La phi simboliza la filosofía de tradición helénica, la ñ la lengua española Proyecto Filosofía en español
Seminario de Symploké sobre la Cultura (1997)

Gustavo Bueno
Hacia un concepto de cultura asturiana
Prólogo a Francisco G. Orejas, Guía de la Cultura Asturiana


1. Francisco G. Orejas, el autor de esta Guía de la Cultura Asturiana que el lector tiene en sus manos, concluye en su nota introductoria:

«Sin llegar a un acuerdo, por supuesto [acerca del sentido de sustantivo «cultura»], y aun sin rizar el rizo adjetivando el de por sí complejo, polimorfo, multívoco y equívoco sustantivo, que hablar de cultura asturiana es mentar a la madre del cordero de la irrebatible polisemia y la irremediable disparidad argumental».

Francisco G. Orejas me pide que le ponga un Prólogo a su libro. Nada más honroso para mí, tratándose de un libro como el presente. Y nada más apropiado (me parece) a mis personales hábitos, que dedicar este Prólogo a seguir mentando esa «madre del cordero» sobre cuya pista el propio autor (y no yo) nos pone en el comienzo mismo de su libro. Y quisiera seguir mentando esta madre, no de un modo velado y, por así decirlo, púdico, sino de un modo impúdico y explícito, un modo capaz de manifestar a la madre del cordero en la íntegra redondez de su volumen o bulto.

«Cultura asturiana»: un sustantivo, es cierto, polisémico, y un adjetivo que, lejos de reducir esa polisemia, la ensancha y la agrava. Y ello debido, en primer lugar, a que la polisemia del sustantivo «cultura» no es simplemente la resultante de la acumulación amorfa de acepciones diferentes, más o menos convencionales, entre las cuales se tenga derecho a escoger sin mayores compromisos, puesto que estas acepciones (me parece) se refieren las unas a las otras, y no de cualquier modo, sino de un modo dialéctico, conflictivo. La multivocidad y polimorfía del sustantivo «cultura» constituye así una «unidad polémica». Y, en segundo lugar, porque el adjetivo «asturiano», aplicado al sustantivo «cultura», enardece, por decirlo así, esa unidad polémica, enriqueciéndola con una determinación extremadamente problemática y, en realidad, indeterminada. En efecto: el propio significado del adjetivo («asturiano») depende aquí enteramente del significado que otorguemos al sustantivo («cultura»), tanto o más como recíprocamente. Pues, ¿acaso no hay que entender «Asturias» como un concepto él mismo cultural, histórico, espiritual?, ¿o es que el adjetivo «asturiano» podría reducirse sin residuo al marco de las categorías «naturales», «físicas», «geográficas»? El lector que haya simplemente leído el título de este libro, Guía de la cultura asturiana, no es fácil que espere encontrar tan sólo una mera exposición que detalle la cuadrícula abstracta formada por los ríos Eo y Deva, la Cordillera Cantábrica y el mar océano, dentro de un mapa general de la cultura europea actual (si lo que esperaba era una Guía «sincrónica»). Y, si prefiere una Guía «diacrónica», el lector de una Guía de la cultura asturiana, seguro que no piensa encontrarse meramente con la exposición de los simples «reflejos» que, en esa cuadrícula, hayan podido tener las sucesivas corrientes culturales de la Humanidad, desde la cultura musteriense hasta la cultura de Hallstat (incluyendo aquí acaso la famosa cultura celta), desde la cultura romana y cristiana, hasta la cultura europea de la Ilustración y del socialismo. Estas perspectivas, acaso se enunciarían mejor, al margen del adjetivo, en el título: Guía de la cultura en Asturias. Porque la expresión «cultura asturiana» pide significaciones más profundas que las meramente geográfico-naturales ligadas a una cuadrícula abstracta, de límites en gran medida convencionales y que, en modo alguno, pueden comprender una «unidad sustantiva». El adjetivo «asturiano» dice aquí, de algún modo, una determinación y como moldeamiento interno del propio sustantivo cultura, sugiere que hay una unidad interna, espiritual, no sólo de escenario, y que, en resolución, la «cultura asturiana» no es tanto un segmento abstracto de un todo superior envolvente, sino una unidad diferenciada, de algún modo sustantiva y, en el límite, autónoma.

