Filosofía en español 
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Nación

Se entiende generalmente por nación la “unidad moral” que, entre un considerable número de personas, resulta de una comunidad de raza o –por lo menos– de cultura, lengua, tradiciones históricas… incluso aspiraciones (apetencias comunes). Los tratadistas del tema consideran justamente que la nación no se realiza plenamente, o sea su constitución no es perfecta, si a la unión moral de los ciudadanos no corresponde la unidad política de un Estado. Según esto, “nación” y “Estado” se correlacionan en un sentido y, lo que es más, se complementan. Una nación se realiza en su ser, en su entidad –como tal– en el Estado; es decir, la constitución en Estado es el fin propio y próximo de la nación. Claro está que, en sentido algo impreciso, más bien podemos decir genérico, nación y Estado son conceptos sinónimos, que indican una organización políticosocial independiente, de pueblos (V. Estado).

La nación, se ha dicho, circunscribe el elemento personal de un Estado. En este sentido, puede hablarse del pueblo –elemento personal– o población como concepto éticosocial y político anterior al de nación y de Estado (V. Población, → Pueblo). La población de un Estado, y, aun, de un territorio determinado se agrupa y moldea mediante la nación. Hauriou hace notar que la nación es, no sólo una población unificada, sino también una población organizada. El primer carácter lo da la comunidad de raza, de cultura, de civilización y de aspiraciones; el segundo deviene porque la historia ha distribuido en clases u órdenes a la población de que se trata, dándole a un tiempo instituciones primarias comunes que la hacen apta para constituir la unidad de “nación” y, aun, finalmente, la capacidad para realizarse en Estado independiente y libre. Así, la nación es una forma de agrupación social, es decir, un tipo de sociedad. Es, para muchos autores, una de las clases de sociedad natural (V. Social, Sociedad). La agrupación o unificación social se produce por fusión de elementos históricoculturales de muy diverso orden (geográfico, lingüístico, racial, religioso, económico…), exteriorizándose mediante la comunidad de aspiraciones y sirviendo plenamente de soporte a la constitución del Estado. La identidad de intereses, la comunidad de aspiraciones, la unidad de fin viene a establecerse como el elemento determinativo de la nación (para muchos filósofos del derecho). En otro aspecto, la integración humana históricocultural hace en un mismo territorio sentir y considerar la relación común, el vínculo social existente, el ya indicado fin único, determinando también, subjetivamente, la nación. Nación como una gran familia, como un pueblo independiente, separado y distinto de los demás, aunque relacionado con los otros de diversas formas. Y, precisamente, la nación, considerada como una gran familia amada, se denomina patria. Un elevado concepto que se relaciona innegablemente con el de país y, en sentido, más humano, como decimos, con el de nación.

Se ha pretendido especificar la significación de “nación” partiendo exclusivamente de uno o dos caracteres, más o menos íntimos o más o menos externos, que la integran. Aparte las determinaciones indicadas, de carácter complejo y positivamente humano, resulta difícil precisar el integrante fundamental de la nación o integral básica de la misma, partiendo de algún elemento real constituyente, aislado de otros condicionantes, puesto que se trata de un concepto en sí complejo y verdaderamente integrado en su estructura en virtud de la misma complejidad humana que compone y constituye su realidad. En efecto, la nación, compuesta de hombres, implica como mínimo la misma complejidad que dimana de la integración del hombre, de la dualidad del compuesto humano, tan eficaz y plenamente derivado y combinado en la manifestación de la nación. Esto nos hace pensar que no cabe desentenderse de que toda forma social, toda sociedad o manifestación social se asienta en el hombre y en su racionalidad y sociabilidad (V. Sociedad).

