Filosofía en español 
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Soberanía

Concepto político muy discutido, puede entenderse como “el poder jurídico, supremo y constituyente del Estado”. Se trata, en efecto, de la especie más saliente de la autoridad política y mediante ella se define de un modo cabal la personalidad jurídica del Estado. O sea, si en la persona individual la personalidad en su sentido pleno entraña la capacidad jurídica, en la sociedad política independiente, en el Estado, su personalidad plena entraña la soberanía. Ésta viene a ser, en gran modo, el poder político por antonomasia.

El carácter jurídico del poder soberano, es decir, de la soberanía es considerado justamente de derecho natural. Si se partiera siempre en la organización de los Estados de los poderes de hecho, supondríamos que la fuerza se justifica únicamente por razón de su existencia. La soberanía –indica Suárez– es una propiedad resultante o una consecuencia de las leyes naturales, porque Dios no podía dejar a la sociedad sin un poder de conservación. Y del mismo modo que el poder individual de regirse le adviene al hombre con el uso de la razón, lo propio viene a ocurrir con el poder dado a la sociedad por el Autor de la Naturaleza con intervención y consentimiento de los hombres que forman la sociedad civil. Por otra parte, poder soberano es incondicionado, es decir, supremo. En el orden jerárquico de los poderes públicos, el que se halla en la cúspide es el soberano; la soberanía, según esto, entraña, en primer término, el poder de dominación, que es consecuencia del derecho de dominación, o sea, de la legitimidad del poder público. Pero el poder de dominación no autoriza a suponer que la soberanía entraña el absolutismo. Cuando empezó a tergiversarse el concepto aristotélico de la autarqueia (“autarquía”) y el sentido cristiano de la autoridad humana y política, se llegó a una falsa idea de la soberanía, que alcanzó incluso a proclamarse única, suprema e irresistible. Quiso hacérsela independiente de todo derecho y de toda sujeción racional. La significación absolutista y tiránica prosiguió, con mayor empeño si cabe, cuando más tarde se la radicó en el pueblo, culminando, en la época de la Revolución Francesa, en la Convención, que se arrogaba todos los poderes. Los autores contemporáneos han querido eliminar el sentido tiránico de la soberanía incluyendo en su concepto una nota limitativa del poder: la autodeterminación, en otra forma, la significación de poder constituyente. Quiérese así que, por ser constituyente, tal poder pueda señalar no sólo los límites de su competencia sino también los que correspondan a las demás autoridades. El carácter de soberanía vendría a ser, así, la diferencia específica que separa la autoridad soberana de las que no lo son. De aquí que muchos autores han considerado a la autolimitación en el poder público, o, mejor, el derecho de autodeterminación –señalando en cierto modo el contenido de su propia competencia y autoridad– el signo distintivo de la soberanía, con el bien entendido de que tal poder ha de determinarse de acuerdo con el derecho natural y tener por objeto únicamente el bien público.

Se han señalado modalidades o fases a la soberanía. Es clásica la distinción de la soberanía en originaria, constituyente y constituida. La primera viene a ser el “derecho”, única razón del poder, la segunda se halla en la sociedad constituida como verdadera persona jurídica para el cumplimiento armónico de sus fines, y la tercera se concreta en la representación o autoridad legítima de las naciones o de los Estados. La distinción anterior marca en gran modo el proceso de la soberanía, pues ésta primero se origina, después se consolida (posiblemente en una Constitución) y luego funciona o se ejercita. También enlaza con el concepto de soberanía y sus caracteres esenciales, pues –como se ha indicado– el poder para ser soberano ha de ser jurídico, constituyente y supremo.