En el límite, cuando se habla de cultura asturiana, acaso algunos piensan en algo así como en lo que es la genuina expresión de un pueblo idéntico a sí mismo, «que realiza su identidad» (o «se realiza») a través precisamente de su cultura propia, autóctona, de su historia --«nacionalidades históricas»--, más que de su mera geología. Al menos sobre el supuesto de estas sustantividades, o esencialidades (identidades) culturales, suelen basarse las reivindicaciones que, en nuestros días, proclaman las diversas «nacionalidades históricas del Estado español», al decir de las llamadas clases políticas respectivas. Los dos pilares sobre los que se apoya esa identidad postulada son bien conocidos: uno, la identidad de estirpe (el pueblo), y el otro, la identidad de cultura (concretada principalmente en la lengua propia). El circuito se cierra en una mística perikhoresis, cuando la cultura (y, en particular, la lengua) se declara consustancial con aquel pueblo (el «espíritu del pueblo», el Volksgeist de los románticos). Un síndrome bien diagnosticado en España (como reflejo de aquellas corrientes decimonónicas germánico-sajonas) es el que podría llamarse «síndrome celtista-gallego-hablante», que se constata desde Murguía a Otero Pedrayo, y que se extiende entre nosotros en la forma del «síndrome bableceltista» (¿no es verdaderamente notable la tendencia de ciertas asociaciones filocélticas asturianas a expresarse en bable, que es una lengua latina?).

Y sobre estos supuestos (curiosamente más prehistóricos que históricos), la idea de autonomía podrá redefinirse solemnemente como la forma política que busca darse a sí mismo un pueblo que ha encontrado ya en el interior de su sustancia su propia identidad específica.

¿Qué ocurre cuando, supuesta esta sustantiva identidad cultural y sometida a referéndum popular la cuestión de la autonomía («autogobierno»), el pueblo permanece escandalosamente mudo (como está ocurriendo en Galicia en el momento en que escribo este Prólogo)? Ocurre simplemente --se dirá-- que «el cadáver miente». Se trata (se dirá, paradójicamente) de que estamos ante un pueblo inculto, rural --¿no reivindican algunos partidos políticos gallegos que pedían el Sí, los votos de las zonas industriales? La «clase política» se nos presenta ahora erigida en auténtica «conciencia de ese pueblo» que no sabe lo que quiere, ni quiere lo que sabe, que al menos no sabe expresarlo. El Volkgeist parece que sopla donde quiere, por ejemplo, en el 20% de los electores que votaron Sí. Un nuevo despotismo ilustrado, ahora ejerciéndose en un estilo formalmente democrático, proclamará, en nombre del pueblo entero (del 100%), la sustantividad e identidad de la nacionalidad básica autónoma, dentro (eso sí) de la superestructural realidad (meramente administrativa, puesto que se le llama «La Administración» del «Estado español»).

Y con lo que llevo dicho espero evitar que el lector de este Prólogo pueda decir que no se ha acabado de mentar, en toda la redondez de su bulto, la madre del cordero que se oculta tras la expresión «cultura asturiana» --o bien, tras expresiones semejantes («cultura gallega», «cultura segoviana», «cultura catalana», «cultura riojana», «cultura murciana»).

2. El lector ha advertido, sin duda, que en los actuales debates sobre las culturas nacionales, en su conexión con los programas de autonomía, hay una superabundancia (que no deja de ser sorprendente) de términos abstractos, de aquellos términos que tradicionalmente eran analizados en el taller de los filósofos y, en particular, de los filósofos escolásticos: «ente» (ente preautonómico), «identidad» (señas de identidad), «diferencia», «propio» (cultura propia), «sustancia», «caracteres específicos», o bien términos con el prefijo «autos» (autonomía, autogobierno, autocontrol). Son los términos que se estudiaban en los libros de Metafísica (Utrum omne ens sit bonum o en el libro De Praedicabilibus (Q. 12: Utrum divisio differentiae in communem propriam et propriisimam et aliae differentiae divisiones sint bonas?, Q. 16: Utrum divisio proprii et illius diffinitio recte assignetur a Porphirio?) No soy yo quien saca a colación semejantes términos escolásticos: es la «clase política», la que habla de las culturas nacionales como entes con rasgos específicos («el bable, lengua específica de Asturias»), propios, diferenciales, expresión de la sustantiva identidad de cada pueblo que busca autorrealizarse. Lo que yo saco a colación es mi pasmo ante la tranquilidad con que se utilizan términos tan cargados de matices y significaciones sutiles, mi asombro ante la burda y acrítica apelación a conceptos que piden un uso más cauto y crítico por quienes debieran tener, en general, una mínima formación escolástica (¿acaso no es un hecho que muchos miembros de las clases políticas, a la izquierda o a la derecha, fueron clérigos o seminaristas no hace todavía tantos años?). Es lógico que las combinaciones de estos términos abstractos, con las diferentes acepciones del polisémico término «cultura», en los debates de nuestros días sobre el Estado de las Autonomías, dé como resultado un verdadero delirio de frases de algarabía (a veces, incluso se cantan), un delirio que acaso no haya tenido lugar desde la época alejandrina.

