Aereostática
(De αήρ aire, y στατός, me paro.) Es la ciencia que se ocupa del equilibrio del aire. Siendo aplicables al aire como a fluido ponderable las leyes principales de la hidrostática (véase en su lugar) pueden establecerse como principios demostrados las proposiciones siguientes:
1.ª Cada presión se propaga igualmente en todos los sentidos.
2.ª La presión es igual en todos los puntos de cada plano horizontal; pero a causa de la gran ligereza del aire, esta presión se disminuye con mucha más lentitud que en los líquidos, a medida que nos vamos elevando, y sigue además otra ley de disminución.
3.ª Cada cuerpo que se encuentra en el aire, tanto pierde de su peso cuanto pese el aire que él desaloja.
4.ª Siendo el aire, no solo un fluido coercible, sino también un fluido elástico (véase nuestro artículo Aereometría), y como la elasticidad de los fluidos tiende constantemente a aumentar su volumen, es necesario, para que pueda subsistir el equilibrio, que la pesantez sea igual a la fuerza elástica: por tanto, así como se aumenta o disminuye la pesantez con la densidad, la elasticidad del aire crece o decrece en la misma relación.
5.ª Un cuerpo más ligero que un volumen igual de aire atmosférico, se eleva en la atmósfera hasta la altura en que se encuentra en equilibrio con el aire que lo rodea, por irse disminuyendo la densidad del aire en razón de su altura sobre la superficie de la tierra.
En este último principio se funda la teoría de los Globos Aereostáticos, de que vamos a ocuparnos en el transcurso de este artículo.
La ciencia que tiene por objeto el estudio de los globos aereostáticos o sean aereóstatos, aunque no sea verdaderamente más que la aplicación de los principios de la Aereostática, de quien es parte, ha solido llamarse con toda propiedad aereonáutica, y con este nombre especial se conoce entre los físicos modernos. La aereonáutica o sea aereostática aplicada, puede definirse diciendo que el arte que enseña a sostenerse o a navegar por el aire con el auxilio de un aparato que se llama globo aereostático a causa de su forma esférica y que más fácilmente pudiera llamarse aereóstato, de aer y stare, de cuyas palabras latinas han formado los franceses el nombre aérostat, con que generalmente designan el aparato indicado.
Tan reciente es el descubrimiento real de la aereonáutica, siendo por otra parte tan conocida su historia, que sería muy difícil presentar datos nuevos sobre este hecho importantísimo y cuyo desarrollo futuro será tal vez de tal trascendencia, que llegue un día a trastornar el orden y régimen actual del mundo. Pero la popularidad misma de este descubrimiento; la incalculable importancia que pudiera alcanzar la realización completa de las esperanzas que ha hecho concebir, no solo para la ciencia, sino también para el porvenir de nuestras modernas sociedades, nos impulsa a consagrarle una particular mención en este artículo de nuestra Enciclopedia.
El hombre que ha trepado por los más elevados picos de la tierra, dice Mr. de Montferrier, que ha recorrido las inmensas soledades del Océano, ha debido pensar en todos tiempos en penetrar también por medio de las vastas regiones del aire, donde se engendran el rayo y las tempestades, y donde parece que a menudo se ve trasportado su pensamiento para inquirir un gran misterio, cuya revelación le fuera algún día prometida. ¿De dónde ha nacido, si no, ese vago sentimiento de curiosidad o potencia, que le ha hecho enlazar una idea religiosa a esta facultad que tanto ansiaba de moverse y obrar en los aires? En todas las mitologías antiguas tan solo unos pocos seres divinos, o cuya naturaleza era superior a la del hombre, gozaban exclusivamente del privilegio de recorrer con rapidez las zonas desconocidas y sin límites, donde ciertas leyes sagradas y eternas regulan majestuosamente los movimientos de los astros. Los mágicos y encantadores que la edad media tomara de las poéticas tradiciones de la Arabia, participaban también de este privilegio de los ángeles: El cristianismo, al conservar la antigua creencia ha sabido al menos limitar la intervención de los seres espirituales en las cosas humanas a algunas raras circunstancias, en las que ha menester la Providencia manifestarse a los hombres.