Es de notar que la soberanía política adquirió “dignidad y prestigio” por la razón y prudencia ejercidas singularmente por la Iglesia Católica. Ello se destaca, documentándose sabiamente, en la notable Encíclica de León XIII Diuturnum illud, sobre la autoridad, dada el 29 de junio de 1881 (Cfr. esp. n. 23). Igualmente importa señalar que la soberanía política “no está vinculada a una forma determinada de gobierno”, como se expresa magistralmente en la Encíclica del mismo Papa León XIII Inmortale Dei, sobre la constitución cristiana del Estado (1.° de noviembre de 1885), donde consta que “el derecho de soberanía, en razón de sí propio, no está necesariamente vinculado a tal o cual forma de gobierno; puédese escoger y tomar legítimamente una u otra forma política, con tal que no le falte capacidad de cooperar eficazmente al provecho común de todos. Mas cualquiera que sea esta forma, los jefes o príncipes del Estado deben poner la mira totalmente en Dios, Supremo Gobernador del Universo, y proponérselo como ejemplar y ley en el administrar la república” (Cfr. León XIII, Enc. cit., n. 6 y 7). Por lo que respecta a la dependencia divina de la autoridad civil, es decir, el fundamento en Dios del derecho de soberanía, S. S. el Papa actual, Pío XII, en su Encíclica Summi Pontificatus, sobre la unidad, caridad y justicia entre los hombres (20 octubre 1939), señala el olvido de tal dependencia como uno de los errores de la época moderna, que nacen del agnosticismo religioso y moral. Escribe el Papa: “Si el olvido de la ley de caridad universal, única que puede consolidar la paz apagando odios y atenuando rencores y desavenencias, es fuente de gravísimos males para la convivencia pacífica de los pueblos, no menos nocivo al bienestar de las naciones y a la prosperidad de la ingente sociedad humana, que recoge y abraza dentro de sus confines a todos los pueblos, aparece el error que se encierra en aquellas concepciones que no dudan en separar la autoridad civil de toda dependencia del Ser Supremo (Causa primera y Señor absoluto, tanto del hombre como de la sociedad) y de toda ligadura de ley trascendente, que deriva de Dios como de fuente primaria, y conceden a esta misma autoridad una facultad ilimitada de acción, abandonándola a las ondas mudables del arbitrio, o únicamente a los dictámenes de exigencias históricas contingentes y de intereses relativos. – Renegando en tal modo de la autoridad de Dios y del imperio de su ley, el poder civil, por consecuencia ineludible, tiende a apropiarse aquella absoluta autonomía que sólo compete al Supremo Hacedor, a hacer las veces de Omnipotente, elevando el estado o la colectividad a fin último de la vida, a último criterio del orden moral y jurídico, y prohibiendo, consiguientemente, toda apelación a los principios de la razón natural y de la conciencia cristiana” (Pío XII, Enc. cit., n. 22, 23 frag.).

En la época moderna se ha discutido por los teólogos y diferentes autores de derecho natural y derecho público la cuestión de la soberanía del pueblo, llegándose muchas veces a exageraciones e imprecisiones que los autores cristianos se esfuerzan en destacar, precisando la doctrina más justa. Dicha cuestión se enlaza con la relativa a la autoridad social y, sobre todo, la relativa al origen de la autoridad civil. Ésta se define como “la facultad moral de dirigir la acción social al bien común de la sociedad”. Suele llamarse a veces “razón” y, también, “fuerza social”, porque es una fuerza moral que arrastra a la consecución del bien común, que es el fin de la sociedad. Desde el punto de vista cristiano y atendiendo a lo escrito por eminentes teólogos de la Cristiandad, se demuestra que la autoridad civil viene de Dios, porque Dios quiere que haya autoridad civil y ésta no puede subsistir sin autoridad; por otra parte, según Belarmino, Suárez y muchos de los escolásticos antiguos, la autoridad civil, próximamente, viene del pueblo (representado por los socios o miembros de la sociedad civil), cuyos hombres convienen libremente en formar la sociedad y elegir la autoridad. Es decir, resumiendo, la autoridad civil reconoce como autor, por una parte, a Dios, por otra parte, a los socios (los miembros de la sociedad, el pueblo). Ahora bien; ¿cómo concurre Dios y cómo concurren los miembros de la sociedad a la creación de la autoridad? Belarmino y Suárez explican que Dios entrega directamente la autoridad a la sociedad, pues no hay persona, alguna que reclame para sí derecho exclusivo. La sociedad la transmite íntegra a la persona u organismo que la ha de ejercer; así concurren Dios y los socios a la institución de la autoridad. El Cardenal Belarmino se expresa claramente en el De Laicis (I, 3, c. 6) acerca del origen inmediatamente divino del poder político, aunque éste se tiene “mediante el consejo y elección humana, como en todas las cosas que pertenecen al derecho de gentes”. Suárez, en su Defensio Fidei (I, 3.°, c. II, I, 3), indica, con magistral doctrina, una posición justa sobre el origen divino de la potestad civil; escribe: “La potestad civil suprema considerada en sí misma ha sido dada por Dios a los hombres que forman la sociedad, no por un acto positivo, sino por cierta natural resultancia de la creación de la sociedad, y por tanto, no está la autoridad en ésta o en aquella persona u organismo, sino en toda la sociedad... De aquí se deduce que ningún rey o monarca tiene la autoridad (de ley ordinaria) recibida inmediatamente de Dios, sino mediante la voluntad e institución humana.” Y añade a continuación, de modo contundente: “Hoc est egregium theologiae axioma, no por irrisión, como dice el rey Jacobo de Inglaterra, sino, bien entendido, muy verdadero y muy necesario para entender los fines y los límites de la potestad civil” (F. Suárez, o. c., lug. cit.).