3. Y un mérito indiscutible de Francisco G. Orejas es que, con espíritu de sobriedad, ha optado por limitar de hecho la polisemia del término «cultura», ateniéndose a un sentido mucho más estricto, que él determina, de pasada, como «librotes y otros utensilios», a los que vendría referida su propia Guía. Porque, efectivamente, si analizamos el contenido de esta Guía advertimos fácilmente que por «cultura asturiana» no se sobreentiende aquí cualquier tipo de utensilios --ni siquiera el pico asturiano, ni tampoco los instrumentos de cocina, o los instrumentos musicales asturianos--, sino ciertos utensilios que tienen que ver con los libros. Y no con todos, porque tampoco se nos habla aquí del Libro Becerro, o de los libros de Matemáticas o de Geología, o de Botánica, que se han producido o se producen en Asturias. En esta Guía se habla de la cultura en cuanto que es cultura escrita en ciertos libros y papeles publicados en Asturias. ¿Estamos ante una restricción arbitraria e imprecisa («ciertos libros») y, en todo caso, tan convencional como pudiera serlo la cuadrícula geográfica «Asturias», aun referida a la Cultura, en todo su polisémico significado?

No, desde luego. Porque si lo fuera, se habría alcanzado una neutralidad tal que ni siquiera habría hecho falta haberse mentado «la madre del cordero». Aunque la cultura asturiana se reduzca, en su extensión, al campo de esos «ciertos libros» --las letras, en cuanto contradistintas a las ciencias, y acaso también a las armas--, no por ello podríamos pensar en una neutralidad meramente descriptiva, que acota convencionalmente su campo. Semejante acotación, al menos, resultaría estar recubriendo un recinto de la Idea de Cultura que hace siglos se conforma como tal, un recinto al que, hace unos años, C. P. Snow llamó la primera cultura (en tanto se opone a una supuesta segunda cultura). Las dos culturas (la «cultura literaria» o «humanística» y la «cultura científica») no fueron meramente entendidas por Snow como aspectos complementarios de una totalidad superior. Se entienden como dos direcciones, en cierto modo antagónicas, de las cuales la primera representa más bien el pasado, mientras que la segunda representa el futuro (el futuro abierto tras la revolución industrial, y la revolución científico-técnica). Seguramente, la principal razón del éxito de Snow residió en la misma titulación de su obra: al llamar «Culturas» a estas dos formas de organizarse la «actividad civilizada», contribuyó a quitar el complejo de inferioridad de los nuevos técnicos y científicos, recién llegados, a quienes los literatos llamaban incultos porque no habían leído a Cicerón o a Byron. Al hablar de «cultura», Snow quería referirse a «un grupo de seres humanos que viven en un mismo ambiente, vinculados por hábitos comunes, supuestos comunes y una común manera de vivir --como cuando se habla de una cultura neanderthal o de una cultura La Tène--». Por tanto, el que ignorando a Cicerón o a Byron, supiera sin embargo manejar una regla de cálculo o un espectroscopio, no sería un inculto. Tendría una cultura (o pertenecería a una «cultura») distinta de la cultura humanística. También el literato podría llamarse un inculto en cultura científica. Y si «hace treinta años (se refiere Snow a la década de los treinta) las dos culturas habían dejado de dialogar desde bastante tiempo atrás, pero al menos se apañaban para dedicarse una especie de gélida sonrisa de un lado al otro del abismo, hoy la cortesía ha desaparecido, y se limitan a hacerse muecas. Y esto no sólo se debe a que los jóvenes científicos se dan hoy cuenta de que son una cultura en ascenso, mientras la otra se halla en retroceso...». Las dos culturas son, pues, según la primera opinión de Snow, irreductibles. Diríamos con Snow: esos movimientos literarios que toman tecnicismos de la Física, o de las Matemáticas --El Aleph, Cuando 900 Mil Mach Aprox--, siguen siendo «primera cultura» (sin perjuicio de su depurada calidad). Y la distinción de Snow no corresponde en absoluto con la distinción entre cultura mundana y cultura académica. Y no ya porque la cultura literaria sea académica y la segunda cultura, más realista (el mundo industrial), sea mundana, porque sólo tras una cultura académica muy rigurosa cabe una cultura matemática: no existen caminos reales para aprender Geometría.

La cultura asturiana, a la cual la Guía de Francisco G. Orejas nos introduce, puede ponerse, sin gran error, bajo la jurisdicción de esa primera cultura de Snow. Y esto no lo digo para devaluar (con el espíritu del concepto de Snow) el contenido anunciado por esta Guía, puesto que no comparto, en absoluto, los criterios de Snow, ni siquiera el uso que él hace del concepto de «cultura» aplicado al caso, ni de su dicotomía (que él mismo tuvo que rectificar de algún modo, a propósito de las «ciencias humanas», como tercera cultura, en sus Nuevos enfoques). Lo digo para mostrar, desde unas coordenadas muy conocidas, hasta qué punto la elección de Francisco G. Orejas no es meramente subjetiva ni arbitraria, sino que pasa por una divisoria que existe realmente, aunque haya sido formulada por Snow de un modo, a mi juicio, superficial.