Entre los elementos excogitados para formular característica y determinativamente a la nación se encuentran, principalmente, la raza, el lenguaje, el territorio, la cultura. También, se ha dicho, la religión es elemento básico, primordial, determinativo. Respecto al primero, recordemos la definición de nación que da, por ejemplo, Burgess: “una población de unidad étnica que habita un territorio dotado de unidad geográfica”. Con ello surge el concepto, exclusivamente etnológico, de nación; natus y nascor –que explican la voz originaria en las lenguas latinas– expresan comunidad de raza, relaciones de origen y parentesco étnico, unidad de estirpe, línea y entronque racial. La nación, según esto, se fundamenta en la raza. Pero a tal posición se objeta que la unidad y pureza de la raza no son siempre una realidad y que de la misma no pueden seguirse tampoco consecuencias sociales y políticas de un modo absoluto o necesario; las razas son más bien mixtas, según el común parecer de los antropólogos, y, por otra parte, admitiendo –si se quiere– excepciones posibles en los pueblos primitivos y salvajes, pueden producir diversos tipos de cultura y de adaptación socialpolítica no exclusivos de ninguna determinada. Por lo tanto, la raza, si bien hasta cierto punto puede admitirse como un factor real constitutivo de la nación, no debe considerarse como factor exclusivo. La lengua, el lenguaje común, el “idioma” se ha tomado también como determinante básico de la nación. Se trata, indiscutiblemente, de un importante elemento nacional, que sirve de coordinante de los pueblos, de expresión común, de manifestación social determinada, sentido de permanencia de la misma… &c. Gumplowiz, por ejemplo, constituye el lenguaje en el medio típico de expresión de la unidad característica de la nacionalidad. Pero, aparte que una lengua suele descomponerse en dialectos y éstos – desarrollándose y acrisolándose en nuevas lenguas– descompondrían lo mismo que se supone que unifican; existen otros factores cohesionantes de tanta o más eficacia integradora que el lenguaje, sin negar que éste lo es en grado sumo, aunque no exclusivo. El exclusivismo de la lengua en la formación nacional nos llevaría a verdaderos contrasentidos, se ha señalado acertadamente. Poblaciones a veces muy alejadas territorialmente, e incluso culturalmente, deberían pertenecer a una misma nación, por tener un mismo lenguaje originario y, al revés, existen naciones bien caracterizadas con diversas lenguas, Suiza, por ejemplo. En cuanto a la religión, respecto a la formación e integración de la nación, debe tenérsela por un factor muy importante, mas tampoco exclusivo. No puede negársele –aparte su valor humano, personal y colectivo; aparte de significar la más alta relación existente y posible– su carácter cohesionante; liga a los pueblos, unifica criterios, aúna voluntades, distingue a los hombres. Por otra parte, las luchas religiosas son disgregadoras, dividen a los pueblos, establecen separaciones, a veces casi irremediables. Pero la religión – específicamente la verdadera– en sí misma es universal, ecuménica. Junta a los pueblos y a los hombres sin distinción de razas ni de culturas, hace sentir la unidad de su destino, especifica el bien común y último del hombre, en general, y de los individuos todos, en particular. La religión auténtica en sí misma no implica, no exige nación tal o cual. Es verdad que la fe –y su defensa ardiente y decidida– es un poderoso influjo en la formación nacional, un elemento coordinante de gran fuerza, un motivo y móvil especificador. Sin embargo, como decíamos, no es el factor único de formación nacional, no es elemento exclusivo. Pueden incluso admitirse, y de hecho se dan, naciones que comprenden varias religiones, y, en otro sentido, naciones sin una fe demasiado sincera, sin religión auténtica, sin vivencia religiosa primordial y cohesionante básico de su nacionalidad. La unidad cultural es otro gran elemento, pero los estudios –cada día más extensos y precisos– de la etnografía, etnología, ciencia de la cultura, &c., no permiten exagerar respecto a los exclusivismos de la cultura y a su sentido patriótico o nacional. También la cultura tiene más bien carácter universal y expansivo, se aviene –aun a veces a sus peculiaridades– a distintas especies de pueblos, no distingue preferentemente hasta el punto de poderle considerar un factor único de formación nacionalista. Lo mismo podríamos decir del derecho, de la economía, de la moral, en definitiva, formas humanoculturales, a veces características, pero no siempre ni suficientemente. Por lo que respecta al territorio, a la tierra, al “país”, el lugar propio –podríamos decir– de la nación, el espacio nacional, al que podríamos añadir otros factores geográficos, debe notarse que sirve de soporte a la nación, deviene uno de los grandes elementos constitutivos del Estado pero tampoco es elemento exclusivo, ya que también sirve de soporte espacial a otras formas sociales y políticas (v. gr., el municipio) y, por otra parte, su delimitación sería difícil establecerla en la mayor parte de los casos respecto a la nación, aunque se hace indispensable trazarla en cuanto a la formación del Estado. Lo que llamamos el “suelo nacional”, el “suelo patrio” no es lo único que hace a la nación o a la patria. Es, sin embargo, repetimos, su soporte espacial (→ Patria).