Según Rousseau (V.) y los liberales, la autoridad, libremente elegida, siempre revocable en teoría a voluntad de cada uno, viene a ser la única fuente de todos los derechos y de todos los deberes (teoría del Pueblo soberano). Esta doctrina prácticamente conduce, por reacción o consecuencia lógica de los hechos, a una tiranía absoluta o, en otro sentido, a una anarquía completa, a la rebelión constante de los que juzgan que la autoridad o las leyes no expresan siempre su voluntad libre. Así, la doctrina de Rousseau y los liberales viene a oponerse a la posición tradicional, afirmando que siendo la sociedad civil el resultado de un contrato libre (contractualismo), la autoridad civil no es otra cosa que la suma de las libertades individuales, que se enajenan para formar una voluntad general única que las exprese y salvaguarde todas. En el art. 3.° de la famosa Declaración de los Derechos del Hombre, se dice expresivamente: “El principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación”. Por tanto, la autoridad emana del pueblo soberano, de la cual es ella el representante. Explicada así la autoridad es lógicamente muy caduca, frágil y movible, como lo es la caprichosa voluntad de los individuos que ella pretende expresar; además, el hombre no forma sociedades civiles para verse despojar de su libertad personal y de sus legítimos derechos por una voluntad anónima todopoderosa (como de hecho ha ocurrido trágicamente en nuestro tiempo), sino, muy al contrario, para ponerlos más en seguridad. Otro punto, complementario acaso, y relativo al pueblo y su pretendida soberanía exclusiva, conviene destacar. En nuestro tiempo se ha defendido enormemente la llamada democracia (término antiguo de la doctrina política), o gobierno del pueblo por el pueblo, es decir, en la práctica, por los representantes que éste elige para un período de tiempo más o menos largo. Pero, tanto en la teoría como en los hechos, se ha desvirtuado a más no poder el recto sentido de una democracia o mandato popular, llegándose a una ambigüedad en la expresión y en su significado y principios, que requieren de una precisión rigurosa para no incurrir en exageraciones y confusiones de consecuencias realmente funestas para la colectividad.