En efecto: es cierto que la idea antropológica (etnológica) de cultura, tal como la bosquejó Tylor, es mucho más extensa y comprende, no sólo a la primera cultura de Snow, sino también a la segunda, y a otras muchas cosas que no entran ni en la primera ni en la segunda (ni siquiera en la tercera cultura). La Idea de cultura antropológica de que habló Tylor como un «complejo» que comprende tanto las creencias religiosas como los utensilios de cocina, tanto las artes plásticas como las formas de parentesco o las lenguas de los diversos pueblos, comprende, en su extensión, prácticamente a todo lo que suele oponerse a Naturaleza (la oposición Cultura/Naturaleza), aun cuando en Tylor la idea de cultura se presentaba como una idea naturalista, no sólo porque arraigaba en la «naturaleza humana», sino también por sus pretensiones de idea puramente neutral y descriptiva, «libre de valoración», como pudieran serlo, al parecer, los conceptos del entomólogo o del botánico. Sin embargo, es dudoso que pueda considerarse la idea de cultura de Tylor y sucesores como una idea puramente neutral, «libre de valoración» en el sentido de Max Weber. Concedamos que el historiador de la música pueda exponer «neutralmente», sin valorarlos, los desarrollos de las estructuras armónicas o instrumentales que se anuncian en el Renacimiento y llegan al neoclasicismo. Pero cuando hablamos de la Cultura, en toda su extensión, como de aquello por lo que el Hombre se define --frente a la naturaleza--, es prácticamente imposible hablar neutralmente, es decir, es prácticamente imposible no consignificar que «cultura» (o «cultural») es un término de valor (o de contravalor), es lo que pone al hombre «por encima» de la vida animal (o, en algún caso --el caso de Alsberg, de Theodor Lessing, de los que se adscriben a lo que Max Scheler llamó la cuarta idea de Hombre--, por debajo de los animales, como un inmenso «aparato ortopédico» que constriñe, reprime, distorsiona la libre espontaneidad de la naturaleza animal). Y cuando se extiende el concepto de cultura a la propia vida animal (Culturas animales), entonces el concepto de cultura humana vuelve a cargarse de nuevo con un inevitable peso axiológico, normativo. Este signo axiológico, normativo, se hace todavía más redundante cuando esa idea de cultura, en lugar de mantenerse en los amplios límites de la totalidad de su extensión antropológica (etnológica) se restringe hasta superponerse prácticamente, con los límites de la primera cultura de Snow, de la cultura literaria. Hasta el punto de que cabría sospechar si no es precisamente este signo axiológico aquello que está en el origen mismo de la restricción de la idea, y no algo sobreañadido. «Los Corneilles, los Racines, los Boileaus, los oradores, los historiadores y los artistas son los que han inmortalizado a Luis XIV, mucho más que los sabios que también brillaron en su siglo », podía decir aún Chateaubriand (Genio del Cristianismo, libro 2°, cap. 1) hacia 1802. Ahora, cultura viene a equivaler a aquello que Hegel llamaba el Espíritu absoluto, aunque invirtiendo el orden de sus estadios (Arte, Religión, Filosofía), puesto que es el Arte, y sobre todo la «Literatura», aquello que se pone en el punto más alto de la expresión del «espíritu» de un pueblo. Esta idea de cultura es además (en la Historia de las Ideas) la Idea más originaria --como secularización que es de la idea teológica de la Gracia. Porque así como el «Reino de la Gracia» se sobreañade al «reino de la naturaleza», justificándolo y elevándolo a un éter espiritual, así también la cultura (y, en especial, la primera cultura, en el sentido de Snow, es decir, la literatura, la poesía, la mitología, la «filosofía mundana») se sobreañade al reino animal, al que cabría reducir (como lo redujo Bergson o Scheler) la segunda cultura de Snow o, para decirlo en otras coordenadas, las «virtudes prometeicas» en cuanto se enfrentan a las «virtudes herméticas» en el sentido del Protágoras platónico. Es así como el reino animal se elevaría a un orden superior y constituiría la expresión misma del espíritu o de la creatividad humana (de la «libertad creadora»). Desde esta perspectiva que es, en el fondo, teológica, participar (en el tiempo de ocio, en el domingo, como Día del Señor o Día de la Cultura) en una forma cultural literaria o artística y, sobre todo, crearla, es algo así como estar «en estado de Gracia». El adjetivo «cultural» se convertirá ahora en la expresión de uno de los valores más altos, en cuyo nombre se justifica todo --como todo quedaba justificado cuando se estaba en el estado de gracia. Se discutirá la cultura académica --precisamente porque se interpretará como una fosilización de la cultura fresca (la fe viva) que sigue manando, al parecer, libremente, de cada pueblo, o de cada ciudad. Se dirá «la música pop es cultura» --queriendo decir: luego debe ser protegida (por ejemplo, por el Ministerio de Cultura), al igual que lo es la llamada «música clásica»--. Se dirá (como ya lo había dicho Marinetti): «las canciones de la fábrica, o los giros o expresiones de los suburbios de las grandes ciudades son cultura» --luego estará justificado su cultivo, precisamente por serlo--. Y especialmente cuando se trata de la cultura popular, del espíritu de una nación (Montesquieu) o del espíritu de un pueblo (Hegel): una danza, una tradición, de probada antigüedad, por ser cultura, se entenderá que debe ser cultivada y extendida, para que todos los individuos de ese pueblo participen (en el espíritu del tradicionalismo) de esta nueva Gracia santificante y justificante, en una nueva kulturkampf que sustituye a la antigua guerra santa. Los museos nacionales, las casas de la cultura, los congresos de la cultura, y hasta los concejales y consejeros de cultura constituyen así como el sucedáneo de la antigua iglesia militante, que conserva y administra los valores más altos, aquellos que, al menos en las horas de ocio, han de ser devueltos al pueblo trabajador que los creó, para así devolverles su identidad. De aquí el cuidado exquisito en precisar qué sea lo característico, lo diferencial, lo propio o específico de la cultura de cada pueblo o nación, lo que es puro, sin mezcla de heterodoxia, pues esta precisión nos permitirá escuchar la Revelación de esa identidad sobre la cual podrá edificarse la auténtica autonomía, el libre autogobierno.