Sin embargo, parece que la antigüedad, al paso que no concedía más que a seres sobrehumanos la facultad de moverse en los espacios atmosféricos, no negó nunca a la humanidad la posibilidad de conquistar algún día este maravilloso poder; la idea de elevarse por el aire por medio de un aparato aereostático con unas alas facticias bastante grandes para poder soportar el peso de un hombre, se encuentra indicada en más de un escrito antiguo. Pero estas raras tentativas, cuya mayor parte se enlazan con alguna ficción poética, como la aventura fabulosa de Dédalo e Ícaro, han quedado sin resultado ni utilidad alguna para la ciencia. Podemos por tanto decir con fundamento que los hombres no poseían medio de ninguna especie para resolver este gran problema antes del célebre descubrimiento de José Montgolfier, natural de Darvezieux, junto a Annonay en Francia, que nació el 6 de agosto de 1740, quien hizo en Aviñón el primer experimento por el mes de diciembre de 1782, experimento que renovó en Annonay el 5 de junio del siguiente año.
Los ingleses han querido arrebatar a la Francia la idea primitiva de este descubrimiento, cuyo origen cuentan del modo siguiente: Algún tiempo después que Cavendish hubo estudiado y dado a conocer las propiedades del gas hidrógeno, afirmó el doctor Black que si un aparato delgado y ligero como una vejiga se llenaba de dicho gas, había de formar una masa menos pesada que un volumen igual de aire atmosférico, y podría por consiguiente elevarse y sostenerse en él. El honorable doctor desenvolvió esta idea en sus Cursos publicados en 1767 y 1768, y hasta llegó a anunciar un próximo experimento por medio del procedimiento que había indicado; pero sus numerosas ocupaciones no le permitieron poner en ejecución su proyecto. También se le ocurrió a M. Cavallo la posibilidad de construir un aparato que, llenándolo de gas hidrógeno, se elevase en la atmósfera. A este último en todo caso es a quien debiera atribuirse el mérito de los primeros experimentos hechos sobre este particular, y que debiera haberse ejecutado a principios del año de 1782, experimentos que dieron margen a un informe que se leyó a la Sociedad real de Londres el día 20 de junio de aquel mismo año. Sirviose Cavallo inútilmente de varias vejigas; pero la más delgada de cuantas pudo encontrar, aunque preparada con el mayor cuidado se vio en el ensayo que todavía era demasiado pesada. En seguida empleó el papel de seda o de china, mas el aire inflamable se escapaba por los poros de esta materia como traspasa el agua la tela de un cedazo. No tuvieron sus empresas el menor resultado favorable, y después de haber empleado sucesivamente, y sin conseguir nada, aparatos encerados, engomados y pintados al óleo, se vio últimamente precisado a continuar sus experimentos con ampollas de jabón, que cargaba de aire inflamable por medio de una vejiga llena de este gas.
Aceptando como ciertos todos estos hechos, pues que no hay motivo para dudar de ellos, al menos se echa de ver que la aereonáutica iba germinando, digámoslo así, en Inglaterra, cuando ya en Francia por aquellos momentos acababa Montgolfier de practicar un experimento concluyente. Debe igualmente notarse de paso que no fue, el descubrimiento de Cavendish quien inspiró a Montgolfier el suyo, puesto que este estribaba enteramente en la potencia que él atribuía a la rarefacción del aire: quemando papel por debajo del globo que era de tafetán preparado al efecto, fue como logró Montgolfier la ascensión. Solo anunciando este procedimiento el intendente de la provincia de Vivarais transmitió a la Academia de ciencias la noticia del descubrimiento. El célebre Lalande al dar cuenta de este acontecimiento científico añade: «Así debe ser, dijimos todos; ¿cómo no se ha pensado antes en ello?» Ya se echa de ver que en aquella época no se trataba de manera alguna de las propiedades del aire inflamable ni menos de su aplicación a la aereostática, supuesto que a una corporación científica como aquella, que contaba en sus filas a matemáticos y físicos de primer orden le pareció que el simple procedimiento de Montgolfier debía ser el único por el cual se había de llegar a resolver el problema de la navegación aérea.
