Filosofía en español 
Filosofía en español


Pueblo

Se dice de los habitantes de un lugar o Estado, y, también, del mismo lugar o Estado habitado. En un sentido muy importante se identifica con población (V.): como el elemento humano de una nación, ciudad o territorio, y, también, correlativamente, el lugar (villa, ciudad, nación, &c.) que se ocupa por dicho elemento humano, por los hombres (que los “pueblan”, “pobladores” de un determinado sitio o lugar). De tiempo, pueblo ha venido a significar, también, la clase humilde de la población, y, asimismo, la plebe, el vulgo. Modernamente, o, mejor dicho, contemporáneamente, ha venido a designar la clase obrera (”los obreros” o trabajadores) o “proletaria”, o, en forma estereotipada por ciertas corrientes, el proletariado (V.).

Propiamente, en términos morales y jurídicos, pueblo indica la sociedad civil en un sentido especial, como sujeta a una autoridad y unas normas. De hecho, dicha autoridad, en cuanto tal o en el ejercicio de la misma, no se considera pueblo en su estricto sentido. Muchos autores de Derecho natural han considerado el pueblo una de las formas típicas de la sociedad natural, al lado de la familia y el Estado, entendiéndolo como la nación en su sentido humano, y, aun, a veces, por extensión o aplicación, en su sentido territorial (que no es ya sociedad, pero que contribuye a determinarla en el caso de la → nación). Otro modo de determinar el pueblo en sentido moral y jurídico es el que establece dos grandes grupos de sociedades: las amorfas (no organizadas) y las orgánicas (u organizadas), entendiendo que en el primer grupo pueden figurar la muchedumbre, el público, las clases sociales, el pueblo y la nación, y, en el segundo, la reunión, la asamblea, la asociación libre y la sociedad natural (propiamente tal o en sentido estricto; en este último apartado figurarían la familia, el Estado y el municipio). Parece más propio, sin embargo, entender el pueblo, simplemente, como el elemento humano de un Estado o de una comunidad perfectamente establecida y con carácter duradero, siempre con sujeción a una autoridad, siguiendo unas normas de vida y una organización tal o cual, y constituyendo, en conjunto, una de las formas de la sociedad, en su sentido amplio (V. ESTADO. SOCIEDAD).

Por la historia bíblica y descripción del antiguo Israel y sus moradores, parece ser que pueblo fue un título apropiado por los judíos. Es un hecho cierto que la población judía era inasimilable a los pueblos en que ella vivía y se multiplicaba. Ya Amán había dicho a Asuero: “Hay un pueblo disperso por todas las provincias de tu reino, pero que vive aparte sin mezclarse con los otros pueblos el cual guarda leyes y ceremonias nuevas, y, además, menosprecia los decretos del rey. Y muy bien sabes que no conviene a tu reino que ese pueblo se insolente por la libertad de que goza” (Esth., III, 8). La nación judía, en efecto, estaba sujeta a unas creencias que por la severidad de sus leyes ayudaban no poco a su aislamiento; prohibición de todo culto idolátrico, prohibición de los matrimonios mixtos, de asistir a los teatros, circos, gimnasios, termas, de sentarse a la mesa con un gentil, prohibición del servicio militar, del desempeño de cargos públicos. De hecho, los judíos, por ser una misma raza, formaban otra ciudad dentro de la ciudad que los cobijase, al alejarse de sus lugares propios. Estrabón cuenta que “los judíos recibieron en Egipto un lugar separado para habitar en la ciudad de Alejandría, donde les fue asignado un barrio grande. Gobiérnalos un etnarca, que administra los negocios de la nación, dirime los pleitos, asegura la ejecución de los contratos y de las leyes, lo mismo exactamente que si fuese gobernador de una ciudad independiente” (Estrab., cit. por F. Josefo, Antiquit., XIV, 7, 2. – Th. Reinach, Textes d'auteurs grecs et romains relatifs au judaîsme, París, 1895, p. 92). Finalmente, debe concretarse que los judíos usurparon los nombres de ethnos y laos como nombres oficiales para sus juderías, en Esmirna y Jerápolis, por ejemplo, como consta por las inscripciones (Schürer, II, 14 y 17; cit. por P. Batiffol, La Iglesia Primitiva y el Catolicismo, ed. esp., Herder, 1912, p. 3).

Los cristianos vienen a formar, histórica y realmente, un pueblo nuevo. Primitivamente, en cuanto tales, se consideraban como un “tertium genus”, una generación nueva y separada de las demás. El término génos significaba para ellos un aspecto particular de la Iglesia de Dios. El concepto de generación nueva, pueblo de Dios, lo encontramos en las grandes epístolas de San Pablo. Según éste, el género humano se compone de dos razas: la de los judíos y la de los griegos, con los cuales se cuentan los que éstos llaman bárbaros (o extranjeros). Mas afirma que “no hay diferencia entre griegos y judíos, porque uno mismo es el señor de todos, rico para con todos los que le invocan: porque todo el que invocare el nombre del Señor, será salvo” (Rom., X, 12-13). Ciertamente, el privilegio concedido a Israel por su linaje y por su Ley, se declara abolido: “la fe en la verdad” y “la santificación del espíritu”, conseguidos por “la predicación del Evangelio” (2 Thess., II, 13), forman un pueblo “descendiente de Abrahán” (Gál., III, 29), el cual ya no es griego ni judío, y se distingue, sin confusión posible, tanto de los judíos como de los griegos (I Cor., X, 32, en que se dice: “No escandalicéis a los judíos, ni a los gentiles ni a la Iglesia de Dios”). Va a levantarse una dificultad, como piedra de escándalo: la reprobación de los judíos (Cfr. Rom., IX-XI). Y, así, los cristianos, separados de los judíos, cuya ley repudian, y de los gentiles, cuyos dioses abominan, son de hecho una dispersión de comunidades fundadas por los apóstoles de Cristo y unidas entre sí por una cohesión espiritual y visible. Apropian a esta dispersión el nombre de Ecclesia, la Iglesia de Dios; aun antes de aceptar expresamente la denominación propia de cristianos, que les han dado los griegos. Son el pueblo nuevo: el pueblo de Dios, los herederos de Cristo. “Vosotros –dice a los cristianos san Pedro– sois linaje escogido, sacerdocio real, gente santa, pueblo de adquisición; para que publiquéis las grandezas de Aquel que de las tinieblas os llamó a su maravillosa luz” (I Petr., II, 9). En medio del mundo incrédulo, los cristianos participan de la luz; son hermanos, son una familia, un linaje, mas un linaje escogido libremente por Dios; son, al decir del Apóstol, una casta sacerdotal y real, una nación (ednos) santa, un pueblo nuevo de Dios (I Petr., íd.); son ovejas descarriadas (esp. se dice de los gentiles convertidos) que han vuelto al pastor y al obispo de las almas que es Dios (I Petr., II, 25). San Pedro y los escritores eclesiásticos posteriores dan la máxima importancia a los dones del Espíritu que anima al pueblo nuevo, declarando siempre la novedad de este pueblo cristiano, redimido por la sangre de Cristo.