4. Hemos intentado, en el párrafo que precede, reconstruir lo que podría ser la teoría (la «filosofía») de las culturas nacionales, en el contexto del «Estado de las Autonomías». Esta reconstrucción, sin perjuicio de su esquematismo, nos manifiesta la filiación de esta teoría y su dependencia de la parte más metafísica de la metafísica del romanticismo, una metafísica que procede a su vez directamente de la teología cristiana, de la idea de la Iglesia, como Pueblo de Dios, secularizado, no como vulgo (como diría Feijoo), sino como pueblo auténtico.

Dicho de otro modo, la filosofía metafísica de las culturas nacionales o autónomas es una música celestial, tanto más celestial cuanto más apasionadamente se la declama. En realidad es ideología vulgar y aun malsonante para muchos oídos críticos. Con el fin de no alargar excesivamente este Prólogo, me atendré a los dos puntos más importantes a partir de los cuales sería posible proceder a la trituración crítica de semejante algarabía metafísica, tejida en torno a las culturas nacionales o autónomas: el primer punto tiene que ver con el uso de la idea de cultura (como equivalente a algo que otorga, al parecer, el estado de Gracia, o al menos, un valor supremo); el segundo tiene que ver con las especificaciones de la idea de cultura en cuanto cultura nacional y, en particular, de cultura asturiana.

Por lo que se refiere al primer punto me limitaré a observar que la utilización ideológica de la Idea de cultura procede muchas veces como si todos los momentos positivos conviniesen a esta idea de cultura, por el hecho de serlo, de suerte que los momentos negativos pasasen a caracterizar a lo que no es cultura (a la naturaleza, a la materia). Sin embargo, este proceder es completamente injustificable. En cuanto idea axiológica, la idea de cultura incluye internamente la oposición (o polarización) de sus formas buenas y malas, de sus realizaciones bellas y feas, sanas o enfermas, graciosas («en estado de gracia») o burdas --a la manera como también el Reino de la Gracia incluía en sus dominios a lo santo y a lo diabólico--. Estas oposiciones no están dadas de antemano, sino que es en la propia ebullición de la vida cultural allí donde puede decantarse, en medio de luchas, eclipses o revelaciones nunca acabadas, los valores bellos respecto de los feos, los graciosos respecto de los torpes. Lo que sí es seguro es esto: que no porque una canción, un mito, una forma de danza, incluso una institución pertenezca al «reino de la cultura», habrá que considerarla justificada, hasta el punto de sentirnos orgullosos de ella, de asumirla, desarrollarla, propagarla. ¿Acaso no era una institución cultural, y muy refinada, aquella en virtud de la cual un funcionario romano, disfrazado de Mercurio, remataba, con un caduceo rusiente, al gladiador moribundo? Había más elegancia (más cultura) en esta forma de matar que en otras formas que consistían en abandonarlo a su suerte, o en arrojarlo a los perros. Una danza primitiva, burda, infantil, incluso estúpida y sin «gracia», es, sin duda, una forma cultural, popular y tradicional: algo que hay que conservar, evidentemente, como se conserva un embrión en un frasco de laboratorio (nos referimos a los laboratorios de danza). Pero ello no justifica el que, por ser cultural, sea declarada parte de nuestro patrimonio, de un patrimonio con el cual habríamos de identificarnos --para lo cual habría acaso que inventar unos hipotéticos significados carentes de todo fundamento--. Hay que conservar sin duda estas formas culturales, pero sólo para conocerlas, no necesariamente para amarlas. No siempre para asimilarlas a nuestra vida, como cosa de nuestra cultura, sino precisamente para mantenernos a distancia de ellas. Incluso cuando esa danza la representemos en una fiesta popular, porque ésta solo mantendrá su dignidad cuando los actores se comporten como tales, como lo entendía Diderot, un entendimiento según el cual los actores se parecen más a los científicos que a los oficiantes de un rito, a los sacerdotes. No pretendo insinuar que sean evidentes los criterios en virtud de los cuales declaramos a una danza popular torpe y a otra graciosa, o aquellos en virtud de los cuales estimamos como valiosas a ciertas costumbres, mitos o leyendas, y como estúpidas e infantiles a otras. Lo que mantengo es que, por oscuros que sean estos criterios, y por dudosa su aplicación a cada caso, ellos existen siempre. En el momento en que nos decidimos a ignorarlos, dando todo por bueno, por el hecho de ser cultural, en este momento se perderá la conciencia de que una forma cultural, sin perjuicio de que sea nueva o tradicional, puede ser también buena o mala, valiosa o sin gracia.