El papa León XIII, con magnífica doctrina y admirable sentido didáctico, expone cristianamente las bases fundamentales del orden social. Expresiva y ciertamente, en su Encíclica Diuturnum illud, de 29 de junio de 1881 –que antes citábamos–, expone la doctrina cristiana sobre la autoridad. Claramente dice que el pueblo no es en sí mismo el origen de la autoridad, aunque en ocasiones puede designar los gobernantes. En este sentido, explica: “Aunque el hombre, incitado por cierta arrogancia y contumacia, intenta muchas veces romper los frenos del mando, jamás, sin embargo, pudo conseguir el no obedecer a nadie. En toda reunión y comunidad de hombres, la misma necesidad obliga a que haya algunos que manden, con el fin de que la sociedad, destituida de principio o cabeza que la rija, no se disuelva y se vea privada de conseguir el fin para que nació y fue constituida. – Pero si no pudo suceder que la potestad política se quitase de en medio de las ciudades, agradó ciertamente emplear todas las artes y medios para debilitar su fuerza y disminuir la majestad, y esto sucedió principalísimamente en el siglo XVI, cuando una perniciosa novedad de opiniones infatuó a muchísimos. Después de aquel tiempo, la multitud pretendió, no sólo que se le diese la libertad con más amplitud de lo que era justo, sino que también le pareció formar a su arbitrio un origen y constitución de sociedad civil de los hombres. – Y, aún más, muchos modernos, siguiendo las pisadas de aquellos que en el siglo anterior se dieron el nombre de filósofos, dicen que toda potestad viene del pueblo, por lo cual los que la ejercen no la ejercen como suya, sino como mandato o encargo del pueblo; de modo que es ley entre estos modernos que la misma voluntad del pueblo que legó la potestad puede revocar su acuerdo cuando le pluguiere. Muy otra es en este punto la creencia de los hombres católicos, que el derecho de mandar lo toman de Dios como de principio natural y necesario. – Interesa atender en este lugar que aquellos que han de gobernar las repúblicas pueden, en algunos casos, ser elegidos por la voluntad y juicio de la multitud, sin que se oponga ni lo repugne la doctrina católica. Con cuya elección se designa ciertamente el príncipe, mas no se confieren los derechos del principado; ni se da el mando, sino que se establece quién lo ha de ejercer. – Ni aquí se cuestiona acerca de las formas de gobierno, pues no hay por qué la Iglesia no apruebe el principado de uno solo o de muchos, con tal que sea justo y atienda a la común utilidad. Por lo cual, salvo la justicia, no se prohíbe a los pueblos el que adopten aquel sistema de gobierno que sea más apto y conveniente a su natural o a los instintos y costumbres de sus antepasados. – Pero, por lo que respecta al imperio o mando político, la Iglesia enseña rectamente que éste viene de Dios, pues ella misma lo encuentra claramente atestiguado en las Sagradas Letras y en los monumentos de la antigüedad cristiana, y además no puede excogitarse alguna doctrina que sea, o más conveniente a la razón o más conforme a la salud de los príncipes y de los pueblos” (Enc. cit., nos. 4, 5, 6 y 7: en la transc. del P. Joaquín Azpiazu, Direc. Pontif. en el Orden Social, 6.ª ed., Madrid, 1944, páginas 11-12). Expone después el Papa –a continuación del texto citado– las demostraciones de esta doctrina por el Antiguo, el Nuevo Testamento, la tradición de la Iglesia, la razón humana..., destacando “las doctrinas erróneas” acerca de ello y, sobre todo, los “frutos de la doctrina católica acerca de la autoridad” (Cfr. Enc. cit., lug. cit., cont.).

En su famosa carta a los cardenales franceses de 3 de mayo de 1892, a propósito del ralliement, precisa nítidamente el propio León XIII: “Si el poder político viene siempre de Dios, no se sigue de ahí que la designación divina afecte siempre e inmediatamente a los modos de transmitir ese poder, ni a las formas contingentes que reviste, ni a las personas que son sujeto del mismo. La misma variedad de tales modos en las diversas naciones muestra hasta la evidencia el carácter humano de su origen” (cfr. lug. cit). Y en su notable Encíclica Inmortale Dei, del 1.° de noviembre de 1885, explica León XIII la constitución cristiana del Estado, destacando la doctrina antes citada y atajando los excesos liberalistas, el roussonianismo (contractualismo liberal) y los desenfrenos modernistas en el terreno social, jurídico y político de muchas doctrinas de nuestra época. Todavía hoy tienen una aplicabilidad manifiesta. Dice, exponiendo la falsedad de las doctrinas erróneas sobre la sociedad y la potestad civil y las condenaciones de los Romanos Pontífices respecto a las mismas: “De estas declaraciones pontificias lo que debe tenerse presente, sobre todo, es que el origen de la autoridad pública hay que ponerlo en Dios, no en la multitud; que el derecho de rebelión es contrario a la razón misma; que no es lícito a los particulares, como tampoco a los Estados, prescindir de sus deberes religiosos o mirar con igualdad unos y otros cultos, aunque contrarios; que no debe reputarse como uno de los derechos de los ciudadanos, ni como cosa merecedora de favor y amparo, la libertad desenfrenada de pensar y de publicar sus pensamientos” (Enc. ú. cit., lug. cit., n. 43; extr. de la transcr. y ed. cits., p. 45). En cuanto a la cuestión de la “democracia”, León XIII señala concretamente los aspectos y características que debe revestir una verdadera democracia cristiana, entendida en el sentido social como la acción popular consistente en crear para las clases trabajadoras unas condiciones de vida verdaderamente justas y humanas. Mas una acción popular rectamente interpretada, con las direcciones y distinciones propias “de toda sociedad bien constituida”, como enseña el Papa citado en su Encíclica Graves de communi. del 18 de enero de 1901, en la que se defiende “el recto sentido de la democracia cristiana” y se señalan “los caminos por donde debe correr dentro del cauce fecundo de la Iglesia Católica” (J. Azpiazu, O. c., e. c., p. 385).