No tardó en difundirse con la mayor rapidez por toda la Francia la noticia de tan extraordinario descubrimiento, siendo acogida por todos con un entusiasmo que sería imposible describir. Desde aquel momento se supuso que sería fácil imprimir a los aereóstatos una dirección útil, moderando y arreglando su marcha por los aires, llegando a ser por consiguiente tan común la navegación aérea como puede serlo la del Océano. Creyó el hombre haber logrado una inmensa conquista, y la Academia de ciencias de París invitó a Montgolfier a que se presentase en aquella capital para renovar sus experimentos en ella a expensas y en presencia de los miembros de aquella corporación científica. El que cedió a las invitaciones de la Academia, no fue el inventor, sino un hermano suyo, Esteban de Montgolfier, que parecía haber tomado una gran parte en aquellos estudios.
No tardaron en plantearse los nuevos experimentos en una escala mucho mayor que los practicados hasta entonces en Aviñón, los cuales correspondieron a las esperanzas que habían inspirado a primera vista. El primer aparato construido con este objeto, era una especie de saco de lienzo forrado de papel y de unos 23.000 pies cúbicos de capacidad. Se adoptó a esta máquina un peso de más de 500 libras, y se quemó una porción de lana y paja picada, por debajo de la abertura inferior. No tardó en hincharse y elevarse en la atmósfera, subiendo el aereóstato en diez minutos a una altura de 6.000 pies; y cuando su fuerza ascensional no estuvo ya en proporción de la resistencia que experimentaba, volvió a caer en tierra a 7.668 pies distantes del lugar desde donde había sido lanzado.
Varios experimentos por el mismo estilo aunque contrariados las más veces por el estado de la temperatura, dieron margen a que se creyese en la realidad del descubrimiento. Grande era la admiración que generalmente inspiró aun a los sabios más distinguidos y severos. Hízose otra prueba por entonces atando a un globo de forma elíptica de gran capacidad una jaula donde se hallaban encerrados varios animales, y aun cuando un fuerte golpe de viento deterioró en gran parte la máquina, no tardó en elevarse llevándose a sus pasajeros que estaban destinados a ser los primeros que abriesen al hombre una vía al través de los aires, ascendiendo a una altura de 1.440 pies; sostúvose en ella unos ocho minutos volviendo a caer a una distancia de 10.200 pies distantes del punto desde donde se había verificado su ascensión. Es de notar que los animales encerrados en la jaula no experimentaron lesión alguna.
Reconocida de este modo la potencia de las máquinas aereostáticas, como igualmente la graduación con que verificaban su descenso, alejando toda idea de peligro para el observador que intentase remontarse por su medio en los aires, Pilatre des Rosiers fue el primero que intentó ensayar esta atrevida navegación. Ha merecido que su nombre sea trasmitido a la posteridad, porque mucha debía ser su audacia y grandeza de alma para engolfarse con el único auxilio de un frágil esquife en el seno de la inmensidad de los aires, para ir de este modo cual otro Cristóbal Colón a tomar posesión en nombre de la humanidad de esa tormentosa región donde debiera quizá descubrir grandes misterios que hasta entonces habían quedado ignorados de las generaciones pasadas. Después de varios ensayos de Pilatre emprendidos primeramente por él solo, y después en compañía de un amigo suyo llamado Giroud de Villette, ensayos que tuvieron por objeto asegurar los medios más convenientes para dirigir el aereóstato, y hacerle descender a voluntad, intentaron un experimento decisivo el 21 de noviembre de 1783, y como ocupa un lugar importante en la historia de aereonáutica, reproducimos lo que sobre él leemos en el Diccionario de ciencias matemáticas del ya citado M. de Montferrier.
«La máquina construida en el arrabal de San Antonio en casa de un tal Réveillon, cuyo nombre llegó a adquirir algunos años después una triste celebridad, era de forma ovalada, y tenía cerca de 48 pies de diámetro y 74 de altura; engalanáronla con numerosos adornos y elegantes pinturas que representaban los signos del Zodiaco y las armas reales. En derredor del aparato habían practicado una galería enrejada, para que el aereonauta tuviese todas las comodidades posibles para mantener el fuego, o disminuirlo, según intentase subir o bajar. El peso de este aparato, combinado con el de los dos atrevidos observadores que iban a servirse de él, ascendía a 1.600 libras.