Por lo que se refiere al segundo punto --el de la especificidad de los rasgos de una cultura nacional--, nos limitamos también a lo esencial, a denunciar la confusión (que parece deliberada muchas veces) entre los conceptos más diversos y, en particular, a utilizar, como si fuesen muy claras, categorías de por sí muy oscuras: «cultura nacional propia, específica, original, conciencia de la propia identidad». Porque las unidades culturales no son sistemas que puedan considerarse dados con límites perfectamente definidos. No son sustantivos, forman parte siempre de sistemas superiores y, por tanto, no pueden ser aislados de estos ni ser considerados como expresiones autónomas de la «propia identidad de un pueblo» que, a su vez, sólo mediante un círculo vicioso podría delimitarse. Y ello no porque los rasgos de esa llamada «cultura nacional» sean comunes a otras culturas. Más bien cabría aquí decir, con el espíritu de Leibniz, que ser (como ocurre también en la propia vida natural) es ser diferente (juntamente con ser común). Y por ello, la diferencia no implica la independencia de la cultura nacional o regional, sino justamente la pertenencia al sistema cultural capaz de contener esas diferencias. El solutrense cantábrico presenta (según nos dicen los prehistoriadores) peculiaridades irreductibles, diferencias notables con respecto al solutrense francés; pero estas diferencias son justamente las que lo hacen ser un solutrense asturiano, es decir, realizado en los abrigos y cavernas astures y no algo importado, en cierto modo inexistente como forma cultural propia (como inexistente, en cuanto forma cultural propia, será la botella de Coca-Cola que encuentren los arqueólogos del siglo XL, en tanto es idéntica, fabricada en serie, a cualquier botella similar fabricada en las plantas de USA).

Pero por lo mismo que ser culturalmente es ser diferente, y por lo mismo que estas diferencias (de «escuela», de «estilo», dentro de los mismos sistemas culturales) no incluyen, de por sí, una cultura sustantiva o autónoma, tampoco la diferencia es por sí misma un valor positivo, algo de lo que alguien pueda envanecerse, porque esto equivaldría a enorgullecerse por el hecho mismo de ser, aunque no se valga. La llamada industria, o incluso cultura, asturiense --y tomo deliberadamente ejemplos prehistóricos tratando de herir lo menos posible susceptibilidades-- es considerada como una de las características diferenciales del desarrollo del paleolítico atlántico; pero precisamente esta diferencia (si es verdad que el llamado pico asturiense no pertenece cronológicamente al estadio musteriense), significa una fase de estancamiento o de retroceso del curso mismo de la cultura prehistórica, un residuo o acaso una recaída (se ha dicho) en estadios salvajes casi increíbles tras los logros magdalenienses. O en todo caso, la «recolonización» de «Asturias», en las etapas finales del aziliense, por descendientes del achelense, aislados en las zonas más occidentales (portuguesas, gallegas) durante la glaciación del Würm. Un aislamiento relativo que acaso duró largos siglos (ausencia de cultura neolítica), hasta que los buscadores del cobre volvieron acaso a incorporar a las tierras de Asturias a las corrientes de la «cultura universal». En general, en efecto, cabría decir más bien que una cultura aislada y diferente, en un sentido sustantivo, es, por ello mismo, una cultura bárbara, y tanto más grados de barbarie tendrá cuanto más grados de aislamiento y autonomía le correspondan.