La nación, pues, se constituye, no por el influjo de algún factor determinativo –por importante que sea–, sino por la coincidencia, coordinación o reunión de varios, unidos por lo general a la comunidad de tradiciones, de intereses (necesidades y apetencias), de aspiraciones. La “comunidad de aspiraciones”, como señalábamos, deviene un factor determinante fundamental, desde el punto de vista subjetivo-humano de la nación. Los individuos se unen y se consideran unos en la colectividad en cuanto coinciden y se complementan en el deseo y logro de aspiraciones. Y, principalmente, elementos varios y aspiraciones comunes se integran en la nación por cohesión y circunstancia histórica. La historia expresa y sintetiza la patria común, el sentido nacional la conciencia común y distinta de los pueblos. Es decir, en su desenvolvimiento histórico los pueblos se muestran ellos mismos, se expresan en su intención y características, en su unidad. Por esto puede decirse que la nación no adquiere caracteres determinados y auténtica fuerza o realidad como tal sin la historia, sin el factor histórico, que contribuye eficazmente a la adquisición y realización de la “personalidad nacional”. Este es un modo de personalidad colectiva, social y política. La historia expresa, como se ha dicho justamente, el sentimiento de la nacionalidad (ver Nacionalidad). Así, en resumen, la nación no indica tan sólo un parentesco racial o cultural, sino, en su sentido más noble, un parentesco espiritual, que se expresa distintamente en unidad histórica.

La realización en el Estado de la nación no siempre es positiva. En otra forma, no siempre se consigue plenamente. De hecho, con frecuencia no coinciden el Estado y la nación, sea porque un mismo Estado comprende la totalidad o parte de varias naciones, sea porque una nación está desmembrada en varios Estados, que expresan en mayor o menor grado –en un aspecto o en todo– el espíritu nacional.

Debe recordarse que la Iglesia Católica y sus Pontífices trabajan en pro de las naciones e insisten en la libre dependencia y solidaridad entre las mismas. En otro orden, no hay que olvidar que el amor patrio, el amor nacional (o a la nación) –que tanto ennoblece y que se funda en justicia– no debe hacernos desestimar la fraternidad humana. En el cristianismo se coordinan perfectamente los dos aspectos. “No hay que temer –nos dice expresivamente Pío XII– que la conciencia de la fraternidad universal, fomentada por la doctrina cristiana, y el sentimiento que ella inspira, se opongan al amor, a la tradición y a las glorias de la propia patria, e impidan promover la prosperidad y los intereses legítimos; pues la misma doctrina enseña que en el ejercicio de la caridad existe un orden establecido por Dios, según el cual se debe amar más intensamente y ayudar preferentemente a los que nos están unidos con especiales vínculos. Aun el Divino Maestro dió ejemplo de esta preferencia a su tierra y a su patria, llorando sobre las inminentes ruinas de la Ciudad Santa. Pero el legítimo y justo amor a la propia patria no nos debe cerrar los ojos para reconocer la universalidad de la caridad cristiana, que considera igualmente a los otros y su prosperidad en la luz pacificadora del amor” (Enc. Summi Pontificatus, 20-X-1939; (20)).