Filosofía en español 
Filosofía en español

Individuo y Persona

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Idea transcendental (positiva) de persona

La tesis según la cual la idea de persona reclama un horizonte transcendental se opone a las concepciones categoriales de la persona desarrolladas con ayuda de los métodos científico-positivos [287]. Cuando se reclama un horizonte transcendental para la idea de persona, ello se debe a que se pone la personalidad en un contexto tal que desborda los límites de su individualidad, puesto que pide la relación recurrente, interna o transcendental con un mundo que es, no un Umwelt, sino un Mundo, en principio infinito. La idea de persona, en este sentido, tiene mucho de estructura ideal tercio-genérica [72, 75]. No pueden considerarse como transcendentales las concepciones de la personalidad que se limitan a subrayar la necesidad de tomar en cuenta la “interacción del sujeto con el medio”. Esta “interacción” sigue siendo categorial; además, no sólo el hombre, sino también los animales dotados de sistema nervioso tienen un “mundo entorno”. Las seis ideas de persona distinguidas en la tabla son, todas ellas, ideas que pueden ser consideradas como transcendentales, por relación a las categorías psicológicas, biológicas o económicas. En consecuencia, cada una de ellas podría ponerse en correspondencia con alguna teoría filosófica de la persona. [285]

La transcendentalidad de la persona humana no la entenderemos como una propiedad que pueda atribuirse al hombre en virtud de su “naturaleza”, sino como característica resultante de un proceso histórico cultural. Un proceso que, por tanto, podrá ser considerado tanto en la perspectiva del progressus (del hombre a la persona) como en la perspectiva del regressus (de la persona al hombre). Este proceso histórico, a través del cual el “Hombre” se transforma, por anamórfosis [94], en “Persona”, podría ser analizado desde muy diversos puntos de vista. Por ejemplo, desde el punto de vista de la idea de “institución”. La persona humana, en efecto, puede ser considerada como una “institución” en virtud de la cual un individuo, hijo de hombres, es declarado sujeto de derechos y obligaciones, por tanto, es declarado como “digno de respeto”, en función de la responsabilidad que le otorga la propia institución. Desde las coordenadas del materialismo filosófico no es posible afirmar que cada persona sea un fin en sí misma, puesto que también desempeña la función de medio en la constitución de otras personas. Y si bien muchas veces la institución de un individuo determinado como persona tiene mucho de “ficción jurídica”, otras veces y, en general, la institución de los individuos como personas tiene mucho de conformación interna de un proceso real. Si se le ha “entregado” al individuo una lengua, dotada de pronombres personales, que le permite efectivamente hablar (per-sonare) a través de la máscara o persona de su nombre propio, este individuo podrá ser constituido realmente como persona cuando maduren las relaciones sociales y jurídicas precisas.

La diferencia de la persona individual, así instituida, con la persona trágica (la máscara del actor) es ésta: que el lenguaje y la máscara, y aun su propio mundo, son instrumentos que se le entregan al individuo como si fuese su propietario, a fin de que este individuo represente papeles originales: cada individuo tendrá que conquistar su propia “personalidad”, tendrá que ser, no sólo actor, sino autor de su propio personaje. Es erróneo suponer que hay que partir de una clase de individuos indiferenciados que sólo a través de su “personalización” pudieran alcanzar características propias, idiográficas. Hay que partir ya de las características individuales (de la idiosincrasia) o del contexto (familiar, social, histórico, etc.) en el que ellas se producen, para medir el grado de las transformaciones que, por anamórfosis, experimenta el individuo al convertirse en persona. A veces puede ocurrir que las “personalidades” asumidas por dos individuos dados se parezcan entre sí más de lo que se parecen sus “individualidades” respectivas. La persona no es simplemente un “ser”, sino un “deber ser”; mejor dicho, su ser es su deber ser. Ser persona es estar obligado a cumplir deberes frente a otras personas, tener la facultad de reclamar derechos frente a terceros. La condición de persona confiere también, en principio, al individuo, la capacidad de “gobernar” los motores, etológicos o psicológicos, que actúan a nivel individual (tales como temor, odio, envidia, soberbia, egoísmo estrecho). Ser persona es estar en disposición no sólo de hacer planes y programas [238], sino también de poder penetrar en el entendimiento de los programas y planes, a corto o largo plazo, de otras personas; incluso, desde luego de los programas y planes que son incompatibles con los propios, aquellos cuya confrontación implica violencia, convivencia violenta y no sólo convivencia pacífica. El reino de las personas reales no puede confundirse con una mítica “comunión de los santos”, o con un “estado de naturaleza” (al modo de J. Rawls) o como una sociedad dotada de un “apriori consensual de comunicación” que haga posible el diálogo ético y el discurso permanente (que proclaman K. Apel o J. Habermas). ¿O es que hemos de expulsar a Temístocles, a Alejandro, a Cesar del “reino de las personas” por el hecho de haber sido generales, y generales carniceros? Jesucristo, símbolo de la paz para tantos cristianos, ¿no arremetió violentamente a latigazos con los mercaderes?, ¿dejó de ser persona, y persona divina, por ello? No es la paz o la violencia lo que diferencia a los sujetos personales de los individuos meramente animales: son los contenidos materiales (los valores de esos contenidos), los planes y programas, los que hacen que unos sujetos, pacíficos o violentos, sean personas y otros dejen de serlo, permaneciendo en su condición de individuos dementes, alienados o fanáticos. El empujón violento que una persona da a otra persona, situada en la terraza de un rascacielos, a fin de lograr su caída es un acto violento criminal; el empujón violento que un ciudadano da a otro ciudadano distraído en medio de la calle para evitar que un coche le atropelle es un acto violento, de elevado valor ético [464].

{SV 170-172, 175-177}

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