Precisamente por esta interconexión «horizontal» entre las diferentes partes de una verdadera unidad cultural (digamos, la cultura eneolítica europea) parece absurdo pretender referir el desarrollo (diacrónico) de un subsistema cultural al desarrollo de un «pueblo», como si las sucesivas peculiaridades de este subsistema emanasen las unas de las otras, constituyendo «la propia identidad histórica». ¿Qué duda cabe que es muy probable que exista una influencia sucesiva (conjugada con la influencia común del medio geográfico) capaz de imprimir un cierto sello peculiar a cada desarrollo histórico regional? Pero al mismo tiempo, ¿quién se atrevería a suscribir hoy aquellas célebres tesis de Montesquieu: «El autor de la Naturaleza ha dispuesto que el dolor fuese menos fuerte a medida que la descomposición fuese mayor; y siendo evidente que los cuerpos grandes y las fibras gruesas de los pueblos del norte son menos susceptibles de descomposición que las fibras delicadas de los pueblos de países más cálidos, se figura que en aquéllos será el alma menos sensible al dolor. Para que un moscovita sienta es menester desollarlo»? La idea de una «culturas autónomas emanadas del pueblo que se expresa con su voz propia», en cuanto horizonte que, al menos intencionalmente, se presenta como la única forma de liberación del «poder central», del Estado, tiene algo que ver precisamente con la contra-cultura, con ese producto elaborado, por cierto, en ciertos cenáculos universitarios que sienten la nostalgia de la mítica cultura originaria (por ejemplo, la «tesis» doctoral de Castaneda sobre Don Juan).

Sobre todo, cuando lo que se destacan son los rasgos distintivos (respecto de otras culturas) que no siempre son los rasgos constitutivos. Lo distintivo y lo constitutivo serán las propiedades de una cultura, pero en sentido totalmente opuesto. Una propiedad puede ser distintiva (porque pertenece sólo a la cultura de referencia) y sin embargo, no ser constitutiva (puede ser más profundo, valioso o importante un predicado común a otras culturas que un predicado diferencial). Pero las adjetivaciones tales como «asturiano», en «cultura asturiana» o «lengua asturiana», borran muchas veces todas esas distinciones y otras muchas más. ¿Qué quiere decirse con la expresión «lengua asturiana»? ¿La lengua que es característica (propia, según la primera acepción de Porfirio) de Asturias, el bable? Pero una propiedad, no por característica, es esencial (el «propio» era un accidente), ni constitutiva. ¿Acaso el castellano no es también constitutivo de la cultura asturiana?, ¿acaso la lengua castellana no es también propia (segunda acepción de Porfirio) y constitutiva? Sobre esta confusión se quiere sin embargo transformar el bable en lengua asturiana constitutiva, llegando a considerar el castellano, por ser común, como exógeno y advenedizo. Y esto ya es sencillamente inadmisible, esto es un modo de hablar propio de eso que se llamaba antes «mentalidad primitiva».

Mi sospecha: si esta tendencia de tantos representantes de las «clases políticas» a entender las autonomías en torno a culturas nacionales tan hipotéticas, no es otra cosa sino un modo de disimular la inconsistencia de los conceptos de «autogobierno» o de «autonomía», la impotencia para llevar adelante las autonomías en su terreno propio, a saber, el terreno económico y administrativo. Es mucho más fácil instituir una Academia de la Lengua que levantar una organización económica capaz de planear, financiar y gestionar las múltiples empresas agrícolas e industriales que están viviendo en Asturias en estado crítico.

5. La Guía de la Cultura asturiana de Francisco G. Orejas nos ofrece abundantes materiales para documentar e ilustrar muchas de las tesis que hemos esbozado, al menos en el ámbito de esa cultura literaria o primera cultura que, durante los siglos históricos, ha vivido en Asturias. Principalmente, porque la Guía demuestra cómo la «primera cultura» asturiana es una cultura pensada y escrita en una lengua que no es distintiva ni peculiar de Asturias, el castellano (y ello, para no contar con el latín). Pero, ¿quién se atrevería a concluir de ahí que esa cultura no sea propia de Asturias? Además, ¿acaso no ha alcanzado aquí en Asturias el castellano alguna de sus formas más depuradas, en la prosa de Feijoo, de Jovellanos, de Inguanzo o de Clarín? Que el lenguaje sea el lenguaje común a otros pueblos de España, lejos de haber coartado el desarrollo de la cultura asturiana, ha sido precisamente la condición para que esta cultura tenga la importancia que se le reconoce. Se puede asegurar con toda evidencia que si, por absurdo, supusiéramos que la obra de Feijoo, de Jovellanos, de Inguanzo o de Clarín, hubiera sido escrita en bable, estos nombres serían desconocidos, anónimos --y con ellos, lo más fluido de la cultura literaria de Asturias--. Porque el castellano es la lengua de Asturias, es lengua asturiana en el más profundo sentido histórico cultural del adjetivo. Esto es un hecho irreversible que ninguna «Academia de la Llingua asturiana» puede desmentir, por la sencilla razón de que no puede ofrecer otra alternativa histórica. Y esto hay que decirlo precisamente en defensa de la cultura literaria asturiana, que se vería comprometida, vaciada, prácticamente, en el momento en que se pretendiese insinuar que la cultura escrita en castellano no es genuina, propia ni original.

