasado entre los campesinos de la Stiria y de la Croacia. Su casamiento además le ligaba poderosamente a la más ínfima capa del pueblo.

Ya que este casamiento ha sido una de las cosas que más contribuyeron a darle la fama de independiente y de caballeresco que goza, vamos a referirle aquí, seguros de que no ha de disgustar a nuestros lectores. Es el caso que iba un día el joven archiduque corriendo la posta por sus estados hereditarios. Al llegar a un puesto de parada, vio que salía a cambiar sus caballos una especie de joven paje, gracioso y de formas ligeras y esbeltas, el cual después de haber concluido el enganche montó en la delantera e hizo arrancar la silla de posta. Conformé fue avanzando en el camino, el archiduque iba interesándose más por el joven postillón, que con tan finas y graciosas manos dirigía el tiro. Esto le movió al fin a hablarle: al contestar el muchacho lo hizo con una voz tan argentina y sonora que fue esto para el archiduque un doble motivo de sorpresa. Al fin, después de un largo rato de observación, el archiduque no pudo menos de exclamar diciéndole: «Tú eres una mujer.» El joven postillón se ruborizó y sus mejillas se encendieron como la grana. –Hola, repitió el archiduque, tu turbación me lo prueba más que nada. Háblame, dime el motivo de esa trasformación peregrina.– El joven postillón, entonces, ocultándose el rostro con las manos, le contestó: –Pues bien, sí señor, soy mujer. –En ese caso como... –Os lo diré señor, cuando llegasteis a la parada, se hallaban todos los mozos y postillones ocupados en las faenas del campo, ajenos como estaban de que por pasajes tan solitarios hubieseis de ir vos a reclamar sus servicios. De aquí qué cuando mi padre supo que llegabais, se hallase en el mayor conflicto. ¡El archiduque Juan en su posada y hacerle esperar! Para mi padre, anciano ya y encorvado bajo el peso de los servicios que ha prestado siempre a sus príncipes, este era el conflicto mayor que le podía suceder. Al verle yo en tal estado no hice más que dejar la labor en que estaba ocupada, subir a mi cuarto a vestirme un traje de postillón que había usado en la última temporada de máscaras, y bajar para ponerme a dirigir vuestro carruaje. Esta es la historia de la que llamáis mi extraña trasformación.– Cautivado el joven príncipe por la travesura de aquella muchacha, y más aún por la gracia sin igual de sus ojos y de su hermosa y apacible fisonomía, la contestó, diciéndole: –Yo os haré dejar ese traje de hombre para vestir en adelante otro de mujer, más digno que los que hasta ahora hayáis podido gastar.»

En efecto, apenas llegó a su corte logró de su hermano el consentimiento para casarse con aquella linda muchacha, y la joven hija del maestro de postas se convirtió por este medio en princesa real y presunta heredera de una corona poderosa. Este casamiento valió al archiduque tales desconsideraciones, que tuvo a bien abandonar la capital e irse a las provincias más remotas de su imperio, donde llevó una vida rústica.

Creemos que no puede haber nada que dé más a conocer el carácter del actual jefe del imperio germánico, que ese arranque de despreocupación y de independencia. Así, pues, indudablemente la elección del archiduque ha sido una garantía para el principio popular. Un hombre que ha estado durante tantos años sufriendo el peso del desprecio cortesano por la sola circunstancia de su despreocupación, no ha de ir ahora a hacer la causa de los mismos que tanto han amargado su vida. El, por el contrario, ha hallado siempre simpatías entre los campesinos que han adorado en él: su misma caída ha sido un título más al amor de sus pueblos, que son los únicos que saben compadecer. ¿Cómo, pues, ahora ha de ser posible que haga traición a la causa de los que siempre le han querido, para servir a los que siempre le han despreciado? Esto parece imposible. El jefe del imperio germánico ha de reconstituir este con un fin popular, a menos que elementos extraños vengan a impedir la realización de sus voluntades.

Dada así la constitución de la dieta germánica, dejamos para otro día la cuestión de si esta se interesará en favor del Austria en la cuestión italiana; y caso de ser así, qué parte de recompensa pedirá ella por esta solicitud. Nos hemos extendido bastante, y hay tela abundante para otro artículo de muy regulares dimensiones en lo que nos queda por decir.