El marqués de Arlandes fue el que acompañó a Pilatre. El aereóstato salió del jardín de Réveillon, elevóse rápidamente a una prodigiosa altura, y veinte y cinco o treinta minutos después cayó a cinco leguas de París. El marqués de Arlandes nos ha dejado una interesantísima relación de este famoso viaje aéreo. Parece que los aereonautas encontraron varias corrientes de aire, que influyeron sensiblemente en la marcha de la máquina. La dirección de los diversos choques que experimentó ésta debieron ser de alto a bajo. Para colmo de ansiedad poco faltó para que quedase hecho presa de las llamas; lleno de terror, echó de ver el marqués que la parte inferior del aparato se hallaba en varios sitios agujereada por el fuego. Al punto reconoció el intrépido Pilatre la exactitud de su no menos valeroso compañero de peligros; pero no tardó en contener fácilmente los progresos del incendio con el auxilio de una esponja mojada, desvaneciéndose por este medio toda apariencia de riesgo. En este último viaje de Pilatre y del marqués de Arlandes concluye la historia del descubrimiento de Montgolfier, esto es, la de las máquinas aereostáticas que se elevaban con el auxilio del fuego.»
Para que pueda comprenderse mejor el uso del aire inflamable que el célebre físico Charles y su hermano Roberto sustituyeron a aquel primitivo y defectuoso procedimiento, no creemos fuera de propósito entrar aquí en algunos pormenores sobre la teoría de la aereonáutica.
Los principios de esta ciencia estriban completamente en las leyes de gravedad, presión y elasticidad del aire, en las de la gravedad específica de este fluido y de los cuerpos destinados a bogar en el espacio que ocupa. Se ha demostrado de un modo satisfactorio, por medio del conjunto de estas leyes, que todo cuerpo que en igualdad de volumen es específicamente más ligero que el aire atmosférico, habrá de elevarse y sostenerse en él a la manera que un pedazo de corcho, por ejemplo, se eleva y sostiene en el agua. Pero como existe una progresión decreciente en la densidad de la atmósfera que está en razón de la disminución de la presión del aire superior, el cuerpo que se eleve no podrá continuar su ascensión más allá del punto en que el aire circunvecino iguale su gravedad específica: cuando llegue a esta altura, irá flotando, o se verá repelido en la dirección de las corrientes de aire, con quienes entre en contacto. Un aereóstato o globo es un cuerpo de esta especie, cuya gravedad especifica habrá de ser necesariamente menor que la del aire atmosférico en que deba elevarse.
Todos saben que el calórico aplicado al aire lo enrarece, lo dilata, disminuyendo por consiguiente su gravedad específica. Tiene lugar esta disminución de la gravedad específica en proporción del grado de intensidad del calórico aplicado. Por cada grado del termómetro de Farenheit se ha observado que el aire se dilata 1/400: luego 400 grados de calórico, o más exactamente 435, habrán de duplicar precisamente el volumen de una masa de aire. Luego también si el aire encerrado en un aparato cualquiera se encuentra modificado por el calórico, dilatándose por consiguiente hasta el punto que su gravedad sea menos considerable que una masa igual de aire libre, este aparato habrá de elevarse en la atmósfera hasta que el aire que contenga se vaya resfriando y condensando más y más, o hasta que el aire que lo rodee, llegando a ser menos denso, obtenga una gravedad específica igual al del globo. En este caso deberá el aparato volver a bajar gradualmente, si no se renueva el calórico y no vuelve a disminuirse otra vez su gravedad específica. Pero si en lugar de recurrir a este medio, cuya práctica es muy difícil y peligrosa, se llenase el aparato de un fluido elástico más ligero que el aire atmosférico, continuaría elevándose hasta una altura en que las capas de aire que lo rodeasen, tuviesen el mismo grado de gravedad específica.
Este último problema ha llegado a resolverse empleando el gas hidrógeno. Como ya dejamos indicado, el físico Charles y su hermano Roberto, fueron los primeros que se atrevieron a correr los riesgos de este experimento. El aparato que hicieron construir con el producto de una suscripción que no tardó en realizarse, se diferenciaba en mucho de los hechos hasta entonces por el sistema Montgolfier. Era de forma esférica, de tafetán barnizado, de goma elástica y de 27 1/2 pies de diámetro. Tendieron una red por cima del hemisferio superior de este globo, sujetándolo en el círculo que marcaba su mitad; el todo terminaba en una navecilla en la que debían colocarse los viajeros, y desde donde podían hacer maniobrar una válvula, practicada en la extremidad del aparato por medio de una cuerda que llevaban en la mano. Esta disposición tenía por objeto permitir a los viajeros, sino el que pudiesen dirigir el globo, al menos que lo hiciesen más pesado a voluntad, dando salida a cierta cantidad de gas.