Porque la originalidad, en la cultura literaria, al igual que en las demás formas de la cultura no puede cifrarse en la diferencia, dado que (como hemos dicho) una cultura viva es siempre diferente. Es redundante buscar «culturas diferentes». Estas --las diferencias-- resultan necesariamente cuando la vida del Espíritu existe realmente y, paradójicamente, quien comienza buscando como objetivo de lo que le es propio lo diferencial suele recaer en el mimetismo más ingenuo (el mimetismo de los nacionalismos galaicos, bretones, incluso extremeños o segovianos). Original no es formalmente lo que es diferencial, sino lo que ha logrado entroncarse con su origen, por ejemplo, si tratamos de proposiciones, con su fundamento (que a veces aparece al final, y no al principio). Quien estudiando geometría logra alcanzar el fundamento u origen de una relación asombrosa y problemática, es tan original como quien la descubrió --pues no cabe hablar de plagio cuando un ser viviente recorre el mismo ciclo que ya fue recorrido por otro ser viviente de su misma especie, porque una semilla de trigo no plagia a la semilla que la originó, y tanto podría decirse que es ésta la que plagia a aquélla. Por otro lado, aquello que es original, por serlo, resultará tener siempre algún rasgo diferencial, procedente de las mismas circunstancias, particulares siempre, en que se ha desenvuelto. Las célebres puntas bifaces y puntas de laurel asimétricas de Las Caldas, pertenecientes al parecer al solutrense medio, talladas en sílex, proceden seguramente de fuera de Asturias, puesto que el sílex no se criaba aquí; pero en los suelos superiores del mismo nivel aparecen puntas asimétricas originales del solutrense asturiano, realizadas en cuarcita, originales, sin perjuicio de que su punto de partida hayan sido las puntas de sílex que encontramos en los suelos inferiores.

Precisamente uno de los rasgos más característicos que podrían deducirse de la Guía de Francisco G. Orejas es éste: la extraordinaria porosidad que en Asturias ha existido normalmente para captar las corrientes más universales de cada momento histórico y político. Sin duda, tampoco será gratuito hablar, no ya de las diferencias que en cada caso hayan adquirido en Asturias las manifestaciones de las corrientes universales --pues (es la tesis central de este Prólogo) las diferencias son la condición misma de la existencia, y es absurdo hacer consistir en ellas el verdadero valor de una forma cultural--, sino de una tendencia general común a esas diferencias. En esa tendencia común a las diferencias propias de cada caso, si existiere, habría que cifrar lo verdaderamente característico de la cultura asturiana, su fisonomía propia, al menos la fisonomía de la «primera cultura» asturiana. No es este el lugar para formular una tesis de conjunto sobre esta eventual tendencia común. me parece que la heterodoxia que Juan Cueto ha señalado tan brillantemente, en alguna ocasión, como una característica de los escritores asturianos más representativos, tiene algo que ver con esa tendencia común. Una heterodoxia que incluye distanciamiento, ironía crítica, respecto de las formas en las cuales se manifiestan aquí las «corrientes universales» y que podría deducirse acaso de la misma situación de atalaya que, por imperativos geopolíticos, ha correspondido siempre a Asturias.

La Guía de la Cultura asturiana de Francisco G. Orejas, en tanto que ella misma forma parte (como un mapa de Royce) de la cultura literaria que ella representa, también es una Guía crítica, y aún añadiría: excesivamente crítica. Porque su aparente neutralidad informativa, en la que se nivelan las cosas más diversas, puede ser interpretada desde la perspectiva de una universal autocrítica y autoironización, precisamente en virtud de la misma nivelación de cosas que se resisten acaso a ser niveladas porque sus alturas son objetivamente diferentes.


(Firmado en diciembre de 1980. Prólogo a Francisco G. Orejas, Guía de la Cultura Asturiana, Silverio Cañada editor, Gijón 1982, págs. 7-20.) {Tomado de Gustavo Bueno, Sobre Asturias, Pentalfa, Oviedo 1991, págs. 21-37.}


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