La siguiente figura completará la idea que ha podido formarse de este aparato aereostático perfeccionado del físico Charles su hermano Roberto.
El día 1.º de diciembre de 1783 tuvo lugar la ascensión de este aparato en el jardín de las Tullerías de París. Subieron a la navecilla los dos hermanos a las cuatro menos cuarto elevándose rápidamente en los aires en medio de los aplausos y gritos de júbilo de una inmensa concurrencia que había acudido de muy distantes puntos a la capital de Francia para gozar de este espectáculo tan extraño como nuevo.
No intentaremos referir todos los experimentos que desde aquella época se han intentado para ir mejorando este descubrimiento; algunos tuvieron funestos resultados. Pilatre de Rosiers que había inmortalizado su nombre tomando parte en la primera tentativa, pereció con su compañero Romain el 14 de junio de 1785. Los sabios modernos Biot y Gay-Lussac, y posteriormente este solo, emprendieron en 1804 varios experimentos aereostáticos con fin verdaderamente científico; porque hasta entonces este descubrimiento apenas había servido más que para excitar la pública curiosidad y solemnizar, como pudiera hacerlo un fútil juego de histriones, las fiestas populares. Sin embargo creyeron los franceses poder aplicar la aereonáutica al arte de la guerra; pero un solo ensayo que se practicó, según creo, cuando la batalla de Fleurus no ha llegado a repetirse, lo que prueba suficientemente que llegó a ser infructuoso.
Tan solo en 15 de setiembre de 1784 fue cuando el italiano Vicente Lunardi ensayó en Inglaterra un viaje aéreo. El célebre Blanchard acompañado de M. Sheldon, catedrático de anatomía de la Academia Real repitieron el mismo experimento en 16 de octubre siguiente. También merece que mencione a Garnerin que fue el primero que en 21 de setiembre de 1802, ensayó el atrevido experimento de subir a un globo y bajar de él con el auxilio de un para-caídas, aparato que había sido imaginado por Blanchard. El paracaídas no es más que un ancho paraguas de unos 30 pies de diámetro, sin ballenas ni mango, y dispuesto de modo que el aereonauta, que para usar de este aparato se coloca en un cesto de mimbres que de él pende, pueda abrirlo a voluntad. Este instrumento accesorio es tal como lo representa la siguiente figura:
Cuando el para-caídas se halla separado del globo, se abre necesariamente en razón de la resistencia del aire y permite al aereonauta que vaya bajando gradualmente a tierra. Saliole cumplidamente este experimento a Garnerin. Cuando este insigne aereonauta cortó la cuerda para separarla del globo y bajar con el auxilio del paracaídas, cayó primero con gran rapidez, pero algunos instantes después, cuando se abrió la máquina empezó a descender con más suavidad y gradualmente. Cuando llegó al suelo Garnerin experimentó varios choques violentos: cuando se le ayudó a salir del cesto tenia desencajado el semblante de terror, pero no tardó en recobrar sus sentidos y tranquilizarse.
Hoy día ya no se hace ningún experimento aereonáutico sin emplear la insuflación del gas hidrógeno en el globo. Este medio es muy costoso, por tanto hace difíciles los progresos de que parece susceptible este arte. Existen varios medios de preparar el gas hidrógeno que se empipa para llenar los globos. Todos son más o menos dispendiosos. El que se obtiene por medio de la incineración del carbón mineral requiere una pérdida de tiempo que convendría evitar en esta clase de experimentos, sin contar con lo embarazoso y complicado del aparato químico que se necesita para ello. Generalmente se sirven en Inglaterra y en Francia del gas obtenido por la descomposición del agua por medio del ácido sulfúrico y las limaduras de hierro, cuyo procedimiento práctico no pertenece a este lugar explicar.
Hemos presentado en esta breve reseña de la historia de la Aereonáutica cuanto puede interesar a la ciencia aereostática y decir relación con ella, omitiendo de intento entrar en consideraciones especulativas sobre este descubrimiento. Pocos han sido a la verdad sus progresos desde el experimento de Charles, quedando todavía por resolver de una manera concluyente y satisfactoria el gran problema de la navegación aérea: quédanos además que determinar con toda precisión los medios de dirigir el aereóstato: y puede decirse, que hasta el día, cuantos ensayos se han practicado al efecto, sino han salido infructuosos, al menos aun dejan mucho que desear al que quiera sin grave riesgo aventurarse a un viaje peligroso por los aires. Sin embargo todo nos induce a creer que este esfuerzo no ha de ser siempre imposible: en comprobación de nuestras esperanzas en el momento en que escribimos este artículo se están practicando ensayos que prometen los más felices resultados. Aludimos al famoso coche aéreo que todos consideran como el gran descubrimiento industrial de la Inglaterra. Aunque no se han hecho todavía de un modo definitivo suficientes excursiones regulares, ya una sociedad de especuladores ha pedido a las cámaras de aquella nación el privilegio de plantear un servicio de Omnibus aéreos en Londres, y los periódicos de toda Europa consideran el descubrimiento como definitivamente reconocido. De una notable Revista científica tomamos los datos siguientes:
«Construir una máquina de vapor, dice, que pueda moverse en los aires a voluntad de su conductor, transportando consigo a varios centenares de metros de distancia por cima del suelo, despachos, mercancías y pasajeros, tal es el problema mecánico que se ha propuesto resolver M. Henson. ¿Lo logrará? Aun se ignora; pero los medios que emplea para conseguir su objeto, son enteramente diferentes de los que hasta el día se han puesto en práctica, y bien podemos esperar que el éxito más o menos completo, llegará tarde que temprano a coronar sus esfuerzos.»
«Imagínese el lector, añade la citada Revista al describir la máquina de M. Henson, un carro cerrado por todos lados, destinado a contener los pasajeros, los equipajes, los maquinistas y el ingeniero conductor, y suspendido de un ancho bastidor ligero, pero muy fuerte, cubierto de un tejido no menos fuerte y ligero. Este bastidor, que tiene 150 pies de largo con 30 de ancho, hace el oficio de alas, aunque no tiene ni articulaciones ni movimiento de ninguna especie. Por uno de los dos lados se adelanta en la atmósfera más que por el opuesto, cuando marcha la máquina. En la mitad del lado inferior se une una cola de 30 pies de largo sobre la cual está el timón.
«Estos apéndices sirven para dar dirección y se mueven por medio de cuerdas que parten del carro. Detrás del bastidor se encuentran además dos ruedas de 20 pies de diámetro a manera de aspas de molino de viento y movidos por una máquina de vapor, cuya fuerza es de 20 caballos; su peso, con su condensador y agua necesaria, no excede de 600 libras. El condensador y el generador, son seguramente lo más curioso del aparato: el generador lo forman unos cincuenta conos truncados y trepados, colocados por cima y alrededor de la hornilla. El condensador se compone de pequeños tubos expuestos a la corriente del aire producido por la marcha precipitada de la máquina.
«Esta ingeniosa máquina con su carbón, su agua, su cargamento y pasajeros, no bajará de 3.000 libras; pero como su superficie total es de 4.500 pies cuadrados, se cree que este peso, calculado por pulgadas cuadradas, será mucho menor respectivamente que el de muchas aves.{1}»
Tal es el estado actual de la Aereostática aplicada, y las esperanzas que acaba de inspirar.
Si por una feliz casualidad (porque por desgracia y para mengua de la humanidad casi todos los grandes descubrimientos que hasta el día ha hecho la especie inteligente, se deben al acaso), si por feliz casualidad, repito, llegasen a realizarse éstas esperanzas fundadas en probabilidades más o menos razonables, este hecho solo bastaría para ilustrar el siglo XIX, a la manera que la brújula, la pólvora y la imprenta han inmortalizado a algunos de los que le han precedido, cambiando enteramente la faz del mundo.
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{1} Ya teníamos terminado este artículo cuando acabamos de leer en un periódico inglés el fin desgraciado que ha tenido el ómnibus aéreo. Por una imprudencia de uno de los operarios, y cuando ya se había elevado la prodigiosa máquina, se prendió fuego al aparato de las alas, cayendo en el mar donde quedó